Los monstruos femeninos y el poder corporal

Del body horror a la belleza siniestra. (Parte II)

Aglaia Berlutti
13 min readAug 19, 2020

(Puedes leer la parte I aquí)

La historia y la belleza: el monstruo exquisito.

A la novela Alias Grace de Margaret Atwood (y también a la serie) se le ha descrito como “metaficción historiográfica”, en la que la autora combinó elementos reales de anales jurídicos de diferentes episodios jurídicos estadounidenses con la ficción, para elaborar un cuidadoso manifiesto sobre la libertad personal y una alegoría sobre el dolor de la impotencia histórica. La historia de Grace Marks, una criada condenada durante su adolescencia a la prisión por el asesinato de su empleador y su amante, parece ser la metáfora de la opresión y la discusión moral de siglos de antigüedad sobre la mujer como elemento confuso y sobre todo, objeto de discriminación frente a la ley pero también, a la percepción de la moral cotidiana.

La historia, basada en hechos reales, es un relato devastador sobre la pobreza, la hambruna y la ignorancia de una época signada por la presión cultural sobre lo femenino, pero también es una muy lúcida disertación sobre la impotencia. Grace no sólo está acusada de la muerte de su patrón, sino que además, se convierte en símbolo involuntario de la pulsión ética de su tiempo. Se le llama monstruo y se acusa a su “voracidad” y a su condición de mujer, como factor determinante en el crimen que cometió. Progresivamente, Grace es abusada, violada, maltratada y despojada de todos sus derechos a través del peso de la ley y también, de la cultura que la culpabiliza por transgredir una percepción muy definida sobre la figura ideal de la mujer, que Grace desde su ambigüedad corrompe y destruye. Pero Grace no es otra cosa que una mujer sin poder. Una mujer sometida a todo tipo de vejámenes y dolores en medio de una situación de absoluta crueldad. Grace no dispone de voz ni de voto, para defender su honra o incluso, demostrar su inocencia. Es un objeto utilizado por el estamento del Estado y la Ley que la acusa sin transiciones ni medias tintas, en medio de un debate sobre su moral pero también, sobre las implicaciones de su comportamiento y dolor espiritual.

Resulta inquietante, que Alias Grace refleje un debate que elude a la desigualdad estructural y temible sobre los dolores y temores que sostiene el argumento. No obstante, también hay algo más temible, doloroso y punzante. Una concepción sobre el autoritarismo y el fenómeno del patriarcado que se contempla desde decenas de situaciones disímiles y desconcertantes con respecto a la figura de la mujer como sujeto legal y cultural. La Grace Marks de Atwood se convierte sin quererlo, en Chivo Expiatorio de un sistema que la destroza por el mero hecho de simbolizar un tipo de amoralidad sin nombre ni explicación coherente. Es entonces, cuando el argumento alcanza su punto más duro y complejo, porque no sólo muestra a Grace como víctima, sino también, como posible producto de su entorno, de su dolor y de la rabia contenida. Una mezcla que transforma a la historia en un manifiesto de furia contenida, terror apenas entrevisto pero sobre todo, de un sufrimiento ciego y sordo que puede equipararse a cualquier época.

En una ocasión, un periodista le preguntó a la escritora Margaret Atwood que le hacía inscribir, ese elemento misterioso y obsesivo que le impulsaba a contar historias. Con una de sus sonrisas misteriosas y duras, Atwood se tomó un tiempo antes de responder. “El miedo” dijo al fin “ a lo que no podemos ver, a lo que se esconde en lo corriente, lo que tenemos a diario”. Toda una declaración de intenciones que resume no sólo su punto de vista sobre la escritura sino su en ocasiones, retorcida perspectiva sobre la creación. Margaret Atwood, decana de una generación de escritoras obsesionadas con su entorno pero sobre todo, la condición humana analiza desde la periferia ese consciencia de lo misterioso y lo terrorífico que se esconde bajo lo cotidiano.

Porque más allá de su labor como escritora, Atwood es militante de todo tipo de ideas complejas, basadas en un humanismo profundo y con una estrecha relación con la necesidad de comprender lo hórrido desde una perspectiva nueva. Todas sus obras, analizan la libertad de expresión, el feminismo, los procesos de identidad regional e incluso la poesía desde un ángulo fresco y renovado que le permite teorizar sobre lo esencial de la idea del hombre por el hombre. Atwood además, observa la realidad desde una sabiduría sin pretensiones eruditas que tiene una directa relación con una sensitiva capacidad para desmenuzar la realidad en sus piezas básicas. El resultado, es una percepción sobre la identidad colectiva entre la ternura, la ironía y la crítica que asombra por su agudeza pero también, por su cualidad conmovedora. Aficionada a los límites y lo marginal, Atwood encontró en la palabra un refugio para sus obsesiones y pesares. Más allá de eso, la escritora parece muy consciente de la labor de la escritura como reflejo de la realidad e incluso, un anuncio pesimista sobre el futuro cercano y distante.

No obstante, Atwood rechazó por un largo tiempo la etiqueta de “feminista”, aunque su primera novela “The Edible Woman” (1965) era una reflexión tan profunda sobre la identidad femenina, que pareció adelantarse a la segunda Ola del feminismo. Pero para Atwood, el problema de la mujer va más allá de la comprensión ideológica y política. El éxito de sus novelas radica en su capacidad para analizar historias no contadas sobre la perspectiva femenina, desde una crudeza desconocida. La escritora encontró una manera de hablar sobre mujeres desde la perspectivas de las mujeres, pero a la vez, mostrando la dureza de la comprensión histórica sobre la identidad que sustenta la idea de lo femenino. Toda una proeza que convierte a sus novelas en reflejos persistentes de la memoria colectiva. Atwood siempre parece encontrar la forma de contar un secreto más allá de la conciencia cultural y atinar con sus reflexiones, sobre las grietas y dolores que aplastan a la cultural.

Se trata desde luego, de un acto de ficción radical cercano al manifesto. Pero Atwood no pierde tiempo satanizando, dramatizando ni mucho victimizando a sus personajes. Sus novelas son sobre hombres y mujeres oprimidos por igual por un sistema que desconoce su individualidad y la aplasta bajo la noción del poder absoluto. En “Alias Grace” es evidente que Margaret Atwood equipara el control del poder judicial sobre la mujer con la noción de la sociedad que golpea y aplasta la identidad colectiva bajo la subyugación.
Lo elusivo de la verdad — el sentimiento de alineación, de odio al diferente y sobre distinciones clasistas — parecen reflejar con enorme precisión el pulso incómodo de EEUU en plena segunda década del siglo XXI, a pesar de la distancia histórica que separa “Alias Grace” de cualquier debate actual. No obstante, con su percepción sobre la realidad y las grietas de la información distorsionada y convertida en herramienta de discriminación y prejuicio. “Alias Grace” no pretende ser un alegoría sobre el terror y la perversión de lo que consideramos incuestionable, pero lo es. Y ese quizás es su mayor mérito.

Atwood tiene un evidente interés sobre el mito y también, la connotación sobre la historia que se repite, por lo que sus novelas tienen un dejo de atemporalidad. También lo tiene la serie “Alias Grace”, aunque es notoria la mano de la escritora en la noción sobre su necesidad de contextualizar lugares y momentos a través de pequeños detalles extraordinarios y misteriosos. Nada es casual en una obra de Atwood y “Alias Grace” tiene mucho de esa identificación precisa y casi académica del momento histórico en que transcurre la historia. Sus diálogos rápidos e inteligentes, llegan a la pantalla, de forma detallada y perspicaz, pero además la serie hereda de su gemelo literario el poder de evocación para crear una sensación de inevitable desastre. Un teorema intelectual que convierte a la serie en una reflexión sobre quienes somos, la cultura en que nacemos pero sobre todo, las implicaciones temibles sobre el poder y sus ramificaciones, cuando se combina con la moral y la ética distorsionada bajo el prejuicio. Una combinación explosiva en plena época Weinstein.

El miedo, siempre el miedo.

¿Qué simbolizan los cuentos de Hadas? Es una pregunta que antropólogos e historiadores intentan responder, sin lograrlo aún. Después de todo, la presencia de narraciones metafóricas ha ido constante en la revisión de lo literario como herencia colectiva y más aún, el hecho de la oralidad al contar historias como parte de una tradición primitiva, que de una u otra forma, une todo tipo de percepción cultural en un único origen. La escritora Angela Carter realizó hace más de dos décadas una exhaustiva investigación sobre el tema y llegó a la conclusión, que las narraciones de la cultura popular es un vínculo invisible que une a países, mitologías y sociedad de una forma concreta. “Un cuento de hadas es una mirada furiosamente viva sobre la raíz central del pensamiento primitivo” escribió. Lo cual es cierto, pero además, forma parte de la cultura pop de una manera que resulta en ocasiones inquietante por su tácita aseveración sobre la naturaleza del relato, la idea sobre las emociones puras y algo más profundo. ¿No es ese el motivo por el cual las Princesas la factoría Disney son estereotipos sobre la mujer admirados y admitidos por millones de niñas alrededor del mundo? ¿No son los cuentos de Hadas un núcleo de símbolos y metáforas que se perpetúan en diferentes formas en una especie de reivindicación libre del monomito Campbell? De una forma u otra, cada cuento de hadas es la descripción de un monstruo, la criatura que crece, evade, se sostiene, se nutre de un trayecto existencial doloroso y en ocasiones, abrumador. Cualquiera sea la conclusión sobre el origen y el valor de la narración oral convertida en tradición escrita, es evidente que se trata de algo mucho más complejo que la unión de elementos que reflejan un hecho cultural. Y ese quizás, es el mayor misterio dentro de su planteamiento.

La autora británica Helen Oyeyemi tiene una mirada sobre los cuentos de Hadas que aglutina no sólo la percepción de Angela Carter — la universalidad convertida en un mensaje individual, el monstruo invisible — sino que le añade una nueva dimensión. Oyeyemi ha dedicado buena parte de su carrera literaria a contemplar la idea de la oralidad y la costumbre de la narración como una pieza fundamental del folclore de cualquier país. Cada una de sus obras, profundiza sobre el canon que aglomera la raíz del cuento y lo lleva a una dimensión más sutil y sofisticada. Y lo hace además, con una precisa conciencia sobre el alcance de su experimento literario: En el 2011 Oyeyemi escribió la novela “Fox”, que reversionó el cuento de hadas británico del mismo nombre con un toque moderno y audaz que lo convirtió en un inmediato éxito de ventas y también, en una aproximación exhaustiva al centro medular de lo que un cuento de hadas puede ser. En realidad, para Oyeyemi el folclore no sólo es una fuente de inspiración: sus historias elaboran y reconducen la concepción sobre la moral, la belleza y los atávicas percepciones sobre la identidad heredadas del cuento de Hadas, a una nueva configuración mucho más acorde con la sensibilidad moderna. De modo que sus príncipes hacen las preguntas correctas a sus princesas, los animales del bosque tienen conflictos emocionales muy actuales y el sufrimiento de los Reinos de leyenda, son un reflejo de la soledad y el desarraigo contemporáneo.

En el 2014, Oyeyemi analizó de nuevo esa concepción sobre el todo — lo antiguo y lo moderno mezclado en un relato puramente simbólico — en su ya icónico libro “Boy, Snow, Bird”, que la autora admitió, es una mirada por completo novedosa al cuento de Blancanieves. De nuevo, la semilla de la tradición oral está allí y también, la necesidad de encontrar en el discurso literario moderno, los hilos que unen a las viejas historias con algo más novedoso. El resultado es una espléndida variación del bien y el mal moral, pero extrapolado hacia la convicción que al final de todas las cosas, lo que tememos y buscamos, es una versión idealizada de una memoria común imposible de desmenuzar por completo. Todas las historias proceden del mismo lugar y desde luego, todas las miradas del mundo hacia la identidad del espíritu de la época, del mismo territorio de ideales y principios que se sostienen entre sí hasta crear un entramado único. Oyeyemi comprendió el poder de la narración a dos tiempos — el invisible y el real — y construyó un estilo en consecuencia.

El más reciente libro de la autora, “Gingerbread” Oyeyemi intenta de nuevo la delicada conexión entre lo viejo y lo nuevo, a través de un mito común que el lector reconocerá de inmediato. En esta ocasión se trata de “Hansel y Gretel”, historia que Oyeyemi enlaza con tópicos como la violencia, el dolor, la persistente necesidad de reconocimiento e incluso, con la conexión total con la vida que asumimos como inevitable y los pequeños dolores de la cotidianidad. Pero no lo hace de una manera sencilla: “Gingerbread” es una búsqueda incesante de alternativas al dolor emocional y el hilo conductor es lo suficientemente astuto como para elaborar un recorrido circular entre ciertos tintes de maravilla y fantasía, que de ser más profundos, podrían confundirse con el realismo mágico de novelas con estructuras semejantes. Pero es evidente que Oyeyemi analiza la cuestión del ser y del yo desde una perspectiva más dura y cruel: para la ocasión, los niños perdidos en el bosque están llenos de problemas y la bruja malvada, es una mujer devastada por un sufrimiento interior que se sostiene con dificultad gracias a la maldad. Un juego singular de roles que elabora una concepción extrañísima sobre lo que consideramos ideal y correcto: como en sus otras novelas, los personajes de Oyeyemi no son completamente buenos y tampoco malvados. En realidad, su comportamiento flota en mitad de una concepción caleidoscópica de todo tipo de matices que los hacen mucho más ricos y complejos de lo que podría suponerse en una primera lectura. Para Oyeyemi el hilo conductor de la historia radica en una especulación directa sobre la conducta humana. ¿Aprendemos lo que creemos parte de nuestra vida? ¿O ya se encuentra allí, vinculado a una parte de nuestra mente que sostiene la identidad en un frágil y equilibrio? Oyeyemi no responde a las preguntas pero tampoco, deja de recorrer la mera reflexión sobre su posible respuesta. Al final es el lector quién debe decidir si encontró lo que buscaba — o no — en medio de la frágil línea argumental que se enrosca en sí misma en busca de significado.

A pesar de lo anterior, “Gingerbread” no es un libro de especial complejidad o de eso logra convencernos Oyeyemi cuando cuenta la historia desde la notoria simplicidad de un narrador de pulso firme. La novela comienza describiendo la rutina cotidiana de la Maestra de Harriet y su hija, Perdita. Ambas son espejos una de la otra y tan misteriosas, como para que no sea fácil entender su comportamiento durante las primeras páginas del libro. Harriet es dura, fría pero aún así amable, una combinación que convierte su personalidad en una combinación de elementos dificil de definir de inmediato. Por su lado, Perdita es una adolescente callada y que se considera anónima. Según cuenta — sentada en la cocina junto a su madre, la taza de café entre las manos — su personalidad no tiene la suficiente potencia para “ser ignorada”. “No existo en realidad” comenta con cierta perplejidad trágica. Harriet, que la escucha sin saber qué decir, comienza a comprender que su hija ya no es una niña, sino una mujer muy joven que está creciendo en medio de un tipo de limitación afectiva que no termina de comprender. El conflicto es claro, aunque su solución no demasiado es inmediata. Hay algo de temor en el hecho que una y otra son incapaces de reconocerse entre sí (a pesar de lo mucho que las une) y disfrutan de una especie de distancia mínima que les otorga una convicción firme sobre la relación que comparten. Madre e hija intentan dialogar y asumir el peso de la vida de una en los parámetros mentales y emocionales de la otra, sin lograrlo de inmediato.

Por supuesto, como maestra, Harriet sabe muy bien lo complicado que puede ser la vida de un adolescente en la secundaria, por lo que intenta un elaborado plan para atraer simpatías pero sobre todo, convencerse a sí misma que merece la pena el esfuerzo de cordializar con quienes podrían hacer a su hija la vida más sencilla. De modo que Harriet prepara Pan de Jengibre, con una vieja receta familiar que tiene algo de inquietante. “No evoca momentos inocentes, ni mucho menos dulces. Su sabor es tan violento que no puedes olvidarlo de inmediato, aunque desees hacerlo” explica Oyeyemi en la voz de Harriet. Para Perdita, el pan y la reunión de amigos en que se compartirá, es la misma cosa. La concepción del pan como un recuerdo familiar y un vinculo con los desconocidos, hace que tanto Harriet como Perdita, encuentren un hilo de comunicación que las une. “El pan caliente y firme, es como un bocado de recuerdos” dice Oyeyemi para describir el breve reencuentro emocional entre ambas.

Pero se trata de un cuento de hadas y Oyeyemi no deja que lo olvides. La novela comienza a tornarse tenebrosa y surreal cuando Harriet regresa a casa y encuentra Perdita, al borde de la muerte luego de preparar y comer docenas de hogazas del famoso pan de jengibre familiar. “Hay un ingrediente misterioso que abre las puertas de la muerte” dice Perdita, que además clara que su intención no era suicidarse sino entender mejor — a través de la herencia familiar — su vinculo con Druhástrana,el país en que nació Harriet y su madre Margaret, que podría existir o no. La novela no se prodiga en detalles — los cuentos de hadas rara vez lo hacen, a menos que sean pequeños símbolos de penurias y alegrías que se extrapolan para sostener la narración — pero sí deja muy claro que el misterioso territorio de leyenda del que nadie ha oído hablar, es una vuelta de tuerca hacia un tipo de historia personal que Harriet tendrá que contar para mantener a su hija con vida. Cuando lo surreal y lo onírico entra en escena, “Gingerbread” se hace una sucesión de escenas asombrosas que además, enlazan emociones y poderosos puntos de vista sobre el amor, la muerte y el desarraigo. Construida de la misma forma que el camino de semillas del viejo cuento alemán en que se basa, la novela comienza entonces su recorrido hacia la oscuridad, lo simbólico y un tipo de asombrosa belleza.

Oyeyemi encuentra entonces su mejor momento narrativo: La historia que comienza con el pan de jengibre y termina recorriendo parajes extraordinarios plagados de muñecas de madera parlantes y mariposas ciegas, brindan la sensación que el mundo que describe la escritora es algo más que una mirada a un tipo de cuento que todos recordamos de una manera u otra. La esencia del cuento de hadas está allí, también lo está su recorrido por las antiguas cadencias del folclore de cual provienen, pero más allá de eso, Oyeyemi necesita ejercitar su pulso narrativo para sostener el puente entre ambas cosas. La suspensión de la incredulidad ocurre de inmediato y el argumento alcanza sus momentos más profundos, a medida que Oyeyemi transfunde la realidad en una concepción de lo espiritual que sorprende por su sentido sobre lo salvaje y lo poderoso. Oyeyemi cuenta y a la manera de los viejos chamanes y cuentacuentos de otras épocas, logra de inmediato que la audiencia se sorprenda por la belleza de lo que narra, por la ternura con que elabora una connotación profunda sobre lo que desea encontrar pero sobre todo, una mirada elaborada y sustanciosa sobre la personalidad y la identidad.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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