La novia del viento y la búsqueda de las tierras tristes.

La historia de una mujer caballo. (Parte I)

Aglaia Berlutti
14 min readFeb 22, 2021

La pintora Leonora Carrington insistía en que no había nacido; que su llegada al mundo había sido una especie de gran recreación artística. Un performance extravagante, al estilo de los míticos homunculus medievales que comenzó el 6 de abril de 1917. Ese día, solía narrar, Inglaterra se estremeció. Quienes la escucharon relatar los mitos privadísimos sobre su vida, siempre insistían en que para Leonora, el asombro del acto de nacer era inabarcable. Lo narraba además, con cientos de detalles distintos en cada ocasión. Desde la maravillosa fuente de chocolates y frutas que le acompañó en la caída desde “un cielo opaco, que perdió el brillo mientras ella se acercaba a la tierra”, hasta la forma en que su madre, solo había levantado los brazos para sostenerla y evitar chocara contra el suelo, la versión siempre era distinta. Entre tanto, madre e hija se habían mirado en medio de una lluvia de comida suculenta, asombrada y desconcertada por la magia improbable de aquel nacimiento extravagante. “Porque abrir los ojos al mundo, es un momento melancólico” escribiría después. “Y no nacemos, nos dejamos caer de espaldas en la oscuridad”.

Carrington fue una mujer para quien la realidad era una alternativa. Una mirada subjetiva a algo más elaborado que jamás logró explicar del todo. Aunque lo intentó: sus pinturas eran prodigios de imaginación, cargados de un símbolismo barroco y denso que muy pocas veces explicó del todo. En sus libros, ocurría otro tanto. El mundo transcurría en una serie de situaciones inexplicables. Brillantes, maravillosas, asombrosas, radiantes, dolorosas. Para la artista, el mundo era una mezcla de lo humano, lo divino y cierta tecnología misteriosa basada en un mecanismo secreto que ella deseaba descubrir. “¿No escuchan la forma en que avanza la tierra, los engranes que sostienen cada hora y día?” Lo decía con tal convicción que jamás estuvo claro si en realidad se trataba de una metáfora elaborada para mostrar su mundo interior o una creencia genuina. Pero para Carrington, eso carecía de importancia. Después de todo, soñaba con una estructura vital semejante a un animal nacido de tierras remotas con entrañas de acero. “El mundo está vivo y es poderoso, porque es del todo inexplicable” escribió en 1928. Una convicción que la acompañó buena parte de su vida y que sostuvo, la esencia de su trabajo.

Pero desde el principio, en el génesis de la mitología de Leonora, la comunión entre lo humano, lo orgánico y lo mecánico, fue esencial. Tanto como para considerar su nacimiento obra de las tres cosas, aunque “no podía explicarlo del todo”. Cualquiera fuera la explicación que otorgó a su llegada al mundo — y que nunca estuvo del todo clara — para la artista era de considerable importancia, lo inexplicable. “Si algo tiene nombre, puede considerarse real. Pero no por ello, puede o debe ser comprendido” dijo en una ocasión, a propósito de las quejas de un crítico sobre una de sus pinturas. Para Leonora, que había pasado buena parte de su vida adulta maravillada por la cualidad de lo incierto como punto de partida para cualquier pensamiento artístico, la mera pregunta sobre qué podía significar su obra, era ofensiva. O al menos, lo suficientemente dolorosa como para evitar una respuesta directa. “Nadie quiere ser entendido en toda su amplitud. Nos gustan los misterios, el mundo está sostenido por cada uno de ellos” explicó cuando era ya una anciana, al responder un cuestionamiento directo sobre la forma en que comprendía el arte.

Para Carrington, el hecho de lo artístico no implicaba sólo crear, sino también dotar de vida a esa conexión que sostiene un lenguaje más poderoso con lo intuitivo. Convertida en su obra más elaborada, buena parte de la vida de la artista estuvo relacionada con un incontenible deseo por la experimentación. “Con las piezas incomprensibles que se unen en lo invisible, como parte de una razón más poderosa sobre por qué expresamos lo que consideramos irrevocable”. Leonora estaba convencida que la maquinaria de lo artístico comenzaba por la inspiración, pero se alimentaba de la predilección por el miedo a lo fugaz. “Creamos para olvidar que morimos” dijo en 1925, cuando ya se hablaba de su “frágil estado mental” y se confundía su lucidez de pionera artística con dolencias psiquiátricas. “Soy un caballo, soy una estepa. Soy una pieza rota. Pero si lo piensas, también soy nada, porque existo sobre la posibilidad de solo ser una idea”. Por supuesto, semejante aseveración estaba emparentada de manera directa con el surrealismo y el dadaísmo, sólo que para que la artista, ambas vertientes no tenían una vinculación con su búsqueda de “espacios de carne y metal”. Lo que la artista pintaba y escribía, eran narraciones vívidas de un mundo interior emocionante e inclasificable. Quizás, por ese motivo, la imposibilidad actual de comprender su obra en toda su curiosa extensión.

Carrington escribía y pintaba, aunque ambas cosas no estaban relacionadas. Eran muros independientes. Y por eso, tanto uno como el otro, pueden ser analizados por separados. Para Leonora, escribir era “una larga sucesión de equívocos, de brutal vinculo con tierra y madre aire”, pero pintar “revelaba lo aterrador de la sustancia del sueño”. Pasó por etapas de decadencias en que sus obras pictóricas expresaban de forma más clara el dolor que “le sacudía, pero jamás le vencía”. Pero en otras, escribir lo era todo. Era una etapa poderosa que además, sostenía una versión de la realidad reconstruida para su entera satisfacción. Su sentido de la fantasía — con frecuencia descrito como poco delicado e incluso brutal — evadía explicaciones sencillas. De hecho, fue una de las primeras artistas de siglo XX en evitar cualquier tipo de conexión con escuelas, líneas de pensamientos o expresiones de lo estético. “Puede ser una línea de color, pero si está llena de pensamientos, será la frontera entre dos mundos” escribió en 1930.

Pero en especial, Leonora tenía un sentido del humor profano, extraño y para su época, “impropio” de una mujer. Todo su trabajo, tiene un esencial sentido del absurdo humorístico que se sostiene sobre algo más poderoso. Es blasfemo, la mayoría de las veces un poco vulgar e incluso, ella misma lo llamaría “violento, si el caso lo requiere”. En realidad, la artista parecía disfrutar con la provocación. Aunque la provocación en realidad, no era el fin último de su obra. “Me gusta el escándalo, la risa de borrachos, la piel que se abre en dos” diría para describir una de sus pinturas. “Pero también, el poder que tiene el sobresalto, el pensamiento de no explicar lo que no debería ser explicado. ¿Es posible subsistir sin razones? En mis pinturas ocurre”.

En el trabajo de Leonora se combina lo natural con lo artificial. Cada una de sus pinturas y libros son creaciones híbridas en las coexisten una mirada dual sobre el mundo. Grandes parajes radiantes, en las hay criaturas indefinibles, que pasean bajo cielos de colores imposibles. O espectros que flotan en la luz y que desaparecen sin razón alguna. En otros, la artista dedicó años a dibujar rostros enajenados incrustados en una realidad alterna. La obra de Leonora pasa de un extremo a otro de lo visible y lo invisible. Lo logra con una cuidada selección de elementos, pero también con un desprejuiciado uso del caos. “Nada es real, pero existe. ¿No es una paradoja” dijo una vez al filósofo Henri Bergson, que leía con gusto y que conoció en un breve viaje a París. Bergson le preguntó si había algo más que un afán de encontrar “la distancia entre los planteamientos” de creación artística, como una criatura viva. “No lo hay, solo es una creciente convicción sobre la conciencia humana y lo que no es”. La artista era descreída, a menudo profana pero estaba por completo convencida que había un sustrato “enigmático” en la apariencia plácida del mundo. “No sólo es real lo que miras, sino lo que esconde”.

Por supuesto, Leonora pasó buena parte de su vida buscando lo invisible y huyendo de lo improbable. Lo hizo de una crianza angloirlandesa represiva que durante los primeros años de su vida, intentó sofocar su impulso artístico. “Tenía la sensación que siempre estaba a punto de morir”. Lo hizo después de una vida corriente, llevada por la ambición de la pintura y la escritura. “Quiero crear, aunque lleve el hambre a cuestas”. En 1937 huyó de todo lo que conocía y llevó a cabo uno de sus primeros periplos, que la llevaría desde Francia a Madrid, de vuelta a Francia, después a Nueva York y por último, a Ciudad de México. Leonora huía de la represión política — llegó a soñar que el por entonces, desconcertante Adolf Hitler llegaba en persona para asesinarla — pero también de la disciplina del hogar paterno.

A los veinticinco años, fue recluida en una institución mental por orden de su padre, una figura poderosa en su natal Lancashire que odiaba la indomable capacidad de su hija para ser del todo impredecible. “De los dos, le tenía mucho más miedo a mi padre que a Hitler”, afirmó en una de sus notas apresuradas, la mayor parte un diario de abordo sin fecha que quemó y continuó a lo largo de su vida. La familia Carrington tenía dinero. También alcurnia. “Pero no tenía la imaginación para comprenderme” escribió para explicar su necesidad de huir de todos. Por entonces, ya había escrito el cuento La Debutante, en la que narra la amistad de una niña y una hiena, atrapada en un zoológico. La narradora — que sin duda, es una de las tantas personalidades escindidas de la Leonora real — enseña hablar al animal, sólo para después pedir como pago al favor, ocupe su lugar en un baile. La historia se resuelve con un asesinato sangriento, música y baile. “En mi imaginación, todo tenía sentido, todo tenía un sentido del hoy y del todo, que era perverso en su belleza” diría después la escritora, sobre el sentido de un relato que aun hoy, asombra por su crueldad. “No estás presente, no eres otra cosa que el tiempo que transcurre” explicó “y el cuento quiere narrar esa nada asertiva, impaciente, blanda. Que no está en ninguna parte”.

Leonora era devota lectora de Lewis Carroll y Jonathan Swift, por lo que La Debutante, con toda su carga de comedia crítica, era sin duda una forma de narrar su vida al mismo estilo de los autores que admiraba. “¿Qué es más artificial ?, pregunta ella: ¿vestir a una hiena de humano o a un humano de mujer? ¿Cuál es la diferencia entre una hiena y un humano? ¿No deberían los dos ser aliados en una guerra planetaria contra bailes de debutantes, contra reyes y reinas e imperios, contra la maquinaria canibalizadora del capital, que toma el dominio de las mujeres y la naturaleza como punto de origen?” se pregunta Leonora, cada vez más enfurecida y llena de una brillante petulancia. La Debutante es quizás el cuento menos potente de la escritora, pero sin duda, el más sincero, el más proclive al deseo de la autora por construir una versión de la realidad a su medida. Y es también, la primera muestra del talento de una mujer en busca de su reflejo, de su capacidad, del nombre “que le arrebató el padre que la consideró loca y de la madre que la ignoró”.

Leonora logró superar las heridas de una infancia violenta y restrictiva, una adolescencia con una disciplina férrea y una juventud asfixiante, a través del arte. “Un influjo, la incorrección absoluta, la búsqueda sin sentido”. Y “La debutante” fue la primera versión de ese mundo irreconocible, poderoso, extraño y vivo que sería desde entonces, el lugar en que podía esconderse. “Un mito, dentro de otro mito, como el que llegué a crear al nacer”.

El hombre y la vida.

Para Leonora Carrington, ser una criatura “corriente” era un presagio de muerte. Lo dijo varias veces durante su vida, sin que se molestara en explicar semejante sentencia. En realidad, aunque pareciera ominosa y violenta, la frase tenía relación con su negativa a creer que el mundo podía resumirse a sus restricciones. Ella misma contó como de niña, solía correr para huir de la disciplina paterna y en cuanto pudo hacerlo, escapó de la cualidad de su apellido, nombre incluso percepción de la realidad. “Estoy loca, lo cual por supuesto, es lo mejor que podría haberme sucedido”.

En la que se considera su novela más larga y acabada The Hearing Trumpet, publicada en 1974, ya la artista medita sobre el ser humano al margen de la conciencia. O mejor dicho, a las reglas que se imponen sobre ella. Leonora no era ajena en absoluto a la reflexión sobre la identidad y la formación de la consciencia — vivió una época plena de evolución de la psiquiatría moderna — pero en realidad, su necesidad de crear y consumir lo ideal, era una puerta hacia algo más profundo “Ser una criatura humana es ser una legión de maniquíes”, insiste en el libro “Cuando la criatura entra en el maniquí, inmediatamente cree que es real y está vivo, y mientras crea esto, está atrapado dentro de la imagen muerta, que se mueve en círculos cada vez mayores lejos de la Gran Naturaleza”. La autora estaba convencida que la humanidad era algo más que una serie de reglas a cumplir, de límites que evadir o en el mejor de los casos, aceptar como inevitable.

Y lo supo desde la adolescencia, en la que su padre la hostigó, presionó y vejó en docenas de maneras distintas. “Me gritaba con esa gran energía del bruto” relató una vez “y cuando no lo hacía, se aseguraba que recordara sus gritos. Que asumiera que antes o después, esa constancia del proceso de temer, estaba fija en mi interior. nunca lo logró”. Eleonora insistía siempre que podría reescribir la realidad, pero además, crear una percepción sobre lo cultural e intelectual, por completo novedosa. Y eso, la empujaba directamente a un lugar “inhabitado”. La misma artista llegó a describirse como trastornada, “cortejada por la locura” y la mayoría de las veces, fuera “del ámbito de lo humano”. Sus cuadros, libros y escasas esculturas, son la demostración de ese recorrido, ese ámbito de riesgo que incluye el trastorno del yo y la completa pérdida de la identidad. Para Leonora, “existir era una posibilidad de negar el árbitro de la realidad”, lo que le permitía que el arte fuera el interlocutor válido de algo intangible y duro de comprender.

Por supuesto, Leonora había sido indómita desde niña. “Un caballo en plena huída” bromeó de adulta. Antes de los diez, ya había sido expulsada de al menos tres colegios y a los quince, ya era evidente que ninguna institución respetable de Inglaterra, aceptaría a una alumna que se burlaba de maestros y tutores sin poder. “Me reía con la capacidad que hacen que las cosas sean graciosas: porque podía hacerlo” confesaría. En una ocasión ya casi cumplidos los dieciséis años , fue aceptada por un colegio religioso cerca de su natal Clayton Green. A las dos semanas, sus padres recibieron una carta airada de la madre superiora. Leonora había hecho creer a sus compañeras era una Santa que levitaba y consiguió aterrorizar a las más pequeñas con el recurso de arrojarse al suelo desde el primer piso. La experiencia “de volar por escasos, preciados y extraordinarios minutos” la desconcertó y la maravilló. Pero además, dejó algo claro para ella. “La cualidad de lo distinto, pasa por dos etapas: una que comienza con un vuelo rasante y libre, otra con un golpe contra la realidad”.

Expulsada por enésima vez, sus padres decidieron enviarla a la escuela de señoritas Penrosa en Florencia. “La última imagen que tengo de ellos, es la del rostro brillante de esperanza que partía como caballo para regresar como una mujer educada”. Se trató de otro intento infructuoso. Leonora olvidaba llegar a clases, se iba a de paseo por la ciudad, llegó a tener un romance clandestino con un pintor callejero, que le obsequió sus lienzos y pinceles cuando uno de los guardianes del colegio la arrastró de vuelta a la institución. Fue castigada, aislada y reprendida. Pero ya Leonora, pensaba en pintar. Hacerlo, fue de hecho, la forma de burlarse de las maestras estrictas, los preceptores que la seguían a todas partes y las compañeras aterrorizadas por su comportamiento. Los bocetos de la época, muestran ya los primeros indicios de un mundo extravagante, alternativo y brillante. Damas que caminan sobre las bóvedas de las iglesias con hachas en la mano, mesas brillantes y retorcidas, cubiertas de raros objetos.

Al final, la escuela escribió a Inglaterra. Leonora no sólo no podía ser “domesticada”, sino que la disciplina del colegio acrecentó su espíritu independiente, su violenta necesidad de evasión y lo que era más desconcertante, su humor burlón. “Ríe o hace bromas. Lo cierto es que su capacidad para la burla roza lo grosero y casi siempre, la rebasa” le explicó uno de los tutores de la futura artista a sus preocupados padres. Y por entonces, tener humor, sobre todo uno profano y extravagante como el de Leonora, era poco menos que un pecado de vanidad. En una carta a Max Ernst contaría cómo la gran mayoría de los adultos a su alrededor estaban aterrorizados “con el sonido de mi risa, con el hecho mismo que pudiera reír. Con la percepción de la risa como una rebeldía”.

Finalmente y luego de largas discusiones en el seno familiar, Leonora llegó a París. Había sido una travesía larga, incómoda, dura para sus padres pero la joven aspirante a artista, estaba convencida que había sido un “recorrido necesario” para encontrar “algo perdido, de valor incalculable”. Se refería por supuesto, a su propósito de pintar y escribir, a los primeros cuentos, a las felicidad absurda y desesperada de expresar el mundo en su interior como algo más que juegos de palabras o ingeniosos chistes procaces. Crear era una puerta abierta hacia algo más poderoso. Era un tránsito hacia su interior, sus deseos, su experiencia vital al completo. “En París todos son artistas. Pero yo lo era de verdad” se burló después. “Claro qué, ¿qué puede esperar un caballo de un cielo estrellado?” bromearía a medida que se hizo más complicada, extraña su forma de pensar y asumir el peso de su talento. “Necesito creer que puedo hacer esta mirada al futuro. Y lo haré. Lo buscaré. Llegaré a pintar rosas bajo el mar y estrellas enfurecidas que escupen hielo en lugar de fuego”.

El sueño se cumplió en Londres, cuando finalmente comenzó a estudiar arte bajo la tutela de la pintora Amédée Ozenfant, con quien congenió de inmediato y se las ingenió para aprender no sólo sobre el ámbito artístico. Ya por entonces, se consideraba a sí misma una escritora en ciernes y comenzó a redactar pequeñas descripciones de una ciudad, a la que conocía por las grandes descripciones de su padre pero que en realidad, le pareció tenebrosa y exquisita, por su espíritu. “Hay algo secreto en Londres, aunque ella misma no lo sepa”. Comenzó a tener pensamientos espirituales, obsesiones metafísicas y de hecho, siempre diría que su primer acercamiento hacia “la nada de la existencia, que sólo existe en pinturas” lo tendría durante esos primeros años de aprendizaje.

Ya por entonces estaba obsesionada con el libro Por la vida de Alexandra David-Néel. La escritora caminó hasta Lhasa, Tibet disfrazada de hombre y sufriendo todo tipo de penurias. Finalmente, se convirtió en la primera mujer en hacer semejante travesía y escribió un libro en el que la búsqueda espiritual a través de las convicciones personales lo era todo. Para Leonora, el asombro fue una experiencia “que la dejó sin armas ni excusas para no intentar todo lo que quería” de forma que leyó el libro una y otra vez. Y aunque no podía ponerse en marcha a un lugar exótico — “no falta de osadía” aclararía años después — se convenció que el arte — lo intangible — escoge “a los valientes”. Decidió vivir a partir de esa idea. Ampliar su percepción en todo su rango de importancia, construir a oportunidad de ser y crear una conexión entre la idea más profunda de su deseo de trascender y algo más curioso, relacionado con su valor individual. “La valentía de negarme a dejar de creer en la mujer que vivía en mi interior”.

También se obsesionó con todo lo escrito por pensador inglés, filósofo político, poeta, novelista, anarquista y crítico de literatura y arte Sir Herbert Read. La figura literatura, que era bastante prolífico, tenía un amplio repertorio de temas, pero también hablaba del desdoblamiento del ser, de la búsqueda de lo temible, de la salvaje insatisfacción de ser uno con el colectivo. Para entonces, estaba convencida que “la vida tenía para ella paisajes desolados de belleza” como obsequio a su decisión “de vivir a pesar de todo”. Tenía veinte años, se le consideraba la mujer más bella de Londres y juró ante sus pinturas que “era el único amor que ansiaba”. Después diría estar convencida que ella misma “se había hechizado por puro accidente”.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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