Luz de invierno, una ciudad en cristal

La singular caída en los Infiernos de Arthur Rimbaud. (parte I)

Aglaia Berlutti
12 min readApr 5, 2021

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El invierno de 1883 fue uno de los más duros que se recuerde en París. La nieve comenzó caer alrededor de la última semana de octubre y para diciembre, la ciudad entera estaba cristalizada en hielo. Era una “visión de vitrales y cristales” diría después el joven periodista Paul Bourde en un artículo sobre el tema en Le Figaro. También eran unas semanas con pocas noticias en la ciudad, más allá de algunos comentarios sin trascendencia sobre el inusual clima, los trastornos que había ocasionado y en especial, los debates sobre la concepción de la poesía como “elemento esencial” de la literatura francesa. Se trataba de una vieja discusión y una que además, Charles Baudelaire había reavivado, a pesar de su muerte dos décadas atrás. De hecho, sus Flores del Mal eran más notorias que nunca, en especial su concepción del mal. Por lo que todo lo relacionado con su memoria y su contribución a la poesía, volvía a estar en boca de todos los ámbitos artísticos de la ciudad. Bourde dedicó esas dos semanas de mal clima a investigar para un artículo sobre el particular, a falta de mejores noticias que reseñar.

La mañana del 12 de noviembre de ese año, alguien — el periodista diría que jamás sabría quién había sido el autor de la nota — encontró sobre su escritorio un sobre cerrado. “Le conviene ir a la ciudad de Edén, Yemen” decía la carta en su interior. Además, contaba en pocas líneas, la extraña historia de un “poeta perdido, que quizás usted guste conocer”, que se encontraba radicado en la ciudad. Se mencionaba un nombre, una descripción física y una incomprensible narración sobre los años más recientes de una figura literaria que hasta entonces, París había dado por muerto. El texto incluía los suficientes datos como para dejar claro que no se trataba de una broma ni tampoco una treta ridícula. Los matasellos eran reales y los datos, verificables. La carta provenía del otro lado del estrecho de Bab-el-Mandeb.

El extrañísimo texto finalizaba con la dirección precisa sobre un café en la ciudad portuaria junto con el nombre de un comerciante de café de la zona que además, mantenía un pequeño café: Alfred Bardey. El periodista revisó el sobre, llegó a romperlo en busca de algún otro dato oculto, sin encontrar otra cosa. Al final, acudió a la oficina postal. Un empleado reconoció de inmediato las estampillas. No había remitente, algo común en la época, sino un sello que indicaba la “urgencia” de entregarlo en las manos del periodista. Y aunque Bordeau después diría que el funcionario postal se unió a sus esfuerzos por encontrar algún detalle que le permitiera encontrar al autor de la carta, no logró encontrar el menor indicio. “Era un misterio, incómodo y por supuesto, podía ser de enorme interés periodístico”, diría después Bourde.

Por supuesto, el editor Francis Magnard, cabeza visible del periódico, no pareció muy dispuesto a desembolsillar los gastos del viaje, sólo por desvelar el misterio de una nota misteriosa en el escritorio de uno de sus periodistas. Pero Bourde se convirtió en una cuestión de honor. Hubo discusiones en la redacción, cartas airadas de periodista a editor por cerca de una semana y por y por último, una apuesta arriesgada. Bourde costearía el viaje de su bolsillo y Magnard debía comprometerse a reembolsar el costo si el periodista descubría algo “de interés” en Edén. El periodista se quejó que se trataba de una treta “engañosa” y Magnard comentó a todos que si el periodista lograba encontrar “ese gran misterio no muy claro”, el editor admitiría su error y devolvería el importe en seis francos de oro a Bourde. Ambos cruzaron un solemne apretón.

Pero el viaje no fue sencillo ni tampoco rápido. Al final, Paul Bourde llegaría a Edén tres semanas después y sólo cuando logró que varios de sus amigos más cercanos, le hicieran un préstamo en metálico. Con todo, el periodista tenía el entusiasmo suficiente para aceptar un viaje largo y muy poco cómodo hasta Yemen, en lo que después contaría como una aventura “con tintes trágicos”. Llegó a enfermar de “algún trastorno alimenticio” y al final, llegó al este del estrecho de Bab-el-Mandeb el 22 de diciembre. De inmediato, buscó un hotel “pequeño y destartalado” en el que permanecería por doce días (todo lo que podía costear) y se dirigió al café que mencionaba la misteriosa nota sin firma que había llegado a su escritorio. Unas semanas antes, había intercambiado algunas cartas con el propietario, que se mostró bastante sorprendido que un periodista parisino estuviera interesado en su humilde local. “Puedo asegurarle que no hay nada literario aquí” explicó, aunque puso en relieve que su café era extraordinario, que era el mejor local de la ciudad para degustar la exótica comida del país, además que podría entablar “grandes conversaciones” con talentos “aún por descubrir”.

Al día siguiente de su llegada, Bourde conoció a Bardey, que le recibió en el local. Tal y como le había adelantado en varias de las misivas que habían compartido, no había nada sobre un supuesto misterio literario. Bourde había evitado mencionar el nombre que se incluía en la misteriosa misiva, pero ahora, decidió que quizás no tenía otro remedio. De modo, que preguntó directamente al mercader de café, si había escuchado antes o después, el nombre de Arthur Rimbaud. El periodista diría después, que tuvo la impresión que mencionaba un nombre venido de una época remota, de una en que además, el mundo literario parisino había cambiado quizás para siempre. “Fue la única oportunidad en que pensé todo se trataba de un absurdo” escribió el periodista años más tarde. Y describió el minuto que siguió a la pregunta, como “el más largo concebible en su vida”.

Radiante estrella fugaz

Para la sorpresa de Bourde, Alfred Bardey soltó una carcajada y de inmediato reconoció el nombre. Se trataba de uno de sus empleados, encargado desde hacía más de seis años de varios oficios en el café. Un “joven alto y agradable que habla poco”, añadió Bardey, sorprendido por el interés del periodista por quizás, “el hombre más discreto” de todo Edén y llegó a insistir, en la posibilidad que se tratara de una simple equivocación. ¿Podría tratarse de una confusión de nombres? En realidad, para el mercader el hecho que Rimbaud — a quien consideraba uno de los tantos individuos sin identidad que llegaban a raudales desde Europa — fuera en realidad un reputado poeta, era poco menos que inimaginable. Para su círculo y todo quienes le conocían por poco más de un lustro, era un buen mercader que llevaba libros de contabilidad “con un orden estricto y puntilloso”, además de sin duda, ser de una discreción “enfermiza” con su vida privada. Apenas se sabía tenía un piso diminuto en la ciudad, que enviaba cartas con dinero a Francia por giro postal y que pasaba las noches encerrado en su habitación. “¿Un poeta? ¿está usted seguro?” insistió Bardey.

En realidad, el empleado del mercader de café, era algo más que un escritor. También era considerado ya por entonces, el “fundador” de la poesía Europea. Un poeta con una influencia tal, que su debut literario había arrasado por completo al mundillo literario de París en apenas cuatro años. Había sido una especie de cataclismo conceptual y estético que tomó desprevenida a la ciudad, al círculo de escritores que intentaban reformular la idea sobre la poesía e incluso, al extenso y cada vez más devoto debate sobre la voz del verso en Europa. Desde Inglaterra, ya se consideraba a John Keats como el máximo representante de un tipo de expresión estética que asombraba por su delicadeza y poder emocional. También, Elizabeth Barret Browning había otorgado una mirada por completo nueva a la idea general sobre la poesía como vehículo de lo intelectual y de la crítica, algo que había puesto a la poeta a la cabeza de una revolución sobre el peso del verso en la literatura.

En Francia, Charles Baudelaire había dado una sacudida de considerable importancia a la idea de la poesía, refundada y reconstruida a partir de una herramienta intelectual de potencia desconocida. También lo había hecho, aunque en menor medida Antoine-Vincent Arnault y en especial, el Movimiento del Parnasianismo que para 1876, se debatía entre la concepción de la poesía como un medio de poder expresivo y verbal, pero también una conclusión estética. Al final, la poesía en buena parte de Europa estaba a mitad de una transformación incompleta, teñida de las inevitables transformaciones históricas y culturales de una época de rápidas transiciones. No obstante, Rimbaud había ido más allá. Con apenas diecisiete años, había logrado sacudir por completo no sólo las estructuras del verso como creación individual — su cualidad rítmica narrativa — sino además, refundar de origen la concepción de lo estético como parte del valor literario del ámbito poético. De un único y frenético golpe, Arthur Rimbaud había destruído las bases del postromanticismo, de la noción alegórica y en especial, la búsqueda de la percepción sobre lo emocional, para crear algo por completo nuevo, todavía en análisis y que había arrasado por completo con las triviales discusiones acerca de la poesía doce años atrás.

Para Bardey fue toda una revelación y una que además, no tenía el menor sentido ni mucho menos, coincidía con su versión sobre el anónimo empleado que había llegado casi una década atrás al café. El prodigio violento de ojos azules y cabello rubio que el periodista le describía, no tenía ningún parecido con el hombre silencioso, que apenas se hacía escuchar y que sólo había exigido algo a cambio de su trabajo en el local. “Paz”. No quería trabajar con nadie ni en compañía del resto de los parroquianos del lugar, del bullicio de la ciudad, mucho menos, de la radiante vitalidad de los comensales habituales. El mercader, que sólo deseaba un francés confiable al que pudiera responsabilizar de los primitivos libros de contabilidad, aceptó la condición sin demasiadas preguntas. “Y ahora usted me dice que se trata de un poeta” insistió a Bourde. No sólo un poeta, sino el impulsor de un tipo de simbolismo salvaje que había hecho añicos los esfuerzos de la noción del poeta como iluminado por fuegos interiores para convertirle en interlocutor. El creador de la segunda voz poética, el que tomó el verso libre y le brindó un realce desconocido, capaz de extenderse de un lado a otro de la percepción de la literatura como hecho místico emparentado con lo humano. “No es posible” insistió el mercader. Y le habló entonces, de este hombre solitario, que dedicaba horas de soledad a revolver los espacios más oscuros del local, a ordenar poco a poco, todo lo que allí se guardaba, en una especie de hábito sin sentido, pero que guardaba en realidad, cierta lógica de la expiación. Bardey conocía lo suficiente la naturaleza humana, como para saber que lo más probable, era que su empleado se tratara de algún criminal de poca monta, que huía de Francia y que había encontrado refugio en Yemen. Qué, con sus modales correctos, su frialdad y su renuncia a cualquier intento de hacerse comprender, en realidad escondía algo más. ¿Un asesinato? ¿un robo?

“Libros” dijo Bourde. Y después diría, que al decirlo en voz alta, comprendió la enormidad de su descubrimiento. Porque como cualquiera que tuviera alguna interés en la literatura francesa, el nombre de Arthur Rimbaud era para Bourde un mito, una pieza que no encajaba en el gran mecanismo académico de la literatura francesa. De hecho, todavía en buena parte de París se debatía sobre el poder de la obra de Rimbaud, tan sorprendente como para devastar todo a su paso como una estrella fugaz de considerable poder. Su trabajo literario, compuesta por dos grandes colecciones de versos creadas entre 1870 (aún sin cumplir los dieciseis años) y 1874, ya con veinte años, es una mirada deslumbrante sobre una evolución abrupta de lo que hasta entonces había sido la poesía en Francia. La cualidad de la percepción acerca de la poesía de Rimbaud evadía explicaciones sencillas. No sólo era una búsqueda de identidad del yo poético, sino también, de la transformación del poeta en algún más que un magnánimo y elegante interlocutor de la palabra como sublimación de la emoción o el símbolo. Rimbaud buscaba algo más, creó algo más y terminó por convertir la poesía en una fuerza viva, salvaje y luminosa, capaz, eso sí, de arrasar por completo y desde sus cimientos, la concepción benigna del poeta como guardián de un tesoro lingüístico.

En realidad, el jovencísimo Rimbaud reinventó el verso desde su esencia, lo dotó de un tipo de energía nueva y peligrosa, a la vez que se convirtió en la primera víctima de ese supremo credo de la destrucción para alcanzar la máxima belleza. “No soy yo, es otro” dijo para describir su estado de completo desorden de los sentidos, la oleada de destrucción que arrasó hasta las cenizas toda propuesta anterior. Al contraste, la dulzura mágica, tenebrosa y pesimista de Keats parecía simple y la cualidad rítmica y cuidadosa de la métrica de Percy Shelley, anacrónica. Incluso, la solemne, macabra y dolorosa visión del bien y el mal de Baudelaire parecía resquebrajarse ante el impulso del fuego vivo de Rimbaud.

“Libros, ha venido huyendo de libros” explicó Bourde y entonces llegó el momento que había esperado por meses. “¿Puedo conocer a su empleado?” pidió a Barney, que seguía considerando toda la extravagante historia una especie de combinación entre los habituales rumores a media voz que se esparcían por la ciudad con cierta frecuencia acerca de los extraños personajes que vivían en ella. El mercader, asombrado por la historia, de inmediato aceptó. “Aunque estoy por completo seguro se ha confundido usted de persona” insistió por última vez, antes de hacer venir al empleado de la trastienda. Bourde contaría después que mientras aguardaba, temió que quizás, todo se trataba de tal y como sugería el dueño del café, una gran confusión. Rimbaud llevaba más de una década desaparecido, era una pregunta sin respuesta para buena parte del mundo académico parisino y además, una concepción sobre el terror al vacío que solían provocar las grandes figuras monumentales, llevado a otro extremo. ¿Realmente esperaba encontrarle en un pequeño café de un país africano? ¿alejado de la fama, la polémica, su enrevesada y apasionante historia? ¿podía ocurrir algo semejante?

Un hombre apareció por la puerta trasera del café. Era alto, el cabello castaño oscuro, el rostro delgado. Ojos azul claro, miró a ambos hombres sin ningún interés. Bourde se levantó de inmediato. “¿Es usted Arthur Rimbaud?” preguntó. El hombre frunció el ceño. “¿El escritor?” insistió el periodista y contaría después, que el desconocido no tuvo que hacer nada para dejar claro que no sólo era el hombre enigmático que había revolucionado París, sino que además, era el protagonista de un misterio que llevaba su rostro. Se quedó muy quieto, enfurecido y Bourde diría que notó como la furia — “esa furia de la que tantas otras personas habían escrito” — afloraba como una ráfaga de rubor vivo. Apretó los puños, miró al sorprendido comerciante para quien trabaja y al periodista. “Vayanse a la mierda” dijo y volvió al interior del local.

Los dolores de una vieja tragedia

Unas horas más tardes y luego de insistir hasta la súplica, Bourde pudo conversar con Rimbaud. No fue una conversación larga y mucho menos, una amable. En realidad, el escritor tardó un par de minutos en dejar claro que no tenía interés en rememorar el pasado y que de hecho, consideraba toda su obra poco menos que un intento “absurdo, ridículo, repugnante” de crear cualquier cosa. Bourde insistió en saber qué había ocurrido después que abandonara país, cómo había llegado a ese remoto rincón africano, pero Rimbaud dejó claro una sola cosa: No tenía interés en nada de lo que había ocurrido en París, de su supuesto legado, de los rumores que todavía sorprendían a los círculos de debate literario en la ciudad.

Lo único que deseaba era “paz” insistió en un tono que no dejaba lugar a dudas. Ya por entonces, era bastante conocido el talante explosivo del empleado anónimo del café, por lo que preocupado, Bardey pidió al periodista dejar la conversación para otro día y quizás, una mejor ocasión. Bourde contaría después que aceptó, convencido que nadie podía huir de esa forma de sí mismo, de la monumental envergadura de su obra y de hecho, todo lo que sugería la mera percepción de su impacto en la cultura francesa. “Nadie quiere o puede negar su propia grandeza” escribiría en su libro de viajes “Nadie desea dejar de reconocer en el gran espejo de la historia”.

Resultó que Rimbaud no sólo lo deseaba, sino que abandonó esa misma noche Adén con destino desconocido. Cuando Bourde volvió al café, Bardey le anunció lo que se convertiría en un patrón por el resto de la vida de Rimbaud. Aparecer de forma sorpresiva, en medio de los oficios y los lugares más extraños para volver a desaparecer. El poeta jamás volvió a escribir una palabra y se negó en todas las formas posibles a reconocer su valor. Pero en esa única conversación con Bourde dejó claro algo que sería una constante en su percepción acerca de su figura en las décadas siguientes: el profundo rencor que le inspiraba su trascendencia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine