Crónica de los hijos de Atenea:

En medio de un mar de estrellas, en busca de la gran revelación (Parte II)

Aglaia Berlutti
12 min readMar 1, 2022

(Puedes leer la parte I aquí)

El 17 de febrero del año 1600, fue un día helado. Un cronista de Roma, que tenía el deber de describir el clima a diario, lo apuntaría en su ya célebre cuaderno de hojas de pergamino. “El viento sopla con fuerza helada, la primavera aún no llega, el suelo sigue helado”. Ese día, se llevarían a cabo varias ejecuciones en la ciudad y el copista sin nombre temía que el imprevisible clima, pudiera “entorpecer” los designios divinos. “Suplico a Dios que se despejen las nubes y el viento deje de soplar” agregó en la hoja de minutas. “Hoy debemos entregar almas a la purga y al castigo divino”.

Uno de los hombres que sería ejecutado ese día, era el astrónomo, filósofo y poeta italiano, Giordano Bruno. Tenía 52 años y había dedicado buena parte de su vida al estudio y a la difusión del conocimiento. También, a “ofender a la Madre Iglesia”, a decir de sus enemigos, lo que al final resultó el punto clave para entender el encono de la Inquisición en contra del que era considerado en algunos círculos, uno de los más brillantes hombres de su tiempo. Declarado un paria, torturado y considerado un criminal “por la fe”, era uno de los nombres en la lista de siete, que esperaba por morir entre las llamas de un auto de fe. Bruno cometió lo que por la época se consideraba el peor de los desafueros: contradecir a la Madre Iglesia. “Que era, ofender al Dios vivo” como escribió Clemente VIII para justificar la persecución contra el científico. “Nadie puede solo desdecir la Sabiduría Divina, sin esperar un castigo”.

Esa mañana, el mismo cronista del clima de Roma, escribiría que “se escuchaban las súplicas de clemencia de casi todos los que serían ajusticiados”. No mencionó que Bruno guardaba silencio, envuelto en la túnica blanca de los condenados, agotado, con los pies sangrantes, algunos huesos rotos y el rostro deformado por las palizas. Tampoco, que fue el único que bebió y comió la última colación de pan, queso y leche que la Iglesia ofrecía a los condenados. Y que al despertar, se levantó como pudo para contemplar el amanecer a través de la única ventana de la celda. La escena la describiría después el sacerdote en vigilancia por las almas de los que morirían por herejía, encargado de escuchar confesiones tardías y ofrecer bendiciones a los arrepentidos. Pero Bruno no dijo nada. Solo miró la primera luz del día que nacía y levantó la mano derecha, la intacta. La que no había sido rota, deformada con martillos y cuchillos, para verla flotar el resplandor diáfano entre los dedos. “Un espíritu díscolo” escribiría el monje después.

El hombre que no tenía miedo en una época llena de temores

Para 1571, Bruno ya había comenzado su largo trayecto hacia una teoría científica cada vez más compleja, elaborada y brillante. No solamente se trató del estudio aristotélico — que desarrolló en variados textos y también, declamaciones que le hicieron famoso en Nápoles — sino además, dedicó buena parte de su tiempo a intentar descubrir un método de aprendizaje que resultara “infalible”. Para el joven monje, la sabiduría precisaba difusión. Y en especial, era necesario que se convirtiera en un “hecho de la vida común, como comer o dormir”. Varios de sus primeros enfrentamientos con figuras religiosas de la época, provino de su empeño por crear un método de enseñanza. “Nadie quiere escuchar la posibilidad que aprender sea para todos o que esté a disposición de todos” escribió irritado a uno de sus maestros juveniles. “Necesitas apartarte del camino de lo impío” respondió Giovanni Vincenzo a una de sus cartas. “O al menos, pensar con discreción en tus grandes aventuras espirituales”.

Palabras más, palabras menos, fue el primer consejo que Bruno recibió sobre la posibilidad que su audacia natural, podía llevarle a un enfrentamiento directo con La Iglesia. Uno que además, pondría en peligro su vida. Por entonces, la Inquisición se había transformado en una institución robusta, con tentáculos y delatores a lo largo y ancho de Europa. Pero lo que era aún preocupante, cada vez con mayor poder. Se trataba de un mecanismo preciso que se enfrentaba a cualquier “enemigo” de la Iglesia con poder absoluto y escasas restricciones. Y para el momento en que Bruno empezó a descollar como sabio, astrónomo en ciernes y filósofo, la institución eclesiástica había vuelto sus ojos a la ciencia y a los científicos, incluso los que se encontraban bajo la protección de la religión.

Poco a poco, todo tipo de textos acerca de temas diversos relacionados con observaciones sobre el cuerpo humano, la naturaleza y en especial, la percepción del tiempo y otros matices relacionados con las denominadas “fuerzas invisibles” del Cosmos, fue sometido a un cuidadoso escrutinio. Y algunos de sus postulados, considerados “irrespetuosos y violentos contra el don del conocimiento dado por Dios”. A medida que los castigos se hicieron más frecuentes, pero en especial, más violentos, los monjes filósofos y científicos estaban en la obligación de mostrar un respeto absoluto por las normas Vaticanas sobre publicación y divulgación de la sabiduría. A saber: la posibilidad que el conocimiento “no correspondía a mentes que no hubiesen sido tocadas por La Gracia Divina”, además de la idea insistente que solo podía pertenecer a bibliotecas, conventos y monasterios.

Bruno se rebeló contra la idea tantas veces como pudo. A un año de ser ordenado, se le amonestó por educar a “niños sin padres de Roma”. También, por comprar “papel y tinta fuera del recinto del claustro” lo que suponía que podía disponer de lo que escribía sin mostrarlo al Abad en funciones. Poco a poco, su fama de rebelde y subversivo, le comenzó a preceder en todas partes. Para entonces, era alto, con “ojos fijos y de mirada inteligente” según varios de sus contemporáneos y tan lleno de energía, que llegó a ser castigado con días de reclusión por su tendencia a la risa, a ir y venir a la carrera, por “nadar sin expresa autorización” e incluso, robar en una ocasión una cesta de manzanas, que terminó por obsequiar a un grupo de “hombres desposeídos” en las afueras del monasterio.

Para sus hermanos en la fe, el Abad y los que le conocían desde la juventud, Bruno era un hombre travieso, incorregible pero de enorme corazón. A la vez, la Iglesia le consideraba un riesgo a tener en cuenta y al que había que observar de cerca. Con veinte años cumplidos y ya con los votos definitivos, tuvo al menos dos encontronazos con figuras eclesiásticas de Nápoles. Uno de ellos, un acalorado debate acerca del Arca de Noé “y el hecho de todo lo que podía enseñar a quien quisiera entenderlo, en el mar y la tierra”. Pero el ensayo que escribió para la ocasión, estaba lejos de ser simplemente un análisis de un pasaje bíblico. En realidad, era un largo recorrido científico sobre precisiones sobre la curva de la tierra y el horizonte, los primeros cálculos sobre la posibilidad de calcular la profundidad del mar y un esbozo de su conocida teoría del movimiento relativo.

El Abad le reprendió por el análisis, pero aun así, Bruno insistió hasta que logró que fuera por varios monjes e incluso, algunos que pertenecían al claustro. El científico había formulado una teoría amplia y cada vez más compleja que relacionaba al Arca de Noé (con la que se obsesionó por algunos años), con un sistema coordinado para “conservar los recuerdos”. En realidad, se trataba de un método mnemotécnico matemático, de nuevo imaginado para una mayor comprensión del conocimiento científico. Bruno estaba convencido de que en un futuro — “tal vez en pocos años” — las ciencias dejarían de ser parte del conocimiento de salas exclusivas, profesores y privilegiados, y “serían parte del mundo”, por lo que se preparaba para el acontecimiento. Mientras tanto, utilizó su método con el resto de sus compañeros del monasterio con un resultado clamoroso que dejó estupefactos a las figuras de la curia de la ciudad. “Puede estimular la mente para contener todo lo que le rodea” escribió un entusiasta del trabajo de Bruno en 1570.

Un año después, el científico se presentó frente al Papa Pío V para exponer su sistema. Varios cardenales criticaron el “nerviosismo y el exceso de petulancia” del monje. También su “necesidad de ser escuchado, incluso cuando nadie le ha pedido hablar”. Aun así, hubo sorpresa en Roma por la obra de Bruno y en especial “su evidente capacidad para comprender a las ciencias de manera amplia”. Con todo, los primeros rumores sobre su comportamiento díscolo comenzaron a escucharse. Y después, a convertirse en parte de la fama de “ingobernable” que le precedía a todas partes. A pesar de eso, en 1572 recibe los votos definitivos y por último en 1575, el título de doctor en Teología.

Pero en una década, un cambio preocupante había ocurrido en Bruno. Al principio, ni el mismo científico pudo darle un nombre. “Es la incomodidad con respecto a lo que la Iglesia impone” escribió a uno de sus maestros en Nora, que horrorizado, le prohibió volver a enviar misiva alguna. Aunque no hay evidencia al respecto, tal parece que durante la década de 1570, Bruno comenzaba a padecer una crisis de fe de la que no se recupera y la que sin duda, es el primer indicio de lo que se convertiría en un cisma total con La Iglesia, años después.

Dejó de asistir a oficios religiosos — “no se le ha visto por la mañana en la misa del amanecer, pero sí contemplando las rocas, sin atención a la oración” escribió el Abad, enfurecido — de enseñar a sus iguales y al final, de prestar la devoción necesaria a Santos y rituales eclesiásticos. A finales de 1575, fue castigado por no aceptar imágenes en su celda, más allá que la de un crucifijo. El acalorado debate con el Abad, le obligó a permanecer en ayuno y reclusión por casi veinte días. Pero el espíritu incorregible Bruno era indoblegable. Dos meses después, fue acusado de tratar de convencer a un novicio que dejara de leer libros sobre la vida de la Virgen María, para “concentrarse en la ciencia”. De nuevo castigado, se le obligó a redactar un ensayo sobre la Inmaculada concepción y terminó por escribir una apasionada defensa de la herejía arriana. Según Bruno, el dogma de la Trinidad “empequeñece la idea de Dios” como concepto “universal” y de hecho, estaba convencido de que todo era obra “de un poder central” y que incluso, Jesucristo lo era, lo que coincidía con el postulado arriano.

El texto causó conmoción en el convento y de nuevo, terminó encerrado en uno de los sótanos, en espera de castigo. Solo que en esta ocasión se le abrió una causa potencialmente peligrosa, por defender un tipo de pensamiento “herético” que “debatía la razón de ser de la Iglesia”. Una condena, podía conducirle a reclusión perpetua o a la muerte. De modo que en marzo de 1576, huye durante la noche, sin esperar veredicto. “Es lo que debía hacer y lo hice” escribió a uno de sus maestros en Nora, que terminó informar a La Iglesia y después, leer la carta como prueba “del carácter impío” del otrora hijo predilecto de la ciudad.

Una vida en los caminos de la sabiduría y el miedo

“No estoy hecho para la vida en reclusión, por lo que hui de la prisión angosta y negra del convento” escribió en el diario que llevaría entre sus cientos de apuntes y que después, sería utilizado como prueba de su herejía. Decidió viajar a lo largo y ancho de Europa, llevado “por el poder del pensamiento” y a pesar de los 130 artículos que componían la acusación en su contra, estaba más que convencido que necesitaba “vencer la sujeción a la ignorancia”. No se encontraba asustado, presionado o aterrorizado. En realidad, se trataba de la vida aventurera con la “que había soñado” desde la niñez. Para Bruno comenzaba un largo periplo que cimentó buena parte de su obra científica y poética. Apenas tuvo la oportunidad, corrió al mar para subir a un barco con la intención de recorrer el continente entero y todos los lugares “a lo que el viento” pudiera llevarle. “Toda la tierra es patria para un filósofo”, escribiría después.

El periplo le llevó por Génova, Savona, Turín, Venecia y Padua. Pronto, se volvió conocido por ser un maestro dedicado, esforzado y extraordinario, que se quedaba muy poco tiempo en pueblos y caseríos, pero que despertaba inmediata devoción allí a dónde llegaba. Enseñaba a cambio de comida y “un techo en el cual dormir”, pero su verdadera pasión, era las horas que dedicaba al estudio científico. En contra de la costumbre de la época, dedicaba horas a enseñar gramática a niños — “me han dicho que lo olvidarán apenas trabajen en la tierra, pero no me importa semejante pensamiento” — y también, cosmogonía. Dibujaba planetas en madera, creó un modelo a escala de lo que suponía era un planeta y mucho antes que Galileo soñara con el sonido de las esferas celestes, ya concluía que era “imposible, impensable que el sol fuera algo más que un elemento del universo, uno de tantos”.

En su largo trayecto alrededor del país, dedicó buena parte del tiempo al estudio. Se obsesionó con la obra de Nicolás de Cusa, Bernardino Telesio y después, rindió homenaje y dedicación a las investigaciones de Nicolás Copérnico. Para 1578, era enemigo tanto de católicos como de protestantes debido a sus creencias y durísimos puntos de sobre la ciencia. Y también, un reconocido — aunque nunca lo admitió de manera directa — apóstata. Para finales de 1579, se atrevió a participar en conferencias y debates científicos. Insistió en la pluralidad de los mundos y la posibilidad que el “mundo solamente fuera uno de tantos, perdido, pequeño y quizás, sin gran importancia”. A la vez, insistió en el heliocentrismo, la posibilidad de la infinitud del espacio y el movimiento perpetuo de los astros.

Cada vez en mayor peligro, algunos de sus cercanos le ayudan para abandonar Italia y en 1579, llega Lyon, bajo la protección del Marqués de Vico. El Noble, conocido calvinista de origen, le ofreció refugio y también protección. Bruno aceptó y viaja, con la consigna de “continuar con su aprendizaje del mundo”. Es entonces cuando abandona sus hábitos religiosos, se declara de manera discreta ateo (lo que le pone en una complicada situación en medio de las tensiones Inglesas y francesas), por lo que termina por inscribirse en la Universidad de Ginebra. Su intención era doctorarse en ciencias médicas, pero pronto, termina por protagonizar un enfrentamiento contra el célebre Antoine de La Faye, al que ridiculiza en público al señalar once errores “obvios en su forma de enseñar”. En medio de una discusión, terminó por agredir al conocido profesor, lo que provocó que Marqués de Vico le retirara su hospitalidad y después, que las autoridades le expulsaran del país.

En la búsqueda del movimiento perpetuo

Incansable y dispuesto a obtener otro grado universitario a cualquier esfuerzo, Bruno se embarca en una caminata interminable a Francia, cuyas fronteras cruza a finales de 1579. Dos meses después, se enrola en la Universidad de Toulouse, en la que lleva una intensa vida intelectual por casi dos años. Fue en Francia, finalmente en paz luego de años de huidas, en que redacta La clavis magna y un largo comentario a El tratado De Anima, autoría de Aristóteles. También, se esforzó por entrar en el mundo de la literatura y dedicó buena parte del año 1581 al esfuerzo de publicar dos de sus libros más conocidos: Las sombras de las ideas y El canto de Circe. “El idioma y la belleza, son lo más cerca a lo Divino que he estado, en cualquier camino hacia Dios que haya podido recorrer” escribió al editor anónimo que imprimió los facsímiles de las obras.

Pero para el inquieto Bruno, permanecer en un único lugar era impensable. “Soy tan joven como mis inquietudes”. Los años siguientes, son un recorrido esforzado y casi travieso por Europa. En 1583 se convierte en el secretario del embajador francés en Inglaterra, Michel de Castelnau. También, enseña en la Universidad de Oxford la nueva cosmología copernicana y continúa escribiendo de manera incansable. Un cronista de la corte le describió como “ese italiano de ojos luminosos, caballera indómita y mal humor”. Fue una época de enorme productividad intelectual, en la que dedicó mayor tiempo al estudio y en la que se convirtió en una figura reconocida por los círculos científicos de casi todas las cortes del mundo. Escribió y publicó De umbris idearum (1582), La cena de las cenizas, Del universo infinito y Los mundos y Sobre la causa, el principio y el uno (1584). Finalmente en 1585 redactó la que se considera su obra más personal: Los furores heroicos, en la que insiste que el único camino hacia Dios que conoce, “es el del conocimiento, la sabiduría y el aprendizaje”.

En 1590, recibe la invitación del Noble veneciano Giovanni Mocenigo, que se llamó “fiel lector de sus obras” y que le invitó “como amigo y maestro” a su castillo “para enseñanza y tutor de mis queridos hijos”. Quizás, es la única ocasión en que Giordano Bruno fue incapaz de entrever el peligro. Halagado en su traviesa vanidad de erudito y luego de una década de recorridos incansables, comprendió que “Italia siempre ha sido mi hogar y aunque seguramente me ha olvidado, es parte de mi historia”. Sin pensar en el riesgo que podría entrañar el retorno, subió al primer barco que pudo costearse y miró al horizonte. “En Zurich, pensé muchas veces debía regresar a mi vida como simple educador” escribió para sí mismo. “Ahora lo hago, feliz y exultante, para encontrar un nuevo camino que recorrer”. Corría los últimos días de 1590 y Bruno estaba a diez años de su muerte. Acababa de dar el primer paso hacia ella.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine