Las secretas ramificaciones del populismo: ¿Qué tienen en común Hugo Chávez, Donald Trump y Gustavo Petro? Unas reflexiones.
No conozco lo suficiente sobre la política interna de Colombia ni tampoco me atrevería a hacerlo, sólo por sufrir las consecuencias de una estafa histórica. Pero mientras leo las declaraciones del candidato presidencial Gustavo Petro, en las que insiste en que su primera acción de gobierno será “Una constituyente”, siento un escalofrío de puro miedo. Palabra por palabra, es casi la misma promesa electoral de un Chávez lleno de ira y encumbrado en el fervor popular, en un descontento violento y que le convirtió en la respuesta a la desigualdad y al resentimiento social que por mucho tiempo ardió a fuego lento en Venezuela. Petro, con su aspecto campechano, sus modales amables y su insistencia en una “Colombia más justa” es un reflejo del Chávez vestido con un impecable liqui liqui blanco (traje tradicional de los llanos venezolanos) e intentando sonreír, despejar toda inquietud sobre sus intenciones. “Venezuela necesita un cambio, juntos lo haremos” recuerdo haberle escuchado decir en una de sus alocuciones. Y sentí también un escalofrío de miedo. O algo semejante a una advertencia visceral que no supe interpretar muy bien.
Ese quizás es mi primer recuerdo de Hugo Chávez Frías. Se encontraba en la Universidad en la que estudié, estrechando manos al azar y tratando de convencer al pequeño corro de estudiantes que le rodeaban (y que más tarde le acompañarían a un debate en un foro cercano) que era inofensivo. Esa fue la palabra que utilizó “Inofensivo”. Por entonces, Chavez era alto, delgado, desgarbado, con la piel quemada por el sol y sonrisa fácil. Gestos amables aunque un poco rígidos de político que comienza a tantear el terreno que le rodea. Una curiosidad histórica, comentó alguien entre quienes le observábamos a distancia. A mi me pareció peligroso. Tanto como para alejarme lo más rápido que pude de su improvisado discurso, sin escuchar el resto de su idea sobre un “país mejor”.
Por supuesto, ya había visto a Chávez antes. En la televisión, anunciando su ya histórico “Por Ahora” luego de asumir el fallido golpe de Estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez, pero también, en los afiches callejeros en que aparecía transfigurado en una especie de improvisado símbolo patrio. “El hombre fuerte, necesitamos un cambio” dijo alguien cuando me detuve frente a uno de esos afiches, aturdida y un poco desconcertada por la rápida popularidad del Teniente Coronel. “Y Chávez lo hará”.
Recuerdo que me contuve de contarle al desconocido el único recuerdo claro que tenía de los días confusos de los golpes de Estado: en lugar en el que vivo se encuentra muy cerca de la Comandancia de la Guardia Nacional de mi país y recuerdo, que luego de horas de tensión, disparos al aire y la sensación que algo inevitable estaba ocurriendo, un pequeño grupo de hombres con boinas rojas atravesó la calle. Llevaban los brazos en alto, cruzados detrás de la cabeza y les apuntaba un miembro del ejército. O eso me parece recordar: era una niña muy pequeña para entender semejantes detalles y lo más probable es que algunos sean falsos, aprendidos años después o del todo imaginarios. Lo que si recuerdo, era el rostro de terror con que miró hacia el edificio en el que vivo uno de los hombres en custodia. Un muchacho joven, la piel llena de acné, los ojos muy abiertos. Aún siendo tan pequeña, comprendí su miedo, como un mensaje antiguo, inevitable, primitivo.
Por supuesto, no dije nada al entusiasta de Chávez — aún no existía el término “Chavista” para denominar a sus seguidores — y me pregunté si ese recuerdo tenía sensación con la inmediata desconfianza que Chávez me producía. De la sensación de inquietud que su “plan de gobierno” (basado en extractos de teoría política divergente y todo tipo de fragmentos de centro izquierdismo moderado), pero sobre todo, su insistencia en una transformación “completa” del Estado. Me pregunté más de una vez, que ocurriría con quienes podríamos no estar de acuerdo con esa transformación, con la evidente minoría que podría expresarse también en votos. Con los que no compartíamos el entusiasmo nacional por el candidato. Con lo que nos encontrábamos al margen de la euforia que provocaba el recién nacido líder carismático.
“Venezuela necesita cambiar” fue la frase que se repitió con más frecuencia en medio de la campaña electoral. Y por supuesto, las ofertas y promesas desmesuradas. Entre ellas, la constituyente, ese extraño híbrido semi legal que vendría a refundar la República desde sus cimientos. La sensación era que todo estaba ocurriendo muy rápidamente, de forma muy confusa y que tenía como principal aliciente el resentimiento mezclado con la necesidad del cambio, de la transformación, de la mirada de Venezuela como un proyecto que necesitaba ser reconstruido desde la incertidumbre.
— Chávez es lo que necesita este país — me dijo una de mis amigas más cercanas, días antes de la elección — y la constituyente, es el medio para que todo mejore. Después vas a agradecer todo esto que está ocurriendo.
“Todo esto”, era la frenética necesidad de creer que Chávez podría convertir a Venezuela en el país promesa que siempre parecía ser una visión inalcanzable del gentilicio. Chávez, con su verbo exaltado, sus estrambóticas formas de señalar los errores del pasado — ¡Freiré en aceite la cabeza de los corruptos! llegó a decir en mitad del jolgorio público — y sobre todo, su insistencia en convertir a Venezuela en un proyecto país, aglutinó las esperanzas, el descontento, la desigualdad, el latente odio social. Lo hizo quizás sin saberlo, pero muy consciente de lograrlo a medida que su discurso se hacía más dirigido a las masas, dolientes y dolidas, luego de años de exclusión y marginación. “Todo esto”, pensé el día antes de la votación, mirando mi documento de identidad, único requisito indispensable para votar en Venezuela. “Todo esto” pensé con un sobresalto de miedo.
La primera vez que voté tuve la inequívoca sensación de estar cambiando el rumbo y futuro de mi país. Ya Chávez había triunfado y ahora ponía a prueba la piedra angular de su proyecto, “La constituyente”, una invocación al poder primigenio del pueblo que ninguna ley amparaba ni tampoco describía, pero que la popularidad de Chávez avaló. Lo hice contra Hugo Chávez Frías y su proyecto ambiguo, levemente engañoso y amparado bajo la emoción y el resentimiento latente de la sociedad venezolana. Recuerdo que me quedé de pie frente al tarjetón electoral, con una sensación casi ingenua de hacer historia, de enfrentarme a esa ráfaga de entusiasmo frenético que el incipiente chavismo despertaba. Me pregunté que pasaría después de expresar esa anónima y pequeña voluntad electoral. La mera posibilidad de ese abismo de décadas y transformaciones que me esperaba me produjo un escalofrío de algo muy parecido al miedo.
El recuerdo sigue nítido, a pesar de los casi veinte años que han transcurrido, de todos los dolores y terrores que los venezolanos hemos padecido debido a una crisis política que no ha hecho otra cosa que empeorar desde el día en que Hugo Chávez llegó al poder. Como sociedad, hemos atravesado una complicada y dura circunstancia a medio camino entre la ruptura histórica y algo mucho más primitivo: una mirada a la identidad esencial del Venezolano. Esa que no puede disimularse ni tampoco ocultarse. Una visión sobre el odio latente, el resentimiento social que pareció siempre encontrarse muy cerca de la superficie. Tanto como para convertirse en una fuerza política como la que es ahora mismo. Un reflejo de esa percepción del otro, la diferencia que nos separa basada en el odio y la intolerancia.
Pienso en todo lo anterior, mientras leo con inquietud las declaraciones de Gustavo Petro, que habla sobre la pobreza y la desigualdad de la misma manera en que lo hacía Chávez. De hecho, el candidato jamás ha ocultado su admiración por el difunto presidente Venezolano y el caudillo cubano Fidel Castro. Lo hace con ese desparpajo del que no tiene nada que perder y todo que ganar: la oferta de Petro es tan semejante a la de Chávez, que no puedo evitar preguntarme como es que la demagogia se está esparciendo con tanta rapidez por un continente que ha sufrido todas las penurias del populismo, que ha sufrido cada herida posible del autoritarismo y la agresión del poder. ¿Qué nos ocurre que aún continuamos asumiendo la idea de la política como un arma en un lugar de un puente de consenso? No lo sé, pienso agotada, afligida, desconcertada. Pero el patrón continúa repitiéndose y no sólo en el llamado Tercer Mundo.
Cuando vi la primera imagen del flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump celebrando su triunfo, me sobresaltó que un hombre sin otro aval que su popularidad y su sagacidad empresarial llegara a convertirse en el hombre más poderoso del mundo. El empresario aparecía en cámara con un traje azul oscuro impecable, una corbata roja que imaginé simbolizaba al partido político Republicano. Caminaba con paso seguro hacia el podio que le esperaba, en el cual se puede leer una pancarta bien visible: TrumPence. Un juego de palabras sobre la palabra triunfo no fue suficiente para describir el casi millón de votos que obtuvo por encima de Hillary Clinton, el arrollador respaldo que el candidato republicano consiguió y que conquistó ambas cámaras del congreso. De pronto, la derrota electoral demócrata tiene otro cariz. Uno más peligroso e inquietante: el fin de una era, de una forma de hacer las cosas. Un punto y aparte en la historia reciente de un país inocente que confía que el populismo no podrá erosionar sus bases constitucionales.
Trump comenzó su improvisado discurso con entusiasmo. Sonrió, sacudió los brazos. Ufano, lleno de una vanidad pueril que conozco muy bien. Recuerdo al Chavez de la primera victoria, abrazado a sus seguidores, arropado por una ola de popularidad sin precedentes. La misma sonrisa, la misma actitud condescendiente “Transformaremos el país”. En Trump, la noción sobre el triunfo es incluso más aparatosa, una amenaza. La pantalla dividida mostraba el rostros de sus partidarios, en éxtasis de gozo por el colosal golpe que recibió lo que el candidato triunfador llamó “The establishment”. Recuerdo que sentí unos extraños deseos de llorar. Me pregunté si se trataba de una emoción exagerada y pusilánime. O del conocimiento forzoso que obtuve luego de casi veinte años de discurso violento y excluyente. Me quedé sentada con una taza de café sin azúcar entre las manos, contemplando el rostro Trump sin verlo en realidad. Es imposible no encontrar de inmediato una similitud exacta con la historia reciente, agresiva y dura de mi país. Con esa arrogancia política que llevó a Venezuela al desastre. ¿Parece exagerado? Quizás lo es, me digo con cierta esperanza triste.
La misma esperanza triste en el buen juicio Colombiano mientras leo a Petro describir sus planes de gobierno que comienzan, como no, con una constituyente. “Refundar la República” dice y sonríe, con su expresión amable. Un hombre del pueblo, que se enfrentará a la rancia oligarquía Colombiana, que representa los intereses del pueblo, de los marginados, los excluidos. Suspiro, con el mismo miedo que he sentido desde hace veinte años. ¿Qué ha cambiado? ¿Que se ha transformado? ¿Que hay más allá de esa versión de la transformación de un país a la fuerza, bajo el auspicio de las mayorías, mirando al otro lado de las minorías y las críticas?
En diciembre de 1999 voté por primera vez contra la opción chavista. Y perdí. Recuerdo que llovía a cántaros y que luego del primer boletín que daba como triunfador la opción de la anunciada constituyente, pasé horas abrumada por una rara sensación de desconcierto y angustia sin nombre. En el estado Vargas, a unos cuantos kilómetros de Caracas, un monstruoso fenómeno climatológico estaba causando estragos. Los noticieros contaban sobre un deslave bíblico, una destrucción sin nombre que comenzaba a enlutar al país. Pero para Hugo Chávez, las prioridades eran otra: en su primera alocución luego del boletín que anunciaba el apoyo que su proyecto había recibido en urnas, sólo se felicitó por la “decisión del pueblo” y se anunció “que la nueva revolución estaba en puertas”. Como siempre, su sonrisa amplía, dura y ambigua me produjo escalofríos. Pero aún, la conciencia que la esbozaba mientras una considerable número de ciudadanos de su país sufrían una tragedia natural arrolladora. Pero para el animal político que era Chávez, eso no era tan importante. No lo era mientras saludaba y se subía a la ola de la popularidad inmediata, de los millones de seguidores que sacudían la mano — y enarbolaban el puño — para celebrar su victoria.
Cuando pude dormir, soñé que Venezuela (un mapa pequeño e infantil) se desplomaba hacia una oscuridad polvorienta y corriente, como un mal recuerdo. No podría decir que fue una pesadilla: fue una imagen lenta y quebradiza, que flotaba con lentitud en medio del silencio de mi sueño intranquilo. El mapa oscilaba de un lado a otro en un lento pendular en una oscuridad blanda. Y después desapareció, engullido por la oscuridad en silencio. Desperté con el corazón latiendo muy rápido, un miedo profundo que no se le pasó jamás.
Cuando Donald Trump ganó las presidenciales norteamericanas pensé en ese sueño. Solo que ahora, la imagen era la del mundo entero. Una esfera frágil que flotó y desapareció entre las primeras sombras de la mañana y mi miedo. Ese que siempre está allí. Ese que jamás he podido consolar luego de casi veinte años de enfrentar un gobierno basado en el odio y en el resentimiento. Con una ingenuidad que por momentos me parece casi ignorante, me pregunto si la historia se repite con tanta exactitud, si el resentimiento siempre encontrará un lugar en alguna grieta ideológica a donde asirse. Un escalofrío me recorrió, me dejó paralizada mirando el rostro de Trump, el cartel que anunció su triunfo. No sé cuál pueda ser la respuesta a eso.
Según la prensa Colombiana, una buena cantidad de votantes que insisten votarán por Gustavo Petro son muy jóvenes, muy pobres, los excluidos de siempre. Pero también hay un grueso de la población que considera se necesita un cambio: uno inmediato, uno radical, uno que sustente un país más justo. Que Petro, encarna todas las buenas razones para oponerse a la rancia oligarquía de un país dividido por guerras y años de violencia, que necesita enmendar los errores y volver a construir algo nuevo a partir de lo aprendido. Por supuesto, la historia de Venezuela y Colombia es muy distinta. Pero la oferta engañosa es la misma, la visión sobre la transformación basada en cierta idea violenta, muy parecida a la que Venezuela sufrió y continúa padeciendo. El parecido es inquietante.
Cuando la opción de la Constituyente triunfó en Venezuela, recuerdo que tuve un pensamiento angustioso y doloroso sobre el miedo en abstracto. La incertidumbre hacia el futuro. Algo comenzó esa noche. Y no es bueno, pensé. Algo de inconmensurable gravedad, de implicaciones invisibles que no pude digerir en todo su peso. El miedo se transformó en otra cosa. En amargura, tal vez.
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El primer discurso de Hugo Chávez fue improvisado y lo dirigió a un grupo de entusiastas que le esperaban a las puertas del Cuartel San Carlos, en el cual había estado encarcelado por unos dos años. Llevaba un liqui liqui blanco y una sonrisa emocionada por el clamoroso apoyo popular que le brindaban puertas afuera de la cárcel. Levantó el puño, lo sacudió y anunció que “vendría la Revolución del pueblo”. Una cerrado aplauso siguió al anuncio.
La noticia apareció publicada en una noticia pequeña de un periódico de circulación nacional, empequeñecida por otras tantas. Pero cuando me tropecé con ella, la leí con una sensación amarga que por entonces, no sabía como definir. Ya conocía los alcances de las ambiciones de Chávez: había vivido las dos intentonas golpista siendo aún una niña y tenía muy claro, que aquel personaje ambicioso y ambiguo, no tenía remilgos para obtener lo que deseaba al coste de lo que fuera. El pensamiento fue justo ese: Chávez hará lo que sea para llegar al poder. Miré la fotografía que acompañaba la nota: Alto y enjuto, rodeado de sus primeros seguidores. Todos le miraban con adoración. Me pregunté que podía significar eso.
Recordé esa imagen en los años sucesivos, en las interminables décadas de conflictos, dolores y el miedo claro, que nunca se va. Chávez se hizo cada vez más poderoso y notorio, se nutrió por adoración popular, se volvió un símbolo de masas. Un líder mesiánico. Y también se hizo más violento, agresivo, pendenciero. Un hombre que sonría a la vez que condenaba a la cárcel a una juez de la República, que amenazaba con “gas del bueno” a los manifestantes en su contra. Que insultaba con su voz atronadora a la incipiente y cada vez más preocupada disidencia. Se convirtió no sólo en la síntesis de todo lo que el Venezolano es, sino en todo lo que teme y paladea. En el instinto de preservación ladino y bellaco que por años, estaba oculto bajo la pátina de una supuesta e improbable bonanza económica. De pronto el odio, el de verdad, el que puede ocasionar las peores heridas en el rostro de la historia, tenía un entusiasta interlocutor.
Un día antes de finalizar la campaña presidencial, Trump dedicó dos horas y un poco más a insultar a los inmigrantes somalíes refugiados en su país. Lo hizo ante una audiencia multitudinaria y entusiasta que coreó sus consignas xenofóbicas. Lo hizo frente a las pantallas de televisión, que mostraron su rostro de mofletes inflados tenso por el odio. Lo miré y recordé con total nitidez al Chávez de sus primeros mítines electorales, eufórico y ofreciendo “freír cabezas en aceite” de sus adversarios. Recordé las multitudes que compraron ese discurso, esa imagen, esa venganza social y cultural. Y me pregunté que pensarían los miles de norteamericanos que de pronto, se entusiasmaron con el discurso de Trump. ¿Se alimentaban de esa furia resentida y vulgar que permitió a Chávez mantenerse en el poder por quince años? ¿Es la misma sustancia seductora del odio la que ofrece Trump? ¿A cuantos podría convencer? ¿Qué toca ese discurso elemental y primitivo de destrozar al distinto? ¿De arrasar con todo lo que vaya en contra de una cierta supremacía a ciegas?
Pienso en Petro, que apela a la conciencia clasista de una Colombia que sin duda sufre de grave diferencias sociales, que padece el racismo a niveles desconocidos en Venezuela. Gustavo Petro sabe cual es la herida más sensible en el rostro de Colombia. Sabe también que años de guerras, enfrentamientos y una violencia selectiva, corrupción, dolor y estafas políticas, han convertido al Colombiano en un ciudadano descreído, en busca de opciones que puedan superar la percepción del poder como una herramienta de privilegio. De la misma forma que Chávez, se dirige al Colombiano que hasta ahora ha sido ignorado y estigmatizado por los sucesivos Gobiernos, esa mezcla poco equitativa de ideología y conservadurismo. Recuerdo a Chávez, vociferando insultos contra “La oligarquía y los Pitiyanquis”, creando una percepción dura y extraña sobre el mundo y el tiempo que se diversifica como una oferta electoral que resultó creíble. Pienso en Chávez, que hasta poco antes de su muerte, ejerció un poder basado en ese resentimiento enfurecido, duro y violento que sirvió como aliciente a su versión de la realidad. Chávez era machista, misógino y racista. Y jamás lo disimuló. Y ganó elección tras elección dejando claro que gobernaba sólo para sus partidarios y de preferencia, los que encajaban en su imagen irreal y distorsionaba sobre lo que debía ser el Venezolano. Trump también lo hizo, llevando al primer Mundo un tipo de populismo violento que hasta entonces había sido parte de la norteamérica profunda: En más de ochenta discursos alrededor de la Unión, clamó en insultos y groserías contra las mujeres, las minorías, los extranjeros y los inmigrantes. Se burló de los planes sociales del Gobierno de Barack Obama. Dejó claro que el enemigo era la tolerancia. Chávez también lo hizo, cada vez que pudo. En todas las ocasiones en que necesito manipular a las masas embebidas de odio que le seguían hipnotizadas de un lugar a otro.
Trump es un Show Man. Un hombre de masas, un espectáculo público que no teme hacer el ridículo siempre que pueda obtener la atención pública. Su campaña electoral fue una colección de despropósitos, insultos y provocaciones. Pero siempre estuvo frente a las cámaras, jamás dejó de ser el objetivo de análisis y reflexiones partidistas y periodísticas. Y él lo sabía: utilizó el poder mediático para manipular por reacción, creó y fomentó un bando de “buenos americanos” que le defenderían de ataques de medios y de críticos. De pronto, era una lucha entre norteamericanos, no una elección presidencial.
Chávez hizo algo muy semejante: usó el clasismo, el resentimiento y la irresponsabilidad del gentilicio Venezolano para crear un arma política infalible. Llenó calles y avenidas con Venezolanos llenos de odio reivindicativos, Venezolanos convencidos de la culpa histórica, de la responsabilidad de un enemigo invisible en sus dolores y angustias. Chávez creó y mantuvo un ejército de seguidores que defendieron lo indefendible. Una masa ciega y llena de rencor que aún y a pesar de diez años de errores y dolores, continúa proclamando las glorias del líder muerto como propias.
Petro no ha dejado de estar en los titulares durante toda la contienda electoral. Ya sea por su oferta de la constituyente inmediata, por su insistencia en retomar un discurso que en Venezuela conocemos demasiado bien o por el simple hecho que encarna, una opción nueva en medio de una situación abrasiva y dolorosa. Cual sea el caso, Gustavo Petro se parece al Chávez que conocí, escondido bajo la necesidad del cambio, justificando la presión política de una transformación no demasiado clara o concreta todavía.
Durante toda su campaña, Trump le habló a la pobreza. A las víctimas anónimas de la crisis económica, a los que necesitan una “mano dura”, a los que están convencidos que Obama, cargado de buenas intenciones y humanismo, fue una decepción histórica. Le habló a los que temen al poder, los que desconfían, los que están fuera de sistema. Le habló a los hombres blancos, a los fanáticos religiosos, a los supremacistas. A los que están convencidos que el gobierno de un hombre negro representó un retroceso en los ideales norteamericanos. Trump le habló a los machistas, a los padres ultra conservadores. A los hombres en granjas y cosechas que consideran a su mujer una presencia secundaria. Dejó claro que la opción era contravenir el cambio, la evolución cultural, el crecimiento histórico.
Chávez apeló a la baja autoestima venezolana, a su creciente culpa histórica, a su menosprecio por la diferencia. Le habló al Venezolano flojo, al que depende de las ayudas públicas y las considera su derecho, al Venezolano enamorado de la violencia izquierdista, al Venezolano convencido de la contracultura contra el poder hegemónico invisible y la mayoría de las veces abstracto. Chávez articuló el odio contra la diferencia como una forma de mensaje político y capitalizó el resentimiento como un arma política. Y lo hizo tan bien y de manera tan inteligente, que logró construir una plataforma electoral basada en el miedo y el enfrentamiento. No hubo un sólo día del gobierno de Hugo Chávez que no estuviera marcado por la violencia, la agresión y la estigmatización del otro.
¿A qué apela Petro? ¿A que Colombiano habla directamente? ¿A quién señala? ¿A quién tendrá como contendor y enemigo invisible? Petro insiste en que la “oligarquía” es la culpable de todos los pequeños y grandes problemas que atraviesa Colombia. No destaca en la profundidad de sus propuestas, pero si insiste en puntos que en Venezuela podemos reconocer con enorme facilidad: superar la segregación y la discriminación (sin indicar la manera en que lo hará), el fortalecimiento de lo público (sin mencionar específicamente un fenómeno equiparable en lo privado) y en temas medio ambientales. Para Petro, hay una necesidad inmediata de transformar el modelo extractivista y sobre todo, construir un modelo económico que abandone la extracción de petróleo y carbón, para cambiarla por políticas agrícolas. Una propuesta muy semejante a las primeras insinuaciones de Chávez sobre la renta petrolera y su necesidad de diversificación, que más tarde olvidó a conveniencia.
A Chávez lo llevó al poder el descontento luego casi de cuarenta años de democracia bipartidista. Lo llevó el voto castigo, el odio de generaciones enteras sometidas a la pobreza y la discriminación. Lo llevó a la silla Presidencial la promesa de venganza — que no justicia — , de reivindicación, de lucha de clases. Lo mantuvo en el poder esa sed de ataque y desprestigio por el enemigo, esa noción del poder como herramienta directa del poder. El clientelismo y la demagogia como parte la estructura legal y económica. Un juego de espejos donde el resentimiento social reflejaba al ciudadano común mejor que cualquier cosa.
Trump triunfa gracias a la decepción de ocho años decepcionantes, luego que Obama anunciara una transformación apreciable en la forma de manejar el poder. Por el hecho de demostrar que se puede romper el bipartidismo tradicional gracias al voto. Pero también triunfa gracias al odio, el latente, el evidente, el que marca y estigmatiza. El odio por el inmigrante, el odio racial, la misofonía rampante, el miedo al progreso y a la Globalización. Trump logra la presidencia y lleva al primer mundo el discurso del odio.
¿Triunfará Petro gracias a la oferta demagógica? ¿A la percepción del odio y el resentimiento social como una forma de gobierno? El pensamiento me produce escalofríos. Y pienso en el capítulo de la historia que se abre en plena incertidumbre. En esta nueva etapa que se extiende hacia un futuro duro y quizás decadente. De nuevo siento miedo, claro. Como siempre. Como cada día desde que conocí los alcances del populismo. Desde que vivo sus consecuencias.