Aglaia Berlutti
37 min readFeb 27, 2023

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‘Todo En Todas Partes Al Mismo Tiempo’ de Dan Kwan y Daniel Scheinert, ganará el Oscar y demostrará la permanencia de la ciencia ficción.

‘Todo En Todas Partes Al Mismo Tiempo’ de Dan Kwan y Daniel Scheinert es algo más que ciencia ficción. Que lo es, en estado puro. Es una de las primeras historias del género en rebasar la pared invisible que suele menospreciar y degradar sus grandes símbolos en el ámbito cinematográfico. También, es una nueva mirada al tropo del viaje entre realidades, esta vez con sentido emocional y potente.

En la mayoría de las escenas de Todo En Todas Partes Al Mismo Tiempo de Dan Kwan y Daniel Scheinert, Evelyn (Michelle Yeoh), vive una vida plena en menos de un minuto. Es ama de casa, madre, científica, actriz y cientos de otras cosas más, a medida que comprende el valor de cada experiencia, de cada decisión, de todas y cada uno de los pasos que da hacia el futuro.

La escandalosa, exagerada y extravagante película de los llamados “Daniels” es una oda al límite de la realidad y la reestructuración de los códigos sobre los verídicos. También, es una historia de amor — como todas, como repite más de una vez, Evelyn — y como si eso no fuera suficiente, un amplio recorrido, por lo que puede ser la concepción de una gran alegoría al cambio.

El film no es solo ciencia ficción en estado puro. Es, además, una reivindicación a un género por lo general menospreciado o desdeñado por la crítica cinematográfica y literaria. Desde que Georges Méliès soñó con la posibilidad de rebasar las limitaciones humanas y viajar a la luna, mientras H.G Wells se convencía de la posibilidad del primer contacto agresivo de una civilización alienígena, la ciencia ficción engloba varias sensibilidades a la vez.

Desde la belleza delicada y sutil de los cuentos de Ted Chiang, hasta la crudeza de El último hombre de Mary Shelley. La especulación acerca del futuro, la sustancia misma de la vida, el tiempo y todas sus probabilidades cautivó la imaginación humana. Pero también hizo algo más. Dio forma a los sueños, las búsquedas, las aspiraciones. Algo que repitió el director Fritz Lang cuando filmó Metropólis y aseguró haber tenido “pesadillas luminosas” al imaginar el futuro.

También lo hizo William Gibson, al imaginar la destrucción de la memoria en estados alterados de la conciencia. “La ciencia ficción es una forma de vida, de poder y de creatividad aplicada a lo corriente” ha repetido más de una vez Steven Spielberg. Un tipo de pensamiento que le une a una de las frases más emocionantes de Todo En Todas Partes Al Mismo Tiempo: “Lo imposible crea la puerta abierta hacia la vida en formas por completo nuevas”.

El triunfo de una forma de ver el mundo

Todo En Todas Partes Al Mismo Tiempo, logró rebasar los prejuicios contra la ciencia ficción y emparentar el género con varios de sus grandes pensadores. Poco antes de morir, Arthur C. Clarke escribió lo que se considera su último gran manifiesto por el poder de la imaginación aplicada a la ciencia: “Que la humanidad reciba alguna evidencia de la vida extraterrestre, que abandone su adicción al petróleo a favor de otras energías más limpias, y que el conflicto que divide Sri Lanka llegue a su fin y se imponga la paz”, un deseo que tiene algo de humilde reflexión sobre el futuro. Lo curioso de la frase — y sus implicaciones — es que el autor de novelas como Cita en Rama o La ciudad y las estrellas siempre estuvo convencido que restaba muy poco para ese primer contacto, esa primera gran conversación con el porvenir y sus posibilidades.

Se trata de una contradicción que, por años, se debatió para intentar comprender la forma como el escritor comprendía los alcances del género al que dedicó la mayor parte de su vida. Clarke creía en la ciencia ficción como un diálogo acerca y desde la incertidumbre, de modo que esa súplica postrera de introspección colectiva, resulta desconcertante. Pero el escritor, siempre analizo el mundo desde esa perspectiva dual. De hecho, parte de esa certeza, ya está en su cuento corto El Centinela, que analiza no sólo el hecho de la experiencia del ser humano al comprender sus límites y asombro por el infinito que le rodea, sino también el peligro que entraña esa experiencia. Publicado en 1951, el cuento es una revisión sobre todos los tópicos habituales del género de ciencia ficción, pero además, hay algo más: un raro pesimismo que se adivina entre líneas. Una extrañísima visión sobre esa esperanza difusa impulsa al ser humano a creer que no está completamente solo, que más allá de los confines de su imaginación, hay algo más.

El cuento no llega a responder preguntas — no lo intenta — y esa incertidumbre difusa fue lo que hizo que se le catalogara como “pretencioso y arrogante”, una crítica que soportó por décadas. No es algo sorprendente: el género de ciencia ficción siempre ha estado en entredicho, quizás por los desiguales resultados de las propuestas o por esa insistencia en los clichés y lugares comunes que en ocasiones. Pero Clarke fue más allá y profundizó en la ciencia ficción como terreno del asombro basado en la curiosidad intelectual. Una interpretación científica del arte — o en todo caso, esa percepción de lo científico interpretado desde el cariz de la imaginación humana — que le brinda símbolos y metáforas propias. En especial, al asumir que buena parte de nuestra mirada hacia el futuro está basada en la incertidumbre: “no sabemos que vendrá, hacia dónde nos conducirá o qué encontraremos al llegar. Esa es la constante del futuro” escribió Clarke en 1960, en uno de sus artículos publicados en la revista Playboy.

Algo parecido teorizó el Científico húngaro Zoltán Galántai, que durante buena parte de su vida analizó la posibilidad que cualquier inteligencia extraterrestre, sea por completo inexplicable para nuestra percepción del hombre y por el hombre. En otras palabras, que sea una incógnita incierta. Galántai asumió el hecho de la existencia — la versión del bien y del mal, la incertidumbre de lo desconocido y sobre todo, la concepción sobre la identidad — como una serie de elementos angulares hipotéticos que se basan en la percepción del hombre sobre lo que le rodea. De modo que un indicio de vida que no pudiéramos explicar según nuestros límites, sería de hecho inconcebible. Una mirada hacia lo imposible y lo indefinible basada en nuestra imaginación y nuestro intento por explicar lo inefable. Una forma de magia, quizás.

Lo mismo pensaba Clarke, que insistió en sus célebres leyes que una tecnología muy avanzada es indistinguible de la magia y que sin duda, podría resumir la forma en que la ciencia ficción entra en dialogo con la fenomenología del hombre como ser racional. El escritor meditó sobre el hecho que el hombre asume la realidad desde lo primitivo, por lo que en esencia, elaboramos ideas complejas a partir de lo que comprendemos de forma progresiva como realidad. Tal y como insistía el gran filósofo ocultista Robert Fludd, la imagen del infinito y el vacío insistente es la mera ausencia de cualquier idea que pueda conceptualizar la realidad. Fludd también insistió que incluso, fenómenos físicos y naturales por completo medibles, pueden analizarse desde cierta óptica de la maravilla. En eso que coincide con Clark, que llegó a decir que una tecnología aún más avanzada de la que podemos imaginar — y en su momento, podía predecir a través de la literatura — era una predisposición a pensamientoa asombroso, indistinguible de las propias leyes de la naturaleza (e incluso manipularlas de forma imperceptible). Una noción que abarca desde lo que creemos es la realidad (o en el mejor de los casos, lo que asumimos como una idea perenne sobre la individualidad) y el hecho básico del futuro a través de una hipótesis incierta.

La ciencia ficción se basa en esencia, en predecir y explicar la incertidumbre acerca de lo que podemos esperar, cuando todo lo que podemos explicar desaparezca. Eso hace de lo especulativo en medio de una formidable disyuntiva: ¿Cómo asimilamos el hecho de la finitud de la mente humana en contraposición con las promesas de la científico? Una vida más larga, cuerpos más fuertes, exploraciones espaciales, viajes en el tiempo. La ciencia ficción responde a todas nuestras preguntas sobre las posibilidades — intenta hacerlo — a la vez, que sostiene un recorrido profundo por los temores que alientan su existencia. Desde el pesimismo hasta el asombro por la posibilidad de entender qué ocurrirá, la finitud del hombre dota al género de un especial significado.

Isaac Asimov también creía que el núcleo de la ciencia ficción, era consolar esa ausencia de parámetros claros para imaginar un mundo más allá de lo humano. En su colosal Saga Fundaciones (que nació como una trilogía y terminó extendiéndose como una gran nomenclatura fantástica a través de toda su obra) el autor imaginó a la Galaxia como una especie de terreno inexplorado, a mitad de camino entre el asombro mágico y la anuencia de lo ponderable como científico a través de la curiosidad humana. En los mundos de Asimov, la belleza se asimila a través de la tecnología y de la misma manera que para el astrofísico ruso Nikolái Kardashov — que creó la famosa escala de Kardashov como método para medir el grado de evolución tecnológica de una civilización — asume el hecho de la mirada hacia el infinito como parte de la interpretación pragmática de la identidad colectiva. Para Asimov, la psicohistoria es una percepción sobre la realidad que va desde la tecnología al tiempo, la percepción sobre el devenir de la historia y la osadía de la imaginación. Por tanto y según la perspectiva del escritor, el comportamiento de lo que somos y deseamos ser como cultura y sociedad puede ser predecible, lo que convierte a la ciencia ficción en un manifiesto extraordinario y de un enorme valor como documento intelectual.

Ursula K. Le Guin, decana el género de Ciencia Ficción, solía insistir que la literatura del género es una manera de construir el futuro. Lo hizo, luego de de asumir el poder de la palabra como no sólo una de crear, sino también de comprender las diversas transformaciones que la mente humana atraviesa. En especial, Le Guin se hizo preguntas sobre la percepción del tiempo, el hombre como criatura, la posibilidad de una nueva frontera en la concepción de lo real. La obra de la escritora logra traducir y reconstruir la visión que el hombre tiene sobre sí mismo y sobre todo, el cómo las transformaciones del mundo y su historia. Según la autora, más que un género literario, la ciencia ficción es un espejo en el que se refleja los temores y esperanzas del espíritu humano trascendencia.

¿Qué es la ciencia ficción? Más que un subgénero literario, es una búsqueda consciente de construir un espacio en que la fantasía — el vehículo por excelencia para reimaginar la realidad -, puede fundir su valor con la cualidad de lo científico para forzar límites. Para explorar el poder de la mente del hombre para crecer y contemplar el infinito desde sus medios, en ocasiones rudimentarios, otras veces más poderosos. Para bien o para mal, la ciencia ficción existe porque el temor y la esperanza no son suficientes para consolar los viejos anhelos del hombre sobre su historia y lo que le espera. Y ese es su mayor legado.

Fuera del tiempo, en búsqueda de los misterios

El escritor Walter M. Miller pareció obsesionarse con la interpretación del espíritu humano a través del tiempo, las transformaciones culturales y sociales y sobre todo, esa percepción de la mente humana como una consecuencia inmediata del mundo que construye. Un ciclo interminable que elabora y delimita esa identidad que trasciende e incluso, sobrepasa la mera existencia del hombre. Miller sobre todo, contempló la existencia humana como una serie de pequeñas escenas interconectadas, que asumen la perspectiva del futuro como una serie de consecuencias inevitables.

La visión de Miller no es optimista, sino más bien, una reflexión sobre la derrota de la naturaleza humana por el transcurrir del tiempo y la erosión de las ideas que considera imprescindibles, esenciales. De esa mezcla inquietante entre lo metafórico y lo real, Miller encontró una manera de concebir el futuro y más aún, lo posible como una serie de líneas equidistantes entre lo que el hombre puede ser y la frontera que cruza y lo restringe a sus propias debilidades.

Miller fue un prolífico escritor de relatos, pero sólo publicó una novela durante su vida: El cántico por Leibowitz, a la que se le llama con frecuencia una de las obras del género más desconcertantes. Eso, a pesar que l a historia se estructura de una manera casi simple. No obstante posee una complejidad tan profunda que parece abarcar todo tipo de tópicos y planteamientos filosóficos e intelectuales. No sólo engloba esa necesidad esencial de la ciencia ficción de reinventar la identidad del hombre para el hombre o en todo caso, del hombre para su historia, sino que se atreve a más. Concibe el espacio mental y espiritual del ser humano, su obra y filosofía como una serie de patrones y construcciones que brindan sentido a no sólo su historia, sino individualidad.

Miller, que insistió durante toda su vida en contemplar a la humanidad desde la perspectiva de sus infinitesimales errores, logra con su novela recrear un mundo donde la ciencia y la religión se combinan, se mezclan entre sí, se contradicen, corren en paralelo y finalmente, parecen condenadas a completar un único significado sobre la naturaleza de la mente humana, sus pequeñas grietas y valores. Para el escritor, la ciencia y la religión forman un único concepto, como dos caras de un mismo planteamiento paralelo, que contribuyen a elaborar un ideal quebradizo sobre el pensamiento Universal. No obstante, la novela no se regodea en los pormenores y detalles, sino que a través de ellos — o la mera insinuación de pequeños hechos concretos — asume su cualidad de alegato existencialista, de visión amplia y robusta sobre lo que el hombre intenta ser a través de su propia ambigüedad.

El libro se divide en tres capítulos principales y el autor intenta, a través de hechos simples, englobar la historia humana en una especie de breviario sobre sus dolores y terrores. En el primer capítulo, titulado Fiat Homo, este aparente viaje a través de la complejidad del espíritu de la razón comienza a partir del dolor, el miedo y la muerte. Con una impecable habilidad para delinear personajes y construir una idea perenne sobre la finitud y fragilidad de la naturaleza del hombre, Miller logra esbozar la desesperanza de un mundo en ruinas, el terror de un universo críptico basado en lo que fue, existió y ahora yace destruido, un paisaje de pesadilla que rodea a los personajes y que de hecho, parece hacerlos rehenes de su circunstancia. En el segundo capítulo Fiat Lux, la novela se replantea así misma e incluso, aborda ese límite entre lo que creemos necesario y lo que no, esa aseveración del poder y la razón, la esperanza y la aspiración a la fe. Miller insiste en el planteamiento de la dualidad eterna entre la religión y la ciencia, en reflexiones cada vez más enrevesadas sobre la cualidad única del hombre para mezclar ambas ideas en una filosofía alterna, inquietante en su dualidad, poderosa en su necesidad de reconstrucción de lo que creemos es real.

El tercer capítulo Fiat voluntas tuas no sólo es la conclusión, sino la reflexión rotunda de la novela sobre su razón de ser: esa insistente consideración sobre el poder de la esperanza y la manera en que la concibe la mente humana. Miller entonces crea lo que es con toda probabilidad la metáfora más profunda y sobre todo, conmovedora sobre la existencia humana, sus vicisitudes y pequeñas tragedias. Y lo hace con una elegancia de argumento y ritmo que asombra. No sólo redimensiona el valor del conocimiento humano como una idea perenne — imprescindible — para conocer su historia sino que además, transita ese extraño espacio entre el dolor, el temor, el aprendizaje espiritual, la moralidad y esa complejidad de las dudas éticas con imágenes asombrosamente vívidas, a través del símbolo insistente de esa individualidad del hombre.

Una formidable mirada a la oscuridad interior

Como género literario, la ciencia ficción crea una aproximación del futuro a mitad de camino entre el temor y la esperanza. Lo hace con una interpretación sobre lo que nos define — y sostiene la identidad colectiva — que se convierte en una especulación histórica. Una y otra vez, la ciencia ficción imagina y le brinda respuesta a la incertidumbre pero también, crea una nueva comprensión sobre los límites individuales hacia algo más complejo y poderoso. Una visión sobre la identidad que desborda las fronteras habituales.

William Gibson lo sabe. Desde la década de los años ’70, el escritor dedicó esfuerzos pero sobre todo, una notable capacidad para el análisis y la alegoría para comprender el futuro como una red compleja de decisiones y aseveraciones sobre lo cultural y lo social. Para el escritor — obsesionado con las posibilidades de la comunicación, los temores sociales y la expresión de la individualidad como una forma de paranoia — la ciencia ficción es un vehículo para meditar sobre los lugares más oscuros de nuestra sociedad, esas infinitas ramificaciones sobre lo que nos identifica pero más allá de eso, los estratos más bajos de lo que consideramos humano y razonable. Con su visión cínica y en ocasiones tétrica, Gibson asume la labor no sólo de traducir los dilemas culturales como algo mucho más angustioso que una mirada a la posibilidad y dotarlos de un sistema de valores de enorme significado. Entre ambas cosas, Gibson encuentra un reflejo de la realidad por momentos inquietantes y casi siempre, doloroso.

En Neuromancer — su obra más conocida y polémica — Gibson re imaginó los espacios virtuales en un sustrato mucho más peligroso e ingenioso de lo que hasta entonces se había hecho. Publicada hace más de treinta años, la novela construyó la idea de un ciberespacio construido a partir de una alucinación consensual, contra la que debe enfrentarse no sólo los individuos que viajan a través de ellas sino también, quienes se le enfrentan. Con una cuidada alegoría a la violencia, la comprensión de la cultura como un mecanismo violento y en ocasiones, muy cerca del caos. Lo futurista se mezcla con una versión de la realidad alternativa y dura, que reflexiona sobre todo tipo de temas culturales bajo el matiz de la metáfora existencial. No obstante, Gibson va mucho más allá y desmenuza la posibilidad de una posibilidad altamente tecnificada que además, sea parte integral del pensamiento constructivo y social. El resultado es una percepción sobre la conducta humana a mitad de camino entre el miedo — en Neuromancer la paranoia forma parte del tejido conjuntivo de la narración — y algo más sofisticado que sorprendió a lectores y a críticos de la época.

Claro está, el mundo de Gibson en Neuromancer nos parece cercano y comprensible casi tres décadas después, con la pantalla grande y chica llena de todo tipo de historias que analizan la identidad humana desde lo tecnológico. Pero al momento de su publicación, fue todo un suceso, una alegoría sobre la cultura de masas convertida en una forma de control refinada y cruel. La disparidad masiva y globalizada, mezclada con la percepción del riesgo de la tecnología como último límite a la concepción de lo que somos y lo que podemos ser. El anonimato, el desarraigo y el temor como parte de una idea fundacional de lo que asumimos podría ocurrir dentro de la expresión más concreta sobre la evolución tecnológica de la época.

Con una amplísima influencia en la cultura popular, Neuromancer se convirtió de inmediato en un suceso literario y mundial. Pero con el transcurrir del tiempo, la novela de Gibson se convirtió además en una predicción de la forma como concebimos internet, la influencia de la tecnología en nuestra forma de vida y sobre todo, la visión del tiempo y la identidad como parte de un intrincado conglomerado de tecnología pura. Con su estilo duro y poderoso, la novela creó una interpretación del mundo basada en ciertos terrores secretos que se siguen manifestando en la actualidad con una temible claridad. Desde las complejas relaciones en las redes sociales hasta los crímenes basados en el manejo de información, el mundo actual es cada vez más semejante a lo que Gibson narró con una precisión de pesadilla. Hay un definitivo tono Gibsoniano en los escándalos de fuga de información, en los terrores de una sociedad cada vez más tecnificada, en la imposibilidad del anonimato. De la misma manera que en Neuromancer nuestra sociedad se aferra a cierta noción superficial sobre lo que se construye sobre las comprensión de la virtualidad como un universo análogo al real. Pero además de eso, Gibson también pareció advertir sobre la necesidad de comprender que todo cambio cultural es impulsado esencialmente por la tecnología y sus consecuencias invisibles. Un tipo de progreso acelerado cuyas implicaciones pocas veces se analizan como parte de un hecho cultural de profunda importancia. Gibson, con su mirada analítica pero también, con su capacidad para señalar los temores y horrores en el vacío moral de nuestra cultura, asume el poder de lo incidental en la cultura como una forma de lenguaje.

Quizás por eso, se suele decir que la novela Neuromancer es quizás una de las más importantes del género jamás escritas. Puede parecer una exageración, sobre todo en vista de lo prolífico del género, pero una vez que se analiza las implicaciones de su historia y sobre todo, la vuelta de tuerca que el escritor brindó a lo que hasta entonces había sido el planteamiento de la distopía en la literatura, puede comprenderse sus alcances. Neuromancer no es sólo una narración que engloba lo mejor de esa visión reconstructora de la Ciencia Ficción, sino que además, le brinda la profundidad como para crear una interpretación por completo nueva del planteamiento. La novela no sólo es un precursor de lo que vendría después, sino de la manera como se asume la ciencia ficción actualmente: una mezcla de referencias culturales elementales y su reconstrucción como una mirada hacia lo desconocido.

Neuromancer elabora un tipo de visión sobre el futuro que asombró por su precisión: creó todo un nuevo Universo a la medida de un tipo de percepción sobre la tecnología por completo original. Desde popularizar el término Ciberespacio — que hasta entonces había sido utilizado con cierta renuencia y sobre todo, con enorme torpeza tanto en literatura como cine — hasta instaurar el Ciberpuk como subgénero literario por derecho propio, Neuromancer se sostiene sobre ideas que hasta entonces, habían sido desconocidas o tocadas de manera tangencial. Gibson no sólo las transforma en una interpretación renovada de lo que la ciencia ficción es, sino que además, les brinda un elemento sucio e informal que las convierte en un elemento creíble y accesible. Más allá de la distopía por sí mismo, la ultratecnología en Neuromancer se convierte en un elemento accesible, elemental en medio de planteamientos. La historia se debate y se mira hacia misma a través de una miriada de personajes futuristas pero no completamente ajenos a la realidad: desde los hackers hasta los cyborgs, el mundo de Neuromancer parece sacudirse entre la influencia de Mafias y drogas, de sentimientos y terrores tan humanos como definibles. De manera que no sólo se trata de construir una versión del futuro consumible sino hacerla creíble. Y Gibson lo logra.

Para el escritor, la cuestión tecnológica tiene por necesidad un trasfondo filosófico: Neuromancer es una novela de héroes y villanos al uso, pero no por completo tópica y allí, su cualidad única. La narración parece desarrollarse en una constante aventura, un enfrentamiento entre personajes llenos de matices y extravagantes historias y sobre todo, entre dos mundos, el real y el ciberespacio. Pero Neuromancer es mucho más que eso, es una alegoría elemental entre lo que asumimos real y lo que no lo es, la aspiración del hombre por reconstruir su propia percepción de lo que vive y los terrores culturales que se esconden en ese planteamiento de un futuro pesimista y a fragmentos, devastado por tragedias inimaginables — una Tercera Guerra Mundial de la que sólo conocemos en escenas desordenadas — y esa concepción temible sobre lo que consideramos posible. De hecho, The Sprawl, la megalópolis donde se desarrollan algunos tramos de la historia, es una visión deprimente y desconcertante del mundo industrializado: Con su enorme extensión — según el libro abarca casi toda la Costa Este Estadounidense — protegida por cúpulas geodésicas y condenada en algunas regiones a una noche perpetua, parece ser una clarísima alegoría sobre los peligros de la tecnología, la pérdida de la identidad del hombre sobre sus creaciones y lo que resulta más curioso, la supervivencia del ingenio humano a pesar de las espantosas tragedias que pudiera soportar. Todo lo anterior mezclado con un ambiente violento, trepidante y desconcertante.

Más de una vez, se ha insistido que Neuromancer es una metáfora ideológicamente correcta sobre un futuro destruido por la ambición humana. Pero resulta una lectura muy sencilla para lo que parece ser un planteamiento complejísimo y elaborado sobre lo que el ser humano puede aspirar y construir a partir de sus esperanzas y terrores. Gibson elabora una idea de futuro en extremo compleja, una debacle tecnología que a su vez, provoca una aparente consecuencia social — política. Sin embargo, el escritor no se detiene demasiado en explicaciones y de hecho, es evidente su intención de incluir el subtexto sobre su planteamiento cultural de una manera sutil, extrañamente discreta. La historia de Neuromancer se construye y avanza a partir de esa noción de lo que se comprende sobre la marcha, de los pequeños paisajes de una cultura que se asoman en medio de las elaboradas escenas. De manera que aunque Gibson no dedica párrafos específicos para describir la forma como el hombre reconstruyó el mundo a partir de sus carencias y tragedias, sino lo deja claro a partir de detalles poco concluyentes, que no obstante se sostienen entre si y funcionan con la precisión de un cuidadoso mecanismo. Más allá de la trepidante trama central, Neuromancer es una poderosa aproximación a la identidad del hombre por el hombre; desde sus escenas intrincadas y casi poéticas, su terminología y lenguaje propio e incluso esa agilidad abrumadora que avanza página tras página como una idea que se reconstruye así misma. Nada sucede por azar en este universo concebido en cada milimétrica concepción ni mucho menos, carece de sentido y oportunidad.

Más allá de su éxito literario, Neuromancer es una propuesta definitiva y de ruptura dentro de lo que a la Ciencia Ficción como cultura se refiere. Un fenómeno que brindó toda una nueva estructura de lo que hasta entonces había sido una percepción sobre la tecnología como elemento creativo y sobre todo, origen de toda una original percepción sobre la naturaleza humana. Gibson no sólo cimentó las bases de todo una insólita interpretación sobre lo humano y lo mecánico, sino que creó, en un escenario formidable y profundamente simbólico, un tipo de visión sobre la incertidumbre del hombre sobre el futuro tan realista que provoca incomodidad. Y es que probablemente el mayor triunfo del escritor sea encontrar esa idea que se presume cierta en medio de toda una percepción de lo mecánico e industrial que resulta asombrosa por su complejidad. En una época donde Internet era sólo una expectativa y que la tecnología seguía sin considerarse imprescindible, Gibson mezcló ambas ideas para elaborar un mundo nuevo, una estética desconocida y una percepción de la realidad ficticia tan cerca de la realidad actual que sorprende. Una idea que no sólo ha sido reinventada en cientos de ocasiones a partir de entonces, sino que además, elaboró esa reflexión insistente sobre la fragilidad de lo que consideramos realidad. Esa ruptura entre el ahora y el posible al que Gibson supo brindar una cualidad metafórica hasta entonces desconocida.

Pequeñas y breves historias asombrosas

Las historias cortas siempre han sido parte indispensable de cómo se concibe la Ciencia Ficción, la fantasía y el terror literario. Las recopilaciones, antologías y relatos sueltos publicados en serial, han sido parte de la forma básica de cómo se comprende la literatura de género. En la actualidad no es diferente: las historias cortas forman parte no sólo de cómo comprendemos cierto tipo de literatura sino además, del núcleo del terror, la fantasía y la ciencia ficción como medio de expresión formal. Hay una perspectiva específica sobre lo que el cuento plantea que lo hace ser elemento conjuntivo de esa noción sobre la imaginación, lo que soñamos y creamos que sigue siendo esencial dentro de la literatura como caja de resonancia de un discurso mucho más amplio.

Ted Chiang es quizás uno de los escritores actuales que encarna esa percepción del cuento como fenómeno individual y de análisis de algo más profundo en la literatura que la mera historia que se cuenta: Su prosa experimental basada en una pulcra lógica, crea un nuevo tipo de comprensión sobre los alcances de la ciencia y lo emotivo, en una mezcla poco usual que convierte sus cuentos en perfectos mecanismos de ideas tan complejas como espiritualmente profundas. Para Chiang, la Ciencia Ficción no es sólo un análisis sobre el futuro, la tecnología y los alcances de los límites humanos sino también una profunda experiencia vivencial y emocional. Una aspiración a un tipo de comprensión sobre la emoción, la filosofía privada y la belleza que sorprende por sus matices pero sobre todo, por su delicadeza. Chiang analiza al hombre y su circunstancia no sólo a través de sus intrincadas relaciones con la ciencia y la tecnología, sino también, de esa presunción de fe y de grandeza espiritual que brinda a sus relatos una segunda dimensión entre líneas de enorme profundidad intelectual.

Todo lo anterior hace que el libro recopilatorio La Historia de tu vida, tenga un enorme valor no sólo como volumen independiente sino como análisis de la evolución de Chiang en la búsqueda de una noción esencial sobre la ciencia convertida en una forma de filosofía. Cada uno de los cuentos contenidos en el libro, tiene una marcada personalidad y apunta en direcciones distintas, aunque coinciden en una específica búsqueda sobre la razón de la existencia, todo tipo de preguntas trascendentales y una mirada compasiva sobre el dolor humano. Los relatos analizan de una u otra forma la idea sobre la capacidad del hombre para crear una nueva dimensión sobre su naturaleza. Y es en esa conmovedora mirada sobre el sufrimiento, el desarraigo y la soledad, en la que Chiang encuentra un punto de inflexión sobre la forma en que comprendemos el tiempo, la identidad universal y la abstracción personalísima de la creencia.

Los cuentos de Ted Chiang tienen un cuidado “sentido de la maravilla” que resulta primordial en el género pero que además, es de considerable importancia para comprender la mirada del autor sobre el mundo y su circunstancia. Hay algo clásico y melancólico en las pequeñas pero densas narraciones de Chiang, que recuerda a las de Isaac Asimov y Theodore Sturgeon, pero con un ingrediente novedoso que sorprende por su frescura. Ted Chiang se toma muy en serio el peso de la inteligencia del hombre — para el hombre y por el hombre — como parte esencial de lo que desea contar. La colección está unida por un hilo en la que la pasión de Chiang por descubrir la trascendencia moderna construye una red interconectada de expresiones sobre el bien y el mal, lo temible y lo esperanzador. En medio de todo, Chiang medita entre líneas sobre la realidad y la fantasía, la textura del tiempo y nuestra comprensión de lo que nos rodea. Y lo hace con una delicadeza que convierte sus pequeñas escenas e historias en una profunda experiencia emocional.

Desde complejos análisis sobre el lenguaje, hasta variables de teoremas matemáticos, Chiang utiliza la ciencia como telón de fondo y contexto para reflexionar sobre las inquietudes tradicionales de la Ciencia Ficción pero a la vez, como una forma de metódica mirada sobre los espacios espirituales del hombre como colectivo. Se trata de conjeturas de un humanismo profundo que se mezclan con la ciencia sin jamás contradecirse entre sí. Chiang logra un equilibrio que transforma la empatía por sus personajes, en alegorías inmediatas sobre procesos mentales y emocionales de una belleza casi lírica.

Chiang confesó en una oportunidad que su obra literaria forma parte de sus “profundas inquietudes y dolores personales”. Quizás por eso, sus cuentos se concatenan sin desentonar para enviar un único mensaje: somos piezas diminutas de un gran mecanismo que avanza a ciegas en medio de especulaciones científicas. Pero para Chiang la ciencia no es la respuesta absoluta, sino que se trata de un método de proceso para abarcar la ternura de las emociones humanas desde su conjunto. En una entrevista, Chiang afirmó que su cuento “La historia de tu vida” (cuya adaptación al cine Arrival del director Denis Villeneuve se convirtió en un éxito de público y crítica) “creció por un interés en los principios diferenciales de de la física pero también, su relación con las pequeñas cosas diarias, temibles y dolorosas que vivimos en cada ámbito de nuestra existencia”. No obstante, “la historia de tu vida” no medita sólo la física, la teoría de la relatividad y los espacios dimensionales sobre el tiempo omnisciente, sino también sobre el sufrimiento humano. Lo hace además de una forma muy simple, casi nostálgica. Esa sorprendente combinación de sofisticados conceptos científicos y profundas emociones, en medio de un contexto ultra tecnificado y específico es quizás el elemento más reconocible en la obra de Chiang. Una especulación sobre las ciencias y su impacto sobre lo humano, lo pequeño, lo íntimo.

Por asombroso que parezca, en el universo de Chiang, el humanismo es indivisible de un método científico que a veces resulta casi agobiante por su pulcritud. Entre ambas cosas, el escritor logra una contraposición entre calidez y profundidad que a primeras de cambio resulta incómoda pero que termina sosteniendo su discurso con enorme serenidad. Y Chiang saca provecho de la imprevisible combinación y sus buenos resultados. En el cuento “Sesenta y dos cartas”, la industrialización se transforma en un juego de nociones Cabalísticas y Chiang logra hacer creíble a una sociedad ucrónica sistematizada que se sostiene sobre la magia — en lugar de la ciencia y la tecnología — como forma de expresión formal. Al contrario, en “Torre de Babilonia”, relato que abre el volumen y de alguna forma presenta al escritor a su pública, Chiang transforma la parábola bíblica en una compleja metáfora sobre la relatividad y los misterios de la física cuántica, transformados para la ocasión en una forma de fe y creencia por completo espiritual.

¿Como logra Ted Chiang que temas tan disimiles y en ocasiones rocambolescos funcionen de la manera en que lo hacen? Se trata de un cuestionamiento válido: después de todo, la ciencia ficción diferencia con mucho cuidado sus raíces científicas y las celebra como aproximaciones teóricas que intentan analizar la realidad como futuribles y conjeturas tecnificadas. No obstante, para Chiang el núcleo de la Ciencia Ficción parece ser otra cosa y lo demuestra en sus aproximaciones a temas que por lo general, el género no toca o cuando lo hace, se limita a cierto planteamiento objetivo. En su cuento “El infierno es la ausencia de Dios” (ganador del premio Nebula y del prestigioso Hugo), la narración se basa enteramente en aproximaciones filosóficas sobre el bien y el mal, todo basado en certezas científicas sobre la existencia del cielo y el infierno. En el relato, la incertidumbre de la fe desapareció para dar paso a una certeza fatalista que convierten lo sobrenatural en un teorema racional y en condiciones científicas medibles. Las primitivas doctrinas cristianas toman entonces el lugar de la percepción objetiva y convierten las experiencias místicas en algo mucho más peligroso y letal. Los personajes deben luchar no sólo contra el miedo de la experiencia — las descripciones sobre ángeles, iluminados, cielo e infierno de Chiang son casi escalofriantes — sino contra las catástrofes específicas que provocan las estrambóticas manifestaciones espirituales. A pesar de eso, Chiang se aleja con muy buen tino de cualquier discurso moralista: Chiang sólo describe y muestra. La historia se hace entonces un manifiesto liberal y durísimo sobre nuestra percepción sobre la fe y la creencia. Al final, el relato es una hipótesis pesimista que cautiva y aterroriza a partes iguales.

No obstante de lo anterior y sus constantes devaneos humanistas, Chiang es un científico y lo deja claro en la rigurosidad técnica de sus historias. Sus premisas son atrevidas y osadas, pero la línea científica en cada una de ellas están sustentadas en una detallada y realista descripción que aportan una dimensión por completo nueva a la alternativa de la Ciencia como sujeto literario. Hay un enorme trabajo de investigación, ya sea en sus nociones sobre lingüística como en los obvios conocimientos bíblicos y místicos en sus relatos y esa combinación de buen hacer narrativo y conocimiento cuantificable lo que convierte a sus cuentos en inauditos despliegues de imaginación. No importa si el relato comienza esbozando premisas delirantes sobre la salvación espiritual o detalles sobre la albañilería en la antigua Babilonia, Ted Chiang encuentra la fórmula ideal para sostener esa percepción sobre lo bello y lo temible, lo doloroso y el éxtasis intelectual con una habilidad portentosa.

La ciencia, la razón y los que nos hace humano son conceptos que suelen batallar entre sí por una preeminencia histórica dentro de la forma como el ser humano se comprende. Ted Chiang lo sabe y transforma ese pulso entre ideas en algo mucho más esencial y profundo: en una percepción ideal sobre la belleza, una profunda aseveración sobre el dolor y el impacto de ese gran mecanismo Universal que engloba las leyes infinitas que gobiernan la realidad. Las preguntas que se plantea el escritor son sin duda Universales y no resultan novedosas bajo un análisis superficial, pero a medida que se avanza en los planteamientos de Chiang, se descubre evidente intención de encontrar una respuesta que unifique lo humano y lo divino en una percepción elocuente sobre la identidad del hombre. Una mirada ideal sobre la identidad de la tribu humana y lo que resulta más contundente aún, ese elemento esencial que nos hace ser criaturas complejas y desconcertantes. La humanidad como el mayor misterio de todos.

Las nuevas miradas a los espacios conocidos

La identidad del hombre moderno se encuentra en un constante análisis: no sólo a través del medio — y la noción sobre quién somos a través de una sociedad obsesionada con la comunicación — sino también, de la necesidad de asumir los elementos que sustentan la individualidad como parte de nuestra cultura. La mezcla de ambos puntos de vista, crea una percepción mucho más profunda y urgente sobre el ego colectivo, la forma en que comprendemos a la cultura como forma de expresión histórica pero más allá de eso, al núcleo que sustenta la manera en que nos asumimos como sociedad. Una mirada especulativa sobre el hombre como reflejo de sí mismo.

Borne del escritor Jeff Vandermeer medita justamente sobre las grietas sobre el paisaje de la mente humana y lo que la identifica. Y lo hace además a través de un rarísima conjetura sobre la realidad que asombra por su eficacia. Vandermeer no sólo pondera sobre la persistencia de la memoria — la incertidumbre sobre la existencia humana y la versión del futuro que asumimos inevitable — y algo más elaborado que logra recrear a partir de una concepción de “yo” brillante y enajenada. El resultado es una de las novelas más intrigantes de la última década y también una hipótesis insólita sobre la incertidumbre de la capacidad del hombre — como raza — para la autodestrucción. El escritor profetiza sobre lo que puede esperar a nuestra sociedad a siglos de distancia y a mitad de camino entre la fábula existencialista y la distopía en estado puro, logra una conclusión radical sobre lo que no espera. No se trata de la promesa de la destrucción o la redención, sino un tipo de catástrofe impensable: la raza humana convertida en un experimento sin norte que desdibuja los límites de la realidad y la fantasía.

Lo que sorprende de VanderMeer es el riesgo que toma el escritor al momento de imaginar un futuro posible: no se trata de una brillante alegoría al desastre biológica, una meditada creación sobre lo que espera a una sociedad hipertecnificada ni mucho menos, una búsqueda filosófica. Para Vandermeer, la noción sobre los siglos venideros es mucho más dura de digerir y por tanto describir y asume el futuro post apocalíptico desde una radiante concepción del miedo. En el mundo que el escritor imagina no hay un sólo lugar que no haya sido devastado por la experimentación científica y que a su vez, no se haya transformado en una versión hiperrealista de nuestros temores y esperanzas. El lienzo sobre el que trabaja la imaginación de Vandermeer es tan amplio que por momentos resulta ilimitado y esa ausencia de reglas, lo que hace a “Borne” no sólo una propuesta que sorprende por su frescura — hay fragmentos enteros de la historia que parecen inéditos en la literatura de la ciencia ficción, un fenómeno muy poco usual — sino además, logra estructurar su perspectiva sobre el miedo y la desazón en algo mucho más amplio y desconcertante que el mero anuncio de la premisa que propone. Porque Borne cuenta el futuro — y lo hace asombrosamente bien — y también, asume el peso de mirarlo como una serie de líneas interconectadas y profundamente significativas. Vandermeer medita sobre lo humano a través un misterioso existencialismo para lograr algo más duro y amargo: el temor a ese rostro oculto de la historia. De lo que es esconde en la ambición de nuestra cultura y sobre todo, esa mirada arrogante y desapasionada sobre nuestros propios terrores colectivos.

Para VanderMeer el futuro no sólo es el resultado de una serie de trágicas decisiones culturales, sino también un reflejo de la pasividad del hombre. La narradora de Borne lo deja claro a las primeras de cambio y pondera sobre el vacío en el que debe luchar por su propia subsistencia. Habita una ciudad destrozada y devastada por un apocalipsis cuyo motivo jamás se relatan pero que están presentes en cada parte de la narración. La urbe se sacude bajo lo que parecen ser los últimos coletazos de una tragedia biológica de extraordinarias proporciones, envenenada y sin sentido. Rachel, la criatura híbrida de origen desconocido a la que Vandermeer dota de una profunda ternura e inocencia, subsiste a base de encontrar restos de comida y otros trozos de la civilización destruida que puedan ser comercializada con la industria Todopoderosa que sobrevive sobre los escombros de la civilización. Wick, su amante, mezcla de terrorista tecnológico y sobreviviente al terror de la manipulación biológica y genética que la novela insinúa en todo momento, se esconde en un antiquísimo edificio, junto al resto de la población que intenta escapar de la verdadera amenaza que los acecha: Una criatura voraz y gigantesca con un apetito infinito y violento que no llega a saciarse jamás.

En medio de este visión imposible e impensable, la novela alcanza un tono brillante y duro de enorme eficacia. Porque al contrario de la mayoría de las distopías y otras aseveraciones futuristas, Borne se niega a seguir los caminos habituales de la nostalgia por el pasado o incluso, la aseveración sobre las ruinas de un recuerdo cultural al que recordar con cierta premura. No hay nada en la narración de VanderMeer que refleje una percepción del pasado como deseable, ausente o perdido, sino más bien, relata una transformación progresiva del horror en algo más agudo y temerario. Su premisa no sustituye a la civilización que conocimos por una versión decadente y mucho menos, reflexiona sobre la perdida desde lo sensible. El panorama devastado de VanderMeer es mucho más elemental, coherente y por ese motivo, creíble. Un mito concebido sobre un mundo irreconocible que aún así, conserva las pautas y el sentido general de una sociedad funcional. El escritor supo encontrar en el hecho de la destrucción cultural algo más objetivo y duro de comprender que la mera melancolía que los deseos incumplidos o los terrores aparentes de una sociedad que implosiona sobre sus cimientos. Y ese quizás, es su mayor triunfo.

La ciudad que Rachel y Wick habitan es una mezcla de horrores ciberpunks y algo más parecido a una visión dolorosa y precisa sobre los peligros de la manipulación genética, todo lo anterior envuelto bajo la pátina de una mega conspiración industrial que terminó muy mal. Cada personaje de la historia es el producto de algún tipo de manipulación genética que destroza la mera idea de lo antropomórfico y lo convierte en algo impensable. En medio de un escenario semejante, las últimas trazas de las creencias religiosas, filosóficas e incluso, el temor a lo desconocido toman nuevas formas impensables. Una visión desconcertante sobre el no existir y la nada aparente que VanderMeer maneja con pulso firme hasta convertirla en una alegoría casi accidental sobre lo doloroso de la condición humana.

Los elementos conceptuales y filosóficos de la obra de VanderMeer son sorprendentes por el mero hecho de resultar incomprensibles: su visión sobre la identidad del hombre, la transformación de la especie humana en una masa híbrida sin sentido ni tampoco forma real — las mezclas genética entre especies que la narración enuncia sin profundizar tiene todo tipo de posibilidades — asumen un concepto tan original que por momentos, no pueden interpretarse de una única manera. El escritor parece obsesionado con la desconexión social — ninguno de sus personajes sabe bien quién es o a qué ocurrirá con su cuerpo contrahecho e inexplicable — pero también, con las infinitas líneas que sostienen la uniformidad de lo conocido. Una frontera sobre lo que somos — o deseamos ser — que la ciencia ficción intenta unir en una única propuesta: ¿Quienes somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Por qué somos lo que somos? VanderMeer no contesta ninguna de esas preguntas y el mero hecho de ese vacío enorme y extraordinario, brinda a la historia una solidez argumental que emociona, abruma e intriga a partes iguales.

Sobre todo, VanderMeer tiene la suficiente osadía para crear recovecos de horror y belleza inesperada en mitad de una narración que sorprende por su delicados momentos de puro existencialismo. Rachel se convierte en un símbolo de lo bueno, lo malo y lo extraordinario y el desconfiado Wick, en la naturaleza humana invencible, corrosiva y confusa. Entre ambos Borne — una criatura indescifrable e indefinible y quizás el personaje más extraño de la ciencia ficción en los últimos años — confiere una extrañísima visión sobre la ternura, la vulnerabilidad y la fragilidad. La disputa entre lo que imaginamos y lo que acontece, la realidad y la ficción chocan en medio de una historia que abruma por sus momentos de durísima crudeza y también, significado. La novela parece convertirse entonces en un poderoso catalizador emocional, entre la ternura de una reflexión sobre lo que se esconde en los límites de la mente humana y algo mucho más extravagante.

La capacidad de VanderMeer para contar el apocalipsis es infinita y lo demuestra en cada escena de Borne: hay detalles extraordinarios que incluyen desde un recorrido topográfico por el mundo que renace en medio del desastre biológico y ardorosas descripciones sobre la pérdida moral y los terrores que se esconden en medio de las batallas tardías. Pero sobre todo, el escritor encuentra la manera de humanizar a sus singulares personajes y dotarlos de tanta fuerza, que acaba convirtiéndolos en preciosas metáforas sobre el bien y el mal, lo conocido y lo desconocido, la frontera de la mente humana como ente creador. En medio de todo esta fauna colorida y decante, la acción avanza en medio de batallas, enfrentamientos, alianzas y desencuentros que construyen un entramado consistente sobre los motivos secretos — ocultos — de la historia. Desde la noción conspiradora hasta la percepción del origen, la novela juega todas sus cartas para mostrar un concepción amplísima sobre la existencia. Es entonces cuando la historia anuda todos los hilos argumentales en una apoteosis brillante que el escritor remata a conciencia: una conclusión que resulta dolorosa en su metafórica belleza.

Es evidente a Jeff VanderMeer le gusta imaginar la vida y la inteligencia más allá de lo antropomórfico. Y Borne resume la hazaña del escritor de crear vida a partir de ideas sorprendentes como una declaración de principios. Lo humano en la novela es tangencial, apenas insinuado. Para el escritor parece mucho más importante la combinación de ternura, razón, curiosidad que crean la perspectiva de la razón y la consciencia a pesar de la apariencia. VanderMeer desafía el género, la formalidad de la figura humana y sobre todo, apuesta por la concepción de lo sensible — y pensante — como un concepto más que por un conjunto de nociones que juntas, crean una serie de características definibles. VanderMeer se aleja de toda percepción sobre lo que consideramos natural y crea formas inclasificables, complicadas, tan enajenadas que por momentos resultan incómodas. Con su rarísimo estilo, VanderMeer logra humanizar a criaturas impensables, combinaciones de datos y descripciones que a primera vista resultan dolorosas por su imposibilidad pero cuyo poder de evocación, rebasan la incertidumbre y se elevan hacia la naturaleza del símbolo. Siniestro, por momentos sofocante pero sin duda poderoso, el universo creado por VanderMeer en Borne es un reflejo de un nuevo tipo de Ciencia Ficción en la que la biotecnología y el existencialismo se mezclan en algo de improbable belleza pero definitiva importancia. Una mirada hacia lo que nos hace humanos, pero sobre todo, lo que sostiene la conciencia de nuestra existencia como algo más profundo que nuestra mera forma física.

Y un panegírico

El hombre siempre ha mirado el cielo en busca de respuestas. Esa vastedad inimaginable que parece resumir el misterio y el temor hacia lo desconocido. Por ese motivo, quizás no sea en absoluto casual, que casi todos los personajes de Ursula K. Le Guin también levanten la mirada asombrada hacia la bóveda celeste, para hacerse preguntas, para cuestionar y sobre todo, para intentar comprender la Grandeza — así, en mayúsculas — de ese enigma que se extiende más allá de las estrellas. Porque para Le Guin, la búsqueda de respuestas lo era todo. Y esa es justamente el sentido de mirar esa vastedad del Universo, el secreto del mundo, lo que hay más allá de lo ordinario, lo asombroso y lo portentoso. Para la escritora, la palabra era una forma de creación asombrosa, vasta como el infinito y con toda probabilidad, tan poderosa y temible como los misterios del infinito.

La literatura de género aún se considera menor, se asume como una curiosidad en esa interpretación de la Literatura lapidaria que no admite grietas de puro colorido imaginario. Muy poca gente duda del genio creativo de Virginia Woolf, ni tampoco del de una Doris Lessing en estado de Gracia. Mucho menos de una profunda Susan Sontag, tan cercana a la grandeza. No obstante, a Ursula K. Le Guin se le negó el reconocimiento mayoritario por las mismas razones arrogantes y quizás puramente académicas que se minimizó su trabajo: la literatura que crea en estado puro siempre produce desconfianza. Y no obstante, los universos de la escritora no son sólo inspiradas reinterpretaciones de la realidad, lo místico, el dolor y el poder, sino verdaderos tratados sobre la naturaleza humana, s obre la fragilidad del espíritu del hombre y algo más sutil: su poder para soñar. Más allá de la ciencia ficción, Le Guin pondera sobre las debilidades y las virtudes de nuestra mente y espíritu, con tanta profundidad y agudeza de lo que se suele llamar con tanta pomposidad “literatura Universal”.

En los libros de Le Guin, la palabra no sólo describe, puntualiza, narra, sino que además construye. Universos radiantes que pueden sorprenderte y confundirte. Páramos desiguales que página a página crean una experiencia por completo nueva para el lector. Sin duda, no era solo una extraordinaria escritora, sino una visionaria de lo que puede significar asumir el rol de contar el mundo, de desmenuzarlo palabra a palabra, de imaginarlo mucho más intrincado de lo que es y con toda seguridad, más rico en matices. Y aún así, continúa siendo el mundo, el nuestro, el de nuestra mente, el reconocible. Transformado, eso sí, por la imaginación ilimitada de una mujer que está convencida que crear es una aspiración al valor de la realidad.

Los libros de Ursula K. Le Guin jamás terminan de leerse. Cada una de sus novelas, es un prodigio de pensamiento y emoción, una combinación casi perfecta de innumerables niveles y dimensiones de expresión, que llevan al lector de la mano por parajes recién descubiertos. Convierten al lector en explorador, le obligan a preguntarse y cuestionarse sobre la cualidad del presente y las promesas del futuro. Brindan una oportunidad única de reconstruir los límites de tu mente para alcanzar el de las palabras de la autora. La magnitud y poder de la perspectiva de Le Guin hace que cada uno de sus libros sea una experiencia única e irrepetible. Una empresa casi mítica, que te lleva de la mano hacia un tipo de asombro que te recuerda — si alguna vez lo habías olvidado — el poder de la palabra que crea.

Con frecuencia, se ha dicho que Le Guin poseía una comprensión de la noción de infinito mucha más profunda que cualquiera. Pareciera que hay un universo entero en ese conocimiento tan real y vasto, sobre la identidad del hombre, el espíritu de la cultura en la que creció y sobre todo, en la necesidad de romper esa noción de la limites que el ser humano teme y construye a través de su vida. Pero para Le Guin, quien estuvo convencida que no hay una frontera para la capacidad humana, la palabra es capaz de subvertir ese orden natural de lo pequeño y transformarlo en grandeza. En cientos de dimensiones distintas de una misma percepción. Por ese motivo, varias de sus novelas suceden en distintos mundo, una especie de gran república misteriosa compuesta por más de ochenta planetas. Son relatos independientes, contextualizados en un único Universo común, pero que forman, por separado, relatos autónomos de enorme valor individual. Cada novela es una narración única, que muestra un matiz del gran Universo único de manera distinta. Y es allí, donde Le Guin mostró su magnifica capacidad para construir y reconstruir la narrativa moderna. Porque sus mundos — sus expresiones de Infinito — tienen una personalidad reconocible, se complementan entre sí. Una metáfora literaria de las Mecánicas Celestes de Galileo, inolvidables por fecundas y poderosas.

Asombra que todos los personajes de Le Guin siempre tengan un elemento melancólico. Un extranjero solitario y extraño en mitad de extraordinarios viajes literarios. Cabe preguntarse si no es la mejor metáfora que la escritora encontró para escribir esa travesía suya de escribir a contra corriente, contra la evidencia, contra el temor, contra el deber ser. Porque Ursula K. Le Guin jamás se conformó con lo obvio y quizás por eso, asumió esa titánica empresa de crear lo inexplorado. Mundo a mundo, palabra a palabra, abordó de manera apasionante temas universales como la diferencia de sexo, los prejuicios, temores, los peligros de poder, siempre bajo el cariz de la fantasía que sana, que crea un simbolismo purísimo para transmitir un mensaje muy viejo. Para Le Guin, nada era ajeno. Para su imaginación, nada era desconocido.

En una ocasión, un periodista le preguntó a Ursula K. Le Guin cual era la imagen más perdurable que tenía sobre el mundo real, siendo como lo es, una prolífica creadora de mundos imaginarios. Le Guin sonrió y cuenta el periodista que le llevó junto a una gran ventana de la habitación donde conversaban. Los rayos del sol entraban a raudales por los cristales, creando pequeñas franjas de luz y sombra. La escritora tomó las manos del periodista y las hizo moverse entre las franjas resplandecientes entre la penumbra. Un equilibrio pequeño, fugaz, pero perceptible entre dos fuerzas antagónicas “La luz es la mano izquierda de la oscuridad, y la oscuridad es la mano derecha de la luz; las dos son una, vida y muerte, juntas como amantes”. Le explicó Le Guin, con una sonrisa. Quizás esa sea la manera más profunda de describir esa búsqueda de la escritora de una visión mucho más compleja de la realidad que la aparente, de esa lucha palabra a palabra contra lo evidente. “Somos creadores esenciales” concluyó después y el periodista diría después que nunca olvidó la imagen, la sonrisa y la frase con la escritora culminó la entrevista “siempre mirando el tiempo desde una perspectiva totalmente nueva”.

Hasta el último día de su vida, Ursula K. Le Guin continuó viajando. Hacia el interior de su mente, más allá de los límites. Guiando a sus devotos lectores a nuevas fronteras, insistiendoles en explorar con invencible curiosidad su propio espíritu. Pionera del feminismo moderno, intelectual — aunque ella jamás se llamaría de esa forma — , polémica y poderosa, siguió escribiendo, porque es lo que mejor sabía hacer para describir el infinito que mira con tanta atención. Y que extraordinario que tuviera la perseverancia para intentar definir quienes somos, esa noción de existir tan brumosa como elemental. Ursula siguió mirando desde una perspectiva lejana, pero jamás altiva. Comprendiendo, creciendo, describiendo ese mundo que soñó y que crea con tanta precisión. Tal vez allí radique el éxito de Le Guin, que insistió más de una vez que “La Ciencia Ficción es una metáfora de la vida”. Una visión asombrada de quienes somos pero sobre todo, de quienes podemos ser.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine