La soledad y la belleza:

El aislamiento, la creatividad, la ternura. (parte I)

Aglaia Berlutti
14 min readMar 30, 2020

El Marqués de Sade escribió buena parte de su obra encerrado y además, aislado. La escribió como una forma de provocación, pero también como una crítica lúcida — envuelta en la provocación — sobre la época que le tocó vivir. A diferencia de obras como Fanny Hill de John Cleland (1750) donde aún hay evidencias de esa necesidad de respetar lo socialmente aceptable como límite para la disgregación moral, Sade va más allá: redescubre la sociedad moralista desde la óptica del que sufre sus rigores, del que teme y le preocupa su visión incidental con respecto a lo cultural. Y más allá, Sade simplemente ataca la moral y las leyes que censura, que reprimen y limitan. Lo hace comprobando sus grietas, lo desigual de esa percepción de la justicia, el orden, la estructura misma de la sociedad. Lo hace a través de la oposición frontal a ese aparato de lo que la cultura considera indispensable. Y lo hace a través del sexo, esa visión del hombre carente de todo refinamiento. La carnalidad como expresión del yo, esa extravagante visión del sexo como filosofía y destrucción de todo valor.

Paul Verlaine también estaba en la cárcel — y en pleno descalabro emocional — cuando escribió lo que se le considera lo mejor de su obra. Oscar Wilde también estaba en prisión cuando escribió el maravilloso libro De Profundism una larga epístola de más de 50.000 palabras en la que el autor no sólo reflexiona con desgarradora dureza sobre su cautiverio sino también, la traición que había sufrido por parte de Lord Alfred Douglas, su amante. Más allá de su esencia epistolar, De profundis posee un atractivo particular, y es el de haber sido compuesto en un momento de gran tensión y angustia, con el escritor sumergido profundamente en los abismos de la soledad. Oscar Wilde fue encarcelado por alterar el orden público; pero lo cierto es que fue su conducta homosexual -al menos con Douglas- la que alteró al público. El padre de Douglas fue quien impulsó aquel juicio ridículo y desproporcionado que terminó en la reclusión solitaria de Wilde por casi dos años completos. ‘Un día en la vida de Iván Denisovich’, de Aleksandr Solzhenitsyn también fue una obra escrita en pleno confinamiento, en medio del terror, lo angustioso y algo semejante a una desconexión total con esa cualidad delicada y frágil que nos une como especie.

¿La soledad alienta la creatividad? No hay pruebas al respecto pero tal pareciera, que hay una necesaria combinación entre el miedo a lo que habita más allá de los límites mentales y la satisfacción del cautiverio autoimpuesto, que sostiene la capacidad artística como ninguna otra cosa. Virginia Woolf decía que era solitaria, aunque debido a la necesidad social de ser “accesible”, forzaba su naturaleza esquiva hacia la amabilidad. “Puedo sonreír” cuenta Winifred Holtby en su biografía sobre la autora. “De hecho, lo hago, con los labios relajados. Me obligo a extender la mano, dar apretones afables. Soy un modelo social”. Por supuesto, se trataba de una broma con ciertos ribetes de crueldad. Woolf no sólo no sentía predilección por la compañía ajena sino que en más de una ocasión, dejó claro que la soledad era una forma de solaz en la que podía escuchar “las tormentas” de su mente. “Es tan apetecible como sensual” escribió en una de sus infinitas notas personales “nadie lo entiende y eso lo mejor”.

Algo semejante solía comentar décadas antes Mary Shelley, quien apenas salía de su casa con tan poca frecuencia, que su marido hizo venir a un médico para analizar su cuadro de salud. “Cuido a los niños” mintió, porque en realidad escribía y reescribía la que sería su obra más conocida, casi a escondidas del marido bebedor y mujeriego, de la familia que temía por su salud mental luego de la pérdida de un hijo y que intentaba ocuparse de la “huraña, pálida y extraña” Mary. Pero Mary escribía, a solas, a escondidas, devorada por la sensación que el mundo estaba a punto de terminar — o al menos, como lo conocía — por lo que era necesario escribir. Sobre monstruos elocuentes, científicos aterrorizados de su poder, la extraña sensación que había algo que unía y vinculaba al aislamiento con la necesidad de escribir. En otras circunstancias, habría resultado imposible de comprender semejante vinculo, pero en la soledad de la casa vacía, embarazada por segunda vez cuando todavía el bebé muerto no había alcanzado los seis meses de fallecido, Mary necesitaba crear más allá de su cuerpo, de su cualidad femenina, de la imposición de la maternidad.

Emily Dickinson fue una autora obsesionada con el hecho real y físico de escribir. Sus poemas comenzaron como una colección de miniaturas apenas bosquejados en papel y después, en criptogramas que elaboraba a través de manchas de tinta en papelería casera, que usualmente, fabricaba con sus propias manos. Lo hacía además, a través de un largo proceso artesanal que incluía remojar la pupa en esencia florales y después, dejar para secar bajo el alfeizar de su estudio. Para la poeta, escribir era un oficio que comenzaba incluso antes de la primera palabra y lo era, en esencia, por la posibilidad que ofrecía la noción de crear el hecho de la escritura como una experiencia sensorial.

Por supuesto, Dickinson era una hábil artesana: desde muy niña había confeccionado con sus propias manos un detallado herbario que incluía descripciones, dibujos e incluso reproducciones en bordado de una ingente colección de flores, hojas y todo tipo de frutos y flora. Se trataba de un proyecto personal, sin ninguna presunción científica pero que era, de un modo u otro, un reflejo exacto de la personalidad meticulosa, obsesiva y hábil de la poeta. Sus primeros poemas nacieron entre esa extraña combinación de papel y de conocimientos científicos precisos, en una mezcla desconcertante que sostuvo su extraña cualidad invisible. “Escribo desde las sombras” escribió en una ocasión “Puede que mis palabras terminen escondidas entre tallos y hojas, lo cual me produce placer. Ninguna lectura debería ser sencilla, mucho menos evidente”

Lo mismo podría decirse siglos antes de Shakespeare, que utilizó la soledad para escribir hasta caer exhausto y de Cervantes que lo hizo a diario, hasta que “el dolor paralizó su cuerpo y supo que su obra estaba por terminar, al igual quizás que su vida”. Para una buena parte de los escritores de la historia, la soledad — impuesta o libre — fue una forma no sólo de escribir y alcanzar un nivel creativo espoleado por el dolor y la angustia, el miedo e incluso el alivio de saberse por completo libres para dedicar toda su atención al acto creativo, sino también, remontar la extraña cuesta del aislamiento convertido en una lucha contra la supuesta naturaleza social de la naturaleza humana. Una supuesta necesidad de buscar la compañía mutua, de tratar de enlazar el silencio interior con el exterior, crear algo más prolífico, poderoso y quizás inquietante, en medio del desarraigo. “¿Es posible crear sin mirar el rostro de quien se ama?” escribió Rilke, de naturaleza más intuitiva. La respuesta fue varios libros escritos en medio de una absoluta, meditada y por supuesto, voluntaria soledad.

León Tolstoi, que antes de ser un extraordinario escritor fue un terrateniente d la Rusia Feudal, dijo que durante su juventud, castigaba con el látigo a los sirvientes que osaban interrumpir su reclusión meditabunda por cualquier razón. Sonia, después escribiría que su marido, ya convertido en Santón y símbolo literario, se desconectaba del mundo para alcanzar “algún otro”. Sonia llevaba un diario — muy puntilloso, detallado y triste — sobre su convivencia con el gran genio y varios de sus relatos domésticos incluyen esa persecución de la soledad, el miedo y cierto desarraigo que para el escritor era necesario para crear. Lo hacía también a través de convertirse el mismo en uno de sus personajes. Cuenta Sonia como testigo de excepción, que escuchaba a León gritar, llorar y murmurar detrás de las puertas cerradas. “Más allá había un mundo al que no tenía cabida”.

Los silencios mortales:

Sylvia Plath escribió un ininterrumpido y detallado diario desde la adolescencia hasta casi los treinta años, unos pocos meses antes de su muerte. En más de una ocasión, admitió que el diario era el sustituto a la palabra, a todo lo que deseaba decir y no podía, en medio de los tremedales de la angustia, los terrores y los dolores que atravesaban su vida y que ella ocultaba detrás de una fachada pulida muy parecida a los que describe en su poema espejo. El diario, era por tanto, una apasionada y furiosa narración de su propia vida que abarcó desde sus dolores emocionales hasta sus esperanzas hacia el futuro. Pero sobre todo, Plath desmenuzó la realidad a través de la palabra, en una obsesiva búsqueda de significado que le llevó años completar. Quizás por ese motivo, el diario abarca buena parte de lo que llamó “su vida a través de la página” y casi nada de la antesala al silencio de la muerte. Para la poeta, la escritura era una forma de sobrevivir, de enfrentarse a la oscuridad y huir de esa nada corrosiva que le persiguió desde muy joven y de la que al final, no pudo escapar.

Por eso, se refugió en sus cuadernos y poemas, incluso antes de soñar con la escritura como forma de vida. La intensidad de su vida y de la poesía de Plath asombra por su capacidad para transmutar el sufrimiento y la pesadumbre que le atormentaron desde muy niña. Hermosa, creativa y talentosa, Sylvia Plath es un mito literario pero también, un símbolo de un tipo de dolor añejo e íntimo convertido en una comprensión profunda sobre el poder sanador — catártico — del arte. Plath nunca dejó de cuestionarse a través de su mirada creativa. No lo hizo incluso en sus momentos más bajos y feroces. Se enfrentó a todos desde la cercanía del poema del redime pero también, una feroz consciencia sobre el valor de la sensibilidad como expresión de la identidad. La poeta encontró en las palabras un hogar, un refugio, un lugar al cual huir en los peores momentos. Y el resultado es una extraordinaria elegía sobre su vida pero sobre todo, sobre su brillante perspectiva sobre el lenguaje como redención.

Fue la poesía y no otra cosa, la que brindó consuelo a Plath, aquejada de una profunda depresión durante décadas y tuvo que lidiar con heridas emocionales que nunca llegaron a sanar del todo. Sylvia luchó contra la oscuridad y el horror en su mente desde la adolescencia pero también, con una radiante ambición que le permitió construir un universo literario de enorme valor conceptual. Para la poeta — empecinada en continuar creando a pesar de los bajísimos momentos emocionales que padecía, un matrimonio infeliz y sus peores demonios privados — escribir se convirtió en una puerta abierta hacia una noción de si misma tan poderosa como inevitable. De la misma manera que en sus diarios, Sylvia Plath habló en sus poemas acerca de su empecinada necesidad de vencer el miedo, de continuar a pesar de él, de transgredir la sutil línea de angustia que cercenaba su individualidad y le produjo cicatrices emocionales incurables. Como poeta, Plath tuvo la capacidad de asimilar las grietas y abismos de su mente en una elegía personal de extraordinario valor literario. Como mujer, la poeta comprendió el inestimable valor del registro personal, de la mirada fecunda pero sobre todo, la perspectiva del dolor como una forma de arte. Una expiación tardía e incompleta que Sylvia Plath no llegó a comprender en toda su plenitud pero que saboreó durante los momentos más importantes de su vida.

La que fuera considerada la escritora que transformó el género del terror en norteamerica, también lucho y lidió con la soledad para crear algo más profundo, extraordinario y bello. En marzo del año 1965, Shirley Jackson decidió llevar a cabo una gira de conferencias Universitarias que la llevaría alrededor de EEUU. Lo decidió como solía hacerlo por entonces: Luego de consultar sus cartas del tarot — tenía más de seis juegos — y de tomar notas de lo que llamaba “su instinto” sobre el tema. Jackson llevaba a todas partes una pequeña libreta en la que anotaba todo lo que ocurría en su vida cotidiana, incluyendo “el comportamiento de los otros”. La escritora era una feroz observadora de la conducta humana y cuando su cuento La Loteria la convirtió en una controvertida celebridad, las anotaciones se hicieron agudos comentarios sobre las críticas e insultos que recibía a diario. “Hoy alguien me ha llamado bruja y por algún motivo, espera que eso sea un insulto” escribió en diciembre de 1964. Más tarde y por el día de año nuevo, acotó “Hay poder en el miedo. En el que otros sienten hacía mí”.

De modo que cuando Jackson se embarcó en la que llamó “la gran gira”,no sólo llevó su libreta de anotaciones sino también, un complejo anecdotario sobre los “otros”, las figuras temibles que durante años, le habían acusado de cientos de cosas distintas, debido a su atrevimiento de escribir una obra de terror después de dedicar buena parte de su vida a narrar la apacible vida doméstica norteamericana. Para buena parte de sus lectores, se trató de un giro inexplicable y para quienes le leían por primera vez, una grosería que jamás perdonaron del todo. “Conduciré hacia las fauces de la bestia” escribió Jackson, cuando tomó su sedán MG y se lanzó a la carretera. Conduciría a solas — “a pesar de los terrores de mi marido” — y en un coche de lujo, gracias a los honorarios que ganaría por hablar en cinco conferencias distintas. De hecho, la travesía sería una forma “de encontrar algo perdido, que en casa parece conectado con cierta oscuridad entre puertas abiertas”. Para Jackson se trataba de un viaje de expiación, además de una aventura.

Luego de convertirse en una de las escritoras más respetadas de la década de los sesenta, Shirley Jackson comenzó a enfrentarse a lo que llamó “los horrores de ventanas cerradas”. Ese misterio cenital de la soledad de las cosas intangibles como la envidia soterrada del marido y la cEl triple éxito de La Loteria, The Haunting of Hill House y We Have Always Lived in the Castle habían llevado al trabajo de Jackson a un lugar atípico en el mundo literario norteamericano: no sólo se trataba de una escritora de terror, sino de una que además, elaboraba una versión de la Norteamérica profunda y sus temores a través de sus horrores. Los personajes de Jackson eran inquietantes, imperfectos, torpes, aterrorizados con la cualidad del mal, pero también dignos de redención. La combinación hizo de sus libros éxitos de venta y también, un hilo conductor hacia cierta evolución de la ficción estadounidense necesaria y sorprendente. Pero también, sumió a la escritora en una complicado cuatro depresivo “No sé si se trata de lo que me exijo, me exigen o creo necesito satisfacer” escribió a finales de 1963.

El recorrido universitario fue entonces, también una forma de lidiar con la presión interna, con el terror sobre su talento que le acompaña a todas partes y lo que al final, resultó un peso invisible del que casi nadie sabia y del que la escritora habló poco. “Estoy sola en un mundo que he construido. Pero olvidé las puertas” bromeó en la Universidad de Princetton, en la que habló sobre el género de terror y cómo, siempre había estado profundamente obsesionada con la enigmática oscuridad de quienes le rodeaban. “Escribir de terror no sólo es un exorcismo, es una invocación violenta y dura a viejos espectros anónimos” escribió en su diario. Tal vez se refería a la profunda ansiedad que le causaba las exigencias editoriales, el estado del país — el asesinato del presidente John F. Kennedy le había dejado profundamente traumatizada — o el hecho, que en su interior, el miedo era algo más que una metáfora sobre el absurdo de la existencia humana. Para Jackson, que se llamaba a sí misma bruja y de hecho, creía firmemente en lo sobrenatural, el miedo era algo más profundo, doloroso, extraño y sobre todo incontrolable.

Tal vez por ese motivo, comenzó a escribir el libro Come Along With Me, que la misma Jackson describe en sus diarios como “una historia feliz”. Después de casi quince años de relatar casi de forma obsesiva sobre monstruos de rostro humano, la escritora comenzó a reflexionar sobre sus textos desde cierto cinismo agotado. “¿Escribo para huir a un bosque profundo, impenetrable y peligroso? Lo hago porque es más sencillo que seguir la ruta visible, la que lleva al fuego en el que se llevan a cabo las grandes conversaciones” anotó de forma un tanto críptica en su diario. Después agregó “Necesito escribir sobre la felicidad, recordar que puedo hacerlo”. En varias de sus últimas entradas en el cuaderno, insistió sobre el tema “un libro divertido. Un libro feliz”. Por entonces, Jackson creía que la felicidad era una idea utópica: atrapada entre la fama — y el reconocimiento inmediato — , el agotamiento de la ansiedad que le atenazaba a todas horas e incluso las sospechas que su marido, el crítico Stanley Hyman, estaba involucrado de una manera u otra en la muerte de Kennedy, necesitaba un escape, una puerta abierta hacia otra región de su mente. Una más amable, menos furiosa, más clara y menos obsesionada con la oscuridad. El cuaderno termina con varias frases en las que insiste en que “ser feliz es necesario” y también que “la risa es posible la risa es posible la risa es posible”.

Pero Jackson no pudo completar ese recorrido hacia un lugar más luminoso de su vida y con toda seguridad, de su oficio como escritora. En agosto de 1965, la escritora falleció de lo que se diagnosticó como una “oclusión coronaria debido a arteriosclerosis, con una enfermedad cardiovascular hipertensiva, como factor contribuyente a la muerte”. Fue una muerte apacible: no despertó de una larga siesta vespertina. No obstante, durante semanas, Jackson aseguró a su esposo que “estaba segura moriría”. Que “podía escuchar la muerte a su alrededor y que eso, la inquietaba”. No era la primera vez que la escritora apelaba a lo sobrenatural para traducir sus temores, pero sí, una de las que lo hizo con más insistencia. Y mientras lo hacía, escribía el libro que “la haría reír”. El libro sobre “la felicidad perdida que debía traducir el mundo de una manera nueva”.

La muerte de Jackson — que aun era una mujer joven y una escritora muy querida — fue recibida con estupor y dolor por lectores y editores. Sus libros seguían vendiéndose bien y el New Yorker publicó una versión ilustrada de La Lotería, el cuento que la llevaría a formar parte de la historia literaria estadounidense. Hubo una breve conmoción por el hecho de su muerte prematura, pero mucho más, cuando su esposo declaró en una entrevista un mes después, que había “un nuevo libro de Shirley, esperando ser publicado”. Se trataba por supuesto de Come Along With Me, que en realidad no era otra cosa que 75 páginas sin corrección y una serie de episodios breves, en las que Jackson había unido pequeñas historias cotidianas. En realidad, no era una novela, ni siquiera el borrador de una pero Hyman, obsesionado con el recuerdo de su mujer y sobre todo, su trascendencia, permitió su publicación. Tres años después de la muerte de la escritora, Come Along With Me se publicó junto con una colección de los ensayos e historias que Jackson había publicado durante su vida, en la que incluyó el relato Janice, que según Hyman había sido el motivo por el cual se enamoró de su esposa en primer lugar. El libro fue acogido con respeto y frialdad por la crítica, que lo consideró “correcto” y no se vendió demasiado. Pero aún así, hubo mucho de curiosidad por un libro que no parecía escrito por la misma mujer que había soñado con una casa sintiente que se enfurecía en las noches frías y un pueblo capaz de asesinar a pedradas a sus habitantes para celebrar ciclos de cosechas. En lugar de eso Come Along With Me, era una mirada amable sobre la vida en pareja, las relaciones humanas e incluso, la singular manera en que la escritora comprendía el transcurrir del tiempo. “Somos ancianos antes de saberlo” dice en el libro, cuando uno de sus personajes descubre en su frondosa mata de cabello negro, su primera cana.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine