Un recorrido por la oscuridad:

Cuando la escritura es una puerta abierta al dolor anónimo (parte I)

Aglaia Berlutti
9 min readNov 23, 2020

--

Cuando el escritor David Foster Wallace se suicidó, se enfrentaba a la depresión por quinta o sexta vez en su vida adulta. Tenía períodos muy malos, otros más llevaderos, pero en realidad, el escritor había lidiado con el trastorno por casi tres décadas. Había sido diagnosticado cuando joven estudiante universitario y durante los años siguientes, intentó enfrentarse como pudo a lo que llamaba “el pequeño monstruo blanco”. Escribía a la par que tomaba medicinas, trotaba, se esforzaba por mantener cierta estabilidad mental. “La cordura es utópica” escribió a uno de sus agentes doce días antes de morir.

Para entonces, había perdido casi quince kilos de peso, pasaba buena parte del tiempo encerrado en su estudio y por supuesto, escribía. Karen Green, su esposa, diría que jamás le había visto escribir por tantas horas, con tanto ahínco y furia. “Parecía escapar de algo” comentaría después, en las escasísimas declaraciones que ofreció sobre la muerte de su esposo. El 11 de septiembre del 2008, Foster Wallace escribió hasta casi medianoche y fue a dormir. Al día siguiente, se colgó en su estudio.

Foster Wallace escribió sobre la depresión, tomó todas las precauciones para evitar recaídas e incluso, dedicó casi un año entero antes de morir a intentar comprender qué era lo que ocurría en su mente, por qué en varios de los momentos más felices — productivos — de su carrera como escritor, la depresión le golpeaba con una fuerza demoledora. Fue por la época, cuando empezó a elucubrar acerca de la obra incompleta, de la probabilidad que buena parte de lo que llevaba a cabo, de ese gran magma de trabajo — era un escritor prolífico a niveles asombrosos — nunca pudiera ser terminado. Durante sus momentos más laboriosos, escribía casi diecisiete horas al día. En las etapas más bajas de la depresión, escribía a párrafos, fragmentos que después lograba rearmar en una interminable colección de trozos sin sentido la mayoría que después elaboraba como reflexiones sueltas sobre los más diversos temas.

Gracias a ambos métodos, el autor escribió dos novelas largas (ambas consideradas como momentos de ruptura en la historia literaria norteamericana), tres recopilaciones de relatos, libros de ensayos y todo tipo de reflexiones sin conexión entre sí sobre la realidad, un punto que le obsesionaba. Para el escritor, desmenuzar lo que vivía en una interminable colección de reflexiones, era una necesidad desesperada que le permitía comprender su confuso mundo exterior. Desde sus análisis cuasi periodísticos sobre la pornografía hasta la percepción acerca de la depresión que sufría, la escritura fue un terreno insular para Foster Wallace, un lugar seguro que construía con una devoción obsesiva que todavía sorprende por su potencia, poderosa capacidad narrativa pero en especial, la traducción del mundo en una combinación de factores que el mismo escritor llamaba “la confusión infinita e inevitable de la naturaleza humana”.

Por supuesto, la depresión formaba parte esencial de ese interminable relato sobre la vida y sus espacios oscuros, aunque jamás se refirió en primera persona a su trastorno, lo que hacía el punto de vista de su obra más extraño y desconcertante. Foster Wallace no incluyó a la depresión como elemento principal de su cuerpo literario, pero si entretejía su experiencia tránsito entre el hombre y la oscuridad moderna, es desarraigo violento y desolador que describía en cada oportunidad posible. En el cuento corto La persona deprimida que publicó en 1999, habla sobre la forma en que la depresión “te convierte en el centro del mundo”, por lo que narra con su habitual y meticuloso ritmo todo lo relacionado, antes o después, con la necesidad de ser escuchado, comprendido, sostenido alrededor de una angustia existencial que no cesa, que jamás se detiene y que al final, es un espacio abrumador que delimita cada decisión, mirada sobre la realidad e incluso, los matices más profundos y desconocidos de lo que consideramos identidad. Foster Wallace ya por entonces insistía en el hecho que su narración sobre la depresión era inabarcable, que no se sostenía “sólo a través de un cuento” y que de una manera u otra, quedaría incompleta.

También analizó en el tema en la colección de relatos Entrevistas breves con hombres horribles, en la que destruye poco a poco el estilo de vida norteamericano hasta mostrar lo que llamó “el núcleo oscuro, la raíz del veneno”. Foster Wallace estaba obsesionado en contar, aunque en ocasiones no esté claro el qué o la forma en que se manifiesta a través de ideas cada vez más complicadas y dolorosas. La depresión era una forma de apremio que alimentaba una necesidad voraz por mostrar, narrar, desfragmentar y al final, concluir sobre el tiempo que transcurría en su mente — distinto al real — y en que la depresión lo era todo. “Paxil, Zoloft, Prozac, Tofranil, Wellbutrin, Elavil, Metrazol en combinación con TEC unilateral (durante un curso de tratamiento voluntario de dos semanas en una clínica regional de trastornos del estado de ánimo), Parnate con y sin sales de litio, Nardil con y sin Xanax. Ninguno había proporcionado un alivio significativo del dolor y los sentimientos de aislamiento emocional que convertían cada hora de vigilia de la persona deprimida en un infierno indescriptible en la tierra”. Narrar las experiencias médicas con detalle científico era una fórmula, un símbolo, una proyección. Pero también era una búsqueda de respuestas.

Foster Wallace escribía sobre la depresión — así, en general — pero no de la suya. Tampoco de los días en que apenas comía o en los que comía hasta vomitar, de los dolores corporales, las noches de insomnio interminable, el cansancio profundo que le hacía beber cócteles energéticos para poder escribir. No hablaba sobre el llanto incontrolable que le sobrevenía en las mañanas — y que aterrorizaba a parientes y vecinos — o las tardes en que escribía sin parar, enfurecido, los dedos rígidos sobre el teclado de la maquina de escribir y después, de la computadora. De las infinitas correcciones y reescrituras de obras que alcanzaban un nivel de virtuosismo que resultaba sorprendente por su brillante alegoría al desastre cotidiana y también, su reverso oscuro. Foster Wallace no hablaba de manera directa de su “monstruo blanco” pero su presencia estaba en todas partes, era un rastro doloroso en cada página que escribía.

La muerte, lo insustancial, las puertas cerradas.

El hecho que un escritor prolífico de apenas 46 años muriera de una manera trágica, violenta y simbólica, levantó una inmediata adoración y desconcierto alrededor de Foster Wallace y también, una nueva curiosidad por su trabajo, que hasta entonces había sido parte de un estrato académico y una pléyade de fanáticos que le dedicaban una devoción casi fanático. Hubo una gran cantidad de servicios conmemorativos, esquelas, notas de prensa, artículos, revisiones de su obra. Pero nadie habló de su depresión, un secreto a voces que ahora era más patente, doloroso y evidente que nunca. De ser un tema mal disimulado, un rumor que se consideraba mal intencionado, el estado mental del escritor se convirtió ahora, en un silencio respetuoso. La depresión estaba de nuevo en medio de la vida — o la muerte — de Foster Wallace, sin que nadie la nombrara de forma directa, sin que ningún crítico se hiciera preguntas sobre el tema o al menos, lo analizara como parte de una producción literaria que con frecuencia, había sido catalogada de desoladora.

Lo que si hubo un enorme interés fue por lo que el escritor había dejado a la mitad, la obra no escrita, el enorme trasfondo de prosa frenética y profundamente vital que sin duda, había quedado inconclusa luego de su muerte repentina. No se trata de una hipótesis sorprendente: la colosal capacidad para la escritura del autor era reconocida y admirada, analizada en ciertos de formas y aristas, por lo que era evidente que esa descomunal colección de datos, relatos, narraciones y percepciones acerca del mundo que le rodeaba, con toda seguridad carecía de un punto final. Nadie lo sabía con seguridad — ni su agente o su esposa hablaron sobre el tema por años — pero era evidente que Foster Wallace, había dejado una considerable, poderosa e intrigante herencia literaria. ¿En qué consistía? nadie lo sabía con claridad, de la misma forma que durante su vida, describir la obra del escritor había sido un trayecto incómodo y la mayoría de las veces inexacto, hacia un tiempo de reflexión novedosa sobre la literatura norteamericana contemporánea.

Para comenzar, Foster Wallace quería publicar en papel, cuando la mayoría de sus contemporáneos se hacían preguntas y miraban con buenos ojos la edición digital. Escribía a maquina, en interminables folios que rellenaba con correlaciones puntuales a los que dedicaba una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo. Ya es famosa la imagen de sus pulcros cuadernos, repletos de un lado a otro de anotaciones, post it de colores y párrafos subrayados con cuidado. Foster Wallace escribía con el método del oficio, pero con una frenética decisión de narrar con un ritmo y un tono único: combinaba frases subordinadas de casi doscientos caracteres con párrafos en los que abundaban el punto y coma. O al contrario, escribía sin puntuación, como si la necesidad de la cohesión fuera una decisión posterior. Combinaba jerga callejera, conocimientos académicos, todo tipo de estadísticas detalladas con cuidadosos párrafos académicos.

Todo a la vez y con un sentido del asombro que convertía en todas sus obras en descubrimientos. Tal parecía que Foster Wallace descubría todos los rudimentos del mundo y la realidad a medida que escribía sobre ellos, que profundizaba en temas tan dispares que es difícil clasificar por su amplitud, capacidad para la digresión y en particular, el hecho de recorrer caminos disimiles para llegar a conclusiones nuevas de temas conocidos. Por ese motivo, leer a Foster Wallace analizando el vacío de la soledad contemporánea, la mujer como figura objeto, al hombre que sostiene sobre sus hombros responsabilidades financieras, el miedo al olvido, el futuro y la desgracia, tiene el mismo tono que un recorrido disparatado por el sentido de humor norteamericano, el humor profano y la pornografía como forma de expresión cultural.

Claro está, una obra de tal extensión y características, no podía estar completa o al menos, no de la manera en que podía aspirar un escritor que quería profundizar en el hecho de narrar desde varios puntos de vista distintos. “La ficción trata sobre lo que es ser un puto ser humano”, dijo en una oportunidad, lo que sin duda, es la descripción más clara sobre lo que Foster Wallace deseaba crear y construir a través de sus libros, relatos y ensayos. El interés por la literatura del escritor era vital, era una correlación de ideas, que todas juntas, hilvanaban entre sí una condición sobre la vida humana: su cualidad mutable. Era la transitoriedad de la realidad, lo que hacía que sus novelas fueran en ocasiones ilegibles — La broma infinita sigue siendo considerado el libro que poca gente llega a terminar — o al menos, con el potencial de abrumar al lector, lo cual no es problemático en teoría, pero si supuso un reto para Foster Wallace, cuya mente avanzaba con una rapidez difícil de seguir.

Entre la burla insistente, la búsqueda de un objetivo cínico para describir las blanduras de lo contemporáneo y una conexión directa con la posibilidad de comprender el tiempo que transcurría como una variable con identidad propia, Foster Wallace escribió para el futuro, para lo que podría predecir a partir de su necesidad de contar un presente basado en lo inevitable. “La mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que estos son tiempos oscuros y estúpidos, pero ¿necesitamos ficción que no haga más que dramatizar lo oscuro y estúpido que es todo?” dijo en una entrevista que fue revisada una u otra vez después de su muerte. La percepción sobre la identidad de Foster Wallace era poderosa, concluyente y al final, tan extraña como resultar del todo impredecible. Sus intereses eran tan amplios como su ansiosa necesidad de evasión, de modo que escribía para recordar al mismo tiempo que para olvidar. La depresión era el puente entre ambas cosas, la certeza que el tiempo se agotaba, que a su alrededor el mundo se consumía.

Así que por supuesto, debía haber una ingente cantidad de obra sin concluir, tesoros reales que la mayoría de sus lectores deseaban leer, incluso sin esperar que llevaran a ninguna parte. Después de todo, Foster Wallace era un hombre convencido que nunca había logrado una obra “completa” sino que se encaminaba a relatar algo más profundo y extraño, a medida que avanzaba en medio de una trepidante versión sobre la realidad y el poder de lo tangible. “Quiero ser autor de cosas que reestructuran mundos y hacen que la gente viva sienta cosas”, escribió a su editor Michael Pietsch, mientras trabajaba en la Broma Infinita. Por supuesto, lo que Foster Wallace interpretaba como sentir o analizar, estaba muy lejos de ser una condición relevante sobre la obra que escribía, que resultó ser una obra enorme y en ocasiones incomprensible, sobre el mundo moderno y sus dolores. Una forma de entender la tristeza contemporánea — quizás, la propia — y al final, un recorrido concreto y puntual hacia el poder del existencialismo como centro de todo.

El escritor quería escribir sobre el post existencialismo, sobre la ironía de un mundo que tenía toda la información a su alcance y era cada vez más frágil e ignorante, un recorrido abrumador y temible hacia algo más potente. Los lectores devotos se enfrascaron en la misión de descifrar la obra, la crítica la adoro, los curiosos la desecharon y Foster Wallace siguió escribiendo. “El miedo a no entender del todo nuestros motivos, hace que mucho de lo que pensamos jamás tenga conclusión” escribió a Pietsch a finales de 1996.

--

--

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine