Crónicas de los hijos de Clío:

El libro de las épocas y la visión del mundo desde el asombro (Parte I)

Aglaia Berlutti
12 min readMar 28, 2022

Washington Irving era un meticuloso cronista, aunque él mismo no se calificaría de uno. De hecho, solía definir sus detallados y extensos diarios como “apuntes para no olvidar”. Un intento torpe de describir su compulsión por recopilar detalle sobre su vida cotidiana. Durante casi cuarenta años, Irving detalló sus desayunos favoritos, el corto trayecto desde su casa en Nueva York hasta el estudio de abogados en que trabajó hasta la vejez, las largas conversaciones que sostenía con su esposa e incluso, los sucesivos cachorros de gran Danés que adoptó y bautizó con nombres estrafalarios.

El escritor, que estaba convencido que escribir era “un equilibrio entre el ocio y la curiosidad” contó la vida en Nueva York a mediados del siglo XIX con cierto desorden. También, con una primaveral visión sobre la ciudad que crecía con una rapidez vertiginosa, que se hacía centro del país y también, un curioso punto de referencia en el arte. Pero en realidad, Irving estaba más interesado en “narrar la voraz necesidad de vivir” de los hombres y mujeres que le rodeaban. Exploraba con una voz literaria de considerable personalidad los costumbres y hábitos de una sociedad reprimida y la mayoría de las veces clasista.

Y se burlaba de ella. De hecho, por un buen tiempo, tuvo la osadía de profundizar en lo que llamó “los raros rituales de apareamiento” de una ciudad brillante, que llevaba a cuestas una historia cada vez más complicada sobre el presente y peso en el futuro. El escritor tenía un sentido del humor sardónico e impregnó mucho de sus textos tempranos con sutil ironía. Mucho antes del terror, de sus conocidos cuentos sobre apariciones y leyendas rurales de una norteamericana que debatía su identidad, Irving reflexionaba sobre “los rostros y las máscaras que los esconden” de la época en que le tocó vivir.

Érase una vez un ojo obsesionado con lo extraño

Washington Irving comenzó a escribir como profesión en 1802. Tenía apenas 19 años y un humor desprejuiciado e irreverente que le trajo algunas enemistades que según comentó más tarde, “conservaría como galardones curiosos” el resto de su vida. Bajo el seudónimo de Jonathan Oldstyle, era el articulista favorito del periódico Morning Chronicle de Nueva York sobre arte y teatro. Y lo era por una razón: tenía un estilo agudo y particular, que incluía captar “el color local” con una rara emoción y sentido de la sátira. La columna semanal de Irving — en forma de cartas a un imaginario pariente en que contaba lo que ocurría en las plateas y museos de la ciudad desde una ignorancia provinciana — se hizo famosa.

Tanto, como para que los siguientes años varias revistas y semanarios mostraran interés en su particular estilo de relato. Con veintidós años, Irving viajaba alrededor de norteamérica como el “anónimo más famoso de un país con gusto por los chismorreos” y explotó su capacidad para narrar lo pequeño y lo corriente. Creó docenas de seudónimos y personalidades para desmenuzar las costumbres, los sucesos más notorios e incluso todo tipo cotilleos de un país que atravesaba una curiosa etapa de pujanza y prosperidad, en la que una nueva clase social de empresarios adinerados pero con poca educación formal, alternaban con la burguesía en “salones incómodos y con algunos malos olores”.

Irving usaba la sátira con un ejemplar sentido del absurdo y en más de una ocasión, se preguntó en sus diarios privados si “escribir era sólo eso: el placer de mirar al otro desde un cristal no demasiado bondadoso”. Con todo y sus pruritos morales, el jovencísimo escritor siguió relatando EEUU con una pluma cada vez más cruel y en especial, una conciencia de clases — “soy consciente del dolor de la pobreza y también, lamento la riqueza de algunos miserables”, escribió en una durísima carta alrededor de 1826 a uno de sus editores — y para sus treinta, ya era evidente “que escribir era un espejo”. Anotó la frase en el cuaderno número treinta dos de sus diarios y años después, diría que haber tenido una profunda conciencia que le aguardaban “años, décadas” de obsesión por la palabra.

El escritor es recordado con frecuencia por sus ideas humorísticas, que incluyó también en sus clásicos cuentos de terror. Pero en realidad, su burlona versión del mundo era una forma de suavizar opiniones que de otra forma, habría sido incapaz de expresar en voz alta. Tenía idea progresistas en una época en que era peligroso para “la reputación y el bolsillo” tenerlas, además de un hombre que no obstante su natural desparpajo, sabía que no tenía otro remedio que lidiar con la sociedad rígida de la Nueva York del siglo XIX. “Siempre he tenido la opinión de que se podría hacer mucho bien manteniendo a la humanidad de buen humor” escribió en 1830. “Por supuesto, convencer de eso a quienes creen que la risa es peligrosa, es el reto más incómodo de todos”. Pero lo intentó con un ahínco y una percepción sobre la identidad creativa, que todavía deslumbra. Su gran contribución a la historia literaria de su país, es de hecho, un tipo de relato con que el estadounidense que no amaba los libros (o tenía acceso a la educación formal), pudiera identificarse.

Por ese motivo, su amplia y en su mayor parte desconocida producción literaria, abarca desde poemas, relatos de ficción, una exploración de asombroso interés sobre el romanticismo norteamericano e incluso, una biografía en cinco volúmenes de la vida de George Washington. Todo lo anterior, mientras en Inglaterra el incipiente mundo académico del país era menospreciado y minimizado. En 1818, un crítico inglés escribió “Los estadounidenses no tienen literatura nacional ni eruditos” en una amplia recopilación sobre los esfuerzos de los “salvajes países de América” por encontrar su “voz literaria, por ahora inexistente.

En el mismo ejemplar, publicado en Londres y del que se debatió casi por dos años enteros, otro crítico se hizo una durísima pregunta en voz alta “En las cuatro partes del mundo, quien lee un libro americano?’’ Irving, que jamás se llamó escritor, que bromeaba sobre su caótico estudio y en especial, su desordenado método para escribir, se convirtió en héroe para los norteamericanos. Pero más allá de eso, en una figura que simbolizó la evolución del oficio de periodistas, cronistas y escritores como algo más que un quehacer intelectual. “Escribo por la emoción de ese momento, que jamás veré, que un lector comienza a degustar con cuidado mis palabras”.

El hombre que soñaba con páginas rotas

Washington Irving, que pasó buena parte de su años como escritor burlándose de norteamérica, confesó en 1857 que había comenzado a escribir por puro aburrimiento. En dos años moriría y dejaría a su paso, un curioso legado sobre los relatos costumbristas y también, un puñado Lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía, luego de dedicar horas de esfuerzo a tan docta profesión. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — estaba tan interesado en lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”, como para ausentarse por días enteros de su trabajo sólo para escribir.

Le llamaba “su devaneo” y aunque sin duda, buena parte de sus contemporáneos sin duda estaban convencidos que las ausencias de Irving tenían motivos más mundanos, en realidad, se trataba de su obsesión por la página escrita. Sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creó toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.

Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura.

Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacía. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.

Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo.

Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración.

De hecho, su obra más conocida “La leyenda de Sleepy Hollow” es el reflejo exacto de esa percepción de Irving sobre lo cotidiano. La historia no solamente transcurre desde lo habitual sino que además, describe entre líneas ese saber originario y oral que forma parte de la costumbre de tantos pueblos y lugares alrededor del mundo. Y lo hace con increíble gracia: El Sleepy Hollow de Irving es un pequeño y tranquilo valle en el Estado de Nueva York, habitado por descendientes holandeses. Como otras tantas localidades de la Norteamérica llena de emigrantes, el pueblo guarda sus costumbres, leyendas y opiniones sobre lo fantástico y lo natural.

Una percepción tan desconcertante como originaria que crea sus propios monstruos y terrores, sus propias historias de miedo. Y es allí, donde Irving encuentra el momento y lugar idóneo para contar — a su manera precisa, rápida, concisa y siempre divertida — esa percepción sobre lo maravilloso y lo fantástico por la que parece sentir predilección pero también, esa noción sobre lo que atemoriza. Tal parece que el miedo tiene una raíz sustancial: una idea que subsiste en lo cotidiano y que se crea así misma. Y más allá de eso, un reflejo de esa particular cultura de lo absurdo — donde todo es posible y cualquier cosa podría suceder — que Irving retrata tan bien en sus historias.

Incluso los personajes de Irving siguen esa línea aparentemente costumbrista que de pronto, puede crear algo por completo nuevo y desconcertante: el Ichabod Crane de Irving no sólo el epítome de esa visión casi genérica sobre el antihéroe que luego se haría parte del imaginario de la literatura fantástica y gótica, sino que además juega con los estereotipos para crear una visión sobre el hombre y la credulidad por completo original. El maestro Crane no es agraciado, ni tampoco valiente ni mucho menos, un hombre inolvidable. Como reflejo de la historia que protagoniza, es un cúmulo de rarezas bien planteadas que sorprende por su singularidad: pobre pero en una elegante decadencia, lleva levita remendada y zapatos de tacón que conocieron mejores tiempos.

Es tan poco agraciado físicamente que para lograr las atenciones de los lugareños se prodiga en favores y es un ejemplo de corrección y buena educación. Además de eso, es culto, disfruta el canto y como no, las leyendas tradicionales que disfruta contando con gracia y enorme entusiasmo. En resumen, un personaje que no parece encajar en ninguna parte pero en realidad, lo hace en todas. Un hombre cotidianos que sin embargo resulta extraordinario en su rareza.

En medio de ese equilibrio entre lo vulgar y lo inquietante, transcurre toda la obra de Irving. No sólo lo hace a través de esos pequeños contrastes que desconciertan por su limpieza y precisión — Su Ichabod Crane despierta ternura y a la vez cierta conmiseración — sino de esa comprensión sobre los ambientes y espacios como elemento terrorífico que con toda probabilidad, provienen de los numerosos viajes que el escritor realizó a lo largo de su vida. Para Irving el pueblo de Sleepy Hollow es otro personaje dentro de la obra, con sus momentos luminosos y otros sencillamente aterradora, extendiéndose alrededor de las ideas como un espacio necesario para comprender lo que se cuenta. El escritor logra no sólo incorporar elementos de la novela costumbrista — con sus descripciones elementales sobre campos y posadas — sino que dota al pueblo de una personalidad real, que se sostiene con una enorme facilidad y consistencia a través de la narración.

Incluso el conflicto de la novela — esa aparente comedia de equivocaciones entre Katrina Van Tassel, hija de un rico labrador y objeto del deseo de Ichabod y Brom Van Brunt, su rival — parece ocultar algo mucho más lóbrego e inquietante de lo que puede suponerse a primera vista. Para el escritor, el terror tiene muchas formas de expresarse…y si duda el humor es una muy poco habitual. Y es esa salvedad, lo que hace probablemente tan curioso esta recreación del género escrita por Washington Irving.

Con una asombrosa capacidad para la ironía y la sátira, el autor convierte lo que podría ser un relato folletinesco y hasta ridículo en una entretenida parodia de los relatos populares de miedo y fantasía. En realidad, la novela de Washington tiene muy poco de terrorífica y si mucho de irónica, una visión definitivamente burlona del miedo, la superstición y la necesidad de la mente humana de crear sus propios monstruos. Con su Ichabod Crane torpe y su historia de amor contrariada por Katrina, el autor juega con los elementos tradicionales hasta brindar una perspectiva totalmente al relato tradicional de terror, a esa búsqueda de elementos de lo fantástico y lo onírico que el género del terror intenta conjugar.

Muy probablemente, sea esa característica de desenfado y burla lo que haga que la obra de Washington Irving haya envejecido con muchas más dignidad que otros relatos de terror de su época. Con su estilo ligero y su buen uso de la ironía refinada, parece abandonar esa retórica recargada que condenó al olvido a otros relatos contemporáneos y brinda al lector una rara oportunidad de conocer esa otra perspectiva del terror o mejor dicho, de la naturaleza humana.

No obstante, esa aparente talante desenfadado de la novela, se transforma en algo más: poco a poco Irving construye una mirada sobre el terror tan genuina que sorprende por impecable y aguda. Lo que parecía una mirada burlona a lo que produce el miedo — o puede producirlo — se convierte en el miedo mismo, con sus narraciones de leyendas sobre cortejos fúnebres, lamentos en los bosques, apariciones de mujeres misteriosas y por supuesto, la leyenda favorita del pequeño pueblo, el Jinete Sin Cabeza, el centro mismo de los terrores sutiles de un pueblo aparentemente crédulo.

Es entonces cuando la habilidad de Irving para crear ambientes dota a la novela de una peculiar viveza: el giro argumental que sostiene la historia ocurre con tanta facilidad y sobre todo, fuerza que no sólo brinda todo un nuevo cariz a la hasta entonces, divertida narración, sino que crea una nueva dimensión del terror. ¿Que infunde miedo? ¿Lo que tememos? ¿Lo que ocurre? ¿O esa misteriosa combinación entre lo que imaginamos y lo que ocurre en los límites de lo que asumimos real? Con una enorme habilidad y buen pulso, Irving dibuja un paisaje donde el terror se combina con una percepción muy fresca sobre lo que asumimos puede ser temible. Y lo hace sin dejar a un lado esa convicción tan evidente suya que en medio de la normalidad, puede abrigar lo terrorífico o lo que es quizás lo mismo: lo terrorífico se disfraza con enorme frecuencia de lo que consideramos habitual.

Al final, ese plácido Sleepy Hollow, con sus paisajes idílicos y somnolientos, rodeado de misterios y pequeños silencios, parece describir mejor que cualquier otra cosa, ese terror que el mundo moderno comprende tan bien: esa claroscuro entre lo que asumimos real, lo que puede no serlo y más allá, lo que resulta terrorífico por el mero hecho de existir en nuestra imaginación. Una imagen insistente sobre lo que somos y más allá, de lo que asumimos puede ser lo real. Un interminable juego de espejos.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine