La mujer monstruosa, el deseo y la pérdida en el gótico

Aglaia Berlutti
18 min readJan 4, 2025
Lily -Rose Depp como Ellen Hutter en ‘Nosferatu’ de Robert Eggers.

‘Nosferatu’ de Robert Eggers, explora en la mujer, como vehículo del viaje iniciático entre la vida y la muerte. Lo que convierte a su personaje femenino en una propuesta novedosa de la figura tradicional de la doncella sacrificial.

En buena parte de la película Nosferatu (2024), Ellen (Lily-Rose Depp), se debate entre dos fuerzas opuestas. Por un lado su necesidad de ser la mujer que se espera de ella — esposa, futura madre y símbolo de la pureza — y la otra, la que da origen a toda la trama. En especial, cuando el director y guionista Robert Eggers enfoca el impacto de su premisa en la habilidad del personaje para desdoblarse en dimensiones distintas. De la mujer aterrorizada por el mal patente que simboliza Orlok (Bill Skarsgård), a la que acomete la misión de destruir al vampiro. Todo, en medio de un deseo que la domina, ya sea contra su voluntad o como placer oculto, que se hace cada vez más ardiente e insatisfecho.

La propuesta de Eggers no es nueva. De hecho, al combinar en su guion tanto una reinvención del clásico de 1922 de Friedrich Wilhelm Murnau y el libro Drácula de Bram Stoker, logra traer de nuevo a la pantalla grande, la idea de una criatura impredecible, imparable e irredimible, que, paso a paso, se transforma en una amenaza liminal. Eso, al cumplir la idea del monstruo como elemento transgresor y difuminar los límites entre la vida y la muerte, lo real y lo folclórico, hasta llegar al deseo maligno. Una idea que suele asociarse directamente con la capacidad de una entidad para subvertir cualquier orden, poder o imperio de la ley y la razón.

Tal vez por ese motivo, el vampiro ha sido el monstruo predilecto durante tantas décadas y versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el antihéroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basada en cierta expresión de la carnalidad. Es el mal que ataca, seduce y domina. A la vez, es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, pareciera no simbolizar las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida. También su aspiración a la trascendencia.

El vampiro y el mundo de lo oculto

Durante buena parte de la historia de la literatura, la inmortalidad fue un atributo divino que únicamente se vinculó con lo humano desde condenas y maldiciones. Por lo que el vampiro no es solamente una criatura que sobrevive a la muerte como puede y de manera precaria, sino que en sus visiones y transformaciones más poderosas, es también una luminosa, capaz de elaborar percepciones complejas sobre la metáfora que sostiene y expresa. Encarna la capacidad del hombre para enfrentarse a su temor a la muerte, de aspirar a la eternidad como una intrincada combinación de deseos y más allá de eso, un planteamiento doloroso sobre acerca de la finitud de lo corpóreo. Con toda su triste belleza, poder para conjugar el deseo y la aspiración, es la maldad radiante. Un tipo de malevolencia fatal del que ninguna época parece estar ajena y mucho menos, ignorar.

Muy probablemente, esas fueron las razones que convirtieron a la novela Drácula de Bram Stoker, publicada en 1897 en un éxito inmediato. Habían transcurrido décadas de la mediana conmoción que había provocado el Frankenstein de Mary Shelley. Faltaba al menos veinte años para la publicación de La Mandrágora y ese gran otro monstruo literario, El Golem de Gustav Meyrink en 1915. De modo que Stoker tomó la vieja leyenda del vampiro europeo y la llevó a un nivel nuevo. Ya Carmilla de Sheridan LeFanu había creado un antecedente poderoso sobre la criatura inmortal con rostro humano. Uno, además, que reinventó las convenciones sociales, morales y las enlazó con una versión sobre lo inquietante muy cercano a la lujuria. Por otro lado, Ya John William Polidori había dado el primer paso para elevar la figura del vampiro por encima del ente espectral y pesaroso que vagaba entre tumbas. En 1817, su relato El Vampiro narró una historia en la que el monstruo llevaba galas de caballero y tenía modales refinados. Además, podía pasar desapercibido en los grandes y elegantes salones de la época.

Stoker sublimó cada una de esas premisas en Drácula y añadió el ingrediente de cierto elemento erótico, basado en el símbolo de la sangre como una notoria conexión erótica. El libro causó un revuelo y desconfianza considerable entre la pudibunda sociedad londinense. De una u otra manera, la encarnación del vampiro de Stoker era más que un villano gótico o una criatura despiadada capaz de matar. Con su aire lóbrego y decadente, encarnó a una época frágil y reprimida. La historia analiza desde el subtexto la ambigüedad de los códigos morales y sociales de una Inglaterra abrumada por las convenciones sociales.

El libro, que combina con éxito el terror y lo místico, refundó la figura del vampiro y le dotó de todo un universo claustrofóbico que aún se mantiene como principal imagen del más antiguo monstruo inmortal. Stoker, ocultista y sobre todo, atraído por la vasta mitología del vampiro europeo, reconstruyó el mito y lo convirtió en una idea que desafiaba la visión de la época acerca de lo maligno — esa entelequia moral que intentaba definirse en largos tratados filosóficos — para transformarlo en algo más complejo. A la vez, le brindó una insistente mirada sobre lo que tememos y deseamos, lo que nos asusta y comprendemos como parte de una idea radical de la malevolencia.

Eso, a pesar de que Drácula parece no ser del todo original para sorprender y que con el transcurrir del tiempo, su edulcorado sentido de la reivindicación del bien jugó en contra de la premisa original. Empeñado en crear una visión moral acerca de la maldad y construir una idea humana sobre la inmortalidad, Stoker crea una pequeña sinfonía de voces y personajes tan semejantes entre sí que amenaza lo esencial la historia. Una multiplicidad de visiones y expresiones acerca de lo que el vampiro puede ser como símbolo del horror y también, de algo tan antiguo como elemental. El deseo y el terror que hipnotiza, tienta y finalmente humaniza al monstruo, asume el lugar de una concepción mucho más primitiva sobre el horror. Drácula sobrevive al miedo, también al deseo y al final, es el epítome de ambas cosas para un grupo de personajes obsesionados con destruir al vampiro y su siniestro contexto.

No obstante, Drácula es mucho más que su estilo costumbrista y mirada romántica de la batalla del bien y del mal. En el trasfondo, subyace todo tipo de rumores, ideas y percepciones acerca de la mitología y leyenda del monstruo bebedor de sangre, creando un metamensaje tan sutil que en ocasiones parece confundirse con el planteamiento inicial. Para Stoker nada es sencillo, mucho menos evidente. Es esa incisiva visión del deseo, el dolor, la pérdida y la tentación, lo que hace del libro una nueva percepción de lo maligno. Una tan vasta y destructora que convirtió el vampiro — hasta entonces, una leyenda rural que sobrevivía a duras penas al racionalismo — en una reflexión profunda de las motivaciones culturales del hombre de su época.

Drácula es un monstruo y también, un análisis sobre las cualidades del horror en una época herida por la pérdida de la inocencia y abrumada por los ídolos rotos. Stoker crea un personaje que se enfrenta al naciente ateísmo, a la angustia incidental de la locura, que proclama la idea de lo sobrenatural en el centro mismo de las nociones más elementales de lo que la sociedad percibe sobre sí misma. El vampiro de Stoker, que apenas aparece en la novela que lleva su nombre, es una especie de leyenda urbana primitiva que se enfrenta contra la incredulidad a través de la violencia. Drácula, como hombre y monstruo, asume la carga de las décadas y los terrores para sostener su visión sobre lo que somos y podemos ser. De lo que en secreto, quizás, deseamos alcanzar.

Drácula y el mal, la transición entre dos épocas

Como todo clásico literario, la novela — su escritura y el mundo en que nació — está rodeada de rumores. Se dice que la historia proviene de las conversaciones del autor con un erudito húngaro llamado Arminius Vámbéry, y que este fue quién le habló de Vlad Drăculea, el Príncipe Valaco en quien se basa la historia. También se insiste en que Stoker utilizó sus conocimientos sobre ocultismo para crear una trama hipnótica, cargada de ideas subyacentes y símbolos esotéricos. Se debate sobre la evidente carga sexual de la novela — Drácula muerde, asesina y transforma a la delicada Lucy, que renace convertida en una criatura casi erótica — e incluso, sus connotaciones levemente críticas sobre la emigración, el colonialismo o el folclore. Aun así, la novela parece crear una idea intangible sobre lo que se insinúa y no llega a mostrarse, como si la figura del vampiro — que aparece con tan poca frecuencia en la novela — fuera también el símbolo de lo que la historia oculta, disimula, fórmula desde la periferia.

Por supuesto, que Stoker no inventó la leyenda del vampiro, pero sí- supo construir una nueva percepción sobre su figura que aún ahora, continúa siendo poderosa y perturbadora. Más allá de eso, Drácula logró elaborar un manifiesto por completo nuevo sobre la maldad en un siglo que aún no se recupera de la pérdida de sus máscaras favoritas y que, además, era incapaz de asumir el sufrimiento de ese vacío existencial. Con su vampiro, el escritor construye una percepción desconcertante acerca de la incertidumbre, para un siglo de pocas sorpresas y además, una nueva propuesta sobre lo que la oscuridad de los hombres puede ser. Una dimensión exquisita, lúcida y tan cerca del antiguo pecado de la vanidad que convierte al vampiro el maligno por el mero hecho de ser, profundamente humano.

Para crear algo semejante, Stoker dedicó más de cinco años a la investigación de diversos símbolos e historias relacionadas con el mal primigenio. Además de la influencia de la leyenda en torno Príncipe Valaco del siglo XV, Vlad el empalador, una revisión del texto sugiere que Stoker no sólo se basó en la siniestra figura del personaje histórico y símbolo de poder rumano. También en diversas leyendas del folclore irlandés, para crear un híbrido intelectual entre ambas visiones del monstruo bebedor de sangre. El punto de vista de Stoker sobre el vampiro, parece más relacionada con el agresivo concepto de la sangre y la lucha contra la inmortalidad entremezclada con nociones de magia y brujería, que la simple percepción de una controvertida y oscura figura medieval.

Para Stoker — que tenía un considerable interés por el ocultismo y otros temas herméticos — era de especial interés revestir a su novela con un sustrato esencial acerca de la reflexión de la vida y la muerte como etapas del ser y más allá de eso, una dimensión por completa nueva sobre la comprensión de la moral y lo sexual. Meses después de la publicación de la novela, se sugirió que la historia había sufrido todo tipo de censuras y revisiones, hasta llegar al manuscrito levemente edulcorado y con toques románticos que llegó al público y a las librerías. Una versión que Stoker jamás desmintió — tampoco confirmó — y que hizo correr ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del escritor con respecto a su historia más conocida.

De hecho, toda novela parece rodeada por un halo de fortuito misterio: El título original del primer borrador que Stoker entregó a su editor llevaba por título El no muerto — en referencia a la naturaleza monstruosa de Drácula — y era mucho más enrevesado que la estructura epistolar que más tarde adoptaría la historia. Resulta curioso que más de un investigador, ha encontrado pruebas consistentes que Stoker no parecía interesado en contar la historia del Príncipe Valaco, sino, en realidad, concentrarse en la extrañísima visión de la vida, la muerte y el amor en la leyenda del vampiro.

En 1998, la profesora del Memorial University of Newfoundland Elizabeth Miller, publicó un ensayo en el que sostenía — y probaba — que las notas de investigación de Bram Stoker para el libro, no indican que tuviera un conocimiento biográfico detallado ni tampoco muy amplio sobre Vlad III. Para el 2015, Miller amplió su hipótesis en el libro A Dracula Handbook, en el que analiza el hecho que Stoker no parecía estar especialmente interesado en analizar la vida y obra del Príncipe Valaco, sino que utilizó la mera posibilidad de su existencia para sostener una serie de ideas sobre la violencia que se sustentaba en la historia conocida sobre el héroe rumano. Para Miller, era evidente que la mezcla entre la figura del vampiro en el libro de Stoker y Vlad III fue un añadido posterior a la primera versión de la novela original. Y aunque la académica no llega a conclusiones sobre el motivo de Stoker para revestir a su personaje de cierto peso histórico, deja entrever que el escritor estaba mucho más interesado en los símbolos y supersticiones relacionadas con el vampiro que con la identidad de una de las figuras preponderantes de la Europa medieval.

La mujer, el miedo y la subversión de la realidad

Durante buena parte del siglo XIX y primeras décadas del siguiente, los personajes femeninos en la literatura encarnaban el dolor o la pasión, de forma indistinta o en una mezcla que buscaba recrear la percepción de la mujer como una figura metafórica, antes que un individuo. Después de todo, se vivían los postreros años del gótico, en que la mujer literaria era la metáfora de un tipo de sufrimiento profundo y sensorial, muy lejos de los grandes personajes masculinos, cuyo objetivo era la reflexión del mundo desde la frialdad de la razón. De modo que, las grandes heroínas que llegaron al nuevo siglo, resumían un complicado trayecto de reflexión acerca de la fragilidad, lo emocional y el poder del poder espiritual, desde una perspectiva la mayoría de las veces restrictiva y de especial rigidez.

