Crónicas de los hijos de Érebo

El mal primigenio, la evolución hacia el dolor y el silencio inocente (Parte I)

Aglaia Berlutti
9 min readMar 21, 2022

Se suele decir que cada siglo tiene un monstruo. O mejor dicho, que cada monstruo refleja lo peor o mejor de la época durante la cual causó terror. Cualquiera sea el caso, la cualidad de cualquier criatura mítica para encarnar el mal — como esencia, elemento cultural e incluso, reflejo de una idea mucho más compleja — es parte de ese atractivo secular que construye un lenguaje muy concreto. El mal — comprendido como una percepción más dura y elemental de lo que supone una mera contradicción al bien — tiene incontables acepciones y lo que resulta más intrigante, cientos de implicaciones que lo hacen un concepto formidable. Es entonces cuando el monstruo, no solamente encarna esa original noción de lo que lo moral puede ser, sino que le brinda un sentido por completo nuevo. Inquietante en su humanidad y sobre todo, desconcertante en su poder de evocación.

Por supuesto, el concepto acerca de lo monstruoso evolucionó de manera sustancial con el transcurrir de los siglos. Para la sociedad en la que vivió Mary Shelley, resultó aterradora la mera idea de una criatura creada en la mesa de un laboratorio, una eventualidad que rompía con la primitiva noción de la creación de la vida en manos de un espíritu supremo. Cien años después, La Mandrágora de Hanns Heinz Ewers causó una visceral repulsión por el hecho que su personaje central era una criatura voraz y violenta. También, porque tenía el rostro de una mujer exquisita y una inteligencia rapaz que aterrorizó a los lectores. Se trataba de la primera creación que mezclaba el hecho de lo monstruoso y lo pérfido con algo más inquietante. Y también, con una conmoción profunda acerca de las habituales miradas sobre la naturaleza del mal como esencial y primigenio.

Tal vez por ese motivo, el vampiro ha sido el monstruo predilecto durante tantas décadas y versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el antihéroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basada en en cierta expresión de la carnalidad. Es el mal que ataca, seduce y domina. A la vez, es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, pareciera no simbolizar las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida. También su aspiración a la trascendencia.

Durante buena parte de la historia de la literatura, la inmortalidad fue un atributo divino que únicamente se vinculó con lo humano desde condenas y maldiciones. Por lo que el vampiro no es solamente una criatura que sobrevive a la muerte como puede y de manera precaria, sino que en sus visiones y transformaciones más poderosas, es también una luminosa, capaz de elaborar percepciones complejas sobre la metáfora que sostiene y expresa. Encarna la capacidad del hombre para enfrentarse a su temor a la muerte, de aspirar a la eternidad como una intrincada combinación de deseos y más allá de eso, un planteamiento doloroso sobre acerca de la finitud de lo corpóreo. Con toda su triste belleza, poder para conjugar el deseo y la aspiración, es la maldad radiante. Un tipo de malevolencia fatal del que ninguna época parece estar ajena y mucho menos, ignorar.

Muy probablemente, esas fueron las razones que convirtieron a la novela Drácula de Bram Stoker, publicada en 1897 en un éxito inmediato. Habían transcurrido décadas de la mediana conmoción que había provocado el Frankenstein de Mary Shelley. Faltaba al menos veinte años para la publicación de La Mandrágora y ese gran otro monstruo literario, El Golem de Gustav Meyrink en 1915. De modo que Stoker tomó la vieja leyenda del vampiro europeo y la llevó a un nivel nuevo. Ya Carmilla de Sheridan LeFanu había creado un antecedente poderoso sobre la criatura inmortal con rostro humano. Uno, además, que reinventó las convenciones sociales, morales y las enlazó con una versión sobre lo inquietante muy cercano a la lujuria. Por otro lado, Ya John William Polidori había dado el primer paso para elevar la figura del vampiro por encima del ente espectral y pesaroso que vagaba entre tumbas. En 1817, su relato El Vampiro narró una historia en la que el monstruo llevaba galas de caballero y tenía modales refinados. Además, podía pasar desapercibido en los grandes y elegantes salones de la época.

Stoker sublimó cada una de esas premisas en Drácula y añadió el ingrediente de cierto elemento erótico, basado en el símbolo de la sangre como una notoria conexión erótica. El libro causó un revuelo y desconfianza considerable entre la pudibunda sociedad londinense. De una u otra manera, la encarnación del vampiro de Stoker era más que un villano gótico o una criatura despiadada capaz de matar. Con su aire lóbrego y decadente, encarnó a una época frágil y reprimida. La historia analiza desde el subtexto la ambigüedad de los códigos morales y sociales de una Inglaterra abrumada por las convenciones sociales.

El libro, que combina con éxito el terror y lo místico, refundó la figura del vampiro y le dotó de todo un universo claustrofóbico que aún se mantiene como principal imagen del más antiguo monstruo inmortal. Stoker, ocultista y sobre todo, atraído por la vasta mitología del vampiro europeo, reconstruyó el mito y lo convirtió en una idea que desafiaba la visión de la época acerca de lo maligno — esa entelequia moral que intentaba definirse en largos tratados filosóficos — para transformarlo en algo más complejo. A la vez, le brindó una insistente mirada sobre lo que tememos y deseamos, lo que nos asusta y comprendemos como parte de una idea radical de la malevolencia.

Eso, a pesar de que Drácula parece no ser del todo original para sorprender y que con el transcurrir del tiempo, su edulcorado sentido de la reivindicación del bien jugó en contra de la premisa original. Empeñado en crear una visión moral acerca de la maldad y construir una idea humana sobre la inmortalidad, Stoker crea una pequeña sinfonía de voces y personajes tan semejantes entre sí que amenaza lo esencial la historia. Una multiplicidad de visiones y expresiones acerca de lo que el vampiro puede ser como símbolo del horror y también, de algo tan antiguo como elemental. El deseo y el terror que hipnotiza, tienta y finalmente humaniza al monstruo, asume el lugar de una concepción mucho más primitiva sobre el horror. Drácula sobrevive al miedo, también al deseo y al final, es el epítome de ambas cosas para un grupo de personajes obsesionados con destruir al vampiro y su siniestro contexto.

No obstante, Drácula es mucho más que su estilo costumbrista y mirada romántica de la batalla del bien y del mal. En el trasfondo, subyace todo tipo de rumores, ideas y percepciones acerca de la mitología y leyenda del monstruo bebedor de sangre, creando un metamensaje tan sutil que en ocasiones parece confundirse con el planteamiento inicial. Para Stoker nada es sencillo, mucho menos evidente. Es esa incisiva visión del deseo, el dolor, la pérdida y la tentación, lo que hace del libro una nueva percepción de lo maligno. Una tan vasta y destructora que convirtió el vampiro — hasta entonces, una leyenda rural que sobrevivía a duras penas al racionalismo — en una reflexión profunda de las motivaciones culturales del hombre de su época.

Drácula es un monstruo y también, un análisis sobre las cualidades del horror en una época herida por la pérdida de la inocencia y abrumada por los ídolos rotos. Stoker crea un personaje que se enfrenta al naciente ateísmo, a la angustia incidental de la locura, que proclama la idea de lo sobrenatural en el centro mismo de las nociones más elementales de lo que la sociedad percibe sobre sí misma. El vampiro de Stoker, que apenas aparece en la novela que lleva su nombre, es una especie de leyenda urbana primitiva que se enfrenta contra la incredulidad a través de la violencia. Drácula, como hombre y monstruo, asume la carga de las décadas y los terrores para sostener su visión sobre lo que somos y podemos ser. De lo que en secreto, quizás, deseamos alcanzar.

Drácula y el mal, la transición entre dos épocas

Como todo clásico literario, la novela — su escritura y el mundo en que nació — está rodeada de rumores. Se dice que la historia proviene de las conversaciones del autor con un erudito húngaro llamado Arminius Vámbéry, y que este fue quién le habló de Vlad Drăculea, el Príncipe Valaco en quien se basa la historia. También se insiste en que Stoker utilizó sus conocimientos sobre ocultismo para crear una trama hipnótica, cargada de ideas subyacentes y símbolos esotéricos. Se debate sobre la evidente carga sexual de la novela — Drácula muerde, asesina y transforma a la delicada Lucy, que renace convertida en una criatura casi erótica — e incluso, sus connotaciones levemente críticas sobre la emigración, el colonialismo o el folclore. Aun así, la novela parece crear una idea intangible sobre lo que se insinúa y no llega a mostrarse, como si la figura del vampiro — que aparece con tan poca frecuencia en la novela — fuera también el símbolo de lo que la historia oculta, disimula, fórmula desde la periferia.

Por supuesto, que Stoker no inventó la leyenda del vampiro, pero sí- supo construir una nueva percepción sobre su figura que aún ahora, continúa siendo poderosa y perturbadora. Más allá de eso, Drácula logró elaborar un manifiesto por completo nuevo sobre la maldad en un siglo que aún no se recupera de la pérdida de sus máscaras favoritas y que, además, era incapaz de asumir el sufrimiento de ese vacío existencial. Con su vampiro, el escritor construye una percepción desconcertante acerca de la incertidumbre, para un siglo de pocas sorpresas y además, una nueva propuesta sobre lo que la oscuridad de los hombres puede ser. Una dimensión exquisita, lúcida y tan cerca del antiguo pecado de la vanidad que convierte al vampiro el maligno por el mero hecho de ser, profundamente humano.

Para crear algo semejante, Stoker dedicó más de cinco años a la investigación de diversos símbolos e historias relacionadas con el mal primigenio. Además de la influencia de la leyenda en torno Príncipe Valaco del siglo XV, Vlad el empalador, una revisión del texto sugiere que Stoker no sólo se basó en la siniestra figura del personaje histórico y símbolo de poder rumano. También en diversas leyendas del folclore irlandés, para crear un híbrido intelectual entre ambas visiones del monstruo bebedor de sangre. El punto de vista de Stoker sobre el vampiro, parece más relacionada con el agresivo concepto de la sangre y la lucha contra la inmortalidad entremezclada con nociones de magia y brujería, que la simple percepción de una controvertida y oscura figura medieval.

Para Stoker — que tenía un considerable interés por el ocultismo y otros temas herméticos — era de especial interés revestir a su novela con un sustrato esencial acerca de la reflexión de la vida y la muerte como etapas del ser y más allá de eso, una dimensión por completa nueva sobre la comprensión de la moral y lo sexual. Meses después de la publicación de la novela, se sugirió que la historia había sufrido todo tipo de censuras y revisiones, hasta llegar al manuscrito levemente edulcorado y con toques románticos que llegó al público y a las librerías. Una versión que Stoker jamás desmintió — tampoco confirmó — y que hizo correr ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del escritor con respecto a su historia más conocida.

De hecho, toda novela parece rodeada por un halo de fortuito misterio: El título original del primer borrador que Stoker entregó a su editor llevaba por título El no muerto— en referencia a la naturaleza monstruosa de Drácula — y era mucho más enrevesado que la estructura epistolar que más tarde adoptaría la historia. Resulta curioso que más de un investigador, ha encontrado pruebas consistentes que Stoker no parecía interesado en contar la historia del Príncipe Valaco, sino, en realidad, concentrarse en la extrañísima visión de la vida, la muerte y el amor en la leyenda del vampiro.

En 1998, la profesora del Memorial University of Newfoundland Elizabeth Miller, publicó un ensayo en el que sostenía — y probaba — que las notas de investigación de Bram Stoker para el libro, no indican que tuviera un conocimiento biográfico detallado ni tampoco muy amplio sobre Vlad III. Para el 2015, Miller amplió su hipótesis en el libro A Dracula Handbook, en el que analiza el hecho que Stoker no parecía estar especialmente interesado en analizar la vida y obra del Príncipe Valaco, sino que utilizó la mera posibilidad de su existencia para sostener una serie de ideas sobre la violencia que se sustentaba en la historia conocida sobre el héroe rumano. Para Miller, era evidente que la mezcla entre la figura del Vampiro en el libro de Stoker y Vlad III fue un añadido posterior a la primera versión de la novela original. Y aunque la académica no llega a conclusiones sobre el motivo de Stoker para revestir a su personaje de cierto peso histórico, deja entrever que el escritor estaba mucho más interesado en los símbolos y supersticiones relacionadas con el vampiro que con la identidad de uno de las figuras preponderantes de la Europa medieval.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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