La oscuridad y la ciudad:
El miedo en todos los rostros.
Desperté en la oscuridad profunda. No la cotidiana, jaspeada de pequeños resplandores eléctricos, sino una desconocida que me hizo sentir que me había quedado ciega. No lo estaba, por supuesto. Otro apagón, pensé en medio del silencio que era en sí mismo, algo tan terrorífico como esa oscuridad sin mácula, como de terciopelo que me rodeaba.
Me levanté como pude. Martes veinticinco de marzo. No es tan tarde, pensé, tropezándome con la mesa de noche y después la biblioteca. Me había ido a dormir casi tres horas antes de lo normal por puro agotamiento. Un sueño endeble, en que el sonido del ventilador del techo era un aleteo lento y casi irritante. Eso era lo que me había despertado, pensé dando tumbos hacía la puerta de la habitación y luego al pasillo. El silencio. El no existir, la ciudad apagada como quien desconecta un circuito gigantesco y vital.
— Otro apagón.
La voz de mi prima surgió más adelante, de algún lugar del pasillo. Poco a poco, el mundo comenzó a tomar forma: distinguí su silueta sólida junto a la reja de la ventana. Más allá, la ciudad flotaba en una penumbra sólida y compacta. De nuevo, la oscuridad no tenía confían, no existía en otra forma que un aleteo sobre la silueta de los edificios y la calle que se abría hacia la avenida. Cuando logré llegar a la ventana, la oscuridad sólo era un peso. Pero podía ve alguna cosa. Mi prima levantó el teléfono y me mostró la pantalla.
— Sin conexión, como la otra vez.
— ¿Será nada más Caracas?
— So es en Caracas, es en toda Venezuela — dijo mi prima.
Miré la hora: las diez y un poco más. Era temprano, tal y como había deducido. Pero parecía la madrugada profunda. No había automóviles en la calle, ni el menor vestigio de luz en la interminable colección de ventanas que se extendían en todas direcciones a mi alrededor. Como la primera vez — hace dos semanas exactas, pensé distraída — había algo de sobrenatural en la ciudad que había dejado de existir, como si Caracas hubiese desaparecido y dejado en su lugar un gran agujero. Pero estaba allí, claro. Oía el traqueteo de las plantas que se volvían a encender, los resplandores de lámparas y velas. Los “Coño de tu madre, Maduro” salpicando entre la oscuridad como si el eco se creara de sombras. Me quedé de pie, atontada y después llegó el sobresalto: ¿Cuántas horas serán en esta ocasión? ¿Por cuánto tiempo la ciudad desaparecerá y nos dejará a cambio este lugar extraño y salvaje? Y el silencio, pensé frotándome el rostro con las manos abiertas. Y el silencio, tan desconocido para alguien que aprendió a dormir con cornetas, música, conversaciones, el zumbido del televisor encendido. Este silencio que duele y que abruma. Que es tan aterrorizante como el desamparo del miedo, de este no saber que te puede conducir a cualquier parte.
— Seguramente viene un rato, ya tienen experiencia — digo — ya es la segunda vez…
— Se fue por segunda vez porque la solución de la primera vez no fue nada. Paño caliente — tiene la voz ronca. Estuvo llorando. ¿De miedo? ¿De angustia? ¿De frustración? — esto es lo que pasa. Lo peor no ha llegado. ¿Tú te crees que sí?
No creo nada, me digo cuando me dejo caer en el sofá del salón. El corazón me late muy rápido. Me duele la cabeza y tengo la garganta seca. Un ataque de pánico, pienso casi al descuido. Uno de los fuertes. Lo sé, lo siento. Percibo como avanza, como se enreda en mis pensamientos, como me deja paralizada contra los cojines, me hace el estómago un nudo, la garganta cerrada de angustia. La oscuridad y el silencio, me digo cuando me inclino para respirar. Para intentar hacerlo en todo caso. Lo peor no ha llegado ¿Qué puede ser peor? Que no acabe nunca. Me lo digo como quien riñe a una niña pequeña, me balanceo de adelante hacía atrás, con la boca llena del sabor metálico del miedo. Que pasen las horas, los días. Se me escapa un gemido. Escucho a mi prima moverse, el brazo que me rodea los hombros.
— Respira Agla.
— No sé qué irá a pasar — le digo, como si me lo hubiese preguntado — no sé qué es lo que nos espera.
Ella no dice nada, sólo me sostiene, mientras el miedo se convierte en una ráfaga, una ola, un golpe en pleno rostro. Cuando comienzo a llorar, siento que el mundo estalla en pedazos mudos. Trozos que se elevan en todas direcciones en esta oscuridad sin mácula, tan perfecta, que alguien de la ciudad como yo no entiende bien. Hace unos días, una amiga me dijo que ya la gente que está fuera de Caracas, sabe cómo sobrevivir al desamparo. Que lo enfrenta con una atroz sensación que la incertidumbre llenó todos los espacios. “Vivo al día” me dijo mi amiga V. con un suspiro “Me aseguro de comer, que todos en mi casa estén bien. Me convenzo que un día a la vez es más fácil que esperar…” ¿Qué cosa? ¿Esperar que cosa? Y ahora lloro con una desesperación plena, casi liberadora. Lloro por el miedo, por las paredes convertidas en llanuras desconocidas, por la ciudad que flota entre las sombras, por todos los anónimos que quizás también lloran ahora mismo. Lloro, con las manos abiertas sobre el pecho. Sacudo la cabeza. Y soy el único sonido que se escucha en la noche, en medio de esta nueva tragedia colosal sin nombre que ataca con todo el peso de violencia inaudita.
Es casi de madrugada y no he podido dormir. Mi prima sí y siento una especie de cólera ridícula por el pensamiento. Está en su habitación y yo en la mía, pero a ella la oscuridad no le molesta. A mí, en cambio, me hace sentir el agobio de lo que significa. Imagino pueblos y caseríos sumidos en esta siniestra y casi perversa belleza de la Oscuridad. Las ciudades sencillas y utilitarias de Venezuela. Imagino las plazas, las feas carreteras, los altos edificios ridículos de Caracas, imitación tardía y plástica de una prosperidad que no recuerda. Oscuridad en todas partes, como un río que fluye y se anuda con algo más pesaroso y enigmático. El país se desplomó, tal y como se había anunciado, la normalidad arrasada por completo. No hay manera de disimular la crisis, de esconderla para llamarla “ataque” “saboteo”. Pero lo continúan haciendo, pienso y me vuelvo en la cama de un salto nervioso. Recuerdo a los voceros del gobierno, con su pantomima de grandes líderes de algún movimiento político que en realidad sólo existe en las esperanzas frustradas, cuando repiten en voz neutra que el “Imperio” nos saboteó. Que “Venezuela se enfrenta a un nuevo ataque”. Me hace sonreír la imagen. No es un gesto de humor ni algo parecido. Es la tensión en el rostro que te produce la frustración más salvaje, dolorosa. Hombres y mujeres que representan lo peor del venezolano. Dicho así, tiene algo de poético, de una frase cursi que simplifica como puede la desgracia de casi veinte años de una estafa histórica de proporciones colosales. Hay algo casi irrisorio, en esa necesidad de mentir y justificar. Como si la Revolución chavista sólo engendrara niños que no crecen, individuos de una simplicidad aterradora que consumen la verdad que le arrojan al rostro, como la comida barata y los malos servicios subsidiados. En este país de mentiras, en la que una ideología de resentimiento encontró suelo fértil. Es casi irónico, que el lugar con los ciudadanos más felices del mundo — según una vieja encuesta comercial que nadie recuerda — sea también, el país en que la mentira sustituye la vida diaria, la noción de lo cotidiano. El país de los espejismos, me digo, tendiéndome de espaldas, el peso de la oscuridad sobre la piel. Como un Macondo de pesadilla, en que el que, en lugar de florecer una vegetación tierna de monte, habitar mariposas amarillas y llegar gitanos de ojos misteriosos, hay sólo una gran blasfemia contra la pobreza, que a la vez devora con un festivo apetito. Que frase grandilocuente esa, me digo. Que melodramática, empalagosa, sin sentido, para describir a un país devastado, un territorio de dolor convertido en algo inexplicable incluso para quienes vivimos en él. Un páramo yermo en que habita el miedo, esta oscuridad oronda y una colección de promesas sin cumplir.
Hace unos días, uno de mis vecinos me dijo que le lleva esfuerzos lidiar con el “no saber”. Me lo comenta mientras ambos vamos en el ascensor del edificio en el que vivimos. “No saber qué esperar, a qué tenerle miedo incluso” añade. Nos quedamos en silencio, porque no sé que decirle. O perdí los deseos de consolar. Al fin y al cabo, el ánimo también está desgastado, roto por incontables grietas diminutas que juntas, crean una especie enorme superficie que se puede venir abajo a la menor provocación. De modo que me quedo callada y no le cuento que todos los días, me despierto de madrugada para trabajar, porque temo no completar las múltiples entregas y envíos que debo hacer antes de un probable apagón. Que gasto cada bolívar — dólar, en realidad — que produzco en comida. No hay pequeños lujos ya, como café al aire libre o pequeñas velada de Arroz Chino. Que me obsesionan los inventarios caseros, que tengo pequeñas listas de todo lo que podría escasear y que me llena los ojos de lágrimas el mero pensamiento que alguna vez — ¿En unas semanas? ¿Meses? — no pueda comprar lo que necesito, a pesar de lo mucho que trabajo y me esfuerzo. No digo nada, porque ¿a quién le cuenta uno eso? ¿A quién le explica algo semejante? ¿Cómo describes los diminutos dolores convertidos en algo ingobernable?
Los focos de luz amarilla de la cabina parpadearon con rapidez. Una vez, un guiño casi imperceptible. El vecino me aferró del brazo y miró los apliques con los ojos muy abiertos, inquietos. “Páralo” murmuró. Y me apresuré a obedecer, con la mano temblorosa, los dedos que apenas podían sostener la llave de seguridad. Cuando se abrieron las puertas, ambos salimos en un movimiento torpe, desmañado. Nos quedamos de pie en el pasillo. No tengo que contarle nada, pensé mientras bajamos juntos los pisos que faltaban para la planta baja. Él lo sabe tan bien como yo.
Deambulo por el apartamento entre la penumbra. Ya no me tropiezo con tantas cosas y el insomnio pesa menos. Mi gata me sigue, se me enreda en los tobillos, casi me hace caer. La sostengo en brazos y vuelvo junto a la ventana. La ciudad ahora flota a la deriva, envuelta en una ráfaga de humo — el olor de algo que se quema me golpea el rostro — y lo que podría ser una neblina aceitosa en medio del clima que comienza a cambiar. En Venezuela sólo tenemos dos estaciones: Lluvia y sequía. Y como no ha llovido durante semanas, imagino que la naturaleza simple del país regresa otra vez a sus espacios blandos. Hace frío, pero es más humedad que otra cosa, como si una lluvia tétrica estuviera a punto de caer para borrar el perfil sucio de una tragedia diminuta. Un apagón, me digo. Con tantas muertes en el mundo, con tanto dolor, tantas enfermedades de nombres exóticos, tanta guerra. Y nosotros, apabullados por un apagón. Pero los ojos se me llenan de lágrimas: es como si Venezuela muriera un poco, se cayera a pedazos, se retorciera en mitad del miedo que nace y brota en todas partes. Escucho con cuidado el silencio que no es tal: hay disparos, algunos gritos lejanos. Un automóvil pasa a toda velocidad de una esquina a otra. Y Caracas, que sólo es una silueta recortada contra la mole de la montaña oscura, parece sólo un recuerdo. Algo que no fue, que no tiene sentido, que carece de toda belleza.
Mi gata me muerde la mano en un gesto rapaz, cariñoso. La dejo sobre el mueble y vuelvo a llorar, la cabeza apoyada contra la reja. Por la ciudad que murió, por todos los temores escondidos. Por este tiempo sin cálculo ni sentido que avanza en todas direcciones a partir de las sombras.
En algún punto de la noche, el cansancio me vence. Tengo sueños extraños sobre enormes construcciones modulares que se mueven de un lado a otro. Al fondo, el Ávila es un monstruo rollizo y de fauces verdes. Amanece cuando me despierta el estruendo del prodigio barato y superficial que acaba de ocurrir: las luces del pasillo se encienden, también lo hace la pantalla del televisor, el ventilador viejo que cuelga del techo. Escucho gritos de alivio y mi prima aparece por la puerta de su habitación, con el rostro demacrado y los ojos muy abiertos. Son la cinco de la mañana, la primera franja de luz cruza el cielo y tengo la extraña sensación que hay un cierto paralelismo entre ambas cosas. Otro pensamiento ridículo, me recrimino mientras intento pensar qué debería hacer primero. ¿Cargar la batería del teléfono celular? ¿Revisar los electrodomésticos? Me quedo torpe y aturdida en mitad de las luces que parpadean, de las voces del televisor que ríen y hablan en voz alta. En otro mundo, me digo y de súbito, la oscuridad otra vez. Como un chiste cruel, violento. Mi prima me toma de la mano. Un gesto desesperado, casi doloroso. En la oscuridad, no existimos. Incluso, en esta veteada de gris, con la ciudad que flota a la distancia como el humo, sin forma, rota y destrozada por las tragedias que la dejan irreconocibles. Como el país entero. Como el futuro inmediato.