La soledad y otras formas de angustia existencial:

Los minimos silencios creativos.

Aglaia Berlutti
15 min readMar 25, 2020

En septiembre del 2004, el Tate Modern en Londres cerró una restrospectiva sobre Edward Hopper que la mayoría de los periódicos del país llamaron “conmovedora”. Pero además de eso, fue un recorrido doloroso por algo más profundo, angustioso y sin duda, que pocas se muestra en el arte: la soledad moderna. Y no sólo se trata de la soledad como la ausencia de compañía o la distancia entre los seres humanos de un mundo configurado para el aislamiento. Hopper pintó los dolores íntimos de lo invisible detrás del silencio de los solitarios. La obra del pintor, milimétrica y extraordinaria, hace que incluso en mitad de una ciudad bulliciosa, sus personajes parezcan fuera del tiempo y del lugar. Arrasados por algo más grande y definitivo.

El americanismo de Hopper además, meditó sobre la industrilización de su país desde un punto de vista invisible y pareció basarse en los paisajes desolados de la novela negra de la década delos años ’30 y ’40, que Raymond Chandler elaboró como un recorrido cínico hasta crear una versión sobre lo moral lleno de grises. En las espléndidas escenas de Hopper, hay un equilibrio inquietante y poderoso entre lo simétrico y lo que se anuncia en ciertas percepciones de ideas más o menos discretas. Todo en mitad de la soledad, una tan devastadora y angustiosa que termina por convertir a sus obras en grandes y pequeños trayectos en medio de una colección de pequeñas angustias existenciales no resueltas.

Para Hopper la soledad lo era todo. Y esa esa percepción sobre la fría distancia que nos separa a uno de otros, lo que supone una trayecto casi a la deriva hacia un realismo con que evoca los lugares que imagina con una precisión fotográfica. Hay algo voyerista en la forma en que Hopper presenta la belleza y la percepción de los dolores sociales, hasta crear escenarios de enorme importancia. Hopper supo convertir espacios cotidianos en pequeños emblemas de arte, escenificados como escenas que transformaban a comedores, farmacias, habitaciones de hotel, estaciones de servicio y cines en elucubraciones sobre el bien y el moral de una época de puro desarraigo. Una conversación con el silencio que en la actualidad, tiene mayor peso y belleza que nunca.

En medio de una emergencia de dimensiones desconocidas, el trabajo de Hopper y otros tantos artistas reflexionan sobre la distancia social y quizás intelectual, que exige una situación sin precedentes. Y lo hace desde un concepto casi aterrador: Estamos solos. Un matiz ligeramente distinto a “estar solo”. De pronto, la soledad es un concepto que se ha expandido en todas direcciones como una onda expansiva, que ha dejado calles, avenidas y ciudades con el aspecto desolado de una fantasía distópica. La declaración de pandemia, no sólo enlaza con algo más evidente que sólo mantener la necesaria “distancia social” sino también, de esa ruptura de la naturaleza social de nuestra cultura. O al menos, la que fomenta una sociedad convencida en que la necesidad de interactuar, formar parte de algo más grande. Una especie de macro organismo que se sostiene a partir de la vitalidad de sus pequeños eslabones, sus conexiones invisibles, las bisagras que logran mantener en pie la idea de la supervivencia en conjunto.

Dicho así, tiene cierto aire dramático, aunque no sé exactamente si lo es. No sé por qué durante los últimos días de reclusión, he recordado con frecuencia al gran escritor romántico Thomas de Quincey, que pasó buena parte de su vida en batalla contra la depresión y el miedo. Lo hacia en voz alta y de manera pública, lo que le valió el apelativo de demente, a pesar de que su obra seguía siendo reconocida y apreciada. En una ocasión, De Quincey escribió sobre sí mismo y se atrevió a publicarlo de forma independiente, para narrar a sus lectores la forma como la angustia y la desazón formaban parte de su vida. “Sufro de una ansiedad profundamente arraigada y de una fúnebre melancolía”, una declaración que para principios del siglo XIX era al menos escandalosa. Pero De Quincey, que esperaba sufrir algún tipo de ostracismo social e incluso, ser despedido de los periódicos para los cuales escribía, en realidad terminó recibiendo un aluvión de cartas, que la que remitentes (la mayoría anónimos) le narraban acercan del hecho que sufrían de problemas semejantes. “Hubo alguien, que supuse una Dama, que me narró con pesar que se obligaba a pensar la melancolía para evitar ser encerrada en un nosocomio” contó De Quincey más adelante. “De esa masiva, había docenas, a veces dolorosas, otras realmente aterradoras”. El sufrimiento en un tipo de soledad inexplicable y violenta.

Hace poco, leí que William Blake consideraba a la soledad una necesidad de “espíritus elevados”, algo que podría explicar su comportamiento misantropo y también, su obsesión por aislarse lo mejor que podía mientras creaba sus extraordinarias obras, ya fueran poéticas o pictóricas. Desde la niñez, Blake estuvo obsesionado con lo siniestro pero también, con la capacidad del hombre de vencer la incertidumbre existencial a través de la alegoría. Y también con la soledad. A los diez años, Blake comenzó a tomar lecciones de dibujo y sus primeras imágenes fueron criaturas tenebrosas basadas en narraciones bíblicas y otros textos de origen mistérico. También construyó el primer de muchos refugios en lo que se enclaustró por meses e incluso años, para elaborar lo que se convertiría en un asombroso y amplio cuerpo de trabajo. El joven Blake no sólo deseaba construir un mundo imaginario a su medida — y lo hizo, a través de una temprana serie de dibujos sobre ángeles y demonios que a la distancia, asombra por su complejidad — sino además, plantear cuestionamientos espirituales que le superaban en edad. El futuro artista necesitaba elaborar una presunción acerca del futuro — uno de sus mayores temores — y lo hizo, dibujando a placer un mundo imaginativo, rico y enrevesado que sería el preludio de su trabajo posterior. Ese primer gran boceto general se convertiría después en un mapa de ruta a través de los rudimentos de sus obsesiones. Una visión siniestra que le acompañaría durante buena parte de su vida y que sería el reflejo de su insólita visión sobre lo sagrado y lo oculto, lo temible y también, lo profundamente conmovedor.

Para Blake, el arte siempre fue un reflejo de su complejo mundo espiritual, lleno de todo tipo de referencias históricas y religiosas pero además, un profundo inconformismo. Pero sobre todo de la soledad, que siempre intentón diferenciar de lo solitario, esa incomodidad melancólica tan distinta a la necesidad de encontrar espacios propios — mentales y físicos — al crear. Para el artista, la noción sobre la realidad parecía sostenerse sobre una reflexión persistente sobre las raíces del ser y de las aspiraciones del espíritu humano como obra incidental y divina. No es casual que toda la obra de Blake esté llena de alegorías a descubrimientos místicos, a tránsitos de la memoria y el espíritu, la correlación de fuerzas físicas e intelectuales en la búsqueda de una iluminación secreta que nunca llega a ser completa ni tampoco todo lo diafana para el artista. Entre esa rebeldía esencial — la subversión al dogma cristiano que Blake conocía desde su hogar — y un sentido fatalista de la existencia, creó algo tan novedoso que aún asombra por su extraña capacidad para conmover. Más que una visión artística, la obra de Blake es una meditada compresión sobre los espacios y las oscuridades del espíritu humano. Una insistente búsqueda de significado — del Todo como un complejo mecanismo de ideas y símbolos — y de sentido sobre la individualidad vinculada una aproximación colosal sobre la existencia.

Pequeñas puertas abiertas y la mirada hacia el paisaje interior.

En unos de los capítulos de su extraordinaria novela “Kitchen”, la escritora Banana Yoshimoto describe la soledad como “un cristal que separa la vida de lo que creemos puede ser, en ella misma. Más allá de ella misma”. La frase de hecho, abarca el argumento de la novela, que pondera la vida de una mujer solitaria que debe enfrentar lo que creemos y lo que analizamos como vida y sociedad, para entender lo que realmente habita más allá de las convenciones culturales. Más de una vez, ha dicho que sorprende — y se avergüenza, aunque no explica el motivo — por el hecho que sus lectores le conozcan más por sus ensayos que por sus novelas, las que considera la piedra angular de su trabajo. Kitchense publicó en 1987 y fue un éxito clamoroso: Una rara mezcla de tecnología, crisis personales y cocina como telón de fondo que sedujo al público por esa particular capacidad de Yoshimoto para construir escenas extraordinarias desde lo mínimo. Y la soledad absoluta. La obra de hecho, es un prodigio en la forma en que revela y transforma la identidad del personaje central en algo más doloroso y simple.

Yoshimoto avanza con paciencia a través de un cotidiano lleno de sutilezas. Avanza a través de la pérdida de la fe una cultura que se contempla a sí misma desde cierta distancia. Avanza a través de cierto tedio cotidiano que describe esa tensa relación de amor — odio entre la comprensión de nuestra naturaleza — tardía, elemental y fragmentada — hacia algo más denso y doloroso. Y más allá de eso, Yoshimoto se encuentra así misma. Se analiza como parte integral del paisaje y crea algo nuevo a partir de lo conocido, de esa comprensión de la sustancia que sostienen sus historias. Porque Banana Yoshimoto es una experta en el arte de lo invisible y no pierde de vista el intrincado paisaje entre escenas en soledad: Sus personajes comen, bostezan, sonríen y miran al cielo con una inercia de lo corriente que en ocasiones desconcierta. Pero en medio de todo eso pasan de estados de extrema tensión a un toque humano extraordinario. Un momento álgido de pura humanidad que de pronto, cobra magia y sentido. Seres anónimos que de pronto, simbolizan una humanidad heroica y universal que conmueve.

En una ocasión Washington Irving comentó que había comenzado a escribir por puro aburrimiento, encerrado durante buena parte de su infancia por su precaria salud. De adulto, lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía luego de dedicarse a tan docta profesión. A puertas cerradas, con la cerradura echada, mientras escribía en secreto. “Como una gran travesura”, escribiría después. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — parecía dedicar una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”. Quizás por ese motivo, sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creo toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.

Y es que quizás, Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Todo desde ese espacio privadísimo de inventar desde los cimientos una forma de narrar que nació de su capacidad para utilizar la soledad como una manera de sostener su mirada sobre lo absurdo. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura. Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacia. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.

Porque Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo. Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración. “Como la soledad, la escritura es un espacio fértil para que nazcan los monstruos. Que se manifiesten, en pequeñas grietas que son difíciles de definir de una única manera de inmediato”.

La Soledad dentro de la Soledad.

Hace unos días, se difundió a través de las redes sociales la conocida pintura de Edward Hooper, que muestra un restaurante de Nueva York a través de un ventanal de tonos verdes que se extiende de un lado a otro hasta crear una esquina. Dentro de lo que parece ser una cafetería con luces tenues, hay varias siluetas que aunque están cercas una de otras, tienen toda la apariencia de encontrarse aisladas, como si una distancia irrevocable las separara. “Nighthawks” es quizás una de las pinturas más conocidas del pintor y también, la que más se ha parodiado de una u otra forma en la cultura popular. La escena solitaria, cristalina y un melancólica ha tenido diversos invitados a través de los años: desde los personajes de los Looney Toones hasta la colección de memes internautas más conocidos de la década. Pero al final, la escena imaginada por Hooper — que pinto en 1942 luego del ataque a Pearl Harbor — representa algo más elemental, elaborado y duro sobre la soledad. La cualidad de estar solos incluso mientras te encuentras junto a alguien más.

Se ha dicho que Hooper pintó la soledad norteamericana mejor que cualquier otro pintor y lo hizo, porque el mismo artista estaba obsesionado con el hecho de ser un incomprendido, a puertas cerradas dentro de un tipo de percepción profunda de la realidad que rara vez podía compartir con alguien más. De modo que resulta inquietante, que la última reinvención de su obra, de ese paisaje casi onírico que resume todas las soledades del mundo, sea finalmente un escenario desolado: desde el comienzo de la cuarentena mundial, Nighthawks comenzó a circular a través de las redes sociales, con su habitual salón por completo vacío.

La cuarentena mundial y el distanciamiento social han roto la suposición insistente que la vida tal y la como conocemos, depende de nuestra capacidad para interactuar como una red interconectada de valores y opiniones, parece haber sufrido un considerable golpe en medio de una situación inédita. El distanciamiento social — ese concepto tan novedoso que todavía busca sus propio peso — analiza de una u otra forma, nuestra necesidad del otro, la manera en que nuestra sociedad funciona en base a la manera en que nos contemplamos como parte de un mismo organismo vivo. Una idea arraigada en la psiquis colectiva: Hasta hace muy poco, el hombre nunca imaginó podría sobrevivir al aislamiento de sus semejantes. Eran tiempos donde la compañía del otro se expresaba — y se pensaba — como una forma de supervivencia: el hombre cazó en grupos y luego construyó comunidades a cuatro manos. La inmediata herencia histórica de todo eso, fue una necesidad de cercanía que se asumió cultural. Las habitaciones familiares eran ocupadas por los hijos, sin que hubiese espacio para la intimidad o la individual. Se comía, se dormía, se amaba y se moría en comunidad.

Pero con la revolución industrial, el positivismo, el mecanicismo y sobre todo la evolución del pensamiento como unitario, todo esa expresión de la comunidad humana se fragmentó. Se reformuló en algo más sofisticado. El ciudadano común podía estar solo — una intimidad social — y de hecho, poco a poco se transformó en una opción en medio de una serie de posibilidades que lo nuevo urbano pareció ofrecer. Con la llegada de las grandes ciudades y la industrialización, la construcción de apartamentos de reducido tamaño, esa amplitud del hogar paterno se transformó en una idea que no parecía encajar demasiado con esa necesidad del éxito adulto y la independencia económica. Y es que a medida que los valores morales parecieron transformarse en algo menos abstracto y más relacionado con el éxito monetario que con algo más espiritual, la individualidad del hombre — el llamado egocentrismo moderno — tomó el lugar de lo que somos como parte de esa gran visión de cultura contemporánea que insiste en mirarse así misma como una expresión del yo.

De modo que este nuevo paisaje de Hooper, tan acorde con una época en que la compañía del otro supone peligro, es un recorrido a la inversa de ciertas ideas de orden social que hasta entonces se habían considerado necesarias, incluso parte de nuestra naturaleza, lo que lleva a un cuestionamiento más o menos duro de la forma en que concebimos nuestra cultura. Y al parecer la gran mayoría está reaccionando con una cierta pasividad que sorprende, en consideración a la idea común que lo social- la compañía, la noción del otro- es de considerable importancia para la coexistencia de la sociedad tal y como la conocemos. ¿Se trata que la mayoría descubrió que la esa gran imposición cultural de la compañía y la cercanía como reclamo emocional cultural, no tenía porque ser obligatorio?. Ni tampoco, claro está, un requisito para ser parte de esa idea de comunidad humana. Un pensamiento interesante, que reflexiona acerca de los limites se hacen borrosos, inexactos y pareciera ser que todos somos parte de esa nueva interpretación del hombre a solas. Una interpretación del ser ideal sin necesidad de atravesar el engañoso páramo de lo que somos y queremos ser, según lo socialmente aceptable.

En general, la soledad no está muy bien vista. Y eso, a pesar que la cultura parece brindar mayores facilidades a ese egocentrismo idealizado que todos disfrutamos a diario. Desde las infinitas posibilidades del Mundo 2.0 hasta la comunicación artificial vía redes sociales, la visión humana de la transición entre el sujeto social y el egocéntrico, se ha hecho mucho más rápida. Se habla de la suprema soledad del hombre moderno, la psiquiatría insiste en el perjuicio que ha causado ese extrarradio sensitivo que promueve la tecnología e incluso, la sabiduría popular habla de la soledad como un anatema a la simple naturaleza humana. ¿Pero eso es cierto? ¿Qué ocurre si disfrutas la soledad con el mismo placer lúdico que alguien más disfruta las grandes fiestas y la algarabía? ¿O si de hecho, lo disfrutas pero no necesitas la interacción inmediata, si hay un limite muy preciso entre quien eres y lo que necesitas del mundo más allá de esa linea imaginaria?

Hay un cierto prejuicio contra esa pequeña medida de intimidad. No está bien visto comer solo, o viajar solo. A mucha gente le cuesta comprender muy bien como alguien más puede disfrutar de la soledad — a secas y sin tinturas medias — en medio de esa necesidad instintiva de socializar. ¿Donde está el error? ¿En qué punto lo necesario se confunde con lo que asumimos es “normal”? Porque claro está, volvemos al punto de la normalidad, del temor a lo que hay más allá de lo obvio, lo culturalmente masticable. La soledad o mejor dicho, la afición que algunos sentimos por ella, parece ser ese limite entre lo que asumimos es la independencia y la individualidad y lo que toca la visión de la cultura que protege, que aglutina, que homogeniza. Y que contradicción es esa de mirar el mundo con cierta desconfianza, de retroceder la frontera personal para mirar lo que se desdice y se contradice como parte de la cultura a lo que pertenecemos.

La soledad no es lo mismo que estar solo, como demuestra las diversas reacciones que ha provocado el coronavirus y la prohibición de contacto físico. El símbolo del cuadro de Hopper, tan solitario y a la vez desgarrador en su belleza frágil, elabora una versión sobre la soledad que tiene relación con nuestra incapacidad para entender el hecho de acercarnos unos a otros, de sostener vínculos en medio de una distancia física apreciable. Hace poco, The Newyoker publicó un artículo, en el que mencionaba el trabajo del neurólogo social John Cacioppo y su equipo en la Universidad de Chicago, analizaba el estado actual de hipervigilancia provocado por la amenaza social. Lo que quiere decir que la soledad — tal y como la analizamos, o mejor dicho, tal y como la comprendemos actualmente — parece una regresión a ciertos momentos de la historia humana, en la que necesidad de soledad — o de estar solo — eran parte de algo más peligroso. Un sentimiento arraigado hacia la amenaza que representan los demás.

En 1929, Virginia Woolf escribió en su diario unas cuantas líneas sobre la soledad como amenaza pero también, como necesaria compañera: “Si pudiera captar el sentimiento, lo haría: el sentimiento del canto del mundo real, como uno es impulsado por la soledad y silencio del mundo habitable “. La escritora no era ajena al confinamiento: había pasado buena parte de su vida que medio de sufrimientos mentales y físicos que le obligaban a permanecer en una versión personalísima de la cuarentena. De hecho, el libro “Una habitación propia”, no es otra cosa que un resumen de esa soledad rota a pequeños pesares, de la estructura que se desvía de la forma en cómo concebimos la cultura y en cómo pertenecemos a ella. Como si la soledad — en toda su gloriosa belleza triste — fuera sin duda otro estado del ser. Una versión de la vida y de la muerte, sostenidos a través del espíritu roto de la época como una forma de revelación tardía.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine