Crónicas de las hijas de Afrodita

Los pétalos rotos de una perversa sutileza (Parte II)

Aglaia Berlutti
9 min readFeb 15, 2023

(Puedes leer la parte II aquí)

En 1948, Sally Horner de once años de edad, entró en una tienda en Camden, New Jersey. Según contaría después las diversas crónicas que siguieron su caso, era una niña rubia, de sonrisa inocente y con un aspecto “virginal”. Antes de su secuestro, era una más en un grupo de media docena de colegialas que solía cometer pequeñas travesuras en comercios de la ciudad. Uno de ellos, era robar libros y cuadernos, para luego devolverlos con las hojas repletas de frases románticas y dibujos en tinta.

De hecho, el día en que el pederasta Frank La Salle le secuestró, la encontró con un cuaderno robado entre las manos. Y fue la pequeña transgresión, lo que le haría creer las amenazas del hombre de 50 años, que le aseguró era un agente del FBI que la enviaría a un lugar “para chicas como ella”. Aterrorizada, la niña terminó por obedecer la orden del desconocido de abandonar la tienda y subir a su coche. La dependienta diría después que creyó que se trataba del padre de Sally. “Le tomó la mano con afecto e incluso, abrió la portezuela para ella”, explicó cuando fue interrogada sobre el caso, casi dos años después.

Frank La Salle era un violador convicto que tenía menos de seis meses de haber sido liberado por buena conducta. No obstante, para cuando secuestró a Sally de Candem, había intentado hacer algo semejante en dos oportunidades. La primera vez, según relata Alexander Dolini en su artículo What happened to Sally Horner?, trató de convencer a una niña de diez años de “ser su buena amiga” en un parque público. No obstante, la niña gritó y huyó, mientras que La Salle fue detenido y enviado a reclusión preventiva por seis meses. En la segunda ocasión, se le vio merodear por un colegio privado de la ciudad. Fue detenido por segunda vez y se le amenazó con revocar su libertad condicional en caso de reincidir.

De modo que cuando subió a Sally al coche y escapó con ella, la intención de La Salle era no solo huir de una posible segunda condena, sino de cualquier tipo de vigilancia legal en New Jersey. Bajo amenazas, convenció a Sally de telefonear a su madre y explicar que viajaba a Atlantic City en compañía de un grupo de amigos. Viuda y con dos trabajos, Florence Horner aceptó la versión sin muchas explicaciones y tardó más de doce horas en constatar que Sally había mentido y se encontraba desaparecida. Para cuando denunció el crimen, La Salle había salido del estado de Nueva York y se encontraba en paradero desconocido.

Por dos años, La Salle atravesó Norteamérica haciéndose pasar por el padre de Sally. No obstante, para entonces, había abusado de la niña en múltiples ocasiones. En público, el ex convicto insistía en ser el padre de su víctima y eso le permitió atravesar el país entero e incluso, matricular a la niña en una escuela de Dallas (Texas) para evitar despertar las sospechas de la autoridad escolar de la región, que vigilaba de cerca casos de niños fuera del sistema de enseñanza medio. Según contaron varias de las madres que llegaron a conocer a La Salle durante la época, era un padre “atento” pero “sobreprotector” y Sally “una niña tímida, pálida y asustadiza”.

Finalmente, Sally confesó lo que ocurría a una de sus compañeras de clase: de inmediato, La Salle fue encarcelado y Sally, devuelta a sus padres. No obstante, la investigación posterior demostró que La Salle había convertido a la niña en “su pequeña esposa”, un término que el criminal llegó a utilizar durante el juicio y que llenó los titulares sensacionalistas de la prensa de la época. El proceso legal se convirtió en un circo mediático y muy pronto, la desgraciada historia de Sally Horner se convirtió en un símbolo turbio de horrores que muy pocas veces se debatían en voz alta en la sociedad norteamericana. En especial, el hecho que Sally se hizo el símbolo de un tipo de perversa atención que desconcertó y enfureció a su familia. La única fotografía que se reprodujo en periódicos y revistas, era una revisión siniestra a la percepción del país sobre la pureza. De pie, vestida de blanco y con el cabello alborotado sobre los hombros, tenía el aspecto de una beldad triste y aterrorizada. De hecho, un tabloide le llamó “el ángel herido de New Jersey. La frase acompañaría a Sally de por vida.

La Salle fue condenado a treinta y cinco años de prisión y murió mientras cumplía la sentencia. Sally murió apenas unos años después de ser liberada de su captor. El 18 de agosto de 1952, el coche que conducía se estrelló contra la parte trasera de un camión estacionado en la calle. Los pocos detalles que trascendieron a la prensa del incidente desconcertaron al público. La adolescente conducía y según los testigos “no redujo la velocidad” mientras se acercaba al enorme vehículo vacío que cruzaba una calle a seis de la que vivía. Sally murió de inmediato y por meses, se especuló si el incidente no había sido al menos “intencionado o sin duda, provocado”, aunque nunca hubo pruebas de algo semejante. La última fotografía de Sally, días antes de su muerte, la muestra con un rostro diminuto, muy joven y sombrío, con el cabello oscuro que le roza las mejillas delgadas. “Un ángel lastimado” dijo en una inusual nota emocional The Associated Press.

Por inquietante que parezca, Vladimir Nabokov conoció el caso y es evidente que la repercusión de la noticia tuvo relación con su novela. De hecho, en uno de los pasajes más controvertidos, deja evidencia clara que al menos, la repercusión y la dolorosa sordidez de lo ocurrido, influenció el tono y el ritmo de su narración. Atormentado por la culpa y el miedo, Humbert Humbert se pregunta en voz alta “¿Le había hecho yo a Dolly, quizás, lo que Frank Lasalle, un mecánico de cincuenta años, le había hecho a Sally Horner, de once, en 1948?”. La conexión incluso va más allá: entre los archivos de Nabokov y material de referencia durante su investigación, se encontró un cuaderno de notas, en la que había coleccionado los titulares. En especial, varios de los que hacían referencia a “la dolorosa, marchita y rota belleza” de Sally Horner, mancillada por los horrores “del mundo de los hombres”.

La belleza, es al final de las cosas, un filón de oscuridad” escribió Nabokov en una de las notas que acompañó su larga investigación sobre el caso de Sally Horner. Tal vez, la piedra estructural de todo el sentido trágico, perverso y violento de su novela y el discurso sobre el cual se sostiene.

Lolita, en el deseo y la imagen

En una ocasión, el director Stanley Kubrick admitió que le obsesionaba la belleza. No una mera obsesión estética, mucho menos algo tan banal como una satisfacción visual. Para Kubrick la simetría, el poder de la imagen formaban parte de un discurso elemental que era indivisible de lo que el cine crea y construye como historia. Y de esa belleza — el enunciado de lo estético como símbolo de algo más profundo — Kubrick encontró un mensaje perverso e inquietante que explotó en la mayor parte de su obra cinematográfica. Un único concepto donde lo estético y lo narrativo se mezclan para crear algo más profundo y uniforme. Cuál sea el caso, para Kubrick la imagen trascendía la simple herramienta estilística y mostraba una idea mucho más elaborada. Una historia en sí misma.

Muy probablemente por ese motivo, el director se obsesionó con la historia de la novela Lolita y la convirtió en una película que aún despierta controversia. Infravalorada y criticada desde todo punto de vista, la obra parece desafiar la visión convencional sobre el sexo, la moral y el dolor, de la misma manera en que Nabokov lo logró desde la versión literaria. No sólo porque Kubrick — en esta ocasión fungiendo el doble oficio de guionista y director — construye una reinvención del clásico literario a su medida, con una osada reconstrucción de la trama en beneficio de su puesta en escena. Además, la película carece del preciosismo estético del autor. Por supuesto, la estupenda fotografía, los encuadres impecables continúan siendo el sello de Kubrick en el metraje, pero el director, en una vuelta de tuerca que sorprendió a propios y extraños, parece más obsesionado por sugerir que mostrar, por ocultar que expresar. Probablemente, la historia de Lolita con toda su carga de erotismo perverso haya representado para Kubrick una nueva obsesión: ese planteamiento que evade lo evidente y elabora una nueva manera de expresarse, entre la sutileza y el disimulo.

Para el Kubrick maravillado por las múltiples interpretaciones de la obra de Nabokov nada parece ser sencillo: Ni la expresión formal del cine y mucho menos la experimentación en base a sus elementos formales. Mucho menos esa necesidad suya de utilizar el fotograma como vehículo de creación en estado puro. Por ese motivo, sus decisiones argumentales y narrativas en Lolita son parte de ese proceso creativo del autor en busca de identidad. Con un pulso preciso y una comprensión del lenguaje cinematográfico muy profunda, Kubrick intenta que esa cualidad inquietante de la novela de Nabokov brinde a su gemelo en celuloide verdadera sustancia. Pero lo hace a su manera, sin intentar que lo que muestra en pantalla sea una copia de la página del libro. Porque para el Kubrick director, es sumamente importante que el cine — o su planteamiento — conserve su integridad, su construcción elocuente y su expresividad. A la vez, el Kubrick guionista intenta elaborar una narración sugerente, que permita sostener el suspenso incluso en una historia que la gran mayoría de su público conoce.

Se ha criticado muchísimo esa visión dual de Kubrick en Lolita. Una buena parte del público se escandalizó por la manera como manipuló la historia de un libro considerado un clásico de origen y otra, le pareció innecesaria la revisión de una historia que posee una sustancia y peso propio. Pero por sorprendente que parezca, fue el propio Nabokov, también acreditado como guionista de la película, quien no solo apoyó los cambios, sino que los consideró necesarios. En una ocasión, Nabokov llegó a decir que Kubrick “Había comprendido la novela mejor que nadie” y que su manera de reconstruir el planteamiento literario, sin afectar su esencia y mucho menos el carácter de los personajes era “Un triunfo de una profunda concepción artística”. Sin duda, todo un espaldarazo a Kubrick, quien obsesionado por la necesidad de llevar la narración al planteamiento de la imagen, se tomó no pocas libertades para lograrlo. Tan lejos llevó su intención, que se permitió incluir escenas de su propia invención entre las ya muy conocidas del libro, con lo que logró crear un ambiente psicológico intenso y mucho más poderoso del que podría haber logrado con la mera adaptación.

No obstante, como buen creador visual, las razones de Kubrick para reconstruir el guion a la medida de su planteamiento cinematográficas no son únicamente de índole técnico: también tenía por costumbre hacerlo para animar a sus actores a improvisar y a tomar riesgos histriónicos durante la filmación, lo cual brindaba un clima novedoso a sus muy complejos guiones. En el caso de Lolita, Kubrick llevó su necesidad de experimentación incluso más allá: los actores parecen desarrollar una interacción tan íntima y fidedigna que desconcierta. Una complicidad sorprendente que elabora nuestros elementos al ya de por sí enrarecido clima de la novela. Kubrick manejó la identidad retorcida de la novela de Nabokov para interpretar una noción del erotismo sutil, pero aun así lo suficientemente directo como para levantar suspicacias. Se dice que la mayor parte de sus actores usaron la improvisación para crear un ambiente cada vez más cargado, una tensión irreductible que dotó a las escenas con un brillo desconocido. Un planteamiento del cine como reflejo de la vida real y en este caso, el doble reflejo que intenta sintetizar la voz literaria y la visión verídica en una sola imagen.

Para Kubrick, el misterio de Lolita no pareció consistir en lo que se muestra — lo evidente, lo llanamente procaz y perverso — sino en lo que se esconde, lo que el espectador puede percibir por momentos, ese otro paisaje que se dibuja en el trasfondo. Una sutileza donde Kubrick el obsesivo, triunfa en esa ambigüedad de lo que expresa a voz alta y lo que desea callar. Una dualidad que sin duda sostiene el discurso de la película y más allá el planteamiento de su director. Porque quizás el verdadero reto de Lolita no fue lograr ese delicadísimo equilibrio entre la luz y la sombra, la belleza y la obscenidad, sino permitir que la balanza se incline hacia un lado u otro a través de pequeños golpes de efectos. El misterio de lo que seduce o mejor dicho, el enigma que logra cautivar.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine