La violencia como discurso:

De la película “The Nightingale” de Jennifer Kent a “Irreversible” de Gaspar Noé ¿Como se muestra el abuso sexual el cine?

Aglaia Berlutti

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Usualmente, el cine ha tocado el tema de la violencia sexual desde dos extremos: desde la sutileza psicológica — el dolor y la crueldad que se sugiere — y lo explícito. Esa evidencia incontestable de lo que puede ser la crueldad de un ataque sexual. O mejor dicho, esa visión que se tiene sobre el sufrimiento, la agresión y el temor. En su libro La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas el escritor Román Gubern, insiste que desde muy temprana edad, el hombre necesita combatir el miedo con miedo. Satisfacer una interpretación sobre lo que puede o no hacerle daño, a través de un estímulo insoportable. “Es una conducta que implica la búsqueda de una emoción violenta, cuyo placer es fronterizo con el placer erótico, tal como lo revela el cuadro de respuestas fisiológicas del sujeto: el escalofrío, por ejemplo, es una respuesta común al estímulo erótico y al miedo” insiste el autor, lo que hace que el cuestionamiento sea inmediato: ¿Que deseamos expresar cuando combatimos el miedo, la violencia y el sufrimiento a través de medios artísticos? ¿Cual es el mensaje único que intenta transmitir esa visión del absurdo y el caos a través de ese lado más inquietante de la naturaleza humana? Las respuestas pueden ser múltiples y variadas, pero siempre conducen a una única reflexión: Para el hombre — la cultura que construye, la sociedad que lo representa — la violencia es una forma de comunicación.

Una idea sin duda desconcertante, pero que el cine aplica como fórmula más o menos exitosa con cierta frecuencia. Tal vez se deba a esa estructura básica de arte en busca de su lenguaje definitivo, pero el cine siempre ha buscado ese equilibrio — casi inexistente — entre lo que irrita y lo que agrada. Desde la directamente desagradable Pink Flamingos de Waters o lo erótico como meta mensaje de crueldad en la mayoría de la obra de Paolo Pasolini, el hecho es que el terror, lo que asombra y lo que violenta esa necesidad del arte por arte ha sido una constante dentro del mundo fílmico. La transgresión esencial del cine, siempre parece ser reflejar de manera deformada e intencionalmente distorsionada, lo que consideramos real, elocuente, evidente, necesario. Incluso bello. Para el cine, la mayoría de las veces la violencia explicita, la que no se disimula, guarda un mensaje concreto y profundamente humano: La raíz del dolor y la cuestión humana procede del mismo espíritu del hombre. De lo que asume como real y sobre todo, lo que se comprende cómo inmediato. Una exploración interna del sufrimiento — sin disimulo alguno — que llega a rozar lo simplemente despiadado.

La directora Jennifer Kent, elaboró un discurso semejante en su película The Nightingale, que aún no ha sido estrenada en EEUU (llegará a las salas del país el 2 de Agosto) pero incluso, en sus proyecciones tempranas provoca un profundo desconcierto, malestar y sin duda, dolor. La película, en la que ocurren varias escenas de violación que la directora muestra de forma muy frontal, trajo de nuevo a la palestra pública el debate sobre la violencia sexual explícita como una forma de elaborar discursos completos sobre el maltrato y el abuso. Según Kent, la representación “honesta y necesaria” es imprescindible para contar su historia, sobre todo porque por primera vez, el foco de atención está sobre la víctima y no sobre el hecho de la violación como un recurso argumental conciso. Para la directora australiana, The Nightingale es una aproximación a una época cruenta (la historia se desarrolla en Tasmania, durante el año 1825) y que debe ser narrada desde lo explícito, para resultar del todo efectiva.

La película retrata las masacres ocurridas en la fronteras australianas durante la lucha por la conquista y la colonización de las comunidades indígenas de la zona, por lo que Kent considera que la brutalidad de sus escenas más controvertidas está más que justificada. La directora y también guionista del metraje, retrata el hecho de la violencia sexual con la firme intención de destruir el estereotipo de la violencia sexual en el cine, la mayoría de las ocasiones mostrada desde cierta connotación erótica. Para Kent, el abuso y la violación son hechos de naturaleza primitiva y así lo retrata en The Nightingale, que no sólo provocó reacciones mixtas en la audiencia de prueba sino que además, deja claro que la película puede convertirse en una línea concreta que delimite la forma como el lenguaje cinematográfico muestra la violación.

The Nightingale cuenta la historia de la ex convicta irlandesa Claire (Aisling Franciosi), que enfrentará la brutal situación en la frontera tasmaniana en mitad de los enfrentamientos provocados por la colonización mientras soporta todo tipo de horrores. Durante la película, el personaje es violado es más de una ocasión, pero en lugar de mostrar su cuerpo, Kent opta por encuadrar el rostro de la actriz en un primer plano tan cercano que para la mayoría de los espectadores que han tenido la oportunidad de ver la película, resultó insoportable. En una decisión argumental y artística muy poco común, Kent narra el abuso sexual no desde el maltrato que se infringe al cuerpo, sino desde el terror de la víctima. Kent usa la cámara como una mirada subjetiva que por momentos resulta por completo insoportable, mientras Claire grita, solloza y al final, sólo permanece pasiva, sobrepasada por la violencia y el horror. Según la página web Indiewire, el público de la proyección privada en que se mostró la película por primera vez , consideró el recurso excesivo e incluso, sensacionalista. En Randwick (Australia), una de las espectadoras abandonó el cine y declaró que mostrar las agresiones sexuales que sufre el personaje una a una, era exagerado y brutal. “Ya ha sido violada, no necesitamos verla de nuevo”.

Jennifer Kent asumió el riesgo de metaforizar la brutalidad de un conflicto armado a través de su personaje femenino, una concepción sobre el dolor que rara vez se lleva a cabo y que en el caso de The Nightingale, resulta casi despiadada. En la tercera ocasión en que Claire es violada, su esposo e hijo son asesinados en la misma habitación en que se encuentra. Una escena que la cámara de Kent se asegura de captar en todo su dramatismo, violencia y crueldad. Al final, la escena es la justificación (a medias) del segundo tramo de la película, que tiene relación indirecta con el subgénero de “Rape and Revenge”. No obstante, Kent logró que el discurso sobre el horror de la violación no fuera sólo una justificación para hacer avanzar la trama o para sustentar un giro narrativo concreto. La directora encontró en los padecimientos de su personaje una forma de elaborar un retrato verídico de la víctima que por momentos, resulta insoportable.

Kent, además, entabla un diálogo muy poco usual entre la víctima y la condición de la violencia explícita. La mayoría de las películas que incluyen escenas de violencia sexual, se enfocan en el comportamiento del agresor, su rostro e incluso su placer, convirtiendo a la víctima en un sujeto circunstancial que sostiene un tipo de estereotipo que pocos argumentos llegan a profundizar. Pero Kent, tal y como presupone el autor Román Gubern, utiliza el miedo como un vehículo para explorar las emociones humanas y el contexto. La víctima de Kent — esta Claire abandonada de toda esperanza, destruida por la agresión sexual que al final recurre a la venganza como una forma de poder — es un recorrido por un duelo mental abismal que casi nunca se recorre en pantalla. La mayoría de los argumentos que incluyen víctimas sexuales, están más interesados en la capacidad de la violación para dotar de tridimensionalidad a los personajes, que al peso real de un hecho semejante.

De la misma forma que en “The Nightingale”, una violación, una venganza feroz y el dolor oculto en medio de largos planos secuencias, convirtieron a Irreversible (2002) del cineasta argentino Gaspar Noé en una reflexión sobre el desconcierto, el miedo y también por supuesto, el morbo. La película no sólo es una durísima perspectiva sobre la violencia absurda y sin justificación — a pesar de las apariencias, Noé no se detiene en analizar las causas e implicaciones de los horrores que muestra — sino también, de ese sin sentido que las rodea como contexto. Como Kent, Noé también utilizó una escena de violación — descarnada, cruda y durísima — para contextualizar la brutalidad del medio y el discurso. La sensibilidad del espectador se somete a una prueba de tolerancia y comprensión de la crueldad como una expresión de lo humano. Quizás, lo más desconcertante en Irreversible es el hecho que la noción sobre el espíritu humano permanece sobre lo irremediable y el azar. La necesidad de la justicia — brutal y primitiva — impera en todas partes y se elabora como una idea coherente en mitad de camino entre el deseo de venganza y cierta belleza conceptual.

Para contar una historia semejante, el director eligió un falso realismo basado en largos planos de secuencia que convierten la cámara en un observador morboso y atento. Además, utilizó el tiempo para meditar sobre las consecuencias del horror y el temor. Con un orden cronológico inverso, analizó la identidad como algo más grande que lo evidente: la suma de las pequeñas piezas de cada decisión y cada concepción de la realidad.

Esa noción sobre lo doloroso y lo peligroso que se relaciona intrínsecamente con la naturaleza del cine, es quizás una de las obsesiones de Noé, como lo deja bien claro en Irreversible, quizás su obra más conocida. El film, abrumador, pendenciero y casi insoportable, ha sido tildado de homofóbico y fascista, aunque su director insiste en que solo se trata de una visión de la violencia sin añadiduras. Y tiene razón: lo que sorprende en Irreversible no es solo el meta análisis sobre lo que muestra — o lo que no — sino el hecho que no emite opinión ni mucho menos pontifica sobre su crudeza a través de elementos disuasorios. La violencia está a la vista, se reconstruye, marca el ritmo incesante de una estructura visual que desconcierta desde la primera escena. No hablamos, claro, solo de los valores artísticos de la película, porque a pesar de la narración inversa, los planos de secuencia zigzagueantes y temblorosos que construyen una sinfonía del dolor y la ultraviolencia, Noé pretende es crear un lenguaje visual que desmitifique el horror. Lo hace a través de esa reflexión sobre la indignación, el miedo, la crueldad que desborda incluso lo meramente visual. Irreversible es un film creado para molestar, para incomodar y desconcertar. Insiste, una y otra vez, en la tesis de la violencia que crea violencia, esa necesidad del hombre de destruir para consolar la destrucción. En una serie de escenas que parecen carecer de lógica pero que finalmente se concatenan para construir una visión casi grotesca de la realidad, la ficción parece solamente ser un reflejo de la realidad. Una interpretación inaudita sobre quienes somos y a quien tememos. E incluso, que nos produce angustia y placer.

Por supuesto, para el director Noé Irreversible es un debate abierto sobre lo morboso y lo directamente provocativo. Pero para Noé, el insistente observador de la realidad, la película medita sobre un tema aún más profundo: cuestiona los límites de la representación y más allá, el lenguaje cinematográfico que desmenuza la realidad — lo que consideramos real — a través de una visión alterna. El director lo deja claro desde el principio: Con “Irreversible” el público tiene dos opciones, aceptar la realidad tal y como se le muestra, o negarse a ella, huir de su expresión más abrumadora. Entre ambas cuestiones, parece existir una brecha para la opinión, para la discusión insistente sobre lo idóneo del lenguaje cinematográfico al servicio de la realidad y lo que es aún más inquietante: la ficción como evidencia de la violencia como elemento esencial del espíritu del hombre.

Porque sin duda, Irreversible resulta intolerable para la mayoría del público y aun así, la película se analiza así misma como un documento casi nihilista sobre el dolor. Convierte al espectador en un impotente observador, un testigo mudo de hechos tan descarnados y angustiosos, que terminan cuestionando la esencia misma de la realidad y la ficción confrontadas en un lenguaje artístico. La atmósfera se hace irrespirable y las imágenes se hace cada vez más duras, llegando a un límite tan grotesco que el observador — ese testigo involuntario, atado a la fascinación de la imagen que transcurre — se ve obligado a rechazar la violencia casi físicamente. La trama avanza, en un espiral de vértigo para terminar en una última escena de profunda angustia moral y espiritual: ¿Cual es el límite real entre lo que se muestra y se interpreta? ¿Que tan insoportable es esta revisión incontestable de la crudeza de la naturaleza del mundo? La respuesta no es sencilla y desde luego, Noé no la brinda de inmediato. O quizás no está interesado en hacerlo, ni antes ni después, en medio de la narración que oscila entre lo aterrador y lo emocionalmente destructor.

De hecho, la película acaba sin que sepamos realmente si la hay una manera de interpretar lo que hemos visto más allá de la simplicidad de una visión fragmentada de la realidad. Y Así, Noé, en una muestra de evidente provocación, deja al espectador la decisión. La última escena de la película parece flotar entre un antes y un después frágil, carente de significado y aún así, insistir en el acecho constante de la devastación moral, de la destrucción de la idea más elemental de nuestra mente y de la simple crueldad. La violencia que es parte de lo cotidiano, de lo tememos y forma parte de la realidad.

De la misma manera que Gaspar Noé, Jennifer Kent rompe con la idea primitiva que la violación es un hecho sexual, en lugar de uno de poder. Por ese motivo, para mostrar el trauma de su personaje, la directora decidió que la violencia y la violencia carecieran de contenido sexual explícito pero sí, pudieran mostrarse de manera directa. Según cuenta la directora, las condiciones de las mujeres — y sobre todo, las ex convictas como Claire — eran temibles y se prolongaban durante buena parte de su vida. Sufrían abuso físico, emocional y sexual de parte de sus esposos, amos e incluso, eran consideradas parte de la “propiedad” de las parcelas conquistadas por los colonizadores, por lo que era más que probable que una mujer se convirtiera en mercancía sexual, un hecho que Kent maneja de manera inteligente y que construye a través de una serie de emociones contradictorias y brutales, muy poco frecuentes en el cine actual.

No se trata de un trayecto novedoso para Kent, que en 2014 sorprendió a la audiencia con su ópera prima The Babadook, en la que trató la depresión y los conflictos de la maternidad a través del género del terror. Desde la concepción de una fábula macabra, la directora y guionista analizó dilemas existencialistas, el dolor, los traumas emocionales y algo más cercano a la catarsis de la violencia. Pero Kent evadió lo sencillo y es justo esa complejidad que subyace bajo una presunción en apariencia básica, lo que convierte a The Babadook en algo más retorcido que una metáfora sobre los terrores sobrenaturales. La directora analiza conceptos más brutales sobre el odio, el rencor e incluso los conflictos sobre la maternidad de lo que sugiere la en apariencia sencilla premisa sobre un monstruo que habita en los espacios oscuros de la casa de una joven viuda. Kent, estuvo muy consciente que el miedo es algo más profundo que un monstruo de pesadilla y añadió un elemento estridente que brindó al guión una tensión cada vez más compleja y abrumadora: la cámara observa el progresivo desplome emocional de los personajes desde una distancia dura y fría, recorriendo el trayecto hacia la locura desde una óptica casi cínica. Cada elemento en The Babadook está calculado y construido para añadir capas de significado a la historia, que de otra manera, podría pecar de tópica y funcional: desde el diseño de la criatura — a mitad de camino entre lo infantil y el expresionismo alemán — hasta la paulatina caída en los infiernos de sus personajes, la historia mezcla sus hilos argumentales en una visión sobre el miedo perturbadora. Una y otra vez, la figura de la Madre se analiza y se desmenuza bajo la luz de la tragedia y de pronto, el monstruo que acecha no parece tan peligroso como la encarnación viva del trauma y el monstruo interior que se muestra por momentos más perturbador que el horror tradicional.

Con The Nightingale, Kent logra de nuevo alcanzar registros totalmente nuevos sobre el sufrimiento a través de caminos poco comunes. Aún antes de su estreno, la película ya se debate como epítome de la crudeza de la violencia y además, la construcción de un lenguaje crudo sobre el abuso sexual. Para la directora, se trata de algo necesario. “No somos conscientes de los horrores que en muchas cosas ocasiones señalamos como normales y convertidos en parte del contexto” comentó después de la proyección de su obra “Creo que mostrarlos, en todo su insoportable dureza, es una forma de recordar el sentido real del dolor”. Todo una mirada a un nuevo tipo de discurso que Kent maneja con enorme habilidad y también, sensibilidad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine