Crónicas de los hijos de Apollo.
El príncipe feliz y los dolores del misterio. (Parte I)
Era rubio, de una formidable belleza, deslenguado y violento. También tenía un talento deslumbrante para la dramaturgia, una visión sobre el futuro utópica y una generosidad que, incluso después de su muerte, sus más cercanos siguieron recordando con afecto. Un carácter tempestuoso, aventurero y también, apetitos sexuales que en varias ocasiones, le llevaron a la cárcel. También se declaró ateo, en un siglo en que serlo era toda una declaración de intenciones, sólo para después insistir, era católico. Eso, en medio de una batalla en la que el credo religioso podía significar la muerte. Vivió a la sombra de otro gran genio, se enfrentó al poder con una valentía cercana a la locura, murió en un accidente indigno y ridículo del cual él mismo se habría reído. Christopher Marlowe no es un personaje que se atenga a una única definición o mucho menos, a una sola versión sobre las múltiples versiones de su personalidad o cualidad como figura de una época convulsa. Y tal vez por eso, a quinientos años de su nacimiento, aun es un enigma. Uno complicado, complejo. Por completo vital. Una mirada a un universo intelectual y espiritual de profunda belleza y que todavía, continúa desconcertando por su cualidad para desconcertar.
Porque quizás, para contar la vida y la trascendencia de Marlowe, habría que empezar por analizar el impacto que tuvo en su vida el siempre encontrarse a la sombra de alguien más. Según el escritor David Riggs en su libro El Mundo de Christopher Marlowe el que sería uno de los grandes autores de su época, destinado a una gloria fatua y un inmerecido olvido, siempre estuvo detrás de la sombra de una figura mucho más prominente en su vida. En el hogar paterno, Marlowe fue el primer hijo de una pareja que rápidamente, engendró seis hermanos más y que convirtieron a Christopher en una figura oscura en medio de una prole numerosa. En 1564, John y Katherine Marlowe, zapateros de Canterbury recibieron al pequeño Christopher sin verdadero entusiasmo, aterrorizados por el hambre en la región, el escaso trabajo en el taller y también, las pocas posibilidades que aquel bebé escuálido y que lloraba a todo pulmón tenía de sobrevivir.
Pero Christopher estaba “destinado a la gloria” aseguró su madre, impaciente por la indiferencia del padre hacia el recién nacido. Era el 26 de febrero de un año en especial difícil, un invierno largo y crudo que había provocado un rebrote de alguna de las tantas pestes que asolaban Inglaterra y había provocado una considerable mortandad en Canterbury. No era una fecha idónea para traer “otra boca al mundo, menos un niño débil que no superará los cinco años” se quejó John, algo que el propio Marlowe describrió después “como el primer gran halago que recibió”. El futuro poeta tenía un sentido del humor profano. Era irrespetuoso, franco y deslenguado y a los quince, cuando su hermana Dorothy le narró la anécdota que había escuchado de su madre, se echó a reír. “Sobrevivir demostró que estaba preparado para escupirles a todos el rostro” escribió.
Pero Marlowe había logrado superar los riesgos de una niñez en una época precaria, no sólo gracias a los cuidados de Katherine, sino lo que parecía ser una necesidad desesperada por vivir. Como la sombra de sus hermanos, el hijo incomprensible de un padre que le ignoraba, Christopher se refugió en su imaginación y lo hizo, cuando eso significaba un considerable riesgo. Después de todo, se trataba del miembro de una familia de artesanos, en una ciudad diezmada y pobre, que debía trabajar desde el amanecer a la medianoche para asegurar la mera subsistencia. Pero Christopher no quería dedicarse a la confección de zapatos ni tampoco, a ningún otro oficio que le restara oportunidad de crear a partir del pensamiento. “Ya de niño, sabía que el mundo en que vivía, no era precisamente el real” contó a uno de sus buenos amigos en Cambridge, años después.
Y mientras sus hermanos se afanaban con el cuero, los listones de tela y las afiladas agujas de coser, Christopher aprendía a leer a solas y comenzaba a escribir sus propios versos. Huía de la vigilancia paterna para acudir a los servicios religiosos, con la única intención “de escuchar la forma en que las palabras creaban emociones”. Para el más joven de los Marlowe, era asombroso la manera en que el lenguaje podía construir y elaborar algo más complicado. Leyó la Biblia “por el mero placer de sorprenderme y horrorizarme” , sólo para después, entregarse en críticas directas sobre el texto sagrado que le ganaron una peligrosa fama de blasfemo.
A Christopher le gustaba la provocación en estado puro, tenía una mente sagaz para provocarla, se esforzaba por estar siempre en el centro de atención a fuerza de batallar con el anonimato de la niñez. “Siempre fui distinto, por fortuna y para mi condena posterior” se burló dos días antes de su muerte. Se enfrentaba a varias amenazas debido a su vida de apuestas y juegos de azar, a la persecución de La Corona, a los rumores que le acusaban de espía y sodomita. En la vida de Marlowe, todo se encontraba al borde del riesgo, al filo mismo de algo más complicado, más extraño y más peligroso. “ No sé cuando moriré, pero no creo que tarde en llegar la posibilidad” se burló, la noche anterior que le apuñalaran en mitad de una trifulca en un bar. “La vida es fugaz y eso tiene su truco”.
Al momento de su asesinato, Marlowe era una figura inclasificable. En Londres le odiaban y le amaban a la vez, por lo que sus obras siempre eran motivo de debate, ya fueran para criticarlas o ensalzarlas, a veces en la misma frase. Habiendo cautivado el escenario de la ciudad con varias de las obras más poderosas de finales de 1580, Marlowe era un enigma, una provocación al acecho y vivía en el centro del peligro. Nunca desmintió su homosexualidad, aunque también tuvo sonados romances con algunas de las mujeres más connotadas de la época Isabelina, entre las que se incluyó varias de las damas de compañía de la mismísima Reina. Tampoco, le importó demasiado los señalamientos de clérigos y miembros de la corte sobre su cualidad como agente doble. Eso a pesar que el espionaje era condenado con la muerte y que de hecho, pesaba sobre su cabeza algunos vagos señalamientos que hicieron su vida más complicada y dura.
Y sin duda, era ateo, a pesar de poder recitar la Biblia de memoria y en algún punto declararse católico, solo para después negarlo y declarar que “la vanidad le impedía mirar a Dios al rostro”. Christopher Marlowe vivía rápido, de una forma tan acelerada que el propio escritor llegó a decir que la mayoría de las veces, sentía que “su vida era un cúmulo de situaciones inexplicables”, con las que además debía lidiar en medio de algo más duro, complicado y doloroso. El espíritu del poeta bullía en ambición, en la necesidad desesperada de crear algo que pudiera empujarle directamente al reconocimiento. “O la ignominia, sólo detesto el anonimato” escribió a los 27 años, uno antes de morir y en el centro de la atención de una ciudad sofisticada pero violenta como Londres. “Quiero, quiero, quiero. No sé con exactitud el qué, pero lo aspiro, lo necesito” explicó en una carta a uno de sus hermanos. Por entonces, se encontraba postrado por los efectos de “alguna enfermedad del cuerpo, de las que contraes al vivir” y estaba exhausto en medio de persecuciones, rumores y presentaciones.
La fama estaba muy cerca, la necesidad de alcanzarla era imperiosa. “Seré famoso o moriré” se burló en diciembre de 1592. A seis meses de distancia de su muerte, ardiendo en fiebre, en apariencia enamorado de uno de los actores de su obra, Marlowe vivía como siempre lo había soñado. “Soy la encarnación del descaro” se burló en una de las anotaciones de un guion que corregía “y eso supera toda mi necesidad de detener y tomar un respiro. De creer que he hecho algo mal. De arrepentirme de uno solo de los pasos que he tomado para comprender lo que soy y hacia dónde me dirijo”.
Un hermano misterioso y odiado.
Pero además de ser el hijo de una pareja de ancianos de Canterbury que le relegaron al olvido y a la vergüenza, Marlowe también era hijo incómdo en la escena dorada del teatro en Londres, una circunstancia con la que el escritor luchó durante buena parte de su vida. Durante su corta pero radiante carrera sobre las tablas, Marlowe tuvo que lidiar con la estatura casi mítica de un dramaturgo con el que compartía edad, tópicos, obsesiones y necesidad de reconocimiento. William Shakespeare, nacido en abril de 1564 y también obsesionado con las palabras y su capacidad para transformar el mundo, era el antagonista involuntario de Marlowe. Ambos eran las caras opuestas de una misma versión sobre lo dramático, la vida literaria y el poder de la escritura, por lo que casi sin desearlo, se convirtieron en enemigos no declarados de una guerra invisible. “Podría odiarlo, de no admirarle. Pero eso no impide que deplore su cualidades con una envidia que no intento disimular” se burló Marlowe de William, a quien apreciaba pero a la vez despreciaba por una serie de razones mezquinas e infantiles, que incluso el mismo escritor deploraba.
“No deseo ningún mal para William, al contrario. Pero tropezar con él a cada paso que doy, termina por ser agotador y un poco siniestro” ironizó Marlowe en una carta a uno de sus mecenas. Dos días antes, una de sus obras había sido rechazada por un teatro de Londres en beneficio de una de Shakespeare. Meses antes, ambos habían tenido un extraño duelo de talento por una presentación en uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad. En esa ocasión, Christopher había triunfado casi por accidente — uno de los actores de la obra Shakespeare falleció, otro se convirtió en padre y tuvo que abandonar Londres y el resto de la compañía, decidió no actuar — por lo que no se consideraba del todo satisfecho por la simetría entre ambos. “No siempre triunfar es generoso y tiene buen sabor. Como el vino, el verdadero placer del primer sorbo, reside en encontrar la combinación exacta de dulzura y el paladar correcto, no sólo combinarlos por accidente” escribió en uno de sus diarios, carente de fechas y llenos de anotaciones sobre todo tipo de pensamientos y tópicos. “Al final, he vencido, pero no hay valor, porque en realidad William no terminó por claudicar”.
Se trataba de una batalla complicada. Ambos escritores tenían una vida llena de paralelismos y ambos lo sabían. O al menos, quienes le rodeaban, no dejaban de notarlo en cada oportunidad posible. Ambos fueron niños de una inteligencia superior al promedio de su época, lectores juveniles, destacadas estrellas en ámbitos universitarios que abandonaron pronto. Ambos también, tenían veinte años cuando comenzaron a luchar por obtener una reputación como dramaturgos. Era una época prolífica para las artes, con Londres convertida en el centro de todos los intereses por el artes y la escritura, la batalla de talentos entre ambos escritores se convirtió en una especie de gran espectáculo fuera de las tablas. Sobre todo, porque Elizabeth I de Inglaterra promovía el arte — lo disfrutaba y le gustaba estar rodeada de artistas en su corte — pero también, la rivalidad entre creadores.
Lo hacía con la intención de encontrar a los mejores, de “separar la paja de la espiga” escribió uno de sus cronistas, pero en especial, porque la Reina era una estratega política que creía en la necesidad de la confrontación. De modo que el Londres era un hervidero de todo tipo de artistas, varios en sus momentos más brillantes, en una batalla diaria por mantener su coto protegido de la codicia de sus pares. “A veces creo que la guerra de plumas y pinceles en Londres, es aun más dura que cualquiera con espadas” escribió Marlowe, asombrado por las tensiones, intrigas y disputas que sucintaba la ambición general.
Una extraña rivalidad.
Por supuesto, la historia que rodea a Shakespeare y a Marlowe, enfatiza casi de manera cruel las diferencias entre ambos y los convierte en enemigos, aunque en realidad, jamás hubo una disputa real entre ambos. Mientras William era cuidadoso, diligente, un hombre pálido y calvo que pasaba horas encerrado en su habitación entregado con devoción a la escritura, Christopher era una estrella decadente que despertaba habladurías ahí a dónde fuese. Se le llamó el hombre más hermoso de su tiempo, el más pérfido y también, el único que estaba dispuesto a provocar la ira de la Reina, al parecer sólo por el mero placer de hacerlo.
Por casi una década, protagonizó peleas públicas, ganó y perdió fortunas en apuestas de mesa, fue conocido por su desmesurada afición a la bebida y lo escandalosa de sus conocidas borracheras. En al menos tres ocasiones, protagonizó sonadas orgías y en varios de sus pisos y en una, los rumores fueron tan escandalosos que llegaron a la mísmisma corte, desde donde recibió la discreta recomendación de ser “menos visible”, un consejo que se apresuró a desobedecer casi de inmediato.
Para Marlowe, lo realmente importante era “la vida, la posibilidad de vivir”. De modo que ignoró por completo las recomendaciones de mesura y cualquier otra que pudieran influir en su estilo de vida y se hizo aun más visible. Protagonizó debates sobre la fe — “creer en lo que sea, es entregar tus pensamientos a una causa que está perdida de origen — , a intrigar en contra de la corte cuando la Reina decidió recrudecer las medidas en contra los católicos y a mostrarse de forma muy pública con sus amantes masculinos, entre los que se contaban varios de los actores de sus obras.
Y mientras el mundo se sacudía a sus pies, la vida se hacia más dura a su alrededor y ponía en riesgos cada vez más duros de superar, escribía. Con disciplina, método y un talento deslumbrante que desconcertaba a buena parte de sus admiradores. Nadie podía explicar de dónde provenía la energía casi sobrenatural de Marlowe, su capacidad para tener una doble percepción de su sí mismo: por un lado su desordenada figura pública, por el otro, el dramaturgo que no dejaba de producir obras cada vez más asombrosas, más pulidas, con una vida interior que cautivaba al público.
Al mismo tiempo que Shakespeare cautivaba a Londres desde la sensibilidad, Marlowe lo hacía desde el dolor y el miedo. Entre ambos, la escena teatral de la ciudad se convirtió en una pléyade de emociones intensas. “No hay mejor lugar para el mundo de teatro que Londres, en la que todo ocurre sobre el escenario” escribió un cronista de la época, encantado y desconcertado por el estallido de creatividad que le rodeaba.