Una ciudad sin nombre: Los pequeños dolores perdidos.

Aglaia Berlutti
7 min readDec 15, 2018

A veces sueño con París. Son sueños muy vívidos y un poco desagradables. La ciudad se alza a mi alrededor como un gigante monumental. Comienzo a correr, perdida en sus calles y me encuentro en medio de una laberíntica colección de fachadas y esquinas de friso ornamentado. En el sueño, siempre lloro, aterrorizada. Llamo a mi madre a gritos. Pero ella nunca aparece. Al final despierto, en ocasiones con los ojos llenos de lágrimas de miedo. El día después de una noche semejante siempre es pesado, agotador, casi insoportable.

Tenía tres meses de haber nacido, cuando mis padres se divorciaron. En realidad, la frase más apropiada sería “comenzaron a odiarse” y sigue siendo muy sutil para describir la debacle de una relación que al parecer estuvo condenada al desastre desde los primeros días. O al menos, esa es la versión que toda la familia cuenta con cierto asombro reverencial. Cuando el odio llegó fue tan enconado, que mi madre decidió no podía vivir en el mismo país en que el se encontraba el hombre con que había compartido diez años de vida en común. Ni tampoco en el mismo continente. De modo que me tomó en brazos, vendió cuando tenía y huyó — literalmente — a Europa.

No fue una decisión cuerda y tampoco, lúcida. Mi madre lo admitió más de una vez con el correr de los años, pero sin duda, fue la única que pudo tomar en medio de la tragedia invisible que arrasó con su vida emocional. En las pocas ocasiones que habla sobre el tema, me deja claro que se trató de un salto de fe. “Necesitaba creer podía confiar en mi instintos” me dijo hace un par de años. La escuché, aturdida y sin saber qué decir.

— Pero abandonaste todo lo que conocías — le recordé.
— Fue la única forma de sanar — suspiró — fue lo que sentí debía hacer.

Por cinco años, vagamos de un lado a otro del continente. No recuerdo gran cosa de aquel colosal recorrido — que nos llevó de Italia a París, de Praga a Budapest y de vuelta a España — sino más bien, conservo una colección de olores y sensaciones, además de un puñado de fotografías. Recuerdo el olor del pan recién hecho en el minúsculo departamento parisino en el que vivimos — y que sé era muy pequeño a juzgar por las polaroids con que mi madre inmortalizó la época — y los amaneceres dorados, que aparecían por el horizonte como un estallido de luz. También recuerdo el olor metálico de Londres y la brillante belleza de Madrid. Juntos, ningún recuerdo me dice gran cosa y en ocasiones, tengo la impresión que lo soñé. Miro la colección de fotografías — más de mil, algunas impresas, otras polaroids — y me pregunto que sentía la niña que fui ante los paisajes inolvidables, la majestuosa belleza de ciudades más viejas de lo que podía imaginar siquiera. No lo sé. En realidad, de adulta, sólo tengo claro que fue una travesía accidentada, llena de baches y privaciones y que fuimos muy pobres. Que había noches de mucho frío y otras de hambre. Pero también que mi madre reía mucho, trabajaba con entusiasmo y miraba el mundo con ojos redondos. Supongo que la aventura era la gran respuesta a la desazón y al desamor.

Lo que sí recuerdo con claridad, es que finalmente mi madre se agotó de viajar — o el desarraigo la devastó — y regresamos a Venezuela. Ella a recomenzar su vida sin otra cosa entre las manos que una niña de cinco años y yo, a tratar de integrarme a un país hablando una mezcolanza de idiomas que nadie comprendía en realidad. Me llevó años de terapia y mucha ayuda de profesores privados, llegar a hablar correctamente el castellano y entre tanto, mi mamá, que había sido mi mundo, se volvió un satélite distante y desconocido. Una vez en Venezuela, la familia se materializó a nuestro alrededor y la opacó. Abuelos, tías y primas, amigos cercanos. De pronto había una multitud de personas a mi alrededor y mi madre estaba muy lejos, casi siempre ausente. Resentí el silencio, la frialdad, el descuido.

En realidad, mi madre hizo lo que cualquier otra mujer en su situación: se rehizo de sus cenizas. Volvió a la Universidad, acabó la licenciatura que había dejado a medias y después, encontró un puesto ejecutivo en una trasnacional. Era como si la vida pautada para ella antes de la derrota matrimonial y el viaje accidentado, se hiciera realidad con una rapidez abrumadora. Mi madre se volvió la mujer que siempre quiso ser — o siempre fue y ocultó — y se alejó de la madre soltera, que podía trabajar de camarera hasta detrás del mostrador de una librería, bajo otro cielo, en otro mundo.

A veces la veía, cuando venía a visitarme en casa de la abuela con los brazos cargados de obsequios, como una bella extraña que no reconocía en absoluto. Eran momentos extraños e incómodos: me había dejado al cuidado de sus padres y la sensación era la de un leve abandono, una traición dura de asumir que no creía merecer. Muchas veces me negaba a hablarle, a abrir los paquetes de obsequios, a escuchar su voz cariñosa. Ella ya no era mi madre, sino una mujer distinta. Una beldad alta y rubia, estatuaria y fría que no reconocía. Por supuesto, un niño no piensa en esos términos, de manera que sólo la miraba de lejos, sentada en la silla del comedor a su lado mientras cenábamos todos juntos. Abuela me miraba preocupada y me pasaba la mano por la cabeza “¿Le cuentas a mami que tal te fue en la escuela?” . Me quedaba petrificada frente a la extraña de ojos verdes que me miraba con interés. Entonces comenzaba a contarle sobre las maestras, las amigas, el patio soleado, los cuadernos, las tareas. Lo hacia en un tono monótono y cansado, con la sensación que era otra tarea más pero más incómoda que las otras. Cuando terminaba, pedía permiso para irme a mi cuarto. Mi abuela nunca me lo negó.

Las cosas no cambiaron en mi adolescencia. Se hicieron más duras, más lejanas. Mi madre se convirtió en un personaje a la periferia del escenario de mi vida, tan absorta en su vida que apenas coincidimos de vez en cuando, como dos extrañas que se sonreían una a la otra. Cuando volvió a contraer matrimonio, no asistí con una excusa endeble que ella no rebatió. Me llevó meses visitar su departamento nuevo. Muchos más, no pedir permiso para utilizar el baño en aquel lugar enorme y lujoso, para dejar de llamar “Señor” a su marido.

Mi abuela murió cuando tenía veintiún años y la ruptura fue definitiva. O quizás se trató que el fino hilo que nos unía se rompió y nos dejó a ambas desvalidas, ingrávidas, en un desarraigo petulante que ninguna de las dos decidió romper. Ella continuó con su vida lujosa de ejecutiva, yo con mis aspiraciones Universitarias. Pagó mi colegiatura con cierto sentido utilitario y cuando me recibí, aceptó el titulo de la licenciatura que jamás ejercería con el rostro tenso.

— Nunca me dijiste que no te gustaba derecho — dijo. Suspiré.
— No, no lo hice.

Mi abuela lo habría sabido sin que tuviera que decírselo, pensé.

Ahora ambas somos adultas. Dos mujeres que se reconocen una en la otra, que no saben exactamente que relación comparten o de qué forma deben entenderse la una a la otra. Hace unos meses, pasamos varios meses juntas cuando debí mudarme a su departamento debido a un desperfecto general que dejó a la zona donde vivo sin servicio de internet, la única herramienta en realidad imprescindible para mi trabajo. De modo que tuve que aceptar su hospitalidad y por semanas enteras, aprendimos a mirarnos con mayor amabilidad. O al menos yo lo hice. Acepté sus mimos con cariño, nunca me quejé de su recién descubierto rol de madre con sus imposiciones y desvaríos. Incluso pasamos por primera vez la navidad juntas. Sentadas una frente a la otra, en más de una ocasión tuve la sensación que el sentimiento que nos unía — ¿amor? ¿algo más biológico? — se hacía fuerte, más o menos comprensible. Pero nunca total.

— ¿Te acuerdas de París? — me preguntó en una ocasión.
— No recuerdo nada de esos años — le expliqué.
— Eras feliz, en París. Te gustaba mucho. Fue la ciudad que más te gustó.

Era la noche de año nuevo. Ambas estábamos de pie en la lujosa terraza de su edificio. Ella se veía extraordinaria, como siempre. El cabello recogido en una coleta rubia, el rostro maquillado con delicadeza. Envejece con dignidad. A su lado, parezco una mujer muy pálida, carente de vida. ¿O quizás me lo imagino?

— Tendré que volver de adulta, para recordar eso.
— Lo harás. Fuiste feliz allí.

Anoche volví a soñar con París. El mismo sueño desagradable y sofocante. Abrí los ojos entre temblores. Me volví en la cama para contemplar a Caracas por la ventana. ¿Qué entendía mi madre por la felicidad? ¿Qué creía yo podía ser? Suspiré y apreté los ojos, intenté dormir. No pude hacerlo por horas. Cuando lo hice, París volvió a aparecer otra vez.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine