Un recorrido por la oscuridad:
Cuando la escritura es una puerta abierta al dolor anónimo (parte II)
(Puedes leer la parte I aquí)
David Foster Wallace estaba empeñado en subvertir el sistema, pero a diferencia de Bret Easton Ellis o Chuck Palahniuk, no creaba ficción rebelde o contracultura basada en el comentario político contra la cultura como una entidad viva. En lugar de eso, el escritor tomó la decisión de construir un universo detallado que pudiera demostrar con hechos, que la vida es un intercambio de información intelectual destinada a la derrota de la comprensión. Todos estamos solos porque lo que creemos, aspiramos o deseamos; jamás nada de lo que necesitamos tiene un sentido real, sino que se sostiene sobre algo más elaborado y aspiracional que pocas veces llega a ocurrir.
Foster Wallace estaba convencido que el mundo estaba a punto de derrumbarse, ya fuera por una conflagración, la erosión del sistema político o algo tan simple como una caída en el desastre de algo más elaborado, temible y doloroso. No había por qué tomarse en serio el mundo, porque en realidad no estaba destinado a perdurar, no era más que una ilusión de perpetuo presente, que se deconstruía a medida que el tiempo avanzaba de forma acelerada hacia una conclusión que no llegaba. Y Foster Wallace, por supuesto, era el gran testigo de ese cambio hacia la nada, esa búsqueda de identidad, esa versión sobre la realidad que se desmoronaba minuto a minuto.
Claro está, la depresión era parte de esa idea general de un colapso inminente de la realidad. El escritor mismo lo reconocía: cualquier hecho del país, de la cultura, la sociedad, el planeta entero, le parecía ridículo en incluso, carente de sentido. “Pequeños fragmentos de nada colgados de una pared en blanco”. Tal vez por ese motivo, La broma infinita tenga un perdurable aire de experimento que no llega a completarse, al que le faltan algunas páginas y que sin duda, se relaciona con la necesidad del autor de narrar el mundo como lo ve desde el centro mismo de las sombras. “Para un depresivo, el mundo gira a su alrededor, por lo que todo lo que concluye, se basa en su depresión” escribió, aunque por supuesto, no hablaba de su trastorno: hablaba de la condición psiquiátrica como un conjunto de datos y comprobaciones. Incompletas, por supuesto, que no terminaban nunca de encajar en ninguna parte.
Por eso, la noción de la obra inacabada en la que el autor insistía con frecuencia — y que se comprobó con una publicación póstuma hace cinco años — se basaba en un recorrido por su insistencia al considerar que nada era definitivo. Sus narraciones eran circulares, un destello de su mente hiperactiva en una rápida y detallada descripción de la realidad. Los críticos a menudos suelen decir que su obra se extiende de libro en libro, de tema en tema. Que en lugar de un objetivo literario, se trataba de la mente de Foster Wallace en plena ebullición. Micros pensamientos y elaboradas concepciones sobre lo que vivió, aspiró o creyó que se extienden como un espiral de un lado a otro de una narración continúa.
Con un método como el de Wallace — escribir hasta que el agotamiento le hacía detenerse — las obras que no llegaban jamás a la conclusión definitiva eran parte de la idea general sobre su trabajo. Pero en realidad, si había una buena colección de obras, ensayos y novelas que el autor deseaba completar — a la manera tradicional — y no lo logró. Del ’96 en adelante y en especial luego del éxito de La broma infinita comenzó a trabajar en una tercera novela que no llegó a terminar, aunque por primera vez, estaba construida para llegar a un punto específico, para contar una historia concreta o al menos, para alejarse de la especulación filosófica en estado puro. Pietsch le llamó “la cosa perdida” a falta de mejor nombre; un extenso relato sobre la vida y la muerte, que podría parecer una despedida premeditada a no ser porque sólo era otro de los juegos mentales del escritor. La novela avanza hacia la posibilidad de vivir sin esperanzas y al final, morir por propia decisión, aunque solía ocurrir con la obra de Foster Wallace, no se relacionaba en absoluto con su propia historia ni parecía pensada para serlo. También había cajas de borradores de relatos cortos y largos sobre una variedad de temas imposible de clasificar y al final, un ensayo sobre el dolor “imposible” de contener.
Casi todos los relatos, ensayos y el borrador del libro, tenían fechas y coincidían con momentos muy específicos de la vida del escritor. A finales de los años ’80 y cuando no pudo lidiar a solas por más tiempo con la depresión, comenzó a tomar Nardil, un antidepresivo con un variedad muy preocupante con todo tipo de efectos secundarios, que provocó que Foster Wallace tuviera que lidiar no sólo con los estragos de un trastorno psiquiátrico, sino con los síntomas que le producía un medicamento que durante más de treinta años había recibido críticas por tener pocos efectos positivos en comparación a la variedad de estragos que causaba. De hecho, el escritor estaba realmente convencido que las altas dosis que debía tomar, influía en su forma de escribir, de modo que abandonó el medicamento. Cuando lo hizo, comenzó a escribir con muchísima más frecuencia, de manera más ordenada y con más persistencia, en un intento de contar el tráfico incesante de información que sostenía su mente. No obstante, la depresión se convirtió también en el “monstruo blanco”. Una criatura incontrolable que terminó por sacudir su estilo de vida, modo de comprenderse y finalmente, su escritura hasta los cimientos.
Las historias muertas.
La Broma Infinita empezó a gestarse a principios de los noventa y Foster Wallace envió unas cuatrocientas mil palabras a Pietsch, que leyó los extraños fragmentos informes y en apariencia sin sentido, con la asombrada curiosidad de un espectador que contempla un mundo nuevo. No sólo estaba deslumbrado por lo que se anunciaba como un ejercicio de filosofía, postmodernismo y algo más extraño, sino por el hecho que Foster Wallace tuviera la capacidad para escribir una obra semejante con aparente facilidad. “Es una novela hecha de fragmentos, casi como si la historia fuera algo roto de lo que alguien está recogiendo los pedazos” respondió al escritor y cuando este último le advirtió que apenas se trataba de menos de la cuarta parte del libro, el editor le animó seguir escribiendo. Siguió haciéndolo hasta que la novela se convirtió en una monstruosa epopeya moderna de casi 1400 páginas.
Ya por entonces, Foster Wallace comenzó a escribir a través de sus experiencias. Pequeñas, amplias, extrañas, dolorosas sin duda incompletas y acrecentó su fama de escritor en busca de una forma de comunicar ideas complejas que no tenían una forma real de ser expresadas, a no ser en medio del caos. Por supuesto, no era un ejercicio desconocido. Ya Paul Auster insistió en el ’85 que escribir es un oficio “de recuerdos desordenados”. Antes, Jorge Luis Borges había dicho algo semejante, con sus “historias imposibles y primigenias”. No obstante, la literatura del siglo XX parece mucho más una combinación de dolores, pulsiones y esperanzas, convertidos en una forma narrativa. David Foster Wallace es quizás el mejor ejemplo de eso y sobre todo, una expresión formal sobre los alcances de la literatura convertida en una noción sobre lo contemporáneo, sus mutabilidad y su existencialismo sin sentido y en ocasiones, sin verdadera belleza. Porque para Foster Wallace, la literatura — el arte de narrar — era una expresión continúa, indetenible, impulsada por una evolución de la forma.
La prosa de una sola oración, la mezcla de todo tipo de referencias pop con teorías matemáticas que construyeron una perspectiva sobre la filosofía de lo contemporáneo tan novedoso que le sobrevivió. E incluso sobrevive a su mito. Inquieto, imaginativo, desordenado, meticuloso, obsesionado con la palabra como una vía de escape al miedo y a la búsqueda del significado, Foster Wallace renovó la percepción la infelicidad literaria hacia algo más extraño y complejo pero sobre todo, amplió los alcances del quehacer literario como una forma de innovar sobre lo obvio. También ponderó sobre el postmodernismo y el existencialismo pero lo hizo desde cierta vulgaridad con tintes académicos que aún sorprende. Wallace escribió sobre todo tipo de temas, los elaboró desde una perspectiva insólita, los profundizó hasta que se convirtieron en pequeños teoremas del absurdo. Desde el estrés que le provocaba la espera del traficante de turno hasta detalles perturbadores y estadísticos sobre el porno, escribió sobre el mundo moderno desde la periferia, lo marginal y lo doloroso. Y lo hizo bien.