Una travesía por las tinieblas

Doscientos años de mirar el miedo y la maldad (Parte III)

Aglaia Berlutti
11 min readNov 17, 2021

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(Puedes leer la Parte III aquí)

Fiódor Dostoyevski estaba obsesionado con el mal. Con el que habita en los asesinatos que provoca la cólera, el hambre intelectual y moral, la pobreza que empuja hacia regiones desconocidas del espíritu humano. La maldad — en la forma en que la analiza el escritor — no es fácil de comprender. Mucho menos de profundizar. Es una emparentada de manera directa con algo más elaborado, pendenciero y realista. Pero al mismo tiempo, también es una elucubración sobre los terrores que habitan en las sombras sociales y culturales. Como buen sobreviviente a una época de ruptura, Dostoievsky es el ojo que mira y especula sobre las razones que obligan a delinquir, matar, desobedecer, herir o huir. No las sublima, no las lleva a nuevos lugares. Mucho menos, las sostiene desde la justificación.

En realidad, para Dostoyevski, la condición humana es falible y dolorosa, blanda, corroída por el absurdo o empujada hacia regiones desconocidas de su mente. Enarboladas desde la rebeldía natural contra los preceptos morales, las penitencias culturales y en especial, una idea concreta. ¿Qué ocurre cuando el hombre sólo acepta su miseria? ¿cuándo sostiene una única percepción sobre el absurdo? No hay una respuesta sencilla para eso y sin duda, el escritor no busca encontrarla. Pero, aun así, todas sus novelas y relatos, se sostienen en cuestionamientos parecidos. Sobre el dolor y sin duda, acerca de la búsqueda de algo más real y vivo que la mera descripción de la forma en que el mal obra, se manifiesta y al final, algunas veces, triunfa.

Esa percepción sobre la oscuridad interior, la accidental percepción sobre la falta de explicaciones a lo terrible y lo destructor, es uno de los grandes legados del escritor a futuro. La Metamorfosis de Franz Kafka, relata una historia en que lo lóbrego y fantástico, ocurre sin explicación, sin sentido y salta de un lugar a otro para mostrar una ruptura con lo que creemos comprensible que resulta incómodo. La novela Herzog de Saul Bellow, es una heredera directa de la perspectiva de Dostoyevski sobre el fracaso, la frustración y los horrores cotidianos. Esos que son el semillero hacia hechos más profundos, seminales y desgarradores. El lamento de Portnoy de Philip Roth, con toda su carga de humor negro y burlona concepción sobre el hombre y sus heridas abiertas, también utiliza la pérdida de la esperanza como punto inicial de un recorrido incómodo hacia la crueldad y lo sórdido. La obra de Dostoyevski subvierte la fórmula habitual del bien que conduce a lugares de expiación y dejó a cambio, los horrores de la condena íntima como única posibilidad. Una temible percepción del absurdo, de la dureza y del miedo que sostuvo algo más amplio, perverso y angustioso que todavía resulta novedoso en la actualidad.

Las sombras que se extienden, la noche eterna en medio del dolor

En todas las novelas de Dostoyevski, el mal medra al fondo, a los límites mismo de lo que la riqueza y la pobreza pueden significar. Hay un hilo entre la vida y la muerte, las percepciones de lo temible, además de lo esencial que explora la concepción sobre lo que deseamos asumir como evidente. La ciudad podría ser cualquier otra, en una Europa que comenzaba a sacudirse de un lado a otro en medio de debates acalorados sobre la propiedad, la posibilidad del bienestar y en especial, la responsabilidad del ciudadano sobre su vida. De pronto, los primeros hombres — nunca mujeres — que Rusia consideraba como hijos de la transición entre el Imperio y un país que se sacudía en reformas aun invisibles, se hicieron más poderosos, eminentes y persistentes en su necesidad de comprender el mal, pero en especial de combatir sus excesos y vicios de la forma en que su elevado intelecto les exigía.

El Raskolnikov de la brillante Crimen y castigo (1886), el vivo retrato del hombre de San Petersburgo que debe lidiar con el dilema sobre la ética y la moral, como si se tratara de un bien de riqueza que podría equipararse a su ego e incluso, su potencial capacidad para ser reconocido y admirado. El personaje mata a un prestamista, al que considera vil, despreciable, ruin. Pero al asesinar también y a su hermana, se convierte en parte de un proceso de degeneración que podría sustentar a la ciudad misma como una concepción inaudita sobre la identidad extendida del país.

El Imperio Ruso comenzaba a derrumbarse con a pedazos, con una lentitud dolorosa en medio de una sacudida social de consecuencias imprevisibles. Mientras tanto, San Petersburgo tenía el brillo engañoso de una joya falsa. De hecho, todo en la ciudad son las ruinas de una antigua opulencia y Raskolnikov se aferra como puede a símbolos de estatus de lo que pudo ser una fortuna familiar o sólo la idea, que el mero hecho de ser un hombre cultivado era superior. Pero en esta ciudad de espejismos, sin estratos comprensibles y mucho menos, sin condiciones esenciales para prosperar, es sólo otro hombre condenado a un tipo de pobreza infamante. Uno que debe recurrir al dinero de su hermana y su madre para sobrevivir, uno que se sostiene sobre el miedo de que tan bajo puede caer. Mientras tanto, el prestamista es un hombre de recursos, que acumula riquezas. La percepción del mal esencial.

Los rostros de los infiernos temibles

En la San Petersburgo asolada por la pobreza, Dostoievsky comprendió que la maldad y la bondad no eran términos sencillos y mucho menos, que podían dirimirse sólo a través de una idea fundamental sobre la naturaleza del hombre al enfrentar las vicisitudes de lo cotidiana. En las calles en las que pululaban familias enteras a punto de morir de hambre, prostitutas que terminaban por ser asesinadas y arrojadas sobre la nieve sucia, en la que la vida de un hombre valía mucho menos que las joyas de los grandes nobles que viajaban en carruaje, el escritor seguramente fue testigo de situaciones semejantes a las que atraviesan sus personajes en Crimen y Castigo. Además, hay que sumar el hecho que San Petersburgo estaba transformándose con rapidez en algo más complejo que sólo el centro del poder del Imperio: también era el lugar en que las políticas al margen de las líneas de sucesión rusas comenzaron a tomar forma. Otro tipo de mal, como escribiría el mismo escritor después y que, de hecho, señalan que el tiempo y la percepción del miedo se estaban convirtiendo en la línea que señala y delimita, los horrores y temores de sus habitantes. La ciudad era un estrato secreto y también, una herida abierta que jamás llegó a curar. Una concepción sobre la necesidad de libertad que después, se extendió al país entero.

En el año 1825, San Petersburgo protagonizó la revuelta decembrista, un movimiento de tropas y de ideales contrarios al poder establecido del país, en la que tres mil hombres atacaron al Zar Nicolas I en un intento de despojar del trono al soberano. No se trataba sólo de un acto de fuerza. También era un síntoma de todo lo que estaba ocurriendo en las calles de una ciudad formidable en el que la mayoría de sus habitantes padecían hambre, habían sido despojados de sus posesiones y atravesaban quizás, los peores momentos una larga historia de cambios violentos.

La revuelta terminó con fuego de metralla y los cadáveres de los insurrectos, sometidos al escarnio en calles y plazas públicas, como una forma ejemplarizante de sofocar cualquier otra intentona semejante. Pero no tuvo demasiado éxito. Los conflictos siguieron sucediéndose unos a otros. Se hicieron más cruentos, frecuentes y también, más peligrosos para la estabilidad de la ciudad. El Centro del Imperio estaba herido de muerte y se sacudía en medio de la concepción insustancial de algo más violento, doloroso e imprevisible.

A finales de 1840, Dostoyevsky era un miembro activo del Círculo Petrashevsky, en la que casi una veintena de jóvenes escritores que debatían todo tipo de temas filosóficos y también radicales. Desde la naturaleza del mal en una época descreída, hasta la necesidad de la reestructuración de la sociedad rusa, el cada vez más nutrido grupo se hizo rápidamente con una fama peligrosa en una época inestable. No sólo se trataban de los extensos debates sobre la ética, la moral y la bondad en medio de un país que se inclinaba hacia la corrupción sino también, el hecho de cuestionarse la naturaleza del dominio de las clases influyentes en un país cada vez más pobre, más devastado por las diferencias y al final, roto por los abusos de la línea dinástica gobernante.

Rusia era tierra fértil para todo tipo de debates sobre un cambio inminente. Y tan radical, como para destruir las bases mismas de lo que el Imperio había sido hasta entonces. El escritor se interesó en esa posibilidad, debatió sobre ella, percibió la ruptura inminente. También la relatividad del mal como un concepto que pasaba de ser esencialmente espiritual a algo más político. Para cuando Dostoyevsky comprendió lo esencial del riesgo que corría en medio de la reacción en cadena de semejante confrontación con el poder, la ciudad entera hervía en rumores, en protestas y señalamientos. Y por supuesto, también en un ambiente peligroso en que se insistía debía regresarse al “bien” como esencia.

Por supuesto, el desastre era inminente y no sólo debido a la paranoia del Zar, sino al hecho que la ciudad misma, llevaba a cabo una purga cada vez más extensa, deliberada y cuidadosa de sus posibles enemigos. Al anochecer del 23 de abril de 1849, el escritor fue encarcelado, casi ejecutado y enviado a Siberia, en una experiencia terrorífica que le marcó para siempre. No sólo le empujó a los límites de la cordura, sino que también le hizo entender que el país tal y como lo conocía, había dejado de existir y lo que vivía era la antesala de un conflicto mayor y violento del que era incapaz de escapar pero el que seguramente, no llegaría a ver.

Durante su confinamiento, estudió la Biblia y comenzó a hacerse preguntas concretas sobre la forma en que Rusia, aferrada al hecho de la fe como una forma de bondad, era también un monstruo de hipocresía sostenido sobre bases débiles. Para cuando fue liberado en 1854 y se reincorporó al ejército como soldado raso como parte de su condena, el escritor estaba escaldado tanto del pensamiento político, como del filosófico y religioso. El escritor estaba traumatizado por la experiencia en conjunto, pero también enfurecido, abrumado por el hecho de ser una pieza en mitad de un tablero confuso de situaciones cada vez más caóticas.

Finalmente, en 1859 regresó a San Petersburgo en medio de un debate metal y espiritual: creía en la Madre Rusia y en la Iglesia Ortodoxa Rusa, una especie de dicotomía imposible que de alguna manera, logró sustentar sobre algo más doloroso: el miedo a la pérdida de todo sentido de la potencia del ideal. Por supuesto y después de haber sufrido en carne propia las consecuencias de debates estériles, se enfrentó como pudo radicalismo y al liberalismo burgués. Dostoievski se encontró en medio de dos aguas, en una tierra neutra que le permitió analizar la ciudad y cuanto ocurría en ella de forma por completo distinta. Antes había estado poseído por el pensamiento utópico. Ahora era el deudor de un tipo de cinismo melancólico que marcaría su vida en adelante.

El blanco de los temores

Raskolnikov es una criatura nacida de esa visión dolorosa sobre la rabia convertida en algo más siniestro, temible y sin embargo, carente de asidero. El personaje mata y lo hace sin demasiados tapujos. Pero el asesinato es la medida de sus ideales rotos, de la ciudad despiadada al fondo de la narración, del país que se viene abajo. Este hijo de la Rusia Imperial que agoniza, desea la riqueza de alguien que considera ruin, aunque su percepción sobre la dignidad es mucho mayor y más elaborada de lo que podría ser en medio de un debate doloroso acerca de su identidad. La novela va de un lado a otro entre la psicología del crimen, el hilo que nos une a la familia, pero en especial, la vanidad como centro esencial del mal.

Y ese concepto el que se extrapola y aumenta sus dimensiones: el mal del asesinato, el mal que obliga a la noble prostituta a vender su cuerpo, el mal de una ciudad construida para beneplácito vanidoso de un Zar corrupto, el mal de un país roto a pedazos. Dostoyevsky construye toda una larga red de situaciones y terrores, en los que enlaza lo aprendido en Siberia, los temores absurdos de los habitantes de San Petersburgo y el futuro de un país que va a la deriva, como este hombre atormentado, que mata, pero después esconde su botín. La confusión del sufrimiento, la búsqueda de la identidad, la necesidad de comprender el vicio y la virtud, convierten a “Crimen y Castigo” en una inmensa caja de refracción algo más algo más grande y complicado. La noción de urgencia — todos sus personajes tienen algo de sobrevivientes — o de la presunción de un futuro cataclismo, convierten a la concepción del escritor sobre el bien y el mal en algo mucho más amplio. Raskolnikov es uno de los primeros personajes de la historia de la literatura del siglo XIX que debe lidiar con la conciencia en estado puro, antes de la percepción de lo extraordinario.

No hay mensajes divinos ni terrores aciagos sobre su alma inmortal, sino que refuta la idea de la culpa que se sostiene sobre algo más temible y abrumador. ¿Qué es el mal y el bien cuando el hombre debe decir entre ambas acepciones de la moral? Raskolnikov nunca llega a explicar del todo que le llevó a matar, pero si deja claro que lo hizo impulsado por algo que no tiene del todo claro. Es un reflejo de la ciudad en la que vive, construida a instancias de la codicia de un hombre con poder que obligó a campesinos y siervos a trabajar durante jornadas inhumanas de 22 horas de trabajo, seis días a la semana, para que la ciudad de sus sueños fuera real. Un impulso que se sostiene sobre situaciones inexplicables, pero que Raskolnikov analiza desde la fiebre del delirio culpable. Dostoyevsky no ofrece opiniones morales ni la novela opina sobre el mal y el bien. Lo muestra, lo analiza, obliga al lector a involucrarse en la discusión general sobre Raskolnikov podrá llegar a la raíz del miedo, a la percepción de lo inaudito y la concepción del mal temible que engloba su acto de vanidad suprema.

Raskolnikov intenta con todas sus fuerzas creer que el bien y el mal no existen, sino que, en realidad, son algo más elaborado que el hecho de un asesinato cometido por razones poco claras. Pero hay algo en su mente, en su percepción del absurdo que no se lo permite. Es entonces cuando la novela avanza hacia lugares más oscuros, dolorosos e incómodos. El mal existe, se manifiesta, pero no pertenece a una dimensión invisible. Está sujeto al terror, a la ambición retorcida, a los temores aciagos y desesperados. A todo lo que guarda el tiempo y la búsqueda de la identidad. Dostoyevsky fue uno de los primeros escritores en llevar el asunto del bien y del mal a un sistema de valores que se derrumba. El atisbo de la precisión sobre lo que somos o podemos hacer en medio de la confusión, que aun en la actualidad, resulta del todo comprensible.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine