Un ángel y un demonio conversaban una vez: El arte de la Divina inspiración y la Ciencia que la cuestiona.

Aglaia Berlutti
17 min readApr 2, 2019

Hace unos días, una amiga me insistió en que la maldad es un hecho externo a la naturaleza humana. Que de hecho “existe” como ente separado y puede catalogarse desde el primordial sentido de la “tentación” y “pecado”. Como es evidente, mi amiga es muy religiosa y basa su argumento en esa percepción tan curiosa del catolicismo que hay algo más — llámese divino o diabólico — que nos empuja de un lado a otro del espectro moral. No supe que decir — en realidad sí quería decir un par de cosas, pero temí ofenderla — de modo, que guardé silencio mientras ella continuaba explicando su extraño concepto del mundo.

— Mira, es simple ¿no te ocurre que a veces deseas hacer algo que sabes es positivamente malo y dañino, pero te resulta irresistible?
— Se llama impulso autodestructivo — contesté con voz neutra. Enarcó la ceja.
— ¿Y si ese impulso estuviera propiciado por alguna cosa?

Ah, esa es un pensamiento un poco escalofriante, me digo bebiendo un sorbo del jugo de naranjas de la jarra que compartímos. Mi percepción sobre el Universo se acerca más a lo científico que a lo espiritual, de modo que me resulta imposible creer que entre las cientos de millones de variables que sostienen la realidad, exista una que regule el comportamiento humano en cosas tan pequeñas o insignificantes. ¿O sí existe? De pequeña, me encantaba pensar en esa imagen que las monjas francesas que me educaron insistían con tanta frecuencia: Siempre hay un ángel que habla y un Demonio que se esfuerza porque no lo escuches. Y es labor del corazón, saber la respuesta — o la medida — de ambas cosas. Es curioso en todo caso, que esa labor y esa percepción del bien y del mal moral — tan cambiante, tan poco comprensible, tan por completo irregular — es parte de la conciencia humana. Todos creemos que existe lo correcto y lo incorrecto. Una certeza que nos permite sobrevivir al gran vacío que podría suponer la alternativa: que no exista nada.

— ¿Qué piensas?
— ¿Que si creo existe un demonio pequeñito que me tienda mientras un ángel sacude las alas? — pregunto. Mi amiga pone los ojos en blanco.
— Tómatelo en serio, Agla.
— A ver, ¿Por qué el Universo se preocuparía por ti?

Hace seis siglos, la pregunta me habría llevado directo a la hoguera. De hecho, a mera reflexión científica sobre el tema, estuvo a punto de acabar en desgracia para el maravilloso Galileo, que se encontró en la incómoda posición de desdecirse luego de comprobar que en realidad, la bonita y romántica teoría heliocéntrica era del todo falsa. No debió ser sencillo para la buena gente de la época, que encontraba alivio espiritual a sus variadas penurias pensando en un Dios omnipotente y amable que había creado un Universo a su medida, pensar en la mínima posibilidad de lo contrario. Una vez leí que un sacerdote había golpeado a Galileo en la cara mientras gritaba “Nos robaste la esperanza”.

— Porque no creo que todo esto sea casual — dice mi amiga — porque creo que el orden de la cosas apunta a algo mucho más trascendental.
— Puede tener una explicación científica.
— Ya sé, Hawking lo dijo. Pero antes había creído que era obra de Dios.
— Que después llamó gravedad.
— ¿Y qué dices de Richard Dawkins?

Me río. Mi amiga sabe de mi obsesión por la teoría de las cuerdas aplicada a la memoria colectiva. Y la obra del genetista, lo comprueba. Al menos a medias. Según Dawkins, la biología evolutiva demuestra que nuestro comportamiento cotidiano tiene una raíz medular en el comportamiento de nuestros ancestros. Que, en otras palabras, nuestro código genético lleva consigo la historia de cada pariente que nos precedió. Una idea preciosa pero científica, sin nada de mística.

— Conocemos menos del 2% de la realidad — respondo — eso quiere decir que la teoría de cuerdas podría explicar la tensión interna cuántica y la forma como se enlaza lo genético. La información que nos define, contenida en un tipo de partícula imposible de definir.
— Y eso no te parece extraordinario.
— Claro que sí ¿por qué debe ser divino?
— Lo es porque dudo que algo tan elaborado, provenga de la nada.

Sí, lo sé. A los seres humanos nos asusta el caos. Nos aterroriza de hecho. La mera perspectiva de provenir de la oscuridad sólo para ir a la oscuridad, es el motivo de la existencia de las religiones. Pero tampoco es una buena razón para aferrarse a la incógnita como un tipo de esperanza. ¿O sí?

— ¿No decía Schopenhauer que la explicación más sencilla es probablemente la correcta? — prosigue mi amiga — ¿No es más fácil suponer que algo creó todo esto, en lugar que entre miles de recombinaciones químicas y biológicas, ocurrió la vida?

Pues a decir del matemático Persi Diaconis, es posible y yo le creo. Su concepto del azar sobre la perspectiva de conjuntos, podría explicar como pueden ocurrir procesos extraordinarios por medio de situaciones en apariencia, sin relación entre sí. En otras palabras, que el Universo entero podría ser obra de una serie de curiosos y adecuados accidentes, matemáticamente comprobables. Mi amiga pone los ojos en blanco cuando me escuchas.

— Suenas a esos ateos fastidiosos.
— Oye, sabes que no soy atea.
— Pero tus creencias son…¿desordenadas?

Soy pagana, lo que quiere decir en general, que creo en la posibilidad de muchas cosas. Mi familia también lo es y aunque casi todos mis parientes son científicos — y bastante incrédulos, debo decir — estamos convencidos que existe algún tipo de fuerza ¿Inteligente? ¿Una voluntad creativa? que es el motor de todo lo demás. Por supuesto, en mi familia nadie cree que Dios sea un Señor de Barbas — aunque la rama Guanche y la Vasca meiga cree que es una preciosa Dama de cabello largo — pero sí, que hay una evidente intención en la reglas científicas. Mi tío, físico teórico y cuya especialidad son los cálculos estocásticos — la posibilidad que la luz provoque cambios en la materia — está convencido que lo que sea que creó el Universo, comenzó por la luz. De niña, tenía la impresión que su rimbombante especialidad científica, describía algún tipo de ocupación extravagante, como piloto de carreras o astronauta. De modo que cuando me explicó que sólo se trataba del “estudio de los efectos de la luz sobre realidad, no supe que responder. Me quedé muy quieta y derecha, sentada en el sofá de su estudio sin saber como explicarle que lo acababa de explicarle me parecía lo más aburrido del mundo.

— No parece gran cosa ¿no? — dijo entonces.
— Bueno…¿qué le hace la luz a las cosas? Nada — razoné con toda la sabiduría de mis once años recién cumplidos.
— Todo lo que ves a tu alrededor, tiene relación con la luz — me explicó — eso me parece un poco al concepto de lo divino ¿no te parece?

Hace cinco años, le otorgaron a mi tío un numeral en la Academia de Ciencias de Venezuela. Un gran honor para toda la familia. Le acompañé claro, sentada en la lujosa sala de recepción, rodeada de los retratos de grandes y respetados científicos de la historia. Me emocioné hasta las lágrimas cuando subió al podio de discursos, llevando entre las manos un mazo de papeles, tan parecidos a sus hojas desordenadas de jovencito, del científico a medio construir que luchaba por crearse su propio significado de la verdad. Ahora era un hombre sereno, de barba rubia y chispeantes ojos verdes detrás de sus enormes anteojos de miope. Pero la pasión era la misma. Y el ardor por comprender el mundo, también.

- Al principio, era la luz — comenzó a leer su discurso con una sonrisa — y la Luz lo era todo. Y nadie entendía el motivo por el que era. Casi magia, para los primeros científicos, para los que se hacían preguntas sin respuestas, para los que intentaron contestarlas. Y por entonces, la luz, era magia. Era Divina. Era una Diosa.

Me dedicó una rápida mirada que comprendí muy bien. Se me escapó una carcajada ahogada de emoción. Porque tuve la sensación que de alguna manera, aquellas venerables paredes escuchaban la palabra “magia” y “Diosa” por primera vez. Un rato más tarde, mi tío sonrío cuando lo abracé para felicitarlo Llevaba la medalla de la Academia de Ciencias bien visible en la camisa almidonada. Quise decir algo, significativo, que abarcara mi emoción, la sensación de comprender el poder de aquel momento, lo que significaba para los curiosos, para los preguntones, para los que amaban la ciencia pero también el poder de pensar. Pero solo toqué la Medalla con delicadeza, casi con respeto. Mi tío asintió, comprendiendo y me pasó un brazo por los hombros con calidez.
— La ciencia es de los que preguntan, no de los creen que tienen la respuestas — dijo — esa es la manera de crear.

La luz en todas partes, me digo mientras mi amiga y yo nos despedimos con un rápido abrazo sin dar la conversación por concluida. O el hecho de creer que hay algo mucho más poderoso — en nuestro interior o fuera de él — que lo abarca todo.

La bondad es un acto de voluntad. Que pensamiento curioso, me digo. Lo medito, sentada en el vagón del Metro de mi ciudad. Una buena multitud de usuarios se encuentran de pie, apretados unos contra otros. Una mujer embarazada se tambalea, aferrándose con dificultad a uno de las agarraderas que cuelgan del techo. Miro a quienes están sentados a mi alrededor. Un chico muy joven, de camiseta azul y granos en la cara, finge dormir. Una mujer joven, más o menos de mi edad, clava la mirada en el suelo. Y un hombre mayor, de barba y anteojos, parpadea, mirando a la multitud con la atención del miope. Nadie parece ver a la mujer, con su vientre bien visible y el rostro coloreado de cansancio. No hablamos de educación, ni tampoco de algo tan difuso como principios. Es una idea que parece resumir una cierta empatía, una comprensión de esa convivencia mutua que muy pocos comprendemos a cabalidad.

Cuando me levanto y le ofrezco el asiento a la mujer embaraza, ella sonríe y lo acepta con una expresión de alivio. Ninguno de mis compañeros de viaje me mira. De hecho, el chico de la franela azul hace un mohín y se cubre la cabeza con el suéter de lana que lleva anudado a los hombros. No me molesta. De pie, no tengo intenciones de demostrar una interpretación de la solidaridad o algo así de complejo. Simplemente, asumo mi responsabilidad, me miro en el espejo del otro con una facilidad que me brinda mi necesidad de observar y comprender el mundo bajo un cierto ideal. Pero eso sólo me atañe a mi ¿No es cierto? ¿Qué sentido tiene el debate insistente de lo bueno y de lo malo si debes convencer a alguien más de tus pruritos y deseos morales? No podría decirlo, pero eso parece ser la intención de la mayoría de quien lleva a cabo una buena acción.

O al menos así insiste mi amigo P., recientemente convertido en fervoroso creyente religioso. No me molesta su nuevo entusiasmo por los preceptos cristianos, pero si su necesidad de convencerme sobre su idoneidad. Lo escucho en silencio, mientras ambos compartimos un improvisado almuerzo en un pequeño restaurante muy cerca de la oficina donde trabaja.

— Entonces encontraste a Dios — pregunto.
— Tal y como lo escuchas.

Intento no sonar descreída, mucho menos burlona. Y me lleva un poco de esfuerzo: conocí a P., en la Universidad, donde era famoso por su resistencia al alcohol y sus afición por las mujeres. Asumir que ahora se siente redimido de su pasado ruidoso de inocente fiestero gracias a la palabra Religiosa me desconcierta, aunque no me asombra tanto como debería. Supongo que todos buscamos un sentido a las cosas, a ese existencialismo de todos los días que tarde o temprano termina por dejarnos sin un motivo claro para continuar. Para P., el renacimiento en la fe parece ser el suyo.

— Suena interesante — le digo sin comprometerme.
— Lo dices como si lo dudaras.
— En realidad solo quiero saber como ocurrió — le explico — ¿Realmente sientes que te debes reivindicar por qué disfrutabas las fiestas y el buen beber?

No responde. Muerde un trozo de pizza y la mastica lentamente. Le noto un poco azorado, como si la pregunta hubiese tocado algún punto sensible e intenta calmarse antes de responder. Aguardo, sin interrumpir lo que supongo es una personalísima reflexión.

- No exactamente. Pero si brindarle sentido a mi vida — dice entonces. Me sorprende la sinceridad — beber, tirar, estudiar. Todo parecía un ciclo, llegó un punto donde comencé a preguntarme si había algo más, si más allá de todo esa sencillez de la vida como se le observa más allá de cualquier filosofía había significado…

- Y pensaste que podía ser Dios.
- Es Dios.
- ¿Por qué?
- ¿Tienes que preguntarlo? ¡Es Obvio! — sonríe, casi con inocencia — una fuerza benefactora, que te ama y que además, unifica todo lo demás es el sentido a todo lo que vives. Le brinda profundidad a la idea de vivir por vivir.

No sé que responder a eso. Mi amigo me dedica una mirada casi furioso, como si mi silencio le ofendiera.

- Crees que deliro.
- No.
- ¿Entonces?
- Pienso que podrías haber pensando en lo mismo, sin necesidad de apoyarte en la religión — le explico — no creo que necesites una justificación divina para creer que hay algún tipo de conocimiento superior a ti mismo.
- ¡Por supuesto que necesito la religión! — dice — la necesito porque es la manera más sencilla de encontrar una explicación, una idea que lo funda todo en pequeñas lecciones. ¿Te has preguntado por qué el bien y el mal existen? ¿Por qué debes enfrentarte a ambas cosas? Todo tiene un sentido.

Vuelvo a quedarme en silencio. Me siento cada vez más incómoda. Por supuesto, no se lo digo a P., que continúa explicando con mucho entusiasmo las maravillas de la religión, la manera como le brindó perspectiva y sustancia a su interpretación del mundo. Entonces llegamos al espinoso tema de las buenas obras, el pecado y todo lo que implica la visión del mundo moral. Suspiro, intentando contener la impaciencia que me produce el tema.

- La bondad no creo que tenga que ver con una idea dogmática — digo — la bondad es tu manera de asumir que creas algo que no es precisamente egoísta y además, beneficia a alguien más.
- Esa idea de bondad, es inspirada por Dios por supuesto.
- Entonces ¿Cómo explicas que algunas “buenas acciones” se contradigan entre sí? — pregunto — Hablo que lo que puede ser bueno para el Dios Cristiano, es reprobable para los que se inspiran en las palabras Mahoma o los que asumen que el Talmud es la verdad.
- La verdad es una sola.
- ¿La que tu crees?
- La que inspira Dios.
- Que está en la Biblia, claro.
- ¿Y que ocurre con el resto de quienes también insisten tener la verdad?

Aprieta los labios. La conversación no está resultando la tranquila tertulia que supongo P., suponía disfrutaremos y le noto incómodo. Y de pronto, comprendo algo muy claro: Mi amigo no necesita analizar sus ideas, tampoco cuestionarlas. Para él, la bondad que promulga la Iglesia, esa interpretación simple de la realidad justifica ese compromiso privado, es suficiente. ¿Quién soy yo para decir lo contrario? ¿Quién soy yo para oponerme a la idea solo por no comprenderla? Suspiro, levantando las manos en un gesto conciliador.

- Mientras hagas algo que te satisfaga, no creo que haya mucha diferencia — comenté. Me dedicó una mirada lenta y extrañamente dura.
- El motivo por el que haces el bien es lo que hace valioso el acto ¿No lo crees?
- En realidad no.

Pero seguí pensando en esa frase mucho rato. ¿Realmente tiene importancia los motivos por los cuales hacemos una buena acción? ¿Le brinda sentido, sustancia o importancia? Una idea de muchas implicaciones, pero también que tiene su propio peso esencial: mirarnos como parte de un entramado de decisiones más o menos complejas.

Hace unas semanas, leí un libro llamado “La bondad insensata” de Gabriele Nissim. El libro, conciso, complejo y levemente filosófico, parecía remontar esa idea del positivismo donde el bien tiene un objetivo, bien sea por satisfacer una creencia o una postura moral. Comencé a leerla un poco a disgusto: soy del tipo de lector que detesta le den sermones de la manera sutil y este parecía que iba a intentarlo de manera muy directa.

Resultó que no. Aún más, el libro, a su estilo discreto, no solo elabora toda una serie de argumentos sobre el bien y el mal que me asombraron por su lógica, sino que le brindó sentido a muchas inquietudes sobre el tema.

Porque “La Bondad insensata” no intenta pontificar sobre el bien, sino hablar sobre la bondad, dos conceptos que se confunden con demasiada frecuencia y que al cabo, no son más que matices de un mismo argumento. La visión de Nissim, periodista y ensayista italiano, intenta buscar no la idea del Bien en estado puro, sino la bondad como una visión del ser humano sobre si mismo. A través de historias de hombres y mujeres que no tuvieron dudas a la hora de tender la mano a Victimas de los sucesos más cruentos y terribles, el autor logra crear una visión de la bondad — y por consiguiente, del bien — que supera leyes, ideologías o religiones. Una moral intrínseca, privada, profundamente humana. La necesidad del hombre de comprender su mundo a través de actos de valor privado. Personajes anónimos, habitantes de ese olvido selectivos de los héroes sin mayor relevancia, a no ser la de construir su propio concepto de sus creencias a través de las acciones.

Me gusta esa idea. La pienso, cuando en un gesto de súbita inspiración, le obsequio una barra de chocolate a un desconocido en la panadería donde suelo comprar mi pan favorito. El hombre, a quien nunca he visto, sostiene el caramelo con una sonrisa, entre incómoda y un poco avergonzada. Pero la mirada que me dedica es de pura e infantil emoción.

- Gracias — balbucea — Pero no la entiendo.
- Le gusta el chocolate ¿No?
- Claro — responde de inmediato. Y la sonrisa pierde la timidez, se hace brillante y casi dulce — me encanta. Gracias.

Cuando salgo de la panadería yo también estoy sonriendo. Y no puedo dejar de preguntarme, si la bondad, con su carácter imprevisible y espontáneo, con su naturaleza simple de pequeño milagro cotidiano, es esta sensación diminuta y radiante que siento. No puedo dejar de pensar en la imagen que utilizó la gran Hannah Arendt, cuando intento describir el esfuerzo de los poetas como buscadores del bien oculto, del que no es evidente, el que parece perdido entre las escenas diarias. Con su visión directa, la escritora llamo a los bondadosos “Pescadores de Perlas”, los que “capaces de bucear en el pasado y “sacar a la luz, desde el fondo de los abismos, donde viven de forma cristalizada e inmunes a los elementos, pensamientos y acciones de los hombres que tienen un valor universal”.

Suspiro, mirando la calle transitada, el azul radiante del cielo de esta Caracas casi ilusoria y pienso que sí, que todos, a nuestra manera y con nuestros pequeños esfuerzos, somos buscadores de perlas. Lo que se enfrentan a lo cotidiano para transformarlo en algo mejor, lo que encuentran un tipo de moral tan diminuta como exquisita. Los que miran el mundo con esperanza, incluso en los momentos más incómodos. Nos han llamado soñadores, idealistas. Incluso simplemente estúpidos.

Yo creo que somos perlas, me digo, cruzando a la carrera la calle. Libre, tan libre y tan agradecida de estos momentos diminutos de aprendizaje. Joyas raras en medio de la búsqueda de significado de un mundo desconcertante. En medio de la confusión de no comprender nuestra la visión que tenemos de él y más aún, el motivo de nuestro simple deseo de sonreír.

Pero sonreímos, claro que sí.

Y eso, ya es un triunfo.

En la serie “The Good Place” (producida por Michael Schur, Josh Siegal y Dylan Morgan) el cielo es un suburbio americano en colores pasteles al que llegas luego de “sumar” puntos esenciales durante toda tu existe. Una simple fórmula aritmética basada en la teoría del caos, hace que cada acción que hemos llevado a cabo, tenga un valor numérico que al final se suma y tiene como resultado el destino después de la muerte. Ya sea “Un buen lugar” o uno que en apariencia no es tan bueno, pero que a la serie no le interesa demasiado. Baste con saber que no hay Yogurt congelado en cada esquina, tu alma gemela no te espera alborozado de amor y la casa de tu sueños no se materializa como por arte de magia en el suelo fértil de este extraño paraíso terrenal.

Pienso en el argumento de la serie luego de tropezar con un hombre que caminaba de prisa unos metros por detrás de mí, seguramente con los ojos clavados en la pantalla del teléfono móvil. O eso supuse, cuando me rebasó y me golpeó con el hombro con tanta fuerza que me hizo trastabillar y caer al suelo. Me quedé con una rodilla doblada bajo el cuerpo, las manos abiertas y despellejadas sobre el concreto ardiendo. El hombre se volvió y soltó una carcajada. El teléfono de alta gama brillaba como una gema falsa bajo la luz del sol.

- Quita esa cara de susto, pendejita.

Lo vi alejarse con el mismo paso rápido y desgarbado, los hombros hundidos, la mano extendida al frente. Fue un momento vergonzoso y confuso: me sentí expuesta en medio de la multitud que iba y venía sin mirarme. O fingiendo no hacerlo. Las rodillas me temblaban y un dolor agudo, caliente, me subía por el músculo del muslo hacia la pelvis. Me intenté levantar y sólo logré resbalar de nuevo y caer sentada. La verguenza me calentó la piel del rostro y me hizo sentir unos infantiles deseos de llorar. Después de lo que pareció un tiempo interminable, un desconocido se separó de la multitud y me tendió la mano. De un empujón, me ayudó a ponerme en pie. Me sostuvo por el codo con delicadeza, dedicándome una mirada afligida y levemente cohibida.

- ¿Está bien? ¿Algo roto?

Las lágrimas me cerraron la garganta. Me sentí muy estúpida, enfurecida y humillada. Las palmas de las manos me palpitaban en carne viva y tenía la sensación que todo mi cuerpo era enorme, torpe y ridículamente pesado. Hice un supremo esfuerzo por tranquilizarme, con el extraño mirándome solícito, pero al parecer tan incómodo como yo.

- Creo que estoy bien. Gracias por la amabilidad.

Murmuró alguna cosa — “no se preocupe” me pareció entender — y después siguió su camino calle arriba. Yo aguardé un par de minutos y caminé con una leve cojera en el pie derecho. No miré a nadie y cuando me sequé las mejillas, noté que después de todo, si me había echado a llorar. Seguí caminando hacia un café en la siguiente esquina que suelo frecuentar y fue entonces cuando recordé “The Good Place”. ¿Cómo sería la ecuación en este caso? Para el sujeto que me había derribado al suelo, dos puntos menos. Pero quizás, unas calles más tarde sería asaltado y se quedaría si el dichoso teléfono de última tecnología. Un punto para el karma. ¿Eso nivelaba las cosas? el interminable minuto en que estuve tendida en el suelo, avergonzada y aturdida? Vamos, seguro que sí. No es tan grave. ¿Después qué? El sujeto podría agradecer seguir con vida o maldecir, sacudiendo los puños. Mandar a la mierda a la ciudad, al país tercermundista que le vio nacer. ¿Cuantos puntos de más o de menos significaba eso? Quizás pocos. Quizás la rabia atenuaba la condena.
¿Y en mi caso qué? Caerme al suelo sin duda me restaba puntos de karma, pero mis enfurecidos deseos que el sujeto fuera asaltado, golpeado, pateado en las pelotas por un joven asaltante caraqueño, seguramente elevaría mi conteo de puntos negativos a un nuevo récord. ¿Y que más da? Seguramente tengo algunos positivos acumulados luego de ayudar al anciano que cruzaba la calle la semana pasada o pagar el refresco de aquel tipo que se quedó sin efectivo en la fila de la panadería. Así que puedo mandar a la mierda y maldecir con moderación. Después de todo, soy yo la que tengo una rodilla hinchada y tumefacta, las manos desolladas y he llorado en público, para diversión del montón de curiosos de mierda que me observaban con interés.
Ah, seguramente el único que llevará un buen puntaje es el samaritano que le ayudó a levantar, con sus ojos negros y enormes, las mejillas sonrojadas de verguenza. Unos ¿cuantos? ¿Cientos de puntos? ¿La diferencia entre el buen lugar y el otro que no es tan bueno? La idea me hace reír mientras tomo un sorbo de té caliente que me sirve el mesonero que me conoce de toda la vida y a quien no he tenido que explicarle por qué llegué renqueante y con las manos lastimadas. Un té con sabor a frambuesa que me hace sonreír. ¡Alguien más se ha llevado sus buenos puntos! me digo y ahora sonrío con ganas, no importa el palpitar de la rodilla o la palma de la mano. La teoría del caos tiene sus matices, sus extraña belleza y su rara sincronía.

O eso al menos, me gusta creer. ¿Me merezco un buen lugar por eso?

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine