Los monstruos humanos e inhumanos en el cine: (Parte II)

Cuando el miedo toma un rostro reconocible.

Aglaia Berlutti
13 min readOct 8, 2019

(Lee aquí la parte I)

Una tenebrosa elegancia:

La novela American Psycho de Bret Easton Ellis comienza por interminables descripciones de marcas, productos, hábitos que se extendían interminables páginas tras páginas. Patrick Bateman parece aburrido y desconcertado en medio de la colosal y anónima superficialidad del mundo que habita y que le moldea a pequeños golpes de efecto. Es un hombre triunfador — como otros tantos a su alrededor — , un ejecutivo prometedor. Y también, un asesino temible que se esconde detrás de un brillo barato y artificial que le define casi por accidente. De hecho, ese es el juego a dos reflejos de este libro crudo, asombroso y directo. Patrick Bateman, símbolo de esa sociedad decadente, simplona y brillante de principio de los años ’80, esconde detrás de su pulida apariencia un asesino de violencia inusitada. Pero no hablamos de simple locura, Patrick Bateman representa un tipo de maldad esencial, brutal, sin matices que asombra por su virulencia y tal vez, justamente por eso, termine fascinando al lector.

Lo que hace verdaderamente terrorífica la historia de American Psycho es esa sensación de aparente normalidad frágil en la que se mueve Patrick Bateman, ese lujo inaudito que cubre como una máscara radiante al monstruo que habita y se oculta en una cultura hueca. Y es ese elemento dual lo que atrae irremediablemente de la historia, lo que la hace aterradora y fascinante a un tiempo.

Y es que sin duda, Patrick Bateman lo tiene todo, es la imagen del joven triunfador de su época, los competitivos, frenéticos y excesivos años ochenta. Es joven, rico y guapo. Y tan anónimo que es probablemente esa ausencia de identidad, ese no existir en medio de una sociedad sin personalidad, consumista y rota, lo que hace que sus asesinatos sean tan desconcertantes. Porque Patrick Bateman no tiene una razón para matar. Mata por placer, por lujuria. Mata porque desea hacerlo y simplemente porque puede hacerlo. Con una habilidad casi inquietante, el autor dota a su personaje de un mundo que se derrumba, a medida que la historia muestra esa violencia inusitada, esa danza de horrores bien envuelto en un paquete de brillante lujo. Porque Bateman tan pronto se está comprando unos mocasines a juego con su Rolex como que está partiendo en dos a una chica tranquilamente y sin inmutarse. Admira a los asesinos en serie, es asistido por un psiquiatra, compra perros para torturarlos, desuella a las mujeres lentamente. Como telón de fondo, la sociedad se balancea, envuelve a Patrick para sofocarlo, para incluso para protegerlo en medio de esa sinfonía de horrores que parece crecer página tras página. Cuando el lector culmina finalmente la historia, tiene una sensación irreal, casi dolorosa: ¿Cuantos monstruos como Patrick Bateman se esconden en la sombra del lujo de cada ciudad de este mundo tecnificado y aislado por su propia idea cultural?

El tema de la ultraviolencia, la psicopatía en estado puro y el asesinato suele tocarse siempre más o menos de la misma manera: se analiza el comportamiento como una aberración de origen y se insiste en la responsabilidad moral de la condena. No obstante Easton Ellis no se detiene en la culpa social y cultural, sino que reflexiona sobre el asesinato y la violencia como un producto cultural. Tal vez por ese motivo, el argumento de la novela levantó resquemores: Patrick Bateman, un joven ejecutivo a la última moda no es un asesino corriente. Conoce a la perfección como hay que vestirse, cuales son los lugares donde paladear frenesí de lo inmediato, la música que hay que escuchar, los difusos valores culturales que debe seguir, si desea pertenecer al privilegiado rebaño al que pertenece. También es un asesino en serie que viola, tortura y mata a sus víctimas. Una combinación dual casi ideal para lo que se considera la psicopatía en estado puro.

No es de extrañar que causara sensación en su momento. La descripción de los crímenes es cruda y sin concesiones. Y es que Easton Ellis le da nueva voz a un viejo temor: la muerte sin rostro, la violencia de guante blanco. ¿Se trata la violencia de una forma de locura? El escritor lo analiza desde la percepción del dolor y la angustia existencial, pero sobre todo desde una perspectiva que se toca poco: La sociedad — la soledad existencialista, el anonimato global — que engendra sus propios monstruos

Horrores en la sombra:

Freud dijo en una ocasión, que en nuestros sueños habitan paisajes imposibles poblados por enemigos secretos. Una némesis imperecedero que encarna y nutre nuestros temores y esperanzas. Un caldo de cultivo no sólo para entender la profundidad de la mente humana — sus heridas, tragedias y asombro — sino también, esa extraña cualidad del hombre de construir sus propios pasajes emocionales. Se trata de un concepto extraño, que sorprendió a los contemporáneo del psiquiatra austríaco pero que también, delineó esa búsqueda de orígenes sobre los confines de la interpretación psiquiátrica sobre un misterio trascendental de todas las épocas: ¿Por qué soñamos? ¿Que construye nuestros sueños? y quizás, algo más inquietante ¿Qué son nuestras pesadillas?

Wes Craven, director y guionista, pasó buena parte de su vida haciéndose los mismos cuestionamientos. En una ocasión contó que durante su adolescencia, luchó con terribles y vívidas pesadillas. Nadie supo explicar al jovencísimo Wes el motivo por el cual sufría de imágenes tan terribles que le provocaron un insomnio pertinaz que le acompañó hasta la edad adulta. Eso, a pesar de pasar por el consultorio médico y psiquiátrico. No obstante, siguió padeciendo de terroríficas imágenes nocturnas. El futuro director llegó a temer el mero acto de ir a dormir: permanecía con los ojos abiertos en la oscuridad de la madrugada, resistiendo al sueño. Aterrorizado por la mera idea de lo que podía encontrar en la oscuridad de su mente.

Veinte años después, Craven utilizaría la experiencia — las extrañas connotaciones de la experiencia onírica convertido en un tipo de sufrimiento muy definido — para crear una de las películas más terroríficas de la historia del cine y el que quizás, es uno de los monstruos cinematográficos más recordados: Freddy Krueger, una re interpretación de las pesadillas de su infancia pero reconvertidas en un personaje despiadado y tenaz. Un asesino sangriento que justamente se cebaba no de la sangre de sus víctimas — o no sólo en ella — sino en ese terreno íntimo y casi inaccesible de los terrores privados. Convertido en un símbolo del cine del terror, Freddy Krueger brinda rostro a un tipo de miedo que pocas veces se analiza y que de hecho, parece tener una estrecha relación con un temor primitivo casi invisible. El que nos hace enfrentarnos no sólo a los peores terrores, sino además lo que los alimenta durante buena parte de nuestras vidas.

La aproximación terrorífica de Craven — y su intento de encarnar el miedo onírico en un rostro reconocible — es quizás el intento más consistente de nuestra cultura de comprender los sueños como un fragmento ajeno y desigual de una cierta conciencia general. Después de todo, los sueños — o su origen — siempre han sido material y fuente de interminables debates indisolubles, lo que hace que la mera intención de reflexionar sobre ellos a través de cualquier medio artístico — y mucho más el cine, con su capacidad para asimilar la cultura como una expresión visual — sea toda una travesía a través de la naturaleza humana. Ya desde mucho antes de los análisis freudianos sobre el tema, el sueño se consideraba un hilo conductor hacia un mundo sobrenatural inexplicable, parte místico y algo mucho más temible. En todas las culturas, el soñar se ha considerado una visión de lo místico y lo profundo, una puerta abierta hacia el misterio. Y Wes Craven — veterano en las lides de meditar sobre la cultura a través del enigma — no hace otra cosa que reconstruir el mito. Brindarle corporeidad y finalmente, elaborar una visión sobre el terror tan personal como despiadada.

Tal vez por ese motivo, todo en el personaje de Freddy Krueger tiene un propósito simbólico definido y además, elaborado para sostener esa percepción del sueño como puerta hacia una peligrosa concepción de lo sobrenatural. En una entrevista al periódico Angeles Time, el director explicó que su inspiración directa para el argumento de la película fue una noticia sobre la muerte de hombres y mujeres en medio de pesadillas o el sueño profundo, todas acaecidas durante la década de los años setenta. Atribuidas al uso de drogas alucinógenas, todas las crónicas sobre los sucesos hacían hincapié en que las víctimas habían insistido en sufrir de terribles pesadillas antes de morir. Para Craven — obsesionado con la idea del sueño como un horror invisible — la imagen resultó seductora. Por casi dos meses, el director trabajó sin parar en un primer borrador del guión — “era como estar poseído por una fuerza implacable, llegaría a decir Craven — que tendrían muy pocas modificaciones antes de llegar a la pantalla grande. El mito del sueño como vehículo de los miedos más profundos había regresado, en el rostro desfigurado de un psicópata asesino de una crueldad inimaginable.

No hay nada sencillo en Freddy Krueger, como personaje o símbolo. Desde su extraña vestimenta a rayas hasta la garra articulada de cuchillas afiladas, el monstruo de Craven está creado para encarnar el miedo visceral. En una extraña mezcla alegórica, el director decidió construir con cada detalle del que sería su monstruo predilecto una comprensión durísima sobre la naturaleza humana y sus debilidades. Porque Krueger no es sólo la enésima concepción del monstruo infantil sino también, una rara analogía sobre el horror nacido de la debilidad humana. Freddy Krueger nace de la violencia — como víctima expiatoria de una turba enardecida — y a la vez, la recrea como parte de una retorcida reflexión sobre la venganza y el peso de la culpa. Para Craven, la noción del bien y del mal se desdibujan y quizás por ese motivo, su personaje es más humano que sobrenatural: su maldad es de un tenor cínico simbólico que convierten el acto de matar en un ritual de venganza. Con su sonrisa deforme, la piel herida hasta límites terroríficos y su poderosa figura casi icónica, Freddy Krueger representa algo más que el miedo en estado puro. Refleja con una perspicacia escalofriante los lugares más recónditos y escalofriantes de la psiquis del hombre. A diferencia de otros tantas criaturas terroríficas, Freddy no procede de lugares espantosos ni tampoco es un ente sobrenatural inexplicable. Y es quizás el peso de la justificación — de la poderosa idea de la existencia conjuntiva de Freddy como metáfora de un mal ambiguo y privado — lo que haga tan poderosa su presencia en la cultura popular.

Monstruos desde la normalidad rota:

David Cronenberg crea monstruos con rostro humano. Lo hace además, con una grotesca elegancia, que los convierte en metáforas inmediatas del miedo convertido en algo más elemental y primitivo, a mitad de camino entre lo que inquieta y lo que atrae, por un impulso morboso inexplicable. Sus criaturas (dolorosas, violentas, terrenales) están vinculadas y sujetas a una comprensión de la naturaleza humana casi Jungiana: la belleza terrorífica que procede de las sombras.

La película Videodrome su obra más personal y en la que encuentra, como sumergirse por completo en todos los horrores sin nombre que habitan en el miedo. Porque Videodrome es ante todo, una burla, una crítica, pero también un manifiesto de ideas irracionales que el director borda para conseguir un resultado de sorprendente calidad. Cronenberg se arriesga con todo en una propuesta elaborada y retorcida, donde reúne todas las ideas que ha meditado hasta entonces en su carrera y las relanza en una especie de epopeya sangrienta que carece de toda prudencia. Una provocación directa a esa visión del público sobre lo que debe ser el cine, sobre lo que debe contarse y de manera mucho más profunda, de lo que se asume como la violencia dentro del lenguaje cinematográfico. El director, convencido de la necesidad de romper ese elemento visual y argumental que define al cine violento, al fantástico y al simplemente impactante, creó algo más duro y sobre todo más esencial: Un manifiesto del poder de la imagen que asombra, que desconcierta. Y lo hizo con un pulso impecable, un buen hacer que convirtió a la película en objeto de culto.

Según cuenta el mismo Cronenberg, la idea central de la película le obsesionaba desde niño: solía quedarse hasta muy tarde en la noche sentado frente al televisor, buscando señales piratas que no recibían correctamente, lo que creaba una cacofonía confusa de imágenes y lugares. No sabía de donde provenía ese flujo de información desordenado, pero de alguna forma comprensible — desde el caos, desde cierta línea de lo esencialmente desconcertante — y cuenta que por años, le obsesionó el origen de esa televisión como alternativa a la realidad. Esa periferia de la imagen y del significado que parecían brotar al borde mismo de lo que consideramos normal y coherente. Por ese motivo, el personaje principal de Videodrome sobrevive bajo la premisa de ofrecer en su pequeña cadena de televisión contenido que el espectador no encontrará en ninguna otra parte. Restos y fragmentos de una realidad desconocida, misteriosa y al margen de esa incesante ráfaga de imágenes optimistas del mundo moderno. Una búsqueda que lentamente desmonta esa percepción de la realidad única, de la visión amalgamada al deber ser. Y es que en su búsqueda de material diferente, el personaje encuentra una señal pobre e inestable — que desaparece y aparece como lentas palpitaciones de información — que lo único que emite son torturas, en apariencia reales. La violencia parece insinuarse, pero nunca en clara — la imagen viene y va — pero cuando finalmente se enfoca, muestra ese otro mundo, el que se esconde bajo el limpio y artificial mundo televisivo: en un tosco escenario claustrofóbico, dos encapuchados atan y golpean a una mujer. Aparentemente en vivo. Una mezcolanza de ultraviolencia y manifiesto ideológico que no termina de mostrarse nunca, que apenas se sugiere pero que sin duda, es lo suficientemente real como para aterrar al posible espectador.

Cronenberg juega entonces con lo símbolos: con la naturaleza morbosa del espectador, que mira lo que ocurre en la pantalla entre el horror y la curiosidad. Porque mientras el personaje de Cronenberg contempla fascinado la violencia, la deshumanización y la crueldad, el cuestionamiento es evidente, la crítica se muestra aunque la opinión no sea directa. Como director, Cronenberg no pontifica, mucho menos sermonea. Tampoco le interesa expresar una opinión. Sólo mira, la cámara intrusa, ese debate interior y difuso del personaje que es testigo de la muerte y el horror, y lo disfruta, lo paladea, desde ese aislamiento supremo del hombre contemporáneo, de la pantalla del televisor. A través de su personaje, logra que ese observador silencioso se enfrente a la idea de su propia percepción de la realidad, de lo que le abruma, lo que soporta, lo que anhela ver e incluso de lo que podría ver en la búsqueda incesante de respuestas al estimulo, lo prohibido, lo que se esconde más allá de lo que percibe como normalidad. El personaje de Cronenberg se convierte entonces en una metáfora de la adicción: no distingue la vigilia y el sueño, no diferencia lo que ocurre de lo que imagina y muy pronto, se obsesiona con las imágenes. Una necesidad insatisfecha de algo que ni él mismo puede decir de qué se trata, pero que le abruma, le desconcierta, le golpea, le aplasta.

En más de una ocasión, Cronenberg ha insistido que su film es por completo alegórico, una inusitada reflexión sobre la violencia y el sexo en nuestra sociedad, sobre todo nuestra percepción sobre lo que es en realidad la crueldad y la sexualidad en un mundo sobresaturado de información. Y sin embargo, la durísima propuesta parece abarcar algo más: esa indiferencia del espectador que mira hacia el mundo que se le muestra. ¿Le importa a quien mira la violencia como símbolo? ¿Como elemento evocador? ¿O lo reconstruye como parte de quien es, de la sociedad en la que vive, de su propia conclusión sobre el mundo? Una y otra vez, muestra a la pantalla como una visión más allá del limitado ámbito de la realidad del hombre, invita a comprender esa confusión de la identidad y la cultura que la consume desde el punto de vista de un distanciamiento moral apreciable. Un ojo que mira, una ventana expuesta hacia el espíritu racional de quien consume las imágenes. ¿Hasta que límite somos victimas de nuestra propia avidez? ¿Hasta que punto somos nuevos estratos de esa violencia sobre la violencia?

Bailar con el diablo bajo la luz de la Luna:

Arthur Fleck acaba de matar por primera vez y de súbito, todo es claro en su vida. El miedo, la marginación y la alienación se transforman en un lugar de asombrosa quietud en su mente. Y entonces, este hombre destrozado, renacido en sangre y violencia, definitivamente roto, un nuevo habitante de la oscuridad, baila. Los brazos sobre la cabeza, los ojos bien abiertos. Baila, con el rostro tenso, el cuerpo convertido en un nudo de músculos, tan delgado que podría parecer frágil a no ser por la rigidez de la furia que habita en su interior. Arthur es un asesino, un monstruo. Es una sombra espectral del hombre que fue antes de levantar el arma y disparar.

La noción del monstruo, la percepción sobre lo que somos como colectivo y cultura, se transforma a través de los años. Quizás por ese motivo, el investigador Masahiro Mori abarcó la cuestión en uno de los tratados más influyentes de la historia de la robótica. Publicado en 1970, la investigación analizaba la idea del Valle inquietante y el rechazo natural que cualquier hombre sentiría hacia criaturas no humanas, que sin embargo tuvieran aspecto o características humanas. ¿Y que es monstruo sino esa otra región del miedo, la versión del yo escindido y resquebrajado bajo fuerzas insoportables de indudable poder? Hay temor, pero también una repulsión absoluta que Mori jamás pudo explicar pero que dejó claro, era la respuesta a cualquier cosa “creada por el hombre con el objeto de acercarse al hombre”. Como los sueños rotos de quienes se aferran a las cenizas de la identidad vapuleada y caída en desgracia.

Como si se tratara de la frontera entre lo aterrador y un cierto tipo de esperanza frustrada, la teoría de Mori engloba quizás el último estadio de una percepción sobre la conciencia creativa que aún permanece incompleta e inexplicable. De la misma manera que nuestras dudas existenciales más profundas. Nuestra casi ingenua necesidad de brindar sentido y forma a la irracionalidad de la existencia.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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