Crónicas de los hijos de Apollo.
El príncipe feliz y los dolores del misterio. (Parte II)
(Puedes leer la parte II aquí )
Una extraña rivalidad.
La historia que rodea a William Shakespeare y a Christopher Marlowe, enfatiza casi de manera cruel las diferencias entre ambos y los convierte en enemigos, aunque en realidad, jamás hubo una disputa real entre ambos. Mientras William era cuidadoso, diligente, un hombre pálido y calvo que pasaba horas encerrado en su habitación entregado con devoción a la escritura, Christopher era una estrella decadente que despertaba habladurías ahí a dónde fuese. Se le llamó el hombre más hermoso de su tiempo, el más pérfido y también, el único que estaba dispuesto a provocar la ira de la Reina, al parecer sólo por el mero placer de hacerlo.
Por casi una década, protagonizó peleas públicas, ganó y perdió fortunas en apuestas de mesa, fue conocido por su desmesurada afición a la bebida y lo escandalosa de sus conocidas borracheras. En al menos tres ocasiones, protagonizó sonadas orgías y en varios de sus pisos y en una, los rumores fueron tan escandalosos que llegaron a la mismísima corte, desde donde recibió la discreta recomendación de ser “menos visible”, un consejo que se apresuró a desobedecer casi de inmediato.
Para Marlowe, lo realmente importante era “la vida, la posibilidad de vivir”. De modo que ignoró por completo las recomendaciones de mesura y cualquier otra que pudieran influir en su estilo de vida y se hizo aun más visible. Protagonizó debates sobre la fe — “creer en lo que sea, es entregar tus pensamientos a una causa que está perdida de origen — , a intrigar en contra de la corte cuando la Reina decidió recrudecer las medidas en contra los católicos y a mostrarse de forma muy pública con sus amantes masculinos, entre los que se contaban varios de los actores de sus obras.
Y mientras el mundo se sacudía a sus pies, la vida se hacia más dura a su alrededor y ponía en riesgos cada vez más duros de superar, escribía. Con disciplina, método y un talento deslumbrante que desconcertaba a buena parte de sus admiradores. Nadie podía explicar de dónde provenía la energía casi sobrenatural de Marlowe, su capacidad para tener una doble percepción de su sí mismo: por un lado su desordenada figura pública, por el otro, el dramaturgo que no dejaba de producir obras cada vez más asombrosas, más pulidas, con una vida interior que cautivaba al público.
Al mismo tiempo que Shakespeare cautivaba a Londres desde la sensibilidad, Marlowe lo hacía desde el dolor y el miedo. Entre ambos, la escena teatral de la ciudad se convirtió en una pléyade de emociones intensas. “No hay mejor lugar para el mundo de teatro que Londres, en la que todo ocurre sobre el escenario” escribió un cronista de la época, encantado y desconcertado por el estallido de creatividad que le rodeaba.
La verdad entre dos aguas.
Por supuesto, el mito sobre la vida escandalosa de Marlowe parece responder más a exageraciones posteriores de sus enemigos, que a la realidad. Porque aunque sin duda, el escritor tenía un temperamento indómito y tuvo más de un encontronazo con la moral de su época, era también un hombre de una privilegiada inteligencia que destacó desde su infancia. Siendo apenas un niño de diez años, deslumbró a sus maestros en el King’s School en Canterbury, en la que se hizo conocido por su dominio del latín y el griego, aunque nadie pudiera entender del todo dónde lo había aprendido en realidad.
Era un prodigio que podía debatir hasta en tres idiomas y sobre temas distintos con estudiantes que le doblaban la edad y que a los catorce, escribió su primera obra de teatro, una rara mezcla de pesadillas con temas religiosos que desconcertó a maestros y tutores. Uno de ellos, llegó incluso a escribir una carta de recomendación por propia iniciativa, que puso en las manos de los padres del escritor. “Es brillante, es asombroso. Y debe tener la oportunidad de mostrarlo al mundo” insistía la carta. El padre de Marlowe la guardó sin demasiado interés, pero la madre, a pesar que no sabía leer, tenía una especie de convicción profunda sobre el hecho que esa misiva a un futuro aun incierto, tenía un valor considerable. “Llévala en el bolsillo y dásela al hombre que te parezca más importante” contó Marlowe que le recomendó su madre, tres años después, cuando decidió ir a la Universidad.
Ya fuera por la carta, el asombroso ensayo de Marlowe sobre el miedo y la belleza que escribió a petición de los tutores o porque su talento era notable, en 1580 y con tan solo 16 años, ganó una beca para el Bene’t College, Cambridge (ahora Corpus Christi ), para estudiar latín y griego. Se convirtió el alumno más joven en obtenerla, el que más rápido cursó — y aprobó — la mayoría de las asignaturas y el más destacado estudiante de su promoción. “Podría estudiar durante horas y días, sólo por el mero placer de hacerlo” escribió a su hermano Thomas “La universidad es el lugar que esperaba por mí, sin que yo lo supiera”. Era sin duda, una confesión sincera y una lo suficientemente directa como para mostrar la inclinación del jovencísimo Marlowe por el estudio y la vida académica. Con apenas 16 años, tradujo a poetas romanos y griegos desconocidos, cuyas obras la universidad guardaba en su biblioteca y se hizo famoso, por su hábito de hablar en un latín fluido, salpicado de un inglés refinado que no era propio ni de la región en que había nacido ni de su edad. Al menos, durante sus primeros años en la Universidad, la vida de Marlowe fue todo lo que podía esperarse de un alumno destacado y con talento extraordinario. Uno que además, prometía vivir un futuro extraordinario en el mundo de las artes. Eso, a pesar de sus primeros bochornos con el alcohol, algunos rumores sobre romances fugaces con compañeros de campus y otros tanto, que uno de sus tutores juzgó “casi comprensibles a la edad del muchacho”.
Pero en 1584 los primeros indicios que la vida de Marlowe era más que la de un estudiante con tendencia a la disipación, comenzaron a surgir. Luego de culminar su licenciatura en 1854, estuvo a punto de perder la oportunidad de aprobar una maestría tres años después, debido a que la mayoría de sus maestros se quejaron de sus frecuentes, inexplicables y cada vez más largas ausencias. Ya por entonces, había rumores que formaba parte de un grupo de espías de la corona, escogidos por su talento, dominio de los idiomas y fortaleza de carácter. Las habladurías se hicieron más evidentes y sobre todo, más insistentes a medida que el joven Marlowe se convirtió en un hombre extrañamente discreto, a pesar de su carácter abierto y extravagante modo de vida.
Era una combinación inexplicable: por un lado, tenía la generosidad suficiente para ayudar a compañeros menos aventajados en el aula de clase, disfrutaba de todo tipo de celebraciones y puestas en escenas, pero a la vez, se sabía muy poco de su vida privada. Tanto, como para que algunos de sus amigos más cercanos, comenzaran a sospechar que había un trasfondo oscuro en todo lo referente a sus actividades más privadas. “Se habla de él como de un demonio feroz y astuto, tanto por su belleza como por su ambigüedad” contó un compañero al rector, mientras se reunían pruebas en su contra para evitar pudiera recoger el segundo diploma de su vida. Lo cierto, es que Marlowe pasó buena parte de su vida académica comportándose de una manera poco usual en el campus y en los salones de clase. A pesar de sus extraordinarias calificaciones, de su participación en las actividades artísticas de la Universidad, de sus amistades y buena disposición general, había una parte oscura en su vida que nadie durante esos años pudo desentrañar del todo.
Todo se volvió incluso más inexplicable, cuando el grupo de tutores de Marlowe recibió una carta de la Corte de la Reina, en la que además de justificar las ausencias del alumno, se suplicaba “se le pudiera permitir continuar con sus proyectos artísticos”. ¿El motivo de semejante indulgencia? No estaba claro pero la carta, apuntaba que las ausencias de Marlowe no habían sido un acto de puro descuido o desorden. La misiva, firmada por varios de los consejeros de Elizabeth I, afirmaba que Marlowe había estado ocupado en “asuntos relacionados con el beneficio de su país”, por lo que sus ausencias “eran una labor de lealtad, antes que un acto irrespetuoso”. Tan elocuente fue lo expuesto por la Corona — o tanta inquietud infundió el hecho que Elizabeth I estuviera interesada en Marlowe — que a universidad le permitió graduarse sin mayores contratiempos. El día en que debía recibir el diploma, Marlowe no asistió. Y sólo lo hizo tres semanas después. “Tenía el rostro pálido, parecía más delgado y su mano estaba herida por un raspón muy visible” contó uno de sus tutores. Nadie se negó a entregar el reconocimiento y se dice, que el grupo de profesores sintió alivio cuando finalmente el misterioso alumno, abandonó los terrenos de la institución. “El Poder es bueno, pero es mejor esté lejos” contó Marlowe a una carta a su hermano Thomas, sin dar explicaciones de semejante frase o sus implicaciones.
La paradoja desnuda: el hombre que no existió.
En realidad, todo lo que se sabe de Marlowe durante los años siguientes es misterioso, cuando menos escandaloso y la mayoría de las veces confuso. En 1589 fue encarcelado por dos días, luego de ser un testigo en apariencia accidental de la muerte de un hombre, al que vio desangrarse mientras su atacante huía hasta perderse en las calles de Londres. Al ser interrogado, Marlowe negó conocer a cualquiera de los dos, sólo para descubrirse después que el asesino había frecuentado el ático en que Marlowe vivía dos días antes y que la víctima, podía ser uno de sus jóvenes amantes. Pero de nuevo, una misteriosa carta llegó en la oportunidad correcta y el escritor fue puesto en libertad sin preguntas ni tampoco, ningún cargo a cuestas. Corrieron rumores sobre su amistad cercana con una Dama sin nombre del entorno de la Reina y también, con varios de sus hombres de confianza. E incluso, un panfleto anónimo de corte escandaloso que circulaba en Londres entre los teatros y que solía narrar las peripecias de actores y directores, le acusó de ser el causante “de la muerte de todos sus amantes, para ocultar sus secretos”. Como siempre, Marlowe no respondió a las provocaciones, sino que se esforzó por ser reconocido en las artes y en las tablas. Pero a partir de entonces, su reputación de hombre “violento” le acompañó a todas partes.
También por la época, se aseguró que sus constantes viajes a París, tenían por objetivo infiltrarse en los círculos católicos de la ciudad. Fue la misma época en que anunció a gritos en una gran borrachera de alcohol y drogas, que era “ateo, mi corazón está muerto”, sólo para que después corriera el insistente rumor que se había convertido al catolicismo. El escritor comenzó a viajar a París a finales de 1560 y durante el año 1561, lo hizo al menos en tres ocasiones, lo que suponía un gasto desmedido que el escritor no podía costearse por si mismo. Había chismes sobre sus encuentros con figuras encapuchadas, el relato vívido de al menos un duelo a espadas sin ningún testigo y de nuevo, un panfleto anónimo que le acusaba de ser el asesino de un joven actor, cuyo cuerpo se encontró flotando en el Támesis. Marlowe salió al paso de esa última acusación y negó cualquier relación con el muchacho o con su muerte. Al menos seis de sus más cercanos amigos abandonaron Londres dos semanas después. Uno de ellos escribió a su confesor espiritual. “Guardar un secreto de Marlowe es tan doloroso como peligroso”.
También fue la época de sus primeras grandes obras. La primera de las que se consideraron esenciales para comprender su trascendencia, Tamburlaine el Grande, debutó en Londres en 1587 o 1588, poco después de que finalmente le concedieran su Maestría en Cambridge. La obra — dividida en dos partes — se basaba de manera tangencial y libre en la vida del Emperador turco Timur El Cojo. En ella, Marlowe desplegó lo que parecía ser un conocimiento más que sospechoso sobre intrigas en el poder, además de una magnífica revisión sobre la belleza de las tierras exóticas, culturas desconocidas y mundos aun por descubrir. Claro está, se trató de un golpe de oportunidad y talento que el escritor jugó con pulso firme. A la corte de Elizabeth I habían comenzado a llegar todo tipo de embajadores de Asia y Oriente Medio, por lo que sus desfiles a través del centro de Londres, cautivaron la imaginación general y también la de Marlowe, asombrado y desconcertado por la posibilidad de elaborar una historia en la que pudiera crear un personaje a la medida de la ambición. No la suya, como aclararía después, sino la persistente sensación que la vida en Inglaterra se habría en todas direcciones a través del mundo.
La obra fue protagonizada por el famoso actor Edward Alleyn como Tamburlaine, que deslumbró a la audiencia por su capacidad para encarnar a un hombre fascinante, a la mitad de camino entre el refinamiento y una fuerza salvaje que parecía brotar de algún lugar misterioso de su mente. Marlowe creó un personaje que sostenía la cualidad primitiva de las tierras que Londres solo imaginaba y también, la habilidad estratégica que tanto se celebraba de la Reina. También, fue la primera vez que Marlowe utilizó el verso blanco, incorporándolo a sus obras como parte de la atención y tensión interna de sus historias. La carencia de rima de los largos parlamentos, asombró a los catedráticos y desconcertó a los críticos, pero sobre todo, convirtió la obra en un recorrido emocionante por un mundo nuevo y desconocido.
La obra se convirtió en el gran éxito de la temporada. Marlowe tenía 20 años cumplidos, una extraña reputación a cuestas y también, la venia de la Corte, que no dejaba de favorecerle aunque nadie podía aclarar bien el motivo. A partir de entonces, Marlowe se dedicó por completo a su devoción por el teatro, el alcohol y “el amor, como una fruta perdida en un jardín misterioso”. Y lo hizo, con una energía que parecía preparar al artista para convertirse en una estrella fulgurante que pasaría a la historia. Entre 1580 y principios de la de 1590, produjo siete obras de teatro y tres poemas, a un ritmo tan acelerado que los estudiosos aún no están seguros de cómo fecharlos. Solo se sabe que Marlowe escribía, bebía, amaba y se metía en problemas con una frecuencia asombrosa. Para entonces lucia ya su famosa melena rubia, era alto y esbelto y uno de los hombres más admirados de la ciudad. “Soy un rey en mi propio reino” escribió a su hermano después que la Reina le invitara a la Corte y fuera recibido con gran pompa y celebración. “Nadie puede alcanzar mi carrera hacia cualquier sea el lugar al que me dirijo”.