Crónicas de los hijos de Érebo
El mal primigenio, la evolución hacia el dolor y el silencio inocente (Parte II)
(Puedes leer la parte I aquí)
Si los vampiros y otros monstruos sobrenaturales encarnaron el mal durante la transición entre la caída de la fe de la conciencia colectiva al existencialismo puro, las criaturas temibles creadas por el hombre tomaron su lugar. En especial, cuando la percepción sobre el mal se matizó por la concepción de la moral como hecho interpretativo de carácter individual. Durante el medioevo se hablaba sobre la “tentación de los demonios” para expresar la satisfacción casi erótica que provocaba la mención del demonio en hombres y mujeres. Se insistía en posesiones, en algo más parecido a la pérdida de la moral, pero la explicación al éxtasis en supuestos aquelarres y a la devoción por figuras malditas y malvadas, tenía un origen mucho más complejo.
De la misma manera que pueblos enteros de Europa del este celebraban ritos para conmemorar la memoria del vampiro y pagar tributo a su poder mortífero, el Diablo medieval se convirtió en una forma de representar, expiar e incluso justificar la violencia. Y ese instinto devastador, extrañamente sexual, resulta casi paralelo al de nuestra cultura, asombrada por los asesinos seriales, los villanos, pero sobre todo por la maldad humana. Ese elemento incomprensible y la mayoría de las veces desconcertante. Porque el mal existe y casi siempre es humano. La era de la Ilustración enseñó al hombre que sus delirios y dolores provienen de su espíritu más que de cualquier límite sobrenatural, por lo que los monstruos dejaron de tener el rostro de criaturas fabulosas y comenzaron a parecerse más al del hombre corriente.
Dante Alighieri en la Divina Comedia que “todo espíritu siente una impenitente predilección por los abismos”. Algo en lo que también insistió John Milton en El Paraíso Perdido, en el que miró la maldad “como un tipo de belleza insoportable”. Cuál sea el motivo, la atracción y fascinación que ejerce el mal sobre la consciencia del hombre moderno — tan cínico y, sin embargo, tan inocente — es mayor a la de cualquier otra época, donde la oscuridad y la luz parecían tan definidas y distintas entre sí. Para la conciencia colectiva contemporánea, maravillada por la soledad y sobre todo descreída de todo dios y demonios, el mal es una deformación intelectual que subyuga, asombra y sobre todo, atrae hacia el fondo de los abismos. Por ese motivo, las figuras que encarnan la maldad moderna son casi siempre sofisticadas creaciones más relacionadas con la inteligencia que con la depravación. Los villanos y enemigos del bien, suelen parecer mucho más atractivos y exquisitos que la moralidad extraordinaria con que nuestra cultura concibe al heroísmo. También, la forma en que explora un tiempo de cualidad maligna vinculada con la naturaleza esencial del concepto.
La oscuridad inquietante
Algo semejante a lo anterior se plantea en las diferentes versiones del mal que se analiza en la cultura pop . La criatura de la película Alien (1979) de Ridley Scott no tiene nombre. Tampoco raza o planeta de origen. No uno que la historia nos cuente, al menos. De manera que la historia se plantea — y se crea — desde un misterio absoluto, venenoso y sin posible respuesta. Un elemento que incrementa el miedo y la claustrofobia que provoca su mera existencia. ¿De dónde proviene este monstruo de pesadilla? ¿Por qué ataca de la manera que lo hace? ¿Cuál es su historia? Entre las sombras, el monstruo de Alien transforma los temores y la común incertidumbre que a todos nos provoca lo desconocido en algo nuevo. En una amenaza que resume lo más refinado y sutil de nuestro terror a lo que no podemos ver, o al menos, comprender.
Hay algo misterioso y profano en el miedo que evoca el largo cráneo pulido y puntiagudo, la doble quijada de lentes metalizados, los movimientos sinuosos. Un tipo de terror que parece inmune al hecho de los casi treinta años transcurridos desde su primera aparición en pantalla, a que su figura forma parte de la imaginería popular. A pesar de eso, la criatura de Alien no llega a desacralizarse. Sigue siendo un enigma, fruto de una eficaz mezcla entre la ciencia ficción y el horror.
La visión tenebrosa y pesimista del optimismo galáctico encarnado por Star Wars. Decadente y oscura, la obra de Ridley Scott no solamente nos recuerda que, más allá de los confines de lo conocido, subsiste el miedo en su forma más pura, sino que, además, es algo mucho más retorcido de lo que podemos imaginar en nuestras gloriosas idealizaciones de lo estelar. Como un eco a las fantasías morbosas de Lovecraft, la criatura de Alien encarna el horror como una fuente inagotable de preguntas. Una grieta conceptual en lo que asumimos real.
El terror sin rostro: Una mirada al silencio
El miedo a lo que pueda ocultarse en las estrellas no es reciente. Durante buena parte del medioevo, la religión y la imaginación popular se encargaron de convertir todo fenómeno celeste en fuente de superstición, estigma y condena. Luego de siglos de estudio e interés por la astronomía — e incluso, su pariente bastarda, la astrología — el oscurantismo sepultó en el miedo cualquier investigación que pudiera cuestionar la visión de la Iglesia sobre la creación y la identidad divina. El resultado fue la persecución de científicos que ya por entonces comenzaban a plantearse hipótesis científicas sobre los misterios estelares. Todo lo relativo al conocimiento de las estrellas se sumió entonces en un velo de misterio que perduró hasta bien entrado el positivismo, casi cinco después.
Hay algo de ese temor supersticioso en la película Alien o al menos, como su director lo plantea. Deudora inmediata de Terror en el espacio de Mario Bava (1964), el film se plantea preguntas levemente existencialistas sobre la supervivencia, el horror más allá de lo que la mente humana puede imaginar y, sobre todo, un amargo pesimismo científico. Todo en el guion conspira para sostener un discurso difuso sobre el terror como reflejo de lo que no podemos entender o incluso describir. La negrura infinita del espacio golpea las pequeñas escotillas del U.S.C.S.S. Nostromo y de pronto, su tripulación parece perdida en medio de un silencio que se cuela por los cuatro costados y les arrebata la capacidad para la razón, para luchar contra el monstruo silente que les ataca o incluso, la mera desazón de su posibilidad como amenaza. El resultado es un escenario terrorífico donde nada es lo que parece y la criatura — este gigantesco insectoide antropomórfico creado para la ocasión — es el símbolo de un tipo de miedo tan primitivo como general.
No obstante, buena parte del mérito en el uso efectivo de la amenaza anónima y violenta venida de un lugar indeterminado, proviene del buen hacer de los guionistas Dan O’Bannon y Ronald Shusett, que construyeron una atmósfera opresiva y tensa a través de escenas bien medidas y la noción del monstruo como reflejo de algo mucho más inquietante. Las grandes productoras de Hollywood no comprendieron esa vuelta de tuerca al miedo y rechazaron el guion más de seis veces, espantadas por su crueldad explícita. Se trataba del hecho que una criatura inexplicable atacara a una indefensa tripulación de colonos espaciales. Además, que se tratara de una amenaza imparable.
Una criatura que no podía ser detenida ni tampoco contenida. Mucho más rápida, letal y violenta que cualquier monstruo espacial conocido hasta entonces, la criatura Alien simboliza el pánico, pero también, un tipo de agresión difícil de definir. Es peligrosa por el simple hecho de existir: Desde su nacimiento debe destruir. Incluso su sangre — un compuesto químico desconocido con las propiedades del ácido — es capaz de matar. ¿Cómo asumir el duelo entre un ser humano y un monstruo semejante?
Por supuesto, la historia nunca estuvo concebida desde la concepción de la tradicional redención y la lucha entre especies. Incluso en los storyboard diseñados por Ridley Scott es bastante claro que el monstruo es algo más que una excusa para un festival de horrores espaciales. La criatura es el centro neurálgico de una serie de planteamientos e ideas que sostienen algo más enrevesado y profundo. De allí lo aterrador y por completo original de su aspecto, autoría del artista suizo Hans Ruedi Giger, a quien Scott conoció gracias a sus obras Necronomicon IV y V.
Sin parangón con cualquier otro monstruo tradicional, la criatura es la concreción de todas las influencias de Giger, pero también, algo mucho más intrincado: el xenomorfo es un planteamiento a mitad de camino entre la figura humana y una interpretación irracional sobre lo desconocido. Además, era una criatura orgánica. Una sobreviviente a la violencia del espacio exterior. La piel impenetrable, el cuerpo delgado y monumental. Todo un prodigio de intuición física para enfrentarse a lo innombrable.
La oscuridad viaja deprisa
La apariencia de Alien (uno de los monstruos esenciales para comprender la mitología moderna sobre el horror) es algo más que una decisión artística. Tampoco se trata de una expresión estética — y física — casual: Giger estaba por completo convencido que el futuro de la especie humana estaba en la combinación de elementos biológicos y tecnológicos. Por ese motivo, su criatura en Alien es algo más que una concepción biológica sobre lo desconocido. Es la depuración de esa máxima insistente acerca de la mezcla entre lo biológico y esa refinada crueldad que supone la lucha evolutiva. Construyó la cabeza de la criatura usando el molde, un cráneo humano al que agregó una porción metálica pulida y que debía sostener un cerebro alargado y sensorialmente avanzado.
Con una clara reminiscencias fálicas, la criatura de Giger empuja su alargada cabeza para nacer, matar y para impulsarse en medio de la gravedad cero. Una especie de arma y herramienta viva que coexiste con la imposible delicadeza que resulta tan terrorífica: el cuerpo ágil y esbelto, lleno de piezas en apariencia cromadas, los tendones dobles que muestra el alienígena al abrir sus fauces — y que no eran otra cosa que preservativos desgarrados — y la doble dentición metálica, brillando al fondo de una negrura infinita.
Giger se aseguró que espléndido diseño fuera algo más que la descripción de una bestia extraterrestre: se trata de un enemigo invencible que metaforiza el miedo como una meta estructura de diseño alegórico, algo recurrente en las novelas distópicas preferidas del autor y sobre todo en Crash (del escritor J. G. Ballard) que Giger aseguró era una fuente continua de inspiración para su trabajo.
Con su organismo refinado para enfrentarse a condiciones extremas — y triunfar — la criatura de Alien es un sobreviviente que avanza para avasallar todo lo que encuentra a su paso. Hay algo de primitivo y bestial en su ataque incesante, que no puede ser detenido, reprimido o incluso contenerse. Se alimenta, se reproduce, lucha. A ciegas, guiado más por un instinto primigenio que por otra cosa, el miedo que representa la criatura es ese que subyace al fondo de nuestra conciencia, que es imposible de definir o consolar. Un híbrido monstruoso de nuestros dolores persistentes más íntimos.