Crónicas de los hijos de Harpócrates
La creación en soledad (parte III)
(Puedes leer la parte II aquí)
La escritura es una percepción intelectual acerca del aislamiento, el encierro selectivo, el miedo y la soledad. Una pulsión que se refleja en toda una nueva generación de escritores contemporáneos, que analizan la noción sobre la soledad — propia y literaria — como una forma de expresión caótica pero profundamente humana. Sara Mesa, por ejemplo, convirtió a su novela Cicatriz (2015) en una experiencia claustrofóbica. En la narración no abundan los escenarios ni tampoco se prodiga en la descripción de sus personajes. La historia parece transcurrir exclusivamente en las reflexiones, pensamientos y contradicciones que se yuxtaponen entre sí para sostener un ritmo lento y asfixiante. En Cicatriz, la realidad parece una idea accesoria, que no encaja en ninguna parte y sin duda, es el triunfo de una combinación arriesgada de visiones sobre la personalidad del otro, el aislamiento, el dolor y la soledad moderna. Mesa, con un pulso narrativo que impresiona por momentos, no sólo sostiene y mezcla todo tipo de percepciones sobre los espacios interiores distorsionados por la angustia existencial — los moldea a conveniencia, los construye a partir de diminutos cambios de perspectivas — hasta lograr una historia desoladora que nunca cae en lo tópico, a pesar de bordearlo. Una novela que se lee de un tirón y que deja un regusto amargo al acabar.
Lo mismo sucede con la novela Felices los Felices (2013) de Yasmina Reza, en la que su autora se regodea en la presunción del odio y el rechazo para crear una visión inquietante sobre las relaciones de pareja, los dolores emocionales de una generación que juzga simple y cultura acostumbrada a la inmediatez. Todo basado en el aislamiento, la soledad y la distancia emocional. De hecho, en más de una vez admitió que escribir para ella era un oficio que implicaba “el desenfreno de la misantropía, el mundo como enemigo”. Para Yasmina Reza no hay puntos medios: su obra parece insistir en los extremos, en la búsqueda sentimental y sobre todo, en la infelicidad. La autora escribió sobre historias de amor al uso, sino de las más dolorosas, las angustiosas, las duras, las temibles, en una combinación que termina por abrumar en ocasiones al lector. Reza, con una delicadeza que llega a convertirse en una durísima crítica existencial, la felicidad no es otra que una idea comercial, manida y sin sentido sin otro valor que la idealización de un sentimiento caníbal como es el amor. Llamado “El cuento de hadas roto” su libro es quizás el mejor reflejo de toda una nueva percepción sobre el sufrimiento emocional y las trampas emocionales de nuestra cultura.
Magda Szabo creó durante casi 50 años una dimensión literaria por completo nueva sobre el poder, el temor y la compulsión intelectual. Y por supuesto, también sobre la soledad, los temores y los pequeños espacios inquietantes. Szabo (que murió casi centenaria en 1990) no sólo reflexionó en sus novelas sobre el terror de la inmediatez con mucho más tino que escritores modernos, sino que además, logró encontrar una forma de contar el dolor existencial que no llega a conmover a pesar de asombrar. Todo un logro en medio de terrores modernos y sustanciales que convierten a la escritura en un terreno minado de clichés. La novela The Door (1987) es el mejor ejemplo de esa combinación del horror, lo bello y lo absurdo: se trata de una novela inquietante donde se invierten las relaciones de poder pero más allá de eso, se analiza el tiempo y la convivencia desde un punto de vista casi temible. No hay nada verdaderamente claro en esta historia, mezcla de humor negro y un absurdo bien medido para sorprender, que avanza contando la historia de la Hungría herida por la postguerra y una infinita angustia existencial. Solo una puerta cerrada que aísla al mundo exterior del interior en una trampa dolorosa que la escritora lleva a un nivel por completo nuevo. Un juego de espejos extraordinario que convierte a la novela en una obra imprescindible.
«La reclusión es mi estado natural», escribió hace poco Dolores Redondo, y que según a confesado, se encierra a cal y canto «hasta tres semanas» cuando comienza a escribir una novela. «Shakespeare escribió ‘El Rey Lear’ y ‘Macbeth’ confinado por la peste», recuerda la autora. Y no hace menos que evocar la imagen de bardo confinado a sus espacios diminutos, mientras más allá de la ventana, Londres entera sucumbía a la peste y a la muerte con una rapidez de pesadilla. Una mirada a la soledad definitiva como una forma de comprender los entresijos de la soledad como una búsqueda infinita de belleza. Pero también, de una profunda libertad espiritual cuya existencia resulta difícil de asumir de inmediato.
Los parajes interminables y sin rostro
Lo mismo podría decirse de John M. Coetzee: en buena parte de sus novelas hay un ambiente claustrofóbico, una durísima sensación de encierro y aislamiento interior que suelen sorprender al lector. Mucho se ha dicho sobre su visión del mundo extrañamente dura, la parquedad de su lenguaje, pero sobre todo, la labor casi arquitectónica de dotar a relatos mínimos con un poder de evocación sobrecogedor. Coetzee como contador de historias pero más allá, como un crítico observador de la realidad, encuentra en la frugalidad, en las palabras precisas, en esa sequedad casi mecánica de sus narraciones, una manera de dibujar un mundo frío, cruel. Un desapego intelectual y emocional con que el autor ha construído una percepción alternativa de lo que conoce y lo que cuenta. Pero también sobre lo que sueña.
De Coetzee se ha dicho de todo: como autor se le considera un raro ejemplo de frugalidad, de un estilo tan depurado que en ocasiones resulta cruel y doloroso por el simple hecho de no brindar concesiones. Coetzee, como narrador y también como intelectual, tiene esa capacidad simple de simplificar ideas complejas sin que pierdan en absoluto su poder. Una conmovedora reflexión del mundo que se mira a través de otro o que en todo caso, es un reflejo de la mirada ajena. Tal vez por ese motivo, en casi todas sus narraciones, las miradas de los personajes actúan como una línea horizontal que conduce al lector hacia los detalles ínfimos pero trascendentales de lo que se cuenta. En Desgracia la palabra “Ojos” parece contener el dolor abrumador de sus personajes y en sus autobiografías — retocadas y edulcoradas, pero aún así durísimas — la mirada de Coetzee lo resume todo, lo sintetiza bajo una dolorosa conclusión de valor y temores que no termina de encajar pero que aún así resulta brillante.
Coetzee demuestra en cada una de sus obras, que la narración — ese capacidad suya para desmenuzar la realidad en escenas magnificas — no está reñida ni mucho menos enfrentadas a su actividad — y personalidad — como intelectual rebelde. El autor es uno de esos raros ejemplos, en que la visión del escritor no sólo abarca lo que asume como verdadero, valioso y real, sino que además construye un juego de símbolos y valores a través de esa interpretación. Desde construir historias de una crueldad inusitada, hasta el análisis depurado como ensayista y teórico, Coetzee continúa mirando, con atención y cierta saña, el mundo que lo rodea. De hecho, combina ambas perspectivas — la del narrador y el intelectual — para crear una tercera vertiente, una expresión de la literatura a medio camino entre la ficción pura y algo más brumoso, pero igualmente efectivo. Con un pulso narrativo impecable, Coetzee encuentra que la ruptura entre el supra análisis y el metamensaje, puede concebirse también como una forma de ficcionar la realidad, de recrear los extremos de lo que no ocurre dotándolo de un filón real inexcusable. Tal vez por ese motivo sus biografías han sido comprendidas desde extremos opuestos de lectura: se le ha criticado, desdeñado y también admirado por igual. Sin embargo, algo queda claro ante cualquier texto de Coetzee: le basta una palabra, una conclusión para abarcar, casi de manera inquietante, la condición humana en nuestro tiempo.
Tal vez por eso, a pesar de la complejidad de sus planteamientos, de su aguda y certera interpretación de lo cultural, Coetzee se considera un hombre sencillo. Lo ha insistido en todas las ocasiones en que ha debido explicar esa precisión casi hiriente de sus textos, esa estética marchita, helada y mortífera de sus historias. Probablemente sea cierto: austero, poco locuaz y sobre todo, con esa tendencia a la introspección de los grandes observadores, la labor literaria de Coetzee tiene mucho que ver con esa necesidad suya de abrir las costuras de lo que se considera absoluto. Ya lo decía el 31 de mayo de 1975, en una nota apresurada en un cuaderno de notas que después recuperaría para sus autobiografías “Sudáfrica no se encuentra formalmente en estado de guerra, pero es como si lo estuviera”. Esa conclusión del presente traspuesto, de la atemporalidad que se entrecruza con la realidad es quizás lo que hace la obra de Coetzee tan angustiosa como desconcertante.
Sin lugar ni tiempo, Coetzee desmenuza lo que narra a través de símbolos y más allá, se atreve a lo impensable para otros escritores: cuestionarse sobre el papel sus propios motivos, como si no tuviera seguridad de ninguna de ellas. El cuestionamiento a cada palabra. Y no deja de insistir, con esa sobriedad suya que podría pasar por atemorizante de no ser tan sencilla: Coetzee se asume muerto, aunque no lo esté. Pendula de un lado a otro entre la uniformidad de la vida que transita y de la que escribe. Muy probablemente por esa razón, la tercera parte de sus memorias ha sorprendido — e inquietado — a propios y extraños: convertido en biógrafo de si mismo, atravesando la muerte aparente — que no llega, no sucede, no se cuenta, pero se percibe — el autor se dedica a entrevistar a algunas personas que significaron algo en la vida del escritor durante aquellos años de la guerra que no existe, pero que es. En una muerte que se sugiere pero no es real. Un juego de espejos tan complicado como prolífico.
Se ha dicho muchas veces que Coetzee se considera así mismo una anécdota en medio de sus novelas, ensayos y lúcidos planteamientos teóricos. Y tal vez sea cierto: nada sorprende más que esa obsesión del autor por formar parte marginal de sus novelas, incluso las más personales. Una sombra que evade características, que persevera en su intento por no existir. En su novela autobiográfica Verano, no sólo el recurso ya es no sólo evidente sino necesario para comprender la lírica misteriosa de la historia, sino que además, construye un andamiaje sustancioso para mirar su propia vida como otra pieza literaria. Desde la melancolía de una juventud desarraigada hasta sus relaciones familiares, Coetzee cuenta su vivencias con un profundo distanciamiento que a pesar de todo, no le resta capacidad para conmover. Un intruso que se mueve en espacios interiores con la gracilidad de una pesadilla demasiado real. Una visión onírica dentro de otra, para acabar formando una estructura infinita e indescifrable de lo autorreferencial y la soledad que eso supone.