Todo los rostros del miedo.

Un recorrido por el final de los tiempos en la literatura (Parte I)

Aglaia Berlutti
11 min readApr 20, 2020

Cuando la peste negra llegó a Venecia, el Dux y el consejo de Nobles pidieron a los ciudadanos permanecer el mayor tiempo posible al amparo de sus respectivos hogares y familias. Corría el año 1663 y la Serenísima República de San Marcos era un lugar de lujos y de una belleza asombrosa. Era, sin duda, la ciudad más ilustrada de una Europa que apenas comenzaba a abandonar las sombras del oscurantismo y que debía luchar contra largos años de represión, limitaciones intelectuales y y la sempiterna presión de la iglesia sobre el conocimiento, a pesar de encontrarse eclipsada económicamente por la riqueza de España y su imperio virreinal. Pero Venecia estaba más allá de eso: se trataba del centro del mundo y el referente náutico de buena parte de un mundo que llevaba a cabo una ruta comercial que la incluya de manera casi inevitable. No obstante de haber perdido su brillo político y militar, rebosaba de vida, idiomas, riquezas y descubrimientos literarios y académicos, mientras el resto del continente agonizaba bajo la doble presión de los horrores de una plaga que había diezmado a la población y que se había convertido en un enemigo monstruoso contra el que no podía luchar.

Pero San Marcos parecía proteger a Venecia de todos los males y los horrores. O eso la plegaria más común que se escuchaba desde los púlpitos y que los feligreses repetía bajo el sol pálido de la primavera como una letanía bienintencionada. Para bien o para mal, Venecia era la suma de la incredulidad sobre lo que ocurría al otro lado del mar y también de la probabilidad que que pudiera alcanzarla. Con sus cúpulas radiantes bajo un cielo siempre azul y el mar rodeándola como un plácido manto protector, nada parecía anunciar la debacle que estaba a punto de suceder. La peste llegó con tanta rapidez que para cuando la casa noble del Dux comprendió lo que ocurría, la ciudad estaba cubierta de cuerpos y los castillos radiantes, convertidos en fortalezas inexpugnables contra la muerte que recorría las calles. Los célebres canales se convirtieron en tumbas improvisadas, en los que los cadáveres anónimos flotaban hacia el mar. La belleza de la ciudad se convirtió en un recuerdo lejano, en medio de de la tragedia que la circundaba y la posibilidad de la destrucción, que llegó para desdibujar las líneas que hasta entonces habían separado a la nobleza y al pueblo llano. Las joyerías y grandes cristalerías cerraron, las opulentas iglesias ofrecieron refugio y de súbito fue evidente, que el mundo en en que hasta entonces había reinado Venecia, había desaparecido para siempre. Según las crónicas de los contemporáneos, para cuando el Dux ordenó a la población que se mantuviera en sus casas, la epidemia había hecho huir a la gran mayoría de los habitantes de la ciudad hacia el océano, en donde morirían fuera de la mano de los lujos y la delicada hermosura en la que hasta entonces habían vivido. Convertida en un escenario de muerte, Venecia se desplomó entre las cenizas de lo que había sido una historia radiante, grabada a fuego puro en el poderoso recuerdo de su existencia.

Lo mismo podría decirse que ocurrió en Londres dos años después, cuando la peste llegó de la mano de un agonizante aristócrata veneciano, que escapaba de la mortandad que había presenciado por largos meses. Durante siglos, se ha insistido que fue este último viajero — envuelto en sedas, las manos llenas de anillos, que llevaba alforja de tesoros inútiles en medio de la tragedia — el que portada la muerte que conmocionó a la capital británica durante casi un lustro. Quizás fue la primera vez en la historia en que se documentó la llegada de la muerte con precisión. Gran parte de los ilustrados londinenses, dedicaron esfuerzos e imaginación en relatar la forma como la ciudad, hasta entonces fortificada y considerada una de las ciudades más brillantes de una Europa pesimista y destruida desde los cimientos por la ignorancia, se convirtió rápidamente en el centro de una catástrofe que difícilmente podría predecirse es medio de la prosperidad que la precedió.

Hasta que la peste atravesó el Tamesis en la forma de un mercader en apariencia anodino, Londres se había convertido no sólo en el centro político sino también cultural de un reinado cada vez más ambicioso y convencido de la necesidad de luchar contra la ignorancia a través de cierta ilustración rudimentaria. La Corte de la reina virgen Isabel I había llevado unas prosperidad desconocida, que sus sucesores habían logrado mantener con dificultad pero desde cierta capacidad para mantener la paz territorial. Primero Jacobo I de Inglaterra y Escocia logró mantener lo mejor de un poder extraordinario lograr establecer las bases de lo que sería después un imperio tan colosal como imparable. Después Carlos I maniobró entre las facciones separatistas y aunque eso le costó la vida, Inglaterra mantuvo su preponderancia como un reino de considerable poder, que conservó incluso cuando La Mancomunidad de Inglaterra sustituyó al dominio absoluto de la monarquía.

Cuando Carlos II llegó al trono, luchó por recuperar el esplendor de su país, lo que logró a medias, por lo que su sucesor Jacobo II heredó un reino próspero, poderoso y cimentado por una idea extraordinaria sobre su trascendencia. Tal vez por ese motivo, la plaga enloqueció a buena parte de los ilustrados hombres y mujeres que hasta entonces se habían creído a salvo de una hecatombe silenciosa que atravesaba el continente con mucha más rapidez de lo que se atreviera a admitir. La ciudad sucumbió a un pánico incontenible, que sembró el terror en el pueblo llano, sino también en la nobleza que descubrió que su poder no podía protegerla de la línea entre la vida y la muerte.

Como en Venecia, la enfermedad atacó con rapidez implacable: pronto las calles se llenaron de cadáveres, los auspicios de agonizantes y los palacios cerraron sus puertas para intentar sobrevivir en mitad de lo que parecía el fin del mundo. De hecho para buena parte de los cronistas de la corte, el año de 1665 fue llamada el más terrible de todos los vividos por las tierras de Britania, convertida en campos de horrores y desesperanza. No sólo se trataba del miedo a la enfermedad que mataba de maneras misteriosas sin que médico o conocedores sobre la salud pudieran detenerla, si no del terror convertido en parte de la vida de los hasta entonces elegantes y sofisticados ciudadanos. Los teatros cerraron, las plazas públicas fueron destruidas, las bibliotecas quemadas y al final Londres se convirtió en un paraje solitario asediado por la muerte. “Sólo somos espectros” escribió uno de los Embajadores de España sobre la espantosa situación que sufría la ciudad “no sabemos si moriremos de miedo, hambre o la enfermedad que nos espera. Todo parece ser la misma cosa”.

Cincuenta años después, se publicó el primer libro que relata el horror al que Londres había sucumbido y sobre todo, que muestra a la muerte convertida en una forma de vida. Un diario del año de la peste de Daniel Defoe, fue publicado en 1722 y trató de revivir a través de un relato por momentos aterrador, el clima de definitivo horror que había asolado a la ciudad durante el año 1665. No se trata de un hecho casual. Defoe vivía un año semejantes a los de su vivida e inquietante crónica, mientras se temía que la peste bubónica cruzara otra vez el Canal de la Mancha para aterrorizar a una Inglaterra desprevenida. El relato que el escritor imagino sobre un hombre que debía sobrevivir a los estragos de la destrucción moral y espiritual que la peste podía provocar, se convirtió quizás en el primer texto en mostrar en toda su crudeza el miedo convertido en una forma de vida. Aterrorizado, Defoe escribió un libro en menos de seis meses — con toda probabilidad basado en los diarios de la época de su tío Henry Foe — mientras a su alrededor el mundo parecía sucumbir de nuevo a un enemigo tan incontrolable como violento. Ante la perspectiva que el miedo pudiera enloquecerlo, Defoe dedicó horas de estudio a los viejos manuscritos sobre la primera gran herida en el rostro de Londres.

Se trata de un recorrido terrorífico no sólo por los escenarios de una ciudad sitiada por un enemigo contra el cual no podría enfrentarse, sino también, por el hecho de la miseria humana convertida en una forma de arma inquietante contra la cual debía sobrevivir de una manera u otra. El escritor estaba convencido que lo que comenzó siendo un texto desordenado y se transformó en un testimonio de una crudeza que aún resulta inquietante, debía ser un espejo sobre la posibilidad de aprender acerca de los espectros que gravitan sobre tragedias más mundanas. En más de una ocasión, Dafoe insistió en que esperaba que sus reflexiones, descripciones imaginarias pero en especial, su aprendizaje a la distancia sobre la experiencia de los londinenses que no habían sobrevivido a la peste bubónica en 1665, fueran algo más que relatos para aterrorizar. “Espero que mis libros sean útiles, tanto para nosotros como para la posteridad, aunque deberíamos librarnos de esa porción de esta amarga copa”. Como si se tratara de un visionario sostenido sobre la cualidad de la de literatura para la predicción, Defoe esperaba que las lecciones aprendidas en medio de la peste, fuera de utilidad a través del tiempo y de las futuras hecatombes porvenir. Para el escritor algo estaba claro: lo ocurrido en Venecia y en Londres, sucedería una y otra vez. Como un círculo inquietante que podía contener lo peor y lo mejor del hombre en una experiencia destinada a unir el pasado y el presente en una sola mirada sobre la fragilidad humana.

El escenario que describe Defoe, no es solamente el de una enfermedad que desbordó las capacidades de Londres y cualquier otra ciudad a la que atacó, sino la concepción que la naturaleza humana no es capaz de enfrentarse a los rigores de lo invisible — sea cual sea su nombre — en la medida en que se encuentre convencido de su cualidad invencible. El escritor desgrana la historia pieza a pieza, para narrar la tragedia a través de anécdotas que unidas entre sí, dibuja un escenario pesimista, amargo y grotesco. La novela describe a una ciudad sitiada, empobrecida y devastada por los rápidos estragos de una enfermedad capaz de matar de una forma tan infalible como el más violento de los de los ejércitos, pero también a los londinenses convertidos en sus peores enemigos, en una demostración evidente que el hombre puede corromperse a la misma velocidad que el cuerpo infectarse de un virus misterioso. La Londres que describe Dafoe, no solo está cercada por la muerte y los cadáveres que se descomponían entre los canaletes y las calles rotas, sino también por la codicia, el egoísmo y la violencia de quienes intentan sobrevivir a costa de quienes le rodeaban.

Según Defoe, La Corte reaccionó restringiendo las libertades del pueblo llano, exprimiendo a los terratenientes y villanos y por último, destruyendo toda posibilidad que la ciudad pudiera sobrevivir a través de ideas más elevadas. Escritores y dramaturgos fueron obligados a escribir obras felices y los que desobedecieron la admonición, fueron encarcelados y asesinados. Se quemaron pilas de libros, proclamas a mano, diarios eclesiásticos que intentaban detallar lo que ocurría mientras Londres se desplomaba en medio de los horrores de la epidemia. Poco a poco la mortandad que asolaba ciudades y campos, se transformó también en un gran silencio contra el que pocos lograron luchar. El mismo Dafoe admitiría después, que su libro había nacido de la lectura insistente de crónicas mínima y anónimas, que se conservaron con precariedad y que posteriormente, habían sido los únicos testimonios sobre una época oscura y violenta que nadie quería recordar.

Casi medio siglo después y en medio de la posibilidad que la peste bubónica asolara de nuevo a la ciudad, Defoe se encontró obsesionado con entender el pasado y el futuro a través de las narraciones anónimas de hombres que enfrentaron al miedo y las prohibiciones para dejar testimonio sobre lo que habían vivido. Y su relato, fue quizás la descripción más elocuente sobre el miedo convertido en una ciudadela capaz de destruir la conciencia colectiva con una preocupante facilidad. Los horrores de la primera oleada de la peste no llegaron a repetirse. Pero el libro de Dafoe se convirtió en un testimonio atemporal, sobre un tipo de terror que trascendió no sólo su época sino que llega a la nuestra, como un reflejo de algo más complicado y duro de comprender. una mirada a la violencia del miedo y los espacios de la muerte convertidos en una lucha egoísta y fratricida de consecuencias imprevisibles.

Todos los testimonios:

A través de la historia de la humanidad, las grandes tragedias colectivas han sido un aliciente para la reflexión sobre la naturaleza humana sometida a la presión de un tipo de pérdida del control que le lleva esfuerzos imaginar. Mucho antes que Defoe describiera un escenario apocalíptico en una Londres sometida a un tipo de tinieblas difíciles de imaginar en la actualidad, Giovanni Boccaccio tomó la extraña decisión de huir de la muerte negra a través de la literatura. No se trata de nada poético: el Decamerón es en realidad una mirada postrera a las grandes pulsiones e instintos de los sobrevivientes, en mitad de situaciones tan dolorosas como insuperables. Como narración marcada que es, el libro es un conjunto de relatos que muestran un durísimo momento histórico: La epidemia de la peste bubónica que asoló Florencia en 1348. Lo curioso, es que a diferencia de la novela de Dafoe, Boccaccio parecía más interesado en la naturaleza primitiva y poderosa que sobrevivía incluso a las peores condiciones. Los relatos eróticos, humorísticos y en ocasiones trágicos que contienen libro, son un recorrido cuidadoso a través de la forma en que el hombre se manifiesta de su capacidad carnal y del impulso vital para el disfrute y el gozo. O al menos, esa es la versión que el escritor desea plasmar a través de diez relatos, que resumen la naturaleza humana desde sus espacios más luminosos y carnales.

Al libro se le considero pecaminoso y perverso. Por mucho tiempo fue una especie de joya extraña en el que lo morboso, lo sexual y lo provocador, se mezclaban con pequeñas lecciones aciagas sobre la posibilidad de la supervivencia. Como una obra que también trató de retratar un período especialmente virulento y angustioso de la vida de la ciudad museo Florencia, los narradores son tan hermosos, como falibles y viciosos. Es evidente que para Boccaccio, lo verdaderamente importante era asumir la condición del espíritu del hombre como invencible. Y hacerlo además, desde sus pecados y omisiones. El libro es quizás el primer intento de recorrer el instinto de preservación del hombre más allá de lo intelectual y corroborar la posibilidad, que las tragedias incontrolables pueden recordar el poder de lo primitivo y orgánico como último espacio de salvación.

Aun así, tanto Boccaccio comoDefoe, coinciden en una misma idea: La plaga es un enemigo imposible de vencer. A la distancia, resulta desconcertante que las enfermedades fueron consideradas no solo como espacios infranqueables, sino como hitos históricos que sugerían el final del mundo conocido. Tanto el Decamerón como Diario del año de la peste, son reflexiones sobre la forma en que el hombre miraba la muerte como una posibilidad innegable. En cada oportunidad, la llegada de las grandes tragedias, marcaron un antes y un después del que no podía escaparse. Y aunque el fatalismo era para Boccaccio era una descripción sobre los apetitos carnales y emocionales, mientras que Dafoe apostaba por una reflexión sobre la pérdida de la moral y la sensibilidad, ambos autores coinciden en el hecho de asumir que la palabra será la única forma de trascendencia que conocerán en mitad de un de un mal colosal e indescriptible, que finalmente terminará arrasandoles, de la misma manera que al resto del mundo. A pesar de eso, ninguno considera el final como una mirada al pesimismo. Defoe se despide de sus lectores con un elocuente Dios nos ayude a todos, en un intento de humanizar el horror. Por su parte Boccaccio encomienda su obra a la memoria de los que puedan leerle. La muerte tan cerca y la posibilidad de la redención como una forma de construcción intelectual.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine