Las hijas de Afrodita:

Cuando el amor, el sexo y lo erótico es una mirada al reflejo de la época. (Parte II)

Aglaia Berlutti
9 min readDec 16, 2020

(Puedes leer la Parte I aquí)

Un tránsito en la oscuridad. Las puertas abiertas y cerradas.

Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus íntimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. “Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse”. De nuevo, la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido. En Orlando hay mucho de esa historia a fragmentos, que avanza en medio de situaciones más o menos semejantes con un considerable impacto emocional. Entre luchas de poder, romance y debates intelectuales la novela muestra de una percepción muy amplia sobre el devenir del individuo como parte de algo mucho más grande que sí mismo.

Woolf y sus contemporáneos heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo mucho más incierto y real. La escritora solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que “eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas” y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — “muchas, impensables imágenes”- y también en pequeños diálogos imaginarios — “toda época tiene un rostro” — hasta crear una manera de comprenderse así misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.

Pero Virginia no escribía únicamente como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. Lo hacía también un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser — en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma — y sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para si misma, el lector más voraz, crítico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941.

Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. En realidad, sus anotaciones se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. El mundo colapsaba a su alrededor. La guerra — la real, no las historias como las que había crecido — se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o así lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.

Hay algo de esa remembranza diaria — del cotidiano convertido en palabra y argumento — en Orlando, con su estilo evocador, puntilloso y en ocasiones lento. Woolf se toma el tiempo de usar metáforas, alegorías y simbolismos para dotar a la narración de un color local y temporal que conmueve por su inocencia. Incluso en los momentos más complejos y álgidos — como el famoso fragmento en que se describe el cambio de género del personaje central — hay un irónico juego de medias verdades y percepciones oníricas. Nada es lo que parece en el argumento fantástico que dota a Orlando de todo tipo de capacidades extraordinarias, pero que a la vez, lo envuelve en cierto halo de ternura caótica que la escritora utiliza para justificar su mera existencia. Hay un acento poético que convierte tópicos como la muerte, la identidad, el sexo y el género en algo más elaborado y conjuntivo que una mera descripción. Una ruptura de la realidad alegórica que convierte a muchas de las escenas del libro en auténticas piezas de arte.

En Orlando además, Virginia Woolf logra sostener su teoría sobre la noción indivisible de los sexos: de transformación en transformación, Orlando demuestra que ser hombre y mujer son experiencias equivalentes. Y lo hace además a través de golpes de efecto que dejan muy claro que para la escritora, la sexualidad es un teorema que no se atiene a la inmutabilidad del alma y sobre todo, a los procesos íntimos sobre la identidad. Orlando continúa siendo Orlando como hombre y como mujer. Y es esa percepción de sí mismo como único lo que brinda a la novela su insólita solidez argumental.

A la obra se le ha llamado feminista y lo es en la medida que Virginia Woolf refuerza un discurso coherente sobre la equidad y la igualdad a través de la fantasía. No obstante, también es un alegato hacia la misoginia del mundo literario y sobre todo, la resistencia que en más de una ocasión tuvo que enfrentar la escritora para llevar a cabo su oficio. La obra resulta todo un hito como expresión de auténtica contemporaneidad y la búsqueda de nuevos patrones narrativos, que Woolf explotó con una sabiduría intuitiva que hace aún mucho más profunda la obra.

En una ocasión, se le preguntó a Virginia Woolf si consideraba que Orlando era una obra precursora de algo más original y osado que un ensayo de cierto tipo de fantasía impregnado de simbolismo social. Woolf, que tenía un humor sardónico soltó una carcajada antes de responder. “Orlando es la historia de Inglaterra” contestó por último “la sumisión, la gallardía y la confusión de una historia desconocida”. Y quizás ese sea su mayor triunfo.

Una nueva cronología del tiempo interior.

Se dice que cuando DH Lawrence comenzó a escribir El Amante de Lady Chatterley, no tenía una idea muy clara de cómo desarrollar la historia en la que una mujer toma la consciente decisión de ser infiel, bajo la anuencia de un marido complaciente y entre los brazos, de un hombre que encarnaba los terrores del refinamiento intelectual de la época. Ya para entonces, el escritor se hacía preguntas muy concretas sobre la búsqueda de la identidad de la mujer, la noción sobre la percepción de la sexualidad y en especial, sobre la libertad intelectual, con un considerable hincapié en el hecho de lo erótico.

Lawrence estaba obsesionado con la posibilidad de los cuerpos, de la búsqueda de la necesidad insatisfecha como medio de exploración de la identidad, pero en especial, con el género como un recorrido concreto hacia algo más poderoso. Y lo hacía, en breves escarceos con la moral que le llevaron a hacerse preguntas muy específicas sobre el placer, la lujuria y el peligroso estadio entre ambas cosas, que conduce a la aniquilación de la personalidad. O al menos, la creencia que sostenía semejante versión de la realidad.

Pero el escritor, también tenía una relación directa — una intención de búsqueda — de considerable profundidad acerca de los temores, presunciones y percepciones de lo que la mujer y el hombre podían ser, más allá de la restricciones sociales que le sometían en el estrato de la cultura. En 1917, Lawrence escribió Mujeres enamoradas y dio el primer paso hacia el análisis de lo femenino como un ente alejado y por completo independiente, de la noción masculina de su existencia. Los personajes de las hermanas Brangwen, eran fuerzas de la naturaleza, poderosas, atípicas pero también imprudentes. Nacidas de una pretensión potente de crear a un tipo de mujer — en este caso dos — que rompieran con toda posibilidad de análisis simple. Tanto Úrsula y Gudrun, eran experimentos narrativos, pero a la vez, una forma de profundizar sobre los aspectos arquetípicos de la mujer que por entonces poblaba la literatura. Una y otra, estaban supeditadas al amor y gracias al amor, sostenían un debate intelectual complejo acerca de su capacidad para entender, elaborar y condicionar su percepción sobre el género y el sexo. No obstante, la reflexión se basaba en pulsiones de la carne, antes de cualquier sofisticación intelectual. Las criaturas de Lawrence, eran poderosas por la cualidad de ambas de reflejar los apetitos sensuales, a la vez, de elevar el peso filosófico de lo que ambas planteaban por separado. La novela reflexionaba con cuidado sobre el hecho de lo erótico, pero también de la autonomía residual que contenía la percepción del hombre y la mujer como contrincantes, antes que cómplices, en la búsqueda de su lugar bajo el mundo.

Al mismo tiempo, en la vida de Lawrence estaban ocurriendo muchas situaciones distintas que hicieron de la novela, un triunfo considerable de un tipo de propuesta reformista que desconcertó e incomodó a partes iguales. Se decía que el autor sostenía una profunda y desesperada relación romántica con un granjero llamado William Henry Hocking, a quien conoció mientras escribía la novela en Cornualles. Ya por entonces, había rumores sobre su orientación sexual y dos años antes , había protagonizado un moderado escándalo en su natal Eastwood, al ser acusado de “sodomía” con un joven local del que no se tiene otro dato a no ser que pertenecía a un nutrido grupo de “artistas en busca de la disolución moral”, una acusación que fascinó a Lawrence y que repitió más adelante, en varios de sus apresuradas notas sobre sus travesías a través del país.

Para el autor, su posible bisexualidad era algo que consideraba natural, fuente de “placer y conocimiento” y de hecho, 1913, el autor escribió a un corresponsal anónimo de manera muy explícita, que estaba convencido que el “amor griego” como un “un ritual de paso” de considerable importancia entre quienes intentaban encontrar un modo de profundizar en cualquier interés artístico e incluso, político. “Me gustaría saber por qué casi todo hombre que se aproxima a la grandeza tiende a la homosexualidad, más allá de que lo admita o no” escribió. La carta, que además era toda una declaración de intenciones y que años después, terminó por ser parte de una amplia discusión sobre la forma en que el joven Lawrence comprendía su sexualidad, también hacia hincapié en la posibilidad del amor sólo entre iguales “Yo creo que lo más cerca que estuve del amor perfecto fue con un joven minero cuando tenía cerca de 16 años”.

Por supuesto, desde una perspectiva semejante, la mujer y el hombre jamás podrían enamorarse, como tampoco, tener relaciones que implicaran una cierta profundidad intelectual. El escritor estaba convencido que el sexo — crudo, brutal y a menudo salvaje — era lo que en realidad unía a una pareja de amantes, por lo que toda su intención al narrar historias sobre el amor, era demostrar esa disparidad y cualidad casi dolorosa, de la brecha silenciosa que separaba a un hombre y a una mujer desde distancias considerables. Según Lawrence “la mujer ejercía una influencia nada positiva sobre el hombre que conseguía destruir su personalidad y acaparar su libertad”. Una idea que profundizó y llegó a plasmar en varios cuentos y relatos, en lo que se percibe la evolución del discurso y la propuesta hacia algo más complejo. Para 1927, el escritor escribió en su diario, que un hombre “sólo puede serlo, sin una mujer a su lado, puesto que el amor femenino, pone en peligro la integridad del hombre y su masculinidad”.

De modo que El Amante de Lady Chatterley era una prueba de fuego para esa percepción de la idea general de Lawrence sobre lo erótico. También, era un discurso modernista en la que elaboraba una concepción poderosa sobre la raíz de las diferencias entre hombres y mujeres, sin que fuera de necesidad imperiosa analizar las diferencias o menospreciar al género. En realidad, para Lawrence, las mujeres y los hombres tenían el mismo derecho a la libertad, la independencia, el amor y el placer, sólo que tales “virtudes espirituales e intelectuales” no podían alcanzarlas juntos.

Así que que comenzó a escribir una historia que echaba al traste lo romántico sin desdeñarlo del todo. Que era una recreación del mito de Dios Pan satisfaciendo a las juguetonas Dríades, pero envuelto en un pátina moral que permitió al autor explorar temas inclusos más profundos, extraños y dolorosos. Que llegó al mítico Zeus, como Dios de apetito sexual voraz y a la formidable Hera, como símbolo de todos los dolores y poderes femeninos y recombinó la percepción sobre ambas deidades, para construir un triángulo amoroso que fuera tan potente como desconcertante, tan humano como doloroso, tan vulgar como simple. Un hombre que permite que su mujer tenga sexo como otro que considera inferior, que no sólo es un espacio doloroso en el que se analiza la incapacidad de lo viril en su máxima potencia intelectual, para satisfacer a la mujer en su búsqueda creciente de versiones del bien y del mal. Se trató de un desafío a todo lo que hasta entonces se había considerado formal, moral e incluso elocuente. Una transformación de la novela en un acto de rebelión que sacudió y transformó la necesidad de crear algo más elaborado, a través de lo ético — o la ruptura de la mera conciencia de su importancia — como algo más elaborado, temible y retorcido de lo que podría suponerse en la superficie.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine