En las tinieblas del Hades

Un recorrido por diez años de terror (parte III)

Aglaia Berlutti
11 min readOct 27, 2022

(Puedes leer la parte II aquí)

La película Mandy (2018) de Panos Cosmatos te golpea desde sus primeras escenas. Sangrienta, violenta a niveles desconcertantes hasta la capacidad de la película para volver al origen del mal cinematográfico — aquello que habita en el exceso — fue una de las grandes sorpresas de la década. Pero también, una percepción dolorosa sobre el horror que devolvió el brillo a la sangre derramada y las escenas excesivas, una concepción casi desconcertante sobre el hecho de la violencia como un subproducto de un tipo de mal análogo a la naturaleza humana. Sin apenas diálogos, la película es capaz de entablar un vínculo emocional y abrumador con algo más duro de comprender: la noción sobre la maldad convertida en una expresión instintiva. En una muestra de la violencia como un monstruo aciago carente de rostro y sentido real.

Para Jordan Peele, esa idea resulta especialmente seductora: su ópera prima Get Out! juega con los símbolos de lo cotidiano, el prejuicio y el racismo norteamericano para construir una crítica política y social que se sostiene sobre un atisbo de algo sobrenatural o que en todo caso, podría serlo. ¿Lo es? La película no se prodiga demasiado en explicaciones. De hecho, esa maldad que en Mandy se traduce en un baño aleatorio y abundante de sangre, en Get Out! se muestra como una escena casi pastoral en la que las diferencias raciales se mantienen al borde de la cámara subjetiva de Peele. El director sigue un lado a otro a su personaje principal a medida que el film se convierte en un thriller social hilarante y apasionante, en algo más retorcido. Hacia su tramo final, el miedo es la metáfora misma de la historia estadounidense, convertida en una historia de terror para el consumo colectivo.

En Sinister (2012) de Scott Derrickson, la fórmula se repite pero en una versión doméstica y menos elaborada. La historia del escritor, que se muda con su familia al escenario de un espantoso crimen, pareciera no revestir ningún elemento original, a no ser por la forma en que sostiene el elemento sobrenatural. Lo maligno que habita y se encuentra en medio de las escenas hogareñas es de naturaleza más compleja de lo que podría suponerse de inmediato y es allí, cuando el director encuentra la manera de elaborar una extraña versión de lo inquietante, que emparenta de forma directa con algo más oscuro, primigenio e incluso relacionado con el folk horror.

El guion medita sobre el instinto rapaz y amargo del escritor de reputación destruida que intenta, por todos los medios a su alcance, recuperar el éxito y la fama, a medida que medita sobre su condición ídolo de pies de barro que intenta decidir entre la fama efímera y la familia tradicional. Pero a medida que la trama se hace más elaborada — y misteriosa — es notorio que lo que se esconde detrás de la codicia, temor y lo terrorífico de la historia, es mucho más espeluznante que la colección de crímenes que se muestran con descarnado detalle en pantalla. De hecho, el triunfo de Siniestro, es esa humanidad triste en contraposición con ese mal que se desliza, palpita, se hace cada vez más evidente. Esa normalidad atacada por lo que no podemos ver, por lo sobrenatural en estado puro y duro.

Por supuesto, el epítome de lo sobrenatural, escondido en los pequeños horrores de lo cotidiano, se encuentra en Insidious (2010) de James Wan. Quizás la película que dio forma a un nuevo tipo de terror que utiliza su elaborada reflexión sobre lo absurdo, para sostener una versión de los usuales tópicos de la casa embrujada y la posesión diabólica por completo novedosa. Wan imagina y reinventa la conexión entre lo que se esconde en lo cotidiano con algo más amplio, tenebroso y agresivo, con una estética que además emula esa concepción desde lo primario. El demonio de aspecto casi infantil — tan semejante a los dibujos de los niños de Sinister que tratan de mostrar a la criatura diabólica al asedio — es también una criatura que habita en una historia más enajenada, profunda y dolorosamente humana de la que sospechamos durante las primera escena de la película. Para Wan, el mal oculta graduaciones y fronteras. Y también, una feroz forma de naturaleza perversa ajena a cualquier sofisticación.

Todos los monstruos danzan en la oscuridad.

Cuando Peter (Alex Wolff) se tiende en la cama luego de haber asesinado de forma involuntaria a su hermana Charlie (Milly Shapiro), mira a la pantalla con una expresión en la que podría reflejarse todas las emociones primarias del ser humano. Desde el miedo a un dolor tan profundo como insoldable, el largo primer plano al rostro del personaje — que además, elabora una singular versión sobre el paso del tiempo — no solamente abrió las puertas hacia otro tipo de terror hasta entonces por completo desconocido en la pantalla grande. Hereditary (2016) de Ari Aster es un experimento osado que además, elaboró su propia medida del absurdo y lo terrorífico, sin tocar de inmediato la incertidumbre de lo inexplicable.

No se trata solo del hecho que Peter asesinara a un miembro de su familia — sin que lo sobrenatural interviniera en apariencia en un accidente de asombrosa crueldad — sino también, que, por primera vez en años, una secuencia es capaz de transmitir la idea de lo terrorífico sin recurrir a otra cosa que un accidente que podría atribuirse al azar. Juntas, ambas cosas crean una atmósfera insoportable que brinda a la película un lugar privilegiado en el nuevo discurso del cine del terror, si no que además, crea una concepción sobre lo temible con múltiples aristas enlazadas entre sí. ¿De qué se trata en realidad el argumento de Hereditary? ¿Es una búsqueda acertada sobre el luto, el duelo y el agobio del sufrimiento emocional como puerta hacia lo oculto? ¿O es algo más inquietante, relacionado con la raíz misma de lo que resulta inquietante y macabro?

La película no se prodiga con facilidad, como tampoco lo hace su reverso radiante Midsommar (2019), en la que Aster vuelve a los temas de Hereditary pero desde una perspectiva novedosa y plena de vida propia. Se trata de una apuesta arriesgada: Ari Aster jugó en Hereditary con el simbolismo diabólico, en el que sostuvo una cuidadosa mirada al absurdo. Desde las numerosas decapitaciones inexplicables que ocurrieron a lo largo del metraje hasta la noción que el miedo se encontraba estrechamente vinculado por la sangre, el director sostuvo lo temible desde una conjunción de pequeñas piezas desperdigadas a lo largo del guion, que sólo se ordenaban en el tramo final de la película. En Midsommar, el horror siempre está allí y es esa recurrencia, lo que permite a la película crear una atmósfera enrarecida que se mezcla en todo momento, con la raíz misteriosa de los ritos y cultos que sostienen la narración.

La película tiene un aire rural, atávico y atemporal, que le permite generar la incómoda sensación que lo que ocurre — y ocurrirá — , es sólo la repetición de algo mucho más complejo que transcurre a la periferia. Para cuando Dani llega junto a grupo de amigos a una aldea Suiza en apariencia idílica, Aster ha construido una cuidadosa cadena de miradas sobre lo terrorífico que hace al pueblo, el núcleo de algo mayor. En el tranquilo pueblo — aislado del mundo exterior y de cualquier influencia moderna — la vida transcurre de la misma manera que hace un siglo o dos. O quizás más. Aster crea un austero aire de repetición que se enlaza con la identidad de las casas sin elementos contemporáneos, los prados siempre verdes o los lugareños, vestidos de riguroso blanco, que no dejan de sonreír y cuya amabilidad resulta por momentos irritante. En este escenario frágil — la tensión que el argumento crea enlaza directamente con la percepción de lo oculto — los personajes recién llegados resaltan dolorosamente: Dani y su grupo son el ojo y el centro de una percepción sobre lo anómalo que los rodea hasta engullirlos con una silenciosa y temible voracidad.

Aster procura que sus personajes sean una colección de neurosis y dolores mundanos. Mientras la Dani de Pugh intenta superar el luto, su novio sostiene a regañadientes una relación sin otra inversión emocional que el deber y cierta solidaridad tardía. El resto de los personajes — que carecen de la meticulosa definición de la pareja central — acentúan esa percepción de lo corriente en contraposición con el aire místico de la aldea, cuyos habitantes les miran a prudencial distancia. La diferencia es clara y Aster procura que sea notoria, en un juego engañoso de pequeños desaciertos y desencuentros que dejan muy claro casi de inmediato, que los visitantes son recibidos a regañadientes a pesar de los gestos de bienvenida y la sostenida — y artificial — amabilidad de los locales.

Si la efectividad visual de Hereditary se basaba en la forma en cómo el director usó las maquetas, escenas a escala y casas de muñeca para simbolizar el control misterioso que lo sobrenatural tenía sobre los personajes, en Midsommar el recurso se repite pero con tomas cenitales que muestran al pueblo como una gran pieza de orfebrería. Aster contempla al valle y su vegetación muy verde desde una perspectiva distante y fría: alguien — algo — mira las vidas de los lugareños con frialdad o eso parece sugerir la colección de tomas que siguen a los personajes desde arriba. Hay planos secuencias de espejos, reflejos en el agua, cristales que dejan claro que hay una segunda realidad bajo la brillante que la luz delinea de un lado a otro. En Midsommar, Aster encuentra en la luz el mismo elemento disgregador que las sombras en Hereditary. Ambos elementos cumplen el mismo objetivo de separar, sugerir control y elaborar una versión de la realidad alternativa.

Por supuesto, no es una idea novedosa ni mucho menos, una que no haya sido llevada a la pantalla grande, sólo que Ari Aster encontró en la oscuridad de Hereditary y en la radiante belleza siniestra de Midsommar, la misma versión especulativa sobre lo que nos aterra que en el 2013, brindó sentido y sustancia a la magnífica The Conjuring. Con su aire artesanal, atemporal, rica en detalles y un sentido del terror casi elegante, la película meditó sobre el miedo como algo más que una invocación de lo temible y profundizó en los límites de lo inquietante, con una maravillosa mirada hacia lo oculto que reflexionó sobre el género de una manera fresca, a pesar de no tener en absoluto elementos novedosas. Parte del crédito se debe a la capacidad de Wan para mezclar lo humano con lo sobrenatural, hasta crear un terreno espléndido en el que ambas cosas se manifiestan como ideas plurales con docenas de aristas distintas. Convertida en un universo con más de siete películas relacionadas entre sí con la historia de Lorreaine y Ed Warren, The Conjuring sigue siendo uno de los grandes éxitos del cine de terror de la década.

Algo semejante ocurre con A Quiet Place’, de John Krasinski, que modula los elementos del cine de terror tradicional para crear algo novedoso. En toda película de género, el sonido — o mejor dicho, su capacidad para crear ambientes y atmósferas — suele ser un recurso efectivo al momento de crear una estructura narrativa. Por ese motivo A Quiet Place del director/actor John Krasinski avanza con sigilo, en medio de un ambiente opresivo y angustioso basado en lo que se anuncia, antes de lo que se muestra. La película es un ejercicio de tensión elaborada a través de una perspicaz idea sobre lo misterioso que aumenta escena a escena hasta crear un cenit profundamente simbólico y construye una versión sobre el miedo basado en algo más complejo que lo evidente. Desde esa primera línea que anuncia que han transcurrido 89 días desde una colosal tragedia apocalíptica (de la cual no tenemos idea o tampoco indicio) hasta esa extraña dinámica familiar que se entremezcla con pequeños golpes de efecto bien construidos, la película de Krasinski juega con la percepción sobre lo temible como una amenaza invisible. El resultado es una atmósfera malsana pero sobre todo, una experiencia sensorial por completo nueva.

La película no se prodiga demasiado y convierte la acción en pequeñas estratagemas para develar información: la primera secuencia establece que está en juego — la supervivencia de la familia entera — pero también, la forma deliberada en que el terror se manifiesta. El ritmo es rápido, eficaz y cargado de metáforas — esa escena del niño sosteniendo un juguete que parece simbolizar la normalidad perdida — pero sobre todo, la comprensión que el mundo tal y como lo conocemos, desapareció por completo hasta convertirse en algo mucho más agresivo y peligroso. Con ciertos paralelismos con La Niebla de Darabont del 2007, La trama funciona desde lo minimalista, pero también, desde la concepción del miedo como un evento incontrolable. Hay algo muy semejante a la percepción de lo terrorífico emparentado con lo doloroso, que el escritor Cormac McCarthy utilizó con gran tino en su novela The Road y que convierte a la manejo de la tensión en A Quiet Place en una búsqueda de argumentos sobre lo que se esconde en lo invisible.

El ritual de David Bruckner también reflexiona sobre lo invisible como una posibilidad argumental. Basada en la novela de Adam Neville del mismo nombre, la película de David Bruckner es una inusual reflexión sobre la pena y el trauma, usando el terror como inevitable metáfora. Por supuesto, no se trata de una propuesta novedosa, mucho menos original, pero aún así logra sostener un lenguaje visual y argumental sólido. Brucker (conocido por la excelente “Noche amateur” de V / H / S), maneja los códigos del género de manera inteligente y precisa, por lo que el terror psicológico tiene un alto ingrediente de poder emocional y una inusual capacidad para conmover. El guión avanza con buen ritmo, en medio de una puesta en escena sobria, minimalista y una línea argumental que resuelve con tino con los constantes flashbacks y el terror sugerido que sostiene el discurso. Hay escenas de enorme solidez — como el brutal robo que abre la película — hasta la persecusión del tramo final, enmarcado en una inteligente progresión de la tensión que sostiene el argumento entero. El guión es una inteligente mezcla de viejos tópicos, distribuidos y reelaborados con elegancia y sobre todo, una consciente percepción de la efectividad de los tradicionales trucos del cine de terror.

Nada es nuevo en “The Ritual” y por contradictorio que parezca, esa es su mayor fortaleza. Todo lo que propone, ha sido visto una y otra vez en el Cine de género actual, pero es quizás esa ambición moderada lo que hace a la película una concienzuda revisión no sólo del terror como lenguaje — la mayoría de sus escenas están sobriamente concebidas con una tensión insistente y basada en trucos de efecto condicionados bien planteados — sino también, de la forma como se asimila el miedo cinematográfico como una idea coherente. Tomando como referente obvio “ ‘El proyecto de la bruja de Blair’ (en especial, la primera parte) y ‘Posesión infernal’ crea una pequeña conjunción de buenas decisiones argumentales y visuales que brindan a la película un pulido acabado y una evidente necesidad de trascender lo obvio para crear una producción pulida y de impecable gusto. “The Ritual” es un horror británico eficiente y metódico, con buenos efectos visuales — maravillosa la forma en que contiene las sutilezas para aumentar la tensión — y una revelación monstruosa que cuida el trasfondo simbólico de la trama.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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