Hijas de Afrodita.
Cada laberinto tiene su minotauro. (Parte II)
(Puedes leer la parte I aquí)
Una vida solitaria.
Marie Curie, que nació con el nombre de Manya Sklodowska nació en noviembre de 1867. El año se recuerda como el que trajo uno de los peores inviernos en Varsovia, Polonia. La misma Marie diría después que sus primeros recuerdos de la infancia eran “blancos. Impolutos, absolutamente radiantes. Una pureza total y peligrosa”. También nació durante la ocupación rusa, por lo que pasó buena parte de su primeros años de vida, por evitar morir de hambre.
La situación se hizo peor, cuando Varsovia fue considera una ciudad “con riesgo de sedición” por lo que Rusia extremó sus precauciones. La niñez de Marie Curie estuvo llena de pequeños fragmentos de violencia desperdigados de un lado a otro. A los cinco, asesinaron a uno de sus vecinos, por el “acto subversivo” de reclamar que un soldado había tratado de reclamar su casa. La Marie adulta recordaría los gritos, el sonido de la metralla, la sangre derramada sobre la nieve. “Era de una belleza terrorífica y me llevó años entender que ambas cosas pueden convivir juntas.
A los diez años, la madre de la científica murió de tuberculosis. Fue una agonía larga y dolorosa que su padre no le permitió ver. “Solo podía asomarme y miar sobre su hombro. Mi madre se volvió más pálida, lejana, se alejó del mundo y al final desapareció”. La imagen de esa lenta derrota le acompañaría de por vida e incluso, siendo ya una científica de renombre, la tuberculosis le seguía aterrorizando “como un viejo espectro de la infancia”. Marie era una niña de prodigiosa inteligencia que comprendió la muerte de una forma deformada, inexplicable e incluso, inquietante. “Solo comprendí que mi madre recibió ayuda y no la recibió”.
Mientras tanto, la Varsovia de su infancia se volvía más peligrosa e inestable. “Sabía que el peligro estaba afuera, que me acechaba en todas partes, que nuestra familia, era objeto de observación siniestra, como todas las demás” La futura científica creció en una casa de ventanas cerradas, en las que se hablaba en voz baja y en la que su padre, un profesor de Ciencias, mataba el tiempo enseñando a su hija lo que el régimen de ocupación le prohibía a otros niños. “Fue él y no yo, quien decidió que podía aprender. Pero fui yo y no él, quien decidió seguir”.
Marie era brillante y ya a los doce, dominaba la literatura y la matemática con una soltura y facilidad, que desconcertó a su padre. De modo que decidió correr el riesgo de enviarla a una escuela secreta, la llamada “Universidad Flotante”. Se trataba de un grupo de profesores que iban de un lado a otro de la ciudad para enseñar las materias prohibidas por el régimen de ocupación. Marie de inmediato destacó: escribía ensayos brillantes y extensos sobre biología, anatomía e incluso historia, todo a la vez que dedicaba esfuerzo y tiempo en esporádicos trabajos de institutriz.
Durante cinco años, Marie fue la alumna más destacada: los profesores estaban convencidos que debía llegar a la universidad, cultivarse más allá de sus intentos de educación en medio de una complicada situación política. Pero el padre de Marie no podía costear algo semejante y trató de explicárselo a la adolescente, que soñaba con el campus y bibliotecas, lo más lejos posible a la ciudad congelada por el frío y la violencia. “Llegaré tarde, quizás, pero llegaré” escribió por la época, en una de las primeras anotaciones en el cuaderno que después llevaría a todas partes y se multiplicaría en otros tantos.
Marie continuó trabajando como institutriz y redobló esfuerzos. Aceptó turnos nocturnos para cuidar de niños enfermos, se hizo niñera por las tardes y las mañanas — “esas heladas mañanas de Varsovia” — a estudiar y continuar su determinada decisión de encontrarse a la altura de la futura aula a la que sabía podía llegar. Por último, a los 24 años tuvo el suficiente dinero para comprar un billete de tren. Su padre le obsequió un único vestido y le dio el consejo “más inteligente que nadie me había dado”. La tomó de los hombros y la miró al rostro. “Trabaja sin dudar que es necesario hacerlo”.
En tránsito al misterio:
La futura científica tomó al pie de la letra el consejo de su padre. Con una voluntad de hierro que más tarde sería su rasgo más reconocible, de inmediato se enroló en la Sorbona y dedicó todo su esfuerzo en aprender el francés hasta “que el acento no pudiera delatarme” y después, a una licenciatura de matemáticas. Se convirtió de inmediato en la mejor alumna, una presencia extraña en medio de las tribus masculinas que gravitaban a su alrededor y la miraban con recelo. Pero era Marie la que levantaba la mano con más frecuencia para responder preguntas, la que lograba resolver problemas complicados y al final, se convirtió en una rara curiosidad del campus. Se burlaban de su vestido viejo, del cabello claro siempre despeinado, de los dedos manchados de tinta. Pero algunos comenzaron a respetarle por su inteligencia. “Era centro de atención por todas las razones indebidas” se burló después.
Pero el esfuerzo le llevaba una considerable trabajo. Pagaba la matrícula de la universidad como personal de limpieza en las horas libres, gastando lo menos posible en comida y por último, ocupando un cuarto diminuto el sótano de la institución en lugar de una habitación regular en la ciudad. Estaba tan decidida a convertirse en la científica que soñaba, que dejó de comer días enteros para “no despilfarrar” y más de una ocasión, colapsó en el campus. Uno de los conserjes informó sus rectores y la Universidad se ocupó desde entonces de sus gastos alimenticios. Marie se preocupó por “semejante gasto” pero sus calificaciones extraordinarias y las recomendaciones de varios de sus profesores, le convencieron que no era un acto de caridad. “Veían talento en lo que hacía” escribió entusiasmada.
En 1893 obtuvo una licenciatura en física y luego, la tan ansiada en matemáticas al año siguiente. Hubo comentarios sobre la mujer vestida de negro en medio de la multitud de hombres de traje, de su rostro adusto y su negativa a sonreír. “Las ciencias le han enloquecido” dijo un compañero, asombrado por la mujer que pasaba buena parte del tiempo en el laboratorio. “Tampoco desea encontrar su lugar” comentó otro, cuando el rumor sobre la brillante estudiante corrió por París. Pero Marie no escuchó consejos, murmuraciones o reflexiones de nadie y siguió trabajando. Ya tenía algunas teorías prácticas sobre la física que le desconcertaron “era como crear algo en un mundo por completo nuevo”.
Un año de obtener el diploma, se tropezó con un físico de 35 años del que leyó unos cuantos artículos. Le sorprendió su conocimiento sobre cristales y magnetismo, de modo que le escribió una respetuosa carta pidiendo “unos cuantos datos necesarios para investigación de campo, así de frugal fui” escribiría después, sobre la primera vez que leyó el nombre de Pierre Curie. El científico le contestó de inmediato, para explicarle que él y su hermano Jacques llevaban más de una década trabajando sobre el tema, además de haber descubierto las propiedades de las cargas eléctricas sobre materiales sólidos sometidos a presión. “Me respondió como un caballero, pero también como a un colega” contaría Marie después.
Pierre por su parte, estaba maravillado por la mujer que hablaba sobre conceptos brillantes con una facilidad que le desconcertaban. Se conocieron semanas después de la quinta carta y para la sexta, ya Pierre Curie pensaba en la forma de proponer matrimonio a una mujer “que seguramente le diría que no”. Marie tenía un carácter que su futuro marido admiraba y temía. “Sería … algo hermoso”, escribió, “pasar juntos por la vida hipnotizados en nuestros sueños: tu sueño para tu país; nuestro sueño para la humanidad; nuestro sueño para la ciencia” escribió en la séptima carta. “La importante” diría ella. Una semana después, Pierre recibía una carta con una sola palabra: “¿Cuando?”
Lo hicieron al año siguiente, en una ceremonia diminuta y rápida a la que sólo asistieron “un grupo de amigos” y en la que Marie llevó un vestido azul, que era “práctico y le permitía seguir trabajando “después de comer y beber un poco”. Pierre y Marie compartían la obsesión por la ciencia y lo demostraron desde el primer día juntos. Para ambos, el laboratorio no sólo era un lugar de encuentro, sino también, el espacio extraordinario para todos los “placeres que podían aspirar, relacionados directamente con el conocimiento. De hecho, pasaban más tiempo en taller que Pierre y Jacques habían convertido en laboratorio, que en su pequeño departamento en Rue de la Glacière. “La vida se volvió rápida y sencilla” diría Marie. “Pasaba buena parte del tiempo trabajando y también, en el intento de aprender como educar en francés y con paciencia”. Un año después del matrimonio, Marie fue certificada como institutriz en la ciudad y comenzó a trabajar medio tiempo como maestra de un grupo de niñas. Pero su principal interés continuaba siendo la ciencia. “Incluso en mis sueños, el paisaje que aparece es el de mi laboratorio”.
El dilema de dos rostros.
Marie y Pierre no deseaban tener hijos (no de inmediato, al menos), pero tampoco evitaron que sucediera. La primera hija de la pareja, Irène, nació en 1897 luego de embarazo complicado que hizo más difícil los esfuerzo de Marie por lograr un doctorado. Tenía dolores, malestares frecuentes y a medida que se acercó la hora del parto, fue evidente que la científica no podría continuar con el ritmo de trabajo que se había impuesto. Se enfureció. Pierre trató de hacer las cosas más sencillas e improvisó una mesa de trabajo en el pequeño departamento de ambos, pero no era suficiente. “Era como trabajar con las manos atadas, luchando contra mi propio cuerpo” diría después.
El nacimiento de la niña le trajo problemas de salud, pero ni en medio de la hemorragia que casi le cuesta la vida, dejó de tomar apuntes, revisar notas, comparar las propiedades de los elementos que deseaba incluir en su hipótesis. Finalmente, el médico recomendó de “forma enfática y urgente descanso”. Por primera vez en su vida, Marie solo yació en su cama, aterrorizada por la inactividad y no por la muerte. “Prefiero morir de puro cansancio, que por tedio” escribió, enfurecida.
Pero se recuperó con rapidez y seis semanas después del nacimiento de la niña, volvió al laboratorio. La familia se encontraba en duelo debido a la muerte de la madre de Pierre y el suegro, solitario y entristecido, recibió con agrado la idea de cuidar junto con una enfermera a la pequeña nieta. Marie había propuesto llevarla al laboratorio, pero Eugene que era un médico jubilado y que conocía el carácter “imprevisible” de su hija política, intervino en beneficio de Irène. Fue la solución ideal para sus padres, que se avocaron en el trabajo con su habitual energía y en especial para Marie, que dedicó sus esfuerzos a obtener los resultados necesarios para aprobar el doctorado. El trabajo se incrementó, las jornadas se duplicaron. Dos meses después, los Curie apenas visitaban la casa en que vivía su hija.
Las cosas se hicieron más complicadas cuando una buena parte de los colegas de Pierre y Marie comenzaron a criticar que la científica, continuara acudiendo al laboratorio cuando debía cuidar de su hija. Marie no prestó atención a las habladurías, hasta que alguien dejó sobre su escritorio una nota de un periódico en que se le acusaba de “su poco amor a su hija”. La científica no se molestó en responder, pero Jacques Curie intentó convencer a Pierre que el lugar de su esposa, era al lado de la cuna y no del equipo de laboratorio. La discusión fue agria y al final, los hermanos se distanciaron. Para Pierre fue una pérdida sensible pero aun así, siguió apoyando la decisión de Marie, que continuó dedicaba a sus ocupaciones habituales.
Tal vez por eso, cuando Eve, la segunda hija de la pareja nació en 1904, la situación se hizo aun más incómoda para el matrimonio. La confrontación se volvió pública y de hecho, hubo voces críticas que acudieron a periódicos y a campus universitarios, para denigrar del comportamiento de Marie como madre, a pesar que no había reproche alguno por su trabajo como investigadora. El dilema llegó a su punto más alto cuando Georges Sagnac, amigo de la familia y colaborador del laboratorio, la confrontó en una discusión que se hizo pública y avergonzó a los Curie. “¿No amas a Irène?” preguntó a gritos “Me parece que no preferiría tener que leer un artículo de [Ernest] Rutherford, en lugar de cuidar a una niña tan agradable, de estar en tu caso”.
Pero la discusión, llegó en un momento en que las opiniones de Sagnac carecían de importancia. En 1903, Curie se convirtió en la primera mujer de la historia del país en obtener un doctorado en física, lo que causó un revuelo considerable en los círculos científicos y también, en los políticos. Se consideró a Curie “fruto de la educación francesa” y se alabó, a pesar de las críticas insistentes sobre su comportamiento poco maternal. Poco después, los profesores que revisaron su tesis doctoral — que ya utilizaba el término radiación — declararon que la hipótesis sugerida por Curie, era el mayor aporte a la ciencia de todos los tiempos. El texto, de apenas 200 páginas, teorizaba sobre la posibilidad que ciertos elementos irradiaran energía en forma perpendicular y que tal propiedad, podía ser medida y utilizada para diversos usos.
Casi desde el mismo momento de la presentación de la tesis, comenzaron a circular rumores de un premio Nobel para Curie. Eso, a pesar que algunos miembros de la Academia se negaron a creer que se tratara de la obra “de una mujer, que además era madre y que sin duda, debía ocuparse de sus quehaceres antes del laboratorio”. De hecho, se corrió el rumor que se creía que la tesis era una obra conjunta de todos los compañeros de trabajo que rodeaban a la científica. Entre bambalinas, buena parte de la Academia presionó para otorgar el Nobel a Pierre, a quien consideraban el autor y cuyo anonimato atribuían a la generosidad y “caballerosidad” de un “buen hombre francés”. Pero fue el mismo Pierre quien insistió en que se trataba del trabajo de Marie. Mostró sus notas, apuntes, los esfuerzos por entender las propiedades de los elementos radiactivos. Finalmente, a finales del 1903 los Curie compartieron el Nobel de física junto a uno a Henri Becquerel. Fue la primera vez que una mujer recibía el reconocimiento.
Pero el menosprecio a Marie no se detuvo. Incluso en medio de las celebraciones del premio, volvió a ser acusada de ser “una madre indiferente”, los periódicos publicaron fotografías de su suegro junto a las pequeñas nietas y Pierre, de nuevo, tuvo que afirmar que las investigaciones de su esposa, habían sido determinantes para la obtención del premio. Aun así, durante ceremonia de premiación, el presidente de la Academia Sueca, citó a la Biblia al felicitar a los esposos Curie por sus logros: “No es bueno que el hombre esté solo, le haré un ayudante”.
Los rumores sobre la posibilidad que Pierre ensalzaba el trabajo de su mujer en un acto de caballerosidad, continuaron hasta incluso empujarle a un debate público que se zanjó con una carta corta y sucinta del científico, en que criticaba la forma en que la comunidad científica del país percibía el trabajo de Marie. “Nunca ha sido mi ayudante, más bien lo contrario” sentenció. Pero las habladurías que aseguraban que Marie era la asistente de su marido continuaron por décadas. “Los errores son notoriamente difíciles de matar”, escribió para un periódico británico la amiga de la pareja, la física británica Hertha Ayrton, “pero un error que atribuye a un hombre lo que en realidad fue obra de una mujer tiene más vidas que un gato”.