La sonrisa incomoda:
¿Cuando dejamos de reír en Venezuela?
En su maravilloso libro “Antes que anochezca, Reinaldo Arenas — testigo excepcional de los primeros años de la Revolución Cubana — describió al autoritarismo con una frase contundente: “Toda Revolución es pacata, cursi y vulgar”. En Venezuela, además, habría que añadir que carece por completo de sentido del humor. O mejor dicho, que esgrime el poder contra el pensamiento libre de la única forma que puede hacerlo el poder, la ignorancia y el odio: a través de la censura y la represión de las ideas.
Lo pienso después de leer algunas tímidas reflexiones sobre el día internacional del chiste — que se celebró ayer — y que coinciden en el hecho, que en Venezuela el humor se hizo “peligroso, político y en algunos casos reaccionario”. También, alguien comentó que esa percepción de lo risible, se ha hecho lúgubre y dura, hasta el punto de volverse amarga. Algo inevitable en un país donde el poder lo controla todo o al menos, intenta hacerlo. Es un pensamiento triste ese, sobre todo cuando el venezolano se vanagloriaba de su capacidad para reírse de todo y en toda circunstancia.
Eso, antes que el humor se convirtiera en objetivo de la censura. Nicolás Maduro aprendió bien pronto que el peso de la opinión independiente es uno de los enemigos a vencer en la diatriba amarga que sustenta la visión política de la llamada “Revolución Chavista”. Aunque el Gobierno de Hugo Chávez siempre tuvo una piel muy sensible a la crítica y la opinión independiente — baste el ejemplo del cierre de RCTV, la cadena radial CNB y todo tipo de presiones en contra de medios de Comunicación independiente — Nicolás Maduro parece decidido a imponer el puño de hierro del poder en todo resquicio de oposición intelectual. Para Maduro y los líderes del Chavismo, la idea de la Libertad de expresión tiene como único objetivo, la mirada complaciente hacia el poder, la aceptación del inevitable peso de quien lo ejerce y la sumisión a la ideología que lo sostiene. Más allá, la censura, la opresión y el silencio cómplice parecen convertirse en una expresión de cómo el Chavismo comprende la política y sobre todo, el peso de la libertad de pensamiento.
Ya por el año 2002, Pedro León Zapata, institución del humor crítico en el país, fue acusado de Mercenario por un iracundo Hugo Chávez: “¿Zapata cuánto te pagaron?, vociferó el difunto presidente, encolerizado por una de las caricaturas del autor. Poco después, el Humorista Laureano Márquez fue multado por escribir una carta imaginaria a la hija del Presidente Hugo Chávez. En más de una ocasión, Chávez acusó a los medios de Comunicación de utilizar el humor “como arma de guerra, como burla a la investidura presidencial”, lo que llevaría a Márquez a declarar que “Chavez no tiene sentido del humor”. Para Revolución Chavista, la crítica a través del humor tiene un ingrediente incisivo y directo que le resulta incontrolable, ofensivo. Como bien diría Andrés Cascioli en su estupendo recopilación “La revista Humo y la dictadura” , el humor es en ocasiones el único resquicio de libertad del que disfruta el ciudadano en medio de la opresión. Esa capacidad para encontrar en la burla y la sátira, la imagen del país real, el que se esconde detrás de la versión oficial y más allá, el que intenta comprenderse a través de ese capacidad sutil de la risa para contar la realidad.
Quizás ese es el motivo por el cual el poder nunca se ríe, me digo mientras miro la imagen de Rayma Suprani, censurada el 17 del 2014. En ella, se muestra la conocida línea que muestra los signos vitales y debajo, la línea plana — muerta, en argot médico — que culmina con la reconocible rúbrica del difunto Hugo Chávez. Una denuncia silenciosa pero tan potente, que sacudió el ánimo austero de una revolución retrógrada y ortodoxa, que removió esa senectud del dogma socialista tradicional para quien la crítica es una forma de ataque.
Pero no todo es tan sencillo ni tampoco, tan evidente. Lo pienso, mientras compro el periódico en el mismo kiosco donde lo he hecho durante casi dos décadas de mi vida. La escasez de pensamiento también llegó a ese lugar tan sencillo y cotidiano: El stand donde solía haber una variedad estimulante de revistas y periódicos está vacío. Apenas si se vende un periódico de circulación nacional, reducido a sólo dos hojas de papel finísimo, con una impresión borrosa. Desaparece la opinión, se hace menos nítida, una colección de fragmentos que no encajan en ninguna parte. Un país quebradizo.
El humor siempre ha provocado reacciones inusitadas en regímenes dictatoriales. El poder que aspira al control absoluto necesita sin duda menospreciar cualquier tipo de manifestación de expresión independiente para subsistir. Desde Zarganar, el caricaturista birmano que fue sometido a reiterados y severos castigos durante la dictadura militar que gobernó su país desde 1962 hasta 2010 hasta la osadía de Bassem Youssef, que parodió al régimen militar de Hosni Mubarak en un show que fue difundido en Youtube y que le acarreó desde multas hasta una condena a prisión en suspenso, el humor parece ser el enemigo predilecto del Estado que aspira a subyugar al ciudadano como una forma de expresión de poder.
El sociólogo Anton C. Zijderveld se dedicó a investigar el rol del humor en la sociedad y sobre todo, a intentar comprender el papel del humor frente a la opresión. Sus conclusiones, recopiladas en el estupendo libro “Sociología del humor” dejan muy en claro que para regímenes que asumen la identidad de razón y beneficio de las prebendas del uso de la ley como arma, el humor es una amenaza constante. “El comediante juega con los valores de una sociedad, lo cual genera una tensión, y así nace la broma”, explica. “El humor político no puede cambiar a una sociedad” añade además, pero deja claro que “el efecto psicológico del humor es importante. Por eso los regímenes dictatoriales castiga tan duramente el humor, porque intenta evitar que fortalezca a la oposición”. Cuanto más autoritario es un régimen, más se presiona y se estigmatiza al humorista, más se intenta censurar el humor o al menos, usarlo como arma para denigrar al opositor. La burla y el menosprecio de la identidad del contrincante intelectual es común usar el humor como arma política. “En sistemas totalitarios va desapareciendo el humor para convertirse en ataque directo”, señala el sociólogo Zijderveld. “En Corea del Norte, por ejemplo, el humor político está totalmente prohibido pero no se censura el humor que ridiculiza al oprimido”. En China, los caricaturistas trabajan bajo pseudónimo en Internet.
Una visión inquietante que parece resumir la virulencia de las reacciones de sistema de gobierno autoritarios ante la grieta del humor: hace tres años el caricaturista Ali Ferzat fue atacado por una turba de seguidores del presidente sirio Bashar Al Assad: golpearon en el rostro hasta casi provocarle ceguera y le quebraron un dedo para “darle una lección”. El delito del cual se lo acusa: insultar al “poder”. La represión contra Ferzat continuó incluso mientras el caricaturista continuaba convaleciente: su casa fue quemada y fue amenazado de muerte por partidarios del régimen en funciones, quienes insistían en acusarle de “irrespetar la identidad siria”. No obstante, Ferzat no se amilanó: una vez recuperado de sus heridas, logró exiliarse en Kuwait y desde allí continúa dibujando con más humor que nunca. Ha recibido amenazas de partidarios del régimen Sirio en el país y en el 2013, fue golpeado por un desconocido en plena calle. Pero Ferzat insiste, a pesar de la violencia. “La inteligencia nunca debe rendir tributo al poder. La inteligencia crea nuevas formas de mirar la libertad”, insiste con frecuencia, cuando se le cuestiona sobre el riesgo que corre por continuar enfrentándose al poder desde la tinta y el lápiz. “El humor es poder”.
Un tipo de poder incontrolable, pienso mientras miro a esta Caracas violenta, árida, anónima. En una de las paredes cercanas a mi casa, alguien dibujó sobre el consabido monograma que muestra los Ojos de Hugo Chávez, una pequeña lágrima roja. Debajo escribe: “Soy el inmortal más muerto de todos”. Sonrío, casi con alivio, porque de pronto, pienso que el humor, ese rasgo tan Venezolano, tan criticado, tan evidente, tan inevitable, sobrevive a todo, se enfrenta al poder como puede, incluso desde las grietas mínimas de un poder cada vez más omnipresente y violento. Sin duda, una huella que aún, somos capaces de luchar contra el puño de hierro de la censura y más allá, contra la opresión.
El 7 de enero de 2015, un grupo armado irrumpió en la redacción del semanario Francés Charlie Hebdo y disparó contra el grupo de periodistas, matando 11 personas e hiriendo a otras tantas, mientras proclamaban «Al·lahu-àkbar» (‘Dios es el más grande’). ¿El motivo? durante casi una década, el rotativo se burló de manera explicita y muy directa no sólo del Islam sino también de la figura de Mahoma, así como de una multitud de figuras culturales y religiosas de diversas índole. El atentado fue asumido como una reacción directa a la línea editorial de Charlie Hebdo y de pronto, el mundo entero pareció preguntarse en voz alta cuál es el límite del humor, hasta dónde es lícito la risa y la sátira y sobre todo, cuando es permisible el uso de la burla como crítica. No obstante, el debate no tocó el punto álgido del planteamiento: no se trata sólo de qué nos burlamos — lo cual además de necesario, forma parte de una expresión democrática muy amplia — sino hasta que punto, la risa puede distorsionar el objetivo de la crítica. O lo que es lo mismo: vamos a reir pero sin dejar de señalar el verdadero origen de los problemas.
Recuerdo el tema mientras un amigo me habla sobre lo “insoportable” que le resulta el humor Venezolano. Me lo dice con una frialdad que me deja un poco desconcertada. Porque no sólo se trata de una crítica directa al humor de nuestro país sino hacia algo más elemental, doloroso y que tiene una directa relación con la personalidad colectiva del Venezolano. Con cierto rencor, mi amigo insiste que Venezuela no sabe “tomarse en serio” su propia desgracia. Y que justo esa “ligereza” es parte del problema. Es uno de los escollos que la “moral” del país debe superar para encontrar una manera de sobrevivir a la tragedia social que de alguna u otra forma, nos afecta a todos.
— El humor Venezolano trivializa todo. Convierte las circunstancias más graves en parte de una idea general tan simple que transforma cualquier discusión en una burla patética- me dice con un suspiro — el humor en el país es una máscara, un recurso para mirar en otra dirección, una especie de negación absurda sobre lo que vive el ciudadano a diario.
No sé que decir a eso. Mi amigo emigró hace dos años y el país no había alcanzado los límites de caos y destrucción moral que padecemos en la actualidad. Imagino que con un océano de distancia, le resulta sencillo apelar a un juicio de valor para analizar el gentilicio a la distancia. La verdad, también me ha irritado más de una vez la capacidad del Venezolano para reír incluso en las peores circunstancias, un rasgo que a primera vista tiene algo de infantil e irresponsable. Pero tampoco puedo renegar del todo del humor como arma contra el miedo, contra la sensación de desastre que está en todas partes en un país que se enfrenta a una monstruosa crisis que amenaza con aplastar su identidad. Bien, reír quizás no sea la solución, pero ¿que hay a cambio? me pregunto con las manos temblando por cierto nerviosismo? ¿El horror y el pesimismo convertido en una forma de vida?
— Reír también es una forma de inteligencia — le respondo — no se trata solo de ignorar lo que ocurre, sino afrontar el hecho que ocurre de alguna manera que permita asumir su costo emocional.
— Poesía — dice con un encogimiento de hombros. Su imagen aparece y desaparece en la pequeña pantalla del Skype — En Venezuela la burla no es saludable, es tan venenosa como la desesperanza.
Vaya concepto ese, me digo con un sobresalto. Pienso en todas las ocasiones en que me he he reído a mandíbula batiente con los chistes malintencionados sobre la situación interna de Venezuela que publica la página web “El Chiguire Bipolar”. O los memes que surgen por cientos apenas ocurre alguna nueva situación crítica en mitad del mapa de desastres de la Venezuela actual. ¿El hecho de reír me hace cómplice de cierta irresponsabilidad general? ¿Soy parte de esa desidia de la que se acusa al ciudadano Venezolano desde que la situación se hizo más crítica? Cuando se lo pregunto a mi amigo, me mira incómodo.
— No digo que reírse sea malo.
— ¿Qué dices entonces?
— No todo es un chiste.
— Eso lo comprendo. ¿Hay reglas para el humor entonces?
— Debería haberlas.
Que idea escalofriante esa. De nuevo, me recuerda a lo que pasó inmediatamente después del atentado contra Charlie Hebdo: el debate sobre el ataque puso en tela de juicio toda una serie de planteamientos sobre el derecho al humor como arma intelectual. Y lo hizo, no sólo por la gravedad de lo ocurrido — que sería suficiente — sino por el hecho que el atentado, despertó una sutil desconfianza hacia la burla y el humor crítico en estado puro. No obstante, la pregunta que quedó en el aire no se relaciona directamente con el humor como elemento político que señala, sino el humor que trivializa, algo por completo distinto y preocupante. ¿Hasta que punto la burla ha desvirtuado el análisis concreto de ciertas situaciones de real gravedad? Porque mientras Charlie Hebdo y otros medios semejantes utilizan el humor para señalar directamente el núcleo de los problemas y conflictos. Pero ¿Qué ocurre cuando pasa exactamente lo contrario?
— Si no te puedes reír de algo, no es realmente tan importante — le digo a mi amigo. Enarca la ceja, reconociendo la cita de Chaplin.
— Es otra tónica del asunto ¿En Venezuela reímos para restar importancia o para evitar enfrentarnos al tema directo sobre lo que ocurre?
— Reímos porque no hacerlo equivale a dejarnos vencer.
En 1964, Charles Chaplin analizaba en su autobiografía, los motivos que le llevaron a parodiar a Hitler y su megalomanía en su celebrada película “el Gran Dictador”. Pero para sorpresa de muchos, no se vanagloriaba de haberlo hecho, sino que lamentaba haber trivializado no sólo el poder que ejerció el tercer Reich sino sus posibles implicaciones “Si llego a saber de los horrores que tuvieron lugar en los campos de concentración nazis, no hubiera hecho El Gran Dictador. Jamás hubiese bromeado con la locura homicida de los nazis” escribió para sorpresas de muchos, el actor y director. Para nadie era un secreto, que por décadas Chaplin había defendido su intención de burlarse de poder a través de una de sus películas más reconocidas, a pesar de las críticas y la oposición que debió enfrentar por atreverse a encarnar en uno de sus largometrajes a un dictador sospechosamente parecido a Hitler. No obstante, con el correr de las décadas, el que fuera considerado el icono de la comedia y la risa por casi un siglo, no sólo reflexionó sobre lo que puede ocultar la burla — o en todo caso disimular — y mucho más aún, el peligroso juego que puede ocasionar — o provocar — la risa que distorsiona el peso real del peligro que satiriza.
— ¿Que se supone que debemos hacer entonces? — insisto — ¿Asumir lo que ocurre desde el miedo?
— O no llevarlo todo al plano de la burla — responde mi amigo — es una idea retorcida y preocupante. Como una gran incapacidad colectiva para lidiar con las consecuencias de lo que pasa realmente en el país.
En el libro “Treblinka” del escritor Chil Rajchman, se cuenta una anécdota escalofriante sobre el humor en el Ghetto de Varsovia: la mayoría de los judíos sabían que morirían a no tardar y de pronto, bromear sobre la muerte cercana se convirtió en una forma de asumir su inevitabilidad. Cuenta Rajchman que los hombres y mujeres confinados en el lugar, solían bromear en voz alta sobre el hecho que “Moisés les esperaba” a la vuelta de la esquina y que sin duda, “habría un arca esperando por nosotros, animales rezagados”. El autor analiza el fenómeno como un fatalismo doloroso e insistente. Un mirada al trasfondo de la naturaleza humana en busca de esperanza.
— No es tan simple — dice mi amigo cuando se lo recuerdo.
— ¿Por qué no lo es?
El fenómeno suele repetirse con cierta frecuencia y con exactas consecuencias en distintos ámbitos. O al menos, lo bastante parecidas para continuar provocando preocupación y debate. Hace unos años, hubo una considerable escándalo mundial debido al estreno de la cinta “The Interview” de Seth Rogen. Un despropósito cuyo único mérito para provocar la polémica fue la reacción del “Amado Líder” Norcoreano Kim Jong Un. El dictador reaccionó lanzando amenazas que nadie tomó en serio hasta que los archivos de la todopoderosa Sony fueron hackeados como represalia contra la sátira de bajísima calidad que se mofaba del violento y represor régimen asiático. ¿El resultado? la película se convirtió en un éxito inmediato y Hollywood había encontrado un nuevo villano de quien burlarse a placer. A pesar de todas las implicaciones que algo semejante puede tener.
Pero es que el el régimen Norcoreano tiene todos los elementos para ser satirizado o esa es la opinión de Hollywood. De la misma manera que antes lo hizo con Muamar Gadafi y Sadam Hussein, la Meca del Cine disfruta burlándose como puede y de todas las maneras a su alcance, de los villanos geopolíticos de ocasión. Lo hace con esa superficialidad inocua y hasta irritante, que termina por convertirlos en bufones culturales, aparentemente inofensivos e incluso ridículos. Una y otra vez, el cine ha logrado transformar la amenaza en algo menos que un icono pop de la burla política — si algo semejante puede concebirse — e incluso, en un símbolo del absurdo de un mundo superficial. Esa imagen bajo control del peligro evidente y real.
Por supuesto, a pesar de ser objeto de burla de la cultura masificada, los villanos de ocasión Hollywoodenses son peligrosos. Tanto, como para que la risa y la banalización de su imagen no sea otra cosa que distorsión de la amenaza real que representan. Porque mientras Seth Rogen y compañía celebraban que Sony tuviera “las pelotas” de estrenar “The Interview” a nivel mundial a pesar de las amenazas de “Amado líder” y las redes sociales desbordaban de chistes y memes sobre el gordito de peinado curioso, hay más de 25 millones de personas bajo la esclavitud de un régimen que reprime mental y físicamente a niveles que apenas comenzamos a comprende en occidente. Mientras Rogen se ríe de su propio mal chiste y el mundo le acompaña, el gordito de Mofletes que nadie toma en serio controla un considerable arsenal nuclear que nadie controla — ni tratados, mucho menos argumentos lógicos — y que podría estar preparándose — ¿Cómo saberlo desde el extravagante ostracismo del país asiático — para atacar. De manera que la pregunta no es ¿Qué es tan gracioso? sino ¿Quién ríe al último en todo esto? Una idea inquietante que parece difuminarse bajo esa percepción cultural que la risa puede disimular lo fundamental — y más grave — de algo esencialmente peligroso.
Claro está, no me refiero a que “Amado Líder” no debería ser objeto de burlas. Debe hacerse, de hecho. Estoy convencida que nada debería estar exento del humor y mucho menos, ser tan sagrado como para que no admita la risa. De lo que hablo es que más allá de las burlas, Corea del Norte es el ejemplo fidedigno que muchas veces, la verdadero riesgo y peligro se disimula bajo una percepción elemental de la realidad. Que además de burlarnos de las excentricidades de un hombre de poder ilimitado dentro de las fronteras de su país, también debería renunciarse las consecuencias reales de ese poder. Quizás reflexionar sobre lo que implica esa orfandad tan abrumadora de un país cuya historia comienza y termina en la idea política que lo sostiene. En la versión oficial de la historia que el puño de hierro del Dictador ejerce a discreción.
En Venezuela, la burla involuntaria es moneda común. Los líderes gubernamentales suelen usar la palestra pública con planteamientos lo suficientemente extravagantes y absurdos como para que la burla sea inevitable, a pesar de su gravedad. Hace unos años, el Diputado del PSUV a la Asamblea Nacional Juan Carlos Alemán afirmó que la mejor manera de enfrentar la crisis económica era “cerrando Google y Firefox” pues de esa manera el gobierno obtendría un control inmediato sobre la información que se comparte. En sus declaraciones, el parlamentario aseguró que “El problema es que dependemos de servidores como Google y Firefox, que están bajo una plataforma que no tenemos el control nacional. Para eso lanzamos dos satélites al espacio. Y uno de ellos es precisamente para terminar de materializar esa plataforma tecnológica, tener independencia y poder controlar ese tipo de situaciones”, además de señaló que el Gobierno necesita ejercer “controles” inmediatos sobre la información que se comparte.
De inmediato, las declaraciones despertaron la polémica pero aún, una burla generalizada y unánime. Las Redes sociales no solamente criticaron el poco conocimiento tecnológico de Alemán, sino sus peregrinas declaraciones públicas. Pero no desde el punto de vista de lo peligroso que pudiera resultar la mera insinuación de un control semejante sobre la información y la conexión a internet, sino desde la óptica burlona tan natural y habitual en la conversación virtual Venezolana. En cuestión de horas, los memes de Alemán llenaron Twitter y Facebook, mientras miles de usuarios se mofaban de su poco manejo de la terminología internatura y aspectos concretos sobre tecnología y medios. Pocas horas después de convertirse en noticia y tendencia, Alemán además se había convertido en el bufón de ocasión de esa gran audiencia nacional obsesionada con la visibilidad virtual.
No obstante, hubo muy pocos análisis reales que cuestionaron no sólo la posibilidad que el Gobierno lograra controlar las telecomunicaciones y la conexión a internet. De hecho, el verdadero riesgo que suponen las declaraciones de Alemán parece disimularse bajo esa tendencia tan Venezolana de burlarse de todo y por todo. La afición, tan nacional, de asumir que el chiste resta gravedad a lo evidente, lo hace más accesible. Lo somete a un tipo de control brumoso que, por supuesto, no es más que una idea preocupante sobre la capacidad del gentilicio para olvidar, evadir e incluso simplemente minimizar la realidad a conveniencia. Después de todo, se insiste que la risa y la burla, esa felicidad artificiosa que se adjudica y se insiste “tan Venezolana” es uno de los elementos más esenciales de esa gran personalidad universal que define al país. O así sugiere esa vuelta de tuerca que coloca la risa — o nuestra capacidad para la burla simple, que es casi lo mismo — como un arma de doble filo contra la que debemos enfrentarnos a todo nivel y bajo todo sentido.
Ya lo decía Rafael López Pedraza, al llamar a esa felicidad falsa y tan peligrosa del Venezolano cheverismo. Una y otra vez, López Pedraza ha meditado sobre esa perjudicial necesidad del Venezolano de encontrar en el humor una manera de enfrentarse a la realidad a medias, a la idea evidente como puede y no siempre de la manera más efectiva. Esa irresponsabilidad esencial que transforma la realidad de un país en un gran chiste que a fuerza de repetirse, pierde la gracia. “Se trata de una manera muy irresponsable de pasarle de largo a los problemas esenciales del ser y de la vida cotidiana que tienen los venezolanos. El bochinche se siente especialmente cuando viene desde el poder. Quien ejerce el poder en una sociedad da las pautas del ejemplo y por eso vivimos hoy el extremo del caos, del desastre y de la irresponsabilidad. Vivimos en un bochinche. Esa manera ligera de afrontar la vida de quienes ostentan el poder atenta contra el futuro y la inocencia de las generaciones futuras. Quien tiene la responsabilidad de dirigir los destinos del país es quien precisamente ejerce con mayor desvergüenza el bochinche”, señaló el autor del Puntos de sutura. Porque el Cheverismo o lo que es lo mismo, ese rasgo frívolo, superficial e infantil del Venezolano, parece tener un ingrediente peligroso. Una interpretación de un riesgo latente que pocas veces se asimila o se toma por real. Mientras el Venezolano bromea y ríe, incansable, aupándose así mismo a usar el humor como barrera entre lo que debe asumir y lo que teme, la realidad se desborda, se hace incontrolable, cada vez más contundente.
No es un planteamiento novedoso o mucho menos, fruto de la reciente crisis que atraviesa el país. Por décadas se ha insistido en el buen humor Venezolano, en esa capacidad suya para mantener el buen talante incluso en las situaciones más graves y pesarosas. Pero de la misma forma que la bondad a-la-venezolana parece ser un mito arraigado pero sin ningún fundamento real — o no al menos, tan evidente y tan elemental como se insiste puede ser — el buen humor se transforma en algo más sesgado, duro de comprender y asumir. La risa, que sustituye al análisis, la burla que desdibuja la toma de conciencia. El chiste constante, que oculta la gravedad y el temor que se construye bajo la superficialidad.
Tal vez todo se trate de esa personalidad tan caribeña del Venezolano, pienso, mientras veo el décimo Meme con el rostro de Nicolás Maduro, rematado por una frase graciosa ridiculizando. Esa necesidad insistente de celebrar lo venial o simplemente, disfrutar de la risa mientras se pueda. Pero en medio de ese necesidad Universal de encontrar en la burla cierto consuelo, parece haber algo mucho más grave y preocupante. Ese olvido selectivo de la amenaza, ese disimulo constante de lo real en beneficio de un alivio irreal y circunstancial.