Las Crónicas de los hijos de Apollo:

El baile de lo misterioso, entre dorado y destellos de recuerdos (Parte III)

Aglaia Berlutti
10 min readMay 5, 2021

(Puedes leer la parte II aquí)

En 1898, un periodista le preguntó a Gustav Klimt cómo describiría su trabajo y a sí mismo, luego de haberse convertido en uno de los personajes más conocidos de la Viena de finales de siglo. El pintor y su interlocutor, se encontraban en el ya célebre estudio del artista. Había más de quince gatos que saltaban de un lado a otro, que se restregaban contra los tobillos del nervioso invitado y en especial, contra las manos de Klimt, que vestía de puntilloso blanco, sandalias y llevaba por una vez, el cabello largo bien peinado. El pintor suspiró y miró a su alrededor. El periodista diría después que caía la última hora de la tarde y que la luz que entraba por la ventana pareció encender en destellos dorados todos los cuadros a su alrededor. Una imagen onírica, asombrosa que le dejó asombrado y que el pintor se dedicó a mirar con una solemnidad casi dolorosa. “Estoy convencido de que no soy particularmente interesante como persona.

“No hay nada especial en mí”, dijo entonces. La luz del sol le coloreó el rostro, la sencilla túnica blanca y después, le hizo brillar como si formara parte de las extraordinarias obras que le rodeaban “Soy un pintor que pinta día tras día desde la mañana hasta la noche”. La noche terminó por llegar y ambos hombres se quedaron a oscuras, con los gatos aun saltando y maullando entre las sombras. Klimt se inclinó, encendió una vela y miró con aire reposado al periodista. “El arte no necesita interlocutores. Por ese motivo, existe y es suficiente para todos quienes le admiran”.

Pero en realidad, Klimt era mucho más intrigante que la imagen de asceta que se labró por razones más mercantiles que espirituales. Era una curiosidad en la Viena elegante de finales del siglo XIX y también, un hombre que atraía a una gran parte de la burguesía y clase alta de la ciudad, que acudía ya fuera para pagar uno de los costosos retratos radiantes en oro o para después, poder afirmar, había conocido al genio detrás de las rutilantes pinturas. Klimt estudiaba durante horas, se esforzaba en ser quizás, el mejor retratista de su época y también, en un lenguaje artístico que le llevó años pulir con cuidado y después, profundizar.

Era un hombre tímido aunque con un carácter desconcertante, que podía pasar días sin que nadie le escuchara hablar, pero que a la vez, tenía una larga lista de amantes (o eso se rumoreaba), con las que concibió catorce hijos. Solía pasearse por Viena, llevando el cabello largo y despeinado, con extrañisimos abrigos de cuero y con las manos brillantes de polvo de oro. Su sola figura se convirtió en motivo de comentarios, maravilla y después, de discusión y debate. Lo cierto era que Klimt jamás pasaba desapercibido. Era fuente de una radical transformación que quizás impulsó casi sin querer y que le llevó a construir toda una nueva mirada sobre la vida, la voluptuosidad y la pasión, en una época de cambios extraordinarios en una Europa a punto de perder la inocencia.

El rebelde originario

Gustav Klimt nació en 1862 en Baumgarten (Austria) a pocos kilómetros de Viena. Era el menor de siete hermanos — y por ese motivo se llamó a sí mismo “vampiro” más de una vez — y también, el más rebelde. Jamás obedeció el imperativo paterno de dedicarse al grabado de oro y plata, el negocio familiar, si no que insistió en que su norte “era el arte”. A los siete, pintó una imagen de una de las amigas de su madre desnuda, que le valió una reprimenda y una paliza. Pero su padre, que según diría el artista tenía “un alma sensible”, admiró también la habilidad del pequeño Gustav para el dibujo. “De modo que mi primer encuentro con el arte fue entre el bofetón y el placer” se burlaría de adulto.

Pero fue gracias a ese dibujo — y al hecho que a pesar de su carácter incomprensible, era un aplicado estudiante y tenía habilidad nata para el aprendizaje — que sus padres le permitieron matricularse a los 14 años en la Escuela de Artes Aplicadas de Viena. Era un alumno inquieto y sagaz, que ya pensaba en el arte y lo hacía con tal obsesión, que llegó a estudiar no sólo historia del arte, como era su primera intención, sino también una variedad de materias, incluídas la pintura al fresco y el mosaico. Hizo recombinaciones entre ambas disciplinas, creó una recorrido visual a través de puntos creativos tan distantes como los trozos de cristalizados de porcelana y el lienzo. Dos años después de llegar a la escuela, ya era conocido por su habilidad, por su brillante capacidad para mezclar de manera ingeniosa lenguaje y técnica, además de su inteligencia. “Respondía las preguntas con arte” diría después.

Con 16 años y mientras el resto de sus compañeros abandonaban o se dedicaban a tareas de estudios especializados, Klimt recorría los museos de la ciudad para estudiar los grabados de los jarrones antiguos y otras piezas que implicara orfebrería. Pero el jovencísimo pintor, también estaba siendo educado para vivir del arte y disfrutar de las bondades de una ciudad que estaba obsesionada con sus movimientos artísticos. A los 18 años comenzó a trabajar formalmente como pintor y aceptó encargos en murales y decoraciones de teatros y edificios públicos de la ciudad. Klimt estaba obsesionado con la mitología y tenía una asombrosa habilidad para crear símbolos y versiones sobre la realidad, a través de metáforas visuales muy elaboradas. Tanto, como para que finales de 1880, llenar el ministerio de cultura de la ciudad, con una línea ornamentada que se extendía a travé de la pared hasta crear un perfecto e impecable arco lleno de figuras mitológicas. Lo mismo hizo en el fastuoso Burgtheater de Viena. Pero aquí, no sólo se limitó a crear una cosmogonía detallada de cuerpos esbeltos sino que abarcó una pared entera con un mural de una belleza tan deslumbrante que se convirtió en atracción pública. Tan asombroso fue el resultado del experimento, que el Emperador Franz Josef, otorgó a Klimt la Orden de Oro del Mérito.

Para los 20 años, Klimt ya era relativamente famoso y también, tenía el suficiente dinero para independizarse de su familia. Alquiló un estudio pequeño y de inmediato “adopté algunos gatos, para tener compañía apropiada”, para luego dedicarse a encargo decorativos en diversas casas privadas y también a los retratos. De la época, datan sus primeros dibujos eróticos, algunos tan explícitos que de inmediato se corrió el rumor que Klimt visitaba los exclusivos prostíbulos de la ciudad en busca de placer y de modelos. Hubo revuelo y su fama de libertino comenzó a cimentarse. Un periódico de cotilleos de Viena, habló sobre el joven “esbelto, tímido y encantador pintor que ha robado el corazón de todas las mujeres más intimidantes de la ciudad”.

Para entonces, Viena bullía en una vida artística radical y bohemia, que incluía a jóvenes artistas que a su modo crearon una revolución total en buena parte de la antigua forma de entender el arte en la ciudad. Desde el arquitecto Otto Wagner, los compositores Gustav Mahler y Arnold Schönberg, y el psicoanalista Sigmund Freud, toda la vida intelectual de Europa parecía confluir en Viena. Para entonces, Klimt tenía 23 años, era misterioso, extraño y uno de los pintores más ricos de la ciudad. Pintaba tanto y en tantas formas, que llegó a rumorearse tenía ayudantes que se ocultaban del ojo público. Pero en realidad se trataba del esfuerzo sostenido del pintor, que trabaja de forma incansable día y noche, hasta caer exhausto, pero también estaba decidido a romper todos los espacios y moldes que podía sujetarle “Quien quiera saber algo sobre mí”, dijo por la época en una carta privada “debe mirar atentamente mis fotografías y tratar de ver en ellas lo que soy y lo que quiero hacer”.

Musa dorada, sol radiante, los ojos del gato misterioso.

Con 24 años, Gustav Klimt estaba obsesionado con Hans Makart, pintor de historia, diseñador y decorador académico austriaco del siglo XIX. No obstante, pronto encontró que la obra del pintor, aunque espléndida en detalles y especialmente prolija en su bagaje simbólico, era tan severa que “limitaba mis sueños, mis aspiraciones”. De modo que decidió, que aunque continuaría estudiando la obra del artista, sus horizontes le llevaban por lugares por completos nuevos. De hecho, fue la decisión de comenzar a analizar la figura humana como “un territorio colmado de experiencias” el primer paso hacia su ya conocido estilo y en especial, varias de sus mejores obras.

A los treinta, comenzó el verdadero proceso de Klimt hacia la vanguardia, en especial, cuando comenzó a comprender — y a mostrar interés — por el hecho de llevar la noción sobre lo pictórico a través de un recorrido metafórico por la mente humana. Eran tiempos de analizar la razón, la consciencia y el yo, una influencia definitiva en Klimt pero en especial, en la forma en que comprendió las líneas que vinculaban el arte con las pulsiones más secretas de la identidad. Fue una época en que el sexo se convirtió en transito de la conciencia, en la que Sigmund Freud logró transmigrar el orden de las ideas en algo más elaborado y consistente, relacionado con lo erótico a un nivel por completo nuevo. Tanto como para el historiador Gilles Neret dijera que de pronto, todo en Viena era fálico, relacionado con lo invisible o el subconsciente. “No había ningún objeto vertical que no se interpretara como eréctil, sin orificio sin penetración potencial”.

Para Klimt fue un descubrimiento total. Uno que además, transformó su obra por completo y la hizo más perdurable y compleja. El poder de crear convirtió las obras de Klimt en un recorrido poderoso que asombró por su significado, pero también por los riesgos que el artista corrió. De pronto, las mujeres extraordinarias del pintor encarnaban la belleza, el poder, el miedo y el asombro. También la bondad y la crueldad. Ya para entonces, combinaba metales, polvo de oro y motivos mitológicos, pero en especial, estaba obsesionado con lo femenino. Con un tipo de poder secreto que atribuía a la maternidad, la belleza y la sexualidad de la mujer.

La tendencia se hizo evidente en una de sus obras más conocidas: Judith y la cabeza de Holofernes (1901), presenta a un personaje central femenino fuerte y sexualizada sosteniendo la cabeza de su agresor. La poderosísima imagen además, estaba rodeada de las suficientes símbolos sobre el poder y la necesidad de comprender un doble discurso en la obra, que causó revuelo. Por primera vez, Viena se escandalizó con la visión del pintor, algo que se volvería habitual en adelante. “Estoy menos interesado en mí mismo como sujeto de pintura que en otras personas, sobre todo las mujeres” admitió en una entrevista en que se le preguntó sobre la forma en que sus retratos se habían vuelto de curiosidades de belleza impecable, a verdaderas provocaciones públicas. Las mujeres en sus cada vez más grandes cuadros, se volvieron asombrosas, temibles, míticas. Las modelos desaparecieron detrás de la percepción del pintor sobre la influencia del sexo y lo erótico, en medio de paisajes oníricos cada vez más elaborados.

Klimt se volvió aún más famoso, ya no tanto por la calidad de sus obras — que mantuvo y se hizo cada vez más desconcertante — sino por el hecho de atreverse a crear una forma de arte por completo desconocida. Viena miraba con asombro los retablos enormes, las mujeres voluptuosas, en ocasiones deformadas por la perspectiva y la construcción de una escala de valores estéticas que abrió la puerta a toda una nueva percepción sobre el arte y el tiempo interior, las infinitas variaciones de la mente y lo que la conciencia humana podía mostrar. En 1905, Klimt pinta El árbol de la vida (1905) y alcanza un nuevo nivel de virtuosismo. “Soy las ramas que se enlazan con todo lo viviente” escribió para celebrar la última pincelada. El escándalo que rodearía a su obra en la universidad de Viena estaba a punto de ocurrir pero todavía, Klimt era famoso exclusivamente por su talento. Un estado de gracia que recordaría después con nostalgia. “Cuando solo era el dorado y la vida” escribiría en sus notas desordenadas y sin fecha.

La danza de las hadas doradas

Buena parte del mundo conoce la obra de Klimt a partir de su magnífica pintura El beso que pintó en 1907 y transformó por completo, su perspectiva sobre el mundo. No sólo fue una versión revolucionaria de la mujer, de la pintura y de la técnica: el tapiz dorado brillante cuyo patrón vincula tanto la intimidad como a la anatomía, se convirtieron en algo más poderoso y extraño, más sustancioso y veraz. La pintura empujó a Klimt a los límites de mito y le rodeó de un aura de héroe apoteósico y provocador. A partir de entonces y sobre todo, después del escándalo que protagonizó en el ministerio de Cultura, durante el cual amenazó a los funcionarios con una escopeta para recuperar sus obras Medicina, Filosofía y Jurisprudencia, Klimt se volvió un hombre que era cada vez más cercano al ideal del héroe rebelde, capaz de escandalizar a Viena y después, a toda Europa.

Pero también era un hombre melancólico. Uno que solía quedarse en la oscuridad de su estudio, rodeado de gatos y fumando tabacos hasta el amanecer. También era el mismo hombre que se negó jamás a reconocer con cuantas mujeres intimaba, pero que también, reconoció a catorce hijos y otros tantos, que asumió eran también sus hijos pero que jamás reconoció. Esa cualidad dual, brillante, luz y sombra, le acompañó durante toda su vida. Quizás por ese motivo, cuando Auguste Rodin vio por primera vez el Beethoven Frieze de Klimt (1902), se quedó impresionado por la cualidad etérea y desconcertante de una obra “tan trágica y tan divina”. Klimt por su lado, siempre se burlaría de la idea. “Todos estamos a un paso de la muerte”.

Repitió la misma frase en 1918, mientras miraba caer la lluvia en Alsergrund. La primavera había tardado en llegar y para el 12 de febrero, la ciudad entera rebosaba en vapor y un brillo radiante, mezcla del deshielo y el sol radiante del renacimiento en flor de un pueblo rodeado de montañas. “El sol me mira” musitó. Había sufrido un infarto, después una grave neumonía y por último, la llamada gripe española. Había sobrevivido con esfuerzo, pero al final, el incansable, el escandaloso, el amante vitalista del cuerpo y de la tierra, solo tuvo fuerzas para mirar el amanecer y sonreír. Después, sufriría un derrame y no volvería a despertar. Klimt falleció el 16 de febrero, con apenas 55 años. En su estudio, había cientos de obras inacabadas. Cuando uno de sus hermanos a revisar el estado de las obras, los 34 gatos que por entonces había adoptado el pintor le rodearon. “Sabían que ya no volvería” diría después Erst Klimt, su hermano. Cuando volvió al día siguiente para llevar las obras a la casa familiar, todos los ojos felinos que le miraban en la oscuridad, habían desaparecido en medio de los destellos de las pinturas a medio terminar.

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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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