Crónica de los hijos de Atenea:

En medio de un mar de estrellas, en busca de la gran revelación (Parte I)

Aglaia Berlutti
9 min readFeb 28, 2022

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Era alto, malhumorado y tenía una voz profunda. Escribía a toda hora y dedicaba noches enteras de insomnio a contemplar la noche. Giordano Bruno fue un misterio incluso para sus contemporáneos, mucho más en la actualidad, convertido en un mito trágico dentro de la historia de la ciencia. Pero más allá de su violenta ejecución, Bruno fue además el epítome del hombre sabio de una época en que serlo, era un peligro real. Uno que le acechó durante años y que al final, le llevó a una muerte dolorosa y brutal que marcó su nombre en la vergonzosa crónica de los excesos religiosos contra la ciencia. Pero en realidad, era y es mucho más que un mártir de sus principios, un erudito que desafió a un poder omnipotente o un hombre inspirado por el conocimiento científico. Era un elemento subversivo en el medioevo más reaccionario y refractario a la sabiduría fuera de lo místico lo divino. Un rebelde que construyó su propia historia y que ya a los doce años, tuvo una escalofriante premonición.

“Moriré y nadie recordará mi nombre” escribió el que ya era considerado un niño prodigio. Hijo de Giovanni Bruno y Fraulissa Savolino, era toda una rareza. Un sabio diminuto que llevaba hojas de pergamino repletas de datos desordenados sobre lo que le rodeaba. Su padre, hombre de armas, llegó a quemar varios de sus largas recopilaciones sobre nombres de plantas, el matiz del cielo y el color de la tierra en primavera por considerarlas “peligrosas”. Para el científico en formación, fue una mirada al futuro, una extraña premonición. Nola, la ciudad que le vio nacer, era un enclave mixto, en el que la cultura española y la italiana se mezclaban en partes desiguales. La ciudad, por entonces bajo control de la Corona Española, rebosaba de una prosperidad basada en el tránsito del ejército, del cobro de aduanas a los residentes y la producción de ladrillos. “Era un crisol de razas, pero también, un lugar peligroso para la sabiduría” escribiría después Bruno, al que le gustaba llevar apuntes en papel de sus pensamientos y que disfrutaba de hacerlo por mero placer.

Fue es predilección por la palabra, lo que hizo que su padre montara en cólera durante su infancia y desconcertara a su madre. “Ni uno ni otro comprendía mi llamado al conocimiento” contaría más tarde, ya como un monje dominico, dedicado por completo a la transcripción de textos y a la investigación espontánea de la ciencia. Nacido en 1548, Bruno tendría que lidiar no solamente con una iglesia obsesionada con el monopolio de los dogmas científicos, sino con los primeros intentos reales por convertir cualquier postulado ajeno a la prédica de la fe en herejía militante.

Un crimen de tal gravedad que acarreaba la muerte. Por supuesto, ya la Iglesia había institucionalizado la idea del poder divino que imperaba por encima del político y el intelectual. Tanto, como para que buena parte de los conocimientos científicos de varios siglos, se mezclaran con una reflexión acerca de la fe. También, de la convicción que cada investigación y connotación relacionada con la exploración de la realidad, debía por necesidad, provenir de Dios. Esa dicotomía llegó a convertirse en un hilo conductor entre la idea medieval temprana sobre el conocimiento como parte de la condición de lo divino — la sabiduría sacra — y después, en el centro de la diatriba de la posibilidad que cualquier tipo de indagación, comprobación y aseveración sobre el mundo, debía pertenecer — y provenir — de la Iglesia.

De hecho, la máxima del apóstol Santiago “Porque esta sabiduría no es la que viene de Dios, sino que es sabiduría de este mundo, de la mente humana y del diablo mismo”, se convirtió en rasante para dirimir la cuestión sobre la ley humana, la sabiduría que se permitía aprender o impartir, además de la influencia de la Iglesia en la idea general del conocimiento. Nada podía provenir fuera del ámbito de los conventos o monasterios. Nada podía rebasar la idea de Dios como máxima fuente de conocimiento natural. Toda comprobación científica, debía ser aprobada y luego vigilada por la Santa Sede.

Eso, a pesar, que ya para el nacimiento de Bruno, la ciencia y en especial, la que se basada en la observación directa de fenómenos naturales y astronómicos, había dado algunos pasos de importancia. Para 1252, el monje, astrónomo y profesor de la Universidad de París Johannes de Sacrobosco, escribió y publicó libros sobre la influencia del sol y la luna en la tierra. Eso, sin mencionar a Dios de manera explícita. O al menos en su obra más conocida De sphaera mundi, en la que profundizó acerca de la división de las horas del día, la percepción del movimiento planetario, los eclipses y el transcurrir del tiempo.

El libro levantó un considerable escándalo y obligó al monje, a escribir una revisión autorizada por Inocencio IV. De hecho, la exigencia fue inmediata y fulminante. En ese mismo año, el Papa había promulgado la bula Ad extirpanda, que legitimizó la tortura como medio de confesión contra los heréticos. De modo que la primitiva edición de De sphaera mundi tuvo que ser revisada, aprobada y republicada, para dejar en claro que las conclusiones de Johannes de Sacrobosco provenían de Dios. Además, que cada una de ellas “eran revelaciones del pensamiento que bien podrían transformarse bajo el orden divino”.

Para 1450, el matemático, filósofo, astrónomo y cardenal alemán Nicolas de Cusa, fue el primer científico conocido por profundizar en el concepto de lo infinitesimal y también, la velocidad relativa. Punto esencial para la futura investigación de Bruno. Pero el cardenal, también debió lidiar con la amenaza de la censura y la posibilidad que su obra pudiera ser considerada el principio de una herejía, al proponer la posibilidad que el movimiento perpetuo pudiera ser un evento sin intervención divina. Unos años antes de morir, De Cusa llegó a recibir amenazas veladas de Roma y también, una irritada corrección del Papa Nicolás V, que le instó a dejar claro “en cualquier obra que pudiera sobrevivirle” que era Dios y no fenómenos invisibles, lo que podían provocar “cambios en el mundo creado por obra divina”.

Lo mismo ocurrió en 1460 con Johann Müller Regiomontano, obispo y astrónomo, que escribió una serie de manuscritos detallados acerca de la forma en que el sol influía sobre el día y la noche. Al principio, se trató de textos de alabanza en los que hablaba de la coloración del cielo, el cambio de la luz e incluso, una rudimentaria teoría acerca de la refracción de la luz sobre el agua. Pero poco a poco, sus textos se hicieron más concisos y para los más cercanos a su vejez, llegó a hablar sobre “la apoteosis de la belleza de lo que nace de la tierra”, una sutileza que enfureció al Vaticano por excluir de forma tácita “la mano de Dios sobre Su obra”. Müller Regiomontano también debió desdecir varios de sus postulados y agregar que a pesar de sus observaciones, el misterio de la creación “continuaba intacto”.

Se trató de una época confusa, en la que la Iglesia estaba regentada por Silvestre II, acusado de prácticas “contra natura” y también, de tener tratos con “conocimientos intangibles y tenebrosos”. Con toda seguridad, se trató de rumores esparcidos por los enemigos del Papa, luego de una votación cardenalicia especialmente cerrada. Pero cuál fuera el caso, Silvestre II decidió que su control del conocimiento científico sería “más férreo y fervoroso”. El mea culpa papal se tradujo en purgas en bibliotecas de conventos y monasterios, la destrucción de libros y la muerte de científicos, por contradecir la orden primaria de “agradecer de inmediato a Dios su intervención en toda obra científica”. El obispo fue perseguido, acosado y por último, varias de sus obras fueron revisadas por eruditos basados en lo religioso, que terminaron “gracias a la oración y al ayuno” desmentir parte de sus afirmaciones. Para su muerte, Johann Müller Regiomontano había quemado buena parte de sus textos y llegó a escribir que “lamentaba haber tenido la inspiración del pensamiento crítico y diáfano”.

Un hombre dispuesto a luchar por el conocimiento

Filippo Bruno fue excepcional desde su niñez. Como hijo de un hombre perteneciente a la milicia, tuvo acceso a libros y a formación académica, mucho antes de lo común por su época para un niño de su edad. Pero además, era vivaz, inteligente y curioso. Un alumno “que no cejaba en el empeño de hacer preguntas”, como escribió uno de sus preocupados tutores a su padre, luego de un año de escolaridad doméstica. El pequeño fue reprendido y más adelante aseguraría que “toda inclinación por el conocimiento pudo terminar antes de comenzar”, debido a la insistencia de su familia para que su hijo se interesara más por las armas que por los libros.

Con todo, Bruno insistió en aprender y ya con ocho años, era “el mejor discípulo de la Iglesia de Nola”, un raro honor que le valió reconocimientos y al final, la posibilidad de trasladarse a Nápoles. En la ciudad, Bruno se encontró de pronto en el centro del saber de su época. El jovencísimo alumno, que hasta entonces se había visto limitado por las aspiraciones paternas y por una ciudad en que primaba la educación militar, se encontró en un mar de eruditos y de sabiduría “al alcance de todas las manos”. Era el año 1562 y Nápoles bullía de vida, de discusiones sobre ciencia en las plazas públicas. Con una universidad en que los jóvenes se reunían en tabernas para discutir a gritos y en medio de colosales borracheras, los “principios del universo”. A ese reducto de belleza “exaltada y deslumbrante” llegó el jovencísimo Bruno, cautivado por la posibilidad del saber y por la idea de “vivir el conocimiento a plena luz del sol”. Pronto, el estudiante modélico se convirtió en pupilo de Giovanni Vincenzo de Colle en el Studium Generale. De inmediato, Bruno descubrió que “sentía un inconmensurable amor por la ciencia, uno que sobrepasaba cualquier otro interés intelectual”.

Varios de sus primeros acercamientos a lo que sería después el cuerpo central de su trabajo científico, nació durante esa primera “época de puro regocijo intelectual”. Bruno era un adolescente lleno de energía, saludable y que a decir de su padre, estaba destinado “para la vida en el campo, bajo el sol y todos los lugares extraordinarios”, según una carta en le pedía a su hijo reconsiderar “su devoción por los salones oscuros y las bibliotecas”. Pero el futuro científico continuó su personalísimo recorrido en el aprendizaje. Tomó clases con el erudito Téofilo da Vairano, que le permitió profundizar en la ciencia “más allá de la devoción” y también, en la posibilidad de dedicar su vida al saber científico. Para los dieciseis años, Bruno pasaba buena parte del tiempo en el monasterio agustino de Nápoles, que tenía una de las bibliotecas más grandes de la ciudad y también, no restringía el acesso.

Pero pronto fue obvio, que para continuar en sus aspiraciones científicas, debía decidir una vida religiosa. “Los conocimientos que La Iglesia guarda son de todos necesarios en mi vida” escribió a la casa familiar y contra la opinión de sus parientes, en 1565 entra a formar parte de la Orden de los dominicos. De inmediato, Bruno resaltó por su voracidad intelectual, su inteligencia y su rápida capacidad para aprender. Al contrario de varios de sus compañeros, dedicó esfuerzos a varias ramas del conocimiento a la vez — filosofía aristotélica y a la teología de Santo Tomás (tomismo) — y también, a leer todos los libros relacionados con la ciencia en el recinto. Fue el año en que tomó una decisión que “siempre sería esencial para comprender mi tránsito hacia la sabiduría” escribiría años después.

Bautizado en Nora como Filippo, cambió su nombre a Giordano. “Ha nacido un nuevo hombre de fe”, dejaría por escrito la primera noche en que llevó oficialmente el ritual sagrado de entregar su vida a la fe. “Giordano hará lo imposible, verá lo imposible, buscará lo imposible” agregó ufano. Era un adolescente hermoso, de ojos radiantes y según sus contemporáneos, de “risa fácil y cautivadora”. Restaban treinta y cinco años para su muerte, pero el joven y recién nacido a la fe “del conocimiento” Giordano Bruno, solo estaba obsesionado con una única posibilidad. Aprender.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine