Crónicas de los hijos de Harpócrates

La creación en soledad (parte II)

Aglaia Berlutti
9 min readFeb 1, 2022

(Puedes leer la parte I aquí)

Flannery O’Connor murió a los treinta y tres años luego de batallar durante casi toda su vida adulta contra un agresivo cuadro de Lupus. Y lo hizo a solas, como pasó buena parte de su vida. “La soledad es el refugio de los temibles” escribió para justificar su empeño por el aislamiento y encontrar en el desarraigo cierta tranquilidad mental. Hasta unos años antes, O’Connor se había insistido en no recurrir a la religión para consolar la posibilidad de la muerte. Para la escritora era una cuestión de orgullo o mejor dicho, una notoria falta de fe que quizás era el elemento más reconocible de su religión “Soy de esas personas que antes morirían por su religión que tomar un baño por ella” escribió en una ocasión. No obstante, a medida que se hizo más evidente que estaba perdiendo la batalla contra un padecimiento devastador y poco conocido en su época, decidió que tal vez valía la pena un último intento. Contra todo pronóstico la incrédula O’ Connor decidió viajar a Lourdes para sumergirse en las aguas curativas que según la tradición, habían rozado los pies de la aparición mariana acaecida en la zona en 1858. “Es quizás la única manera de no perder la esperanza” había dicho la muy debilitada O’ Connor poco antes de realizar el viaje.

Por entonces, ya se le consideraba una de las mejores escritoras de su generación e incluso, de la historia de su natal norteamérica: Su novela Sangre Sabia (1952) y la colección de relatos cortos Un hombre bueno es dificil de encontrar (1955) la habían convertido en una de las voces más duras y frescas del panorama literario de su época. No obstante, el éxito de O’Connor no se debía sólo a la impecable calidad de su prosa: la escritora había revitalizado el género de lo grotesco con una visión retorcida y absurda que le había permitido crear algo por completo nuevo. Con su pléyade de asesinos piadosos, falsos predicadores, monstruos humanos de rostros apacibles y criaturas deformes, la obra de O’Connor es un recorrido desde lo perverso hasta un tipo de redención sutil que transforma su obra en una alegoría desconcertante sobre la fe y la rebelión de la conciencia. Descreída, cínica pero sobre todo, profundamente convencida de la maldad del espíritu humano, O’Connor creó un punto de vista sobre la falibilidad y la angustia existencial muy cercano al horror gótico, pero sin su sofisticación. La combinación entre ambas cosas, dotó a la obra de la escritura de una oscuridad latente y seductora que sorprendió a crítica y público.

La obra completa de O’Connor es de hecho, un estudio inquietante sobre los horrores mínimos, en un ambiente costumbrista, violento y colorido que dota a su obra de una extraño ambiente anómalo. Pertenece además, al llamado “renacimiento del sur”, un movimiento literario experimental que creó a partir de las singularidades del Sur estadounidense, con su singular combinación de puritanismo, superstición y dureza. No obstante, O’Connor era algo más que esa vuelta de tuerca sobre la idiosincrasia y valores de la región. Era una búsqueda de identidad en medio de la transición histórica y cultural de lo rural hacia lo urbano, pero además de eso, una percepción de lo temible debajo de esa engañosa percepción del bien y el mal. Con una agudeza que aún hoy desconcierta, los escenarios de O’Connor están llenos de una malignidad absurda y casi juguetona. Una mirada profunda hacia el núcleo de lo grotesto en medio de lo cotidiano.

La escritora nació en la localidad sureña de Savannah en 1938, en medio de un crispado clima de tensiones raciales y un tipo de violencia callejera aupada por la religión y la costumbre. De esas primeras experiencias con fanáticos religiosos y supremacistas, O’ Connor comprendió los diversos matices del miedo debajo de lo cotidiano. Cuando de adulta se instaló con su familia en Baldwin (Alabama) el paisaje de su percepción sobre la bondad, la maldad y la hipocresía cultura tenía los suficientes matices como para sostener su venidero discurso literario. Una circunstancia además, de la que la autora solía burlarse con mucha frecuencia “Soy blanca, católica y sureña, no podía escribir otra cosa que horror”, llegó a decir en una oportunidad.

Además, la autora estaba enferma. Tanto como para que su vida pareciera una sucesión de dolores y los pequeños tormentos de una enfermedad contra la que no podía luchar. En 1951 se le diagnosticó Lupus (aunque con toda seguridad había sufrido los síntomas una década antes) y la enfermedad cambió de manera radical, su percepción sobre el tiempo, la vida y la muerte. La autora había comprendido la gravedad de la enfermedad mientras escribía su primera novela y a medida que avanzaba en ella, los síntomas transformaron el tono y el ritmo de la narración en algo más enrevesado de lo que la autora había imaginado. Pronto, O’Connor dota a sus obras de un pesimismo existencial que pendula entre el terror a la muerte y también, el desconcierto y la incertidumbre. La redención, la fe y el dolor se entremezclan en una percepción radicalmente nueva sobre los pequeños horrores ocultos en la normalidad. Sus personajes se hicieron más duros, violentos y a la vez humanos, como si su propio tránsito por la enfermedad diera origen a algo más ambivalente, crítico y devastado por la desesperanza. Aún así, mantuvo el pulso con la suficiente pericia como para que la novela se convirtiera en un asfixiante recorrido por la conciencia del Sur estadounidense, abrumado por los terrores y fragmentado en la superstición y el odio. No obstante, a diferencia de William Faulkner — principal representante del llamado “Renacimiento del Sur” — O’Connor se alejó de la experimentación para crear una noción dura y casi clásica de los sufrimientos y terrores del mapa rural que intentó mostrar.

De allí que sus posteriores cuentos, tengan un aire cruel y nítido que sorprenden por su visión análitica. La escritora ya batallaba con la etapa más dura de la enfermedad y sobre todo, con la percepción de su naturaleza crónica. Y con la soledad, su compañera en todo espacio y en todo lugar que escogiere para escribir. Para O’Connor el hecho de morir no era tan impactante y devastador como la presunción que toda seguridad, sufriría una lenta agonía. Esa desesperanza durísima, siniestra y brutal es la que llena sus narraciones cortas. En todos ellos, hay una presunción de la derrota existencialista, de la muerte como último bastión a vencer pero sobre todo, de la comprensión insistente de la angustia espiritual hacia la violencia y lo temible. El sufrimiento físico la hizo más prolífica que nunca y durante el año 1958 escribió una cuidada colección de cuentos que sorprende por su variedad de texturas, perspectivas pero sobre todo, por su oscura energía. Como si el dolor fuera un aliciente para su mirada literaria, O’Connor nunca fue más brillante, insistente y profunda que durante los últimos años de su vida.

Puertas dentro de la mente

Susan Sontag se sabía escritora — o quizás devota de las letras — desde muy niña. Y también sabía que estaba sola y que para escribir, necesitaba la soledad. “Quiero escribir y el mundo exterior me paraliza, me aplasta, me acosa, me deja sin voz” detallo, furiosa en una ocasión en que un familiar interrumpió sus largas sesiones de escritura. Ella misma insistió en que comenzó a escribir por necesidad, antes que por vocación. Un ejercicio solitario y consciente que la llevó a escribir a redactar extensos y minuciosos diarios donde analizó hasta el último aspecto de su vida. Sontag siempre asumió lo intelectual como inevitable: sus abigarrados cuadernos de apuntes, muestran a la escritura que despunta como una adolescente de pedantería aterradora. Y no obstante, también tenía un enorme sentido del humor, una visión humorista sobre si misma de la que probablemente no era muy consciente. No obstante, desde entonces Sontag se tomaba así misma muy en serio: estaba ansiosa por vivir, por ser Susan Sontag, la mujer que escribía para sí misma, que esbozaba afanosamente en esa obsesiva búsqueda de la identidad a través de la palabra.

Ansiosa — necesitaba, debía hacerlo — leerlo todos los libros disponibles, ver todas las películas a su disposición y escuchar todas las obras maestras de la música clásica. Una forma de rebeldía casi elevada para una muchacha de la provincia americana. Y todo lo hacía de manera muy melodramática, llevada por un impulso creativo y desordenado que la vida doméstica era incapaz de contener. Ella misma diría después que ya se sabía “distinta e insoportable” y que sus necesidad de crear y aprender era parte de esa “diferencia inalienable” del yo real que se miraba al espejo — una chica flacucha y pálida, asustada por su propio reflejo — y esa otra Susan, la que crecía a través de las palabras, las que se estaba construyendo lentamente a partir de la experiencia y esa vocación por la lucha interior que ya desde entonces la acompañaba.

Al crecer, Sontag conservó el hábito de inventarse un personaje de sí misma. Lo hace a partir de ese aprendizaje acelerado — debo saberlo todo, quiero saberlo todo — y luego, ese análisis cínico de su propia vida como una experiencia irregular al que no logra encontrar verdadero sentido. Incluso siendo una mujer madura, reconocería que esa primera experiencia de escribir por necesidad — para describirse, para comprenderse — le permitió construirse un rostro reconocible, donde coinciden la mujer de carne y hueso y esa otra, la que creaba a diario a partir de su ensoñación creativa. Escritora puntillosa, intelectual corrosiva, Sontag jamás dejó de cuestionarse, de querer algo más allá de lo evidente. Siempre había un escalón al cual elevarse, una nueva visión de si misma que debía superar. Quizás por eso, sus críticos la acusaron muchas veces de ególatra, de simplemente escribir como un ejercicio de vanidad insuperable. Ella no lo negó jamás pero tampoco dejó de buscar en la sabiduría — con sus cientos de lecturas, su gusto por la música clásica, esa libertad de espíritu que debió ser escandalosa para la conservadora sociedad que la vio crecer — una manera de asumirse real. Años después, muriendo de cáncer, le mostró a su hijo esa visión de si misma tan infantil como frágil: le confesó que “por primera vez en mi vida, no me siento especial”. Un reflejo de la adolescente que miró a la mujer que sería en el futuro con osadía, con temor y quizás con esa inevitable sensación de triunfo amargo que brinda la búsqueda interminable de la identidad.

Porque Sontag, era una mujer voraz. Eso lo deja claro en El Benefactor (1963), considerada su novela más existencialista, dura y misteriosa. Ella misma insiste más de una vez, que la insatisfacción la había empujado siempre en todos los ámbitos y espacios de su vida y la novela, lo refleja como un espejo. Una percepción angustiosa y ambigua no sólo sobre su intima visión del mundo sino también, de esa percepción dual sobre si misma. La escritora asume su voz literaria como una idea que se crea así misma, que se desgrana progresivamente para elaborar un mundo circunstancial. Nada parece ser real ni mucho menos, claro en medio del debate a viva voz entre lo que Sontag asume individual — la novela se traslada a un plano casi onírico, donde lo que se cuenta parece confundirse con la insistencia de Sontag en asumir lo que vive como un entorno a medio construir. Una historia incompleta.

Sontag murió luego de una larga batalla contra el cáncer — sufrió la enfermedad por primera vez en 1975 y luego volvió a padecerla en el 2004, cuando sucumbió finalmente — y ese dolor silente, tenso, insoportable de la incertidumbre se refleja en sus obras como una ofrenda a su propia angustia existencial. De nuevo, la escritora lucha contra su terror, ese vacío diametral del espíritu arrasado por la angustia, con su arma más poderosa: la palabra que crea, que la aleja de la muerte o al menos, la consuela de su absoluta perdida de identidad. Pero tal vez, Sontag sólo hizo lo que mejor sabía hacer: pluma en mano recreó el mundo a su mundo, sin aceptar el destino común, la fatalidad de desaparecer. De manera que continuó escribiendo, siguió leyendo, investigando, soñando, creando, incluso en los últimos momentos. Continuó luchando a brazo partido contra la zozobra, como lo hizo tantas veces desde la página. Finalmente, muy cerca de la muerte, pareció rendirse. “Quiero decirte…” cuenta su hijo David que fueron sus últimas palabras. Y sorprende, imaginar que quizás esa frase, resume una vida brillante, llena de la belleza del deseo y de la insatisfacción: quizás Sontag volvió entonces a cuestionarse de nuevo, por última vez y vislumbrar, a medio camino entre el dolor y la ceguera del último pensamiento, su incombustible deseo de crear.

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Aglaia Berlutti
Aglaia Berlutti

Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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