Se trataba de un reflejo de la interpretación cultural sobre lo femenino que poco o nada había cambiado durante varios siglos. Para la última década de 1800, la rigidez legal — que además desconocía la capacidad de la mujer para dedicarse al ámbito del arte — era un hecho que obligó a una buena parte de las escritoras de la época a recrear la situación en sus obras. La inmediata consecuencia de esa batalla la mayoría de las veces invisible, es que las autoras lograron publicar obras que las editoriales tradicionales no habrían incluido en su catálogo y además, acentuar los rasgos de un nuevo tipo de mujer que fue el origen de muchas de las grandes heroínas que vendrían después.

Por ejemplo en Jane Eyre de Charlotte Brontë (que en su momento fue publicada por la editorial Smith, Elder & Company bajo el seudónimo de Currer Bell), el personaje de Bertha Mason fue un símbolo directo de la locura, pero también, la ausencia de límites y una búsqueda de libertad desesperada que se entremezcla con la necesidad de la autora de expresar — de un modo u otro — el peso que le causaba el anonimato. Bertha (que en la novela es, de hecho, el obstáculo para la felicidad de la protagonista), tiene una extraña visión del bien y del mal, lo cual brinda a su ambigüedad una connotación metafórica. Bertha no es solo la locura encarnada, sino el reflejo que convierte a Rochester en el héroe estereotipado de las novelas de la época.

Pero Charlotte juega fuerte y analiza a Bertha desde varios tipos de sustratos: no es solo la mujer contenida y disminuida por la locura — una figura habitual en la Europa de la época — sino, además, de ella depende el movimiento real de lo que ocurre dentro de la trama. Como si eso no fuera suficiente, su encierro tiene mucho de simbólico: A Bertha la consume la locura y para Jane, es una figura paradójica. Entre ambas, hay una considerable distancia y, también, un intrincado juego de espejos que analiza y convierte la percepción sobre la figura femenina a extremos casi dolorosos. Mientras Jane languidece y aguarda, Bertha desespera. Y es esta correlación de sentimientos — la electricidad latente en una historia que depende de la muerte de una para la felicidad de la otra — lo que hace a la historia, una mezcla de metáforas y una durísima crítica contra la sociedad restrictiva en la que fue publicada.

El caso de Jane Eyre no pasó desapercibido: en 1979, Sandra Gilbert y Susan Gubar analizaron el texto y otros tantos bajo la perspectiva feminista en el libro La loca en el ático: La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX. El texto, convertido en icónico al momento de brindar sentido a la escritura de la mujer en el siglo XIX, además reflexiona sobre la incapacidad de la mujer para mostrarse fuera de los estereotipos masculinos en un mundo literario dominado por hombres. Para ambas autoras, la mayoría de los personajes femeninos debían debatirse entre el “ángel” — desapasionado y sumiso — y mucho más cercano a la mujer ideal del período victoriano o al monstruo, su contraparte y némesis, apasionado y sensual. Jane Eyre, con toda su historia trágica a cuestas, parece ser el prototipo de la mujer que la cultura europea deseaba ver reflejada en las novelas y relatos de la época, aunque en realidad se trata de algo más complejo.

Amable, decorosa, pálida, sufrida, era el rostro de la beatitud que se expresaba como parte de algo más elaborado y complejo sobre lo femenino, que no llegaba a mostrarse del todo y se confinaba bajo la percepción de “la perfección”. En cuanto al monstruo — como La Mandrágora de Hanns Heinz Ewers y la misma Bertha de Brontë — era sensual, apasionado, rebelde y decididamente incontrolable: cualidades inaceptables para la época victoriana, pero sobre todo, para la percepción y la configuración de la identidad femenina de la época.

Pero Brontë apostó a crear algo nuevo y quizás por ese motivo, su obra trascendió la mera idea de la novela trágica al uso. Con sus inconfundibles elementos góticos — no faltaban cumbres pedregosas y hostiles, personajes retorcidos y damiselas en desgracia — también dotó a su Jane, de una profunda personalidad que rompió el estatus establecido sobre la posibilidad del “ángel” y sus implicaciones. Porque aunque Jane es una mujer delicada, llena de dolores y exquisita en su vulnerabilidad, también apasionada, independiente y valiente. No solo lucha contra el estándar de la mujer en su época — e incluso, la rasante clasista que podría haberla confinado a ser simplemente un modelo de conducta genérico — sino que además, utiliza la ira, la cólera y el dolor para recorrer su camino hacia el futuro. De la misma manera que Bertha (atrapada en la locura, llena de sufrimientos y violencia espiritual), Jane se mira a sí misma desde un reflejo de portentoso poder.

Incluso desde la Escuela Lowood se llama “niño”, un evidente intento de Brontë por dejar claro — y romper el canon — que su personaje era algo más que una excusa para el héroe y sus dolores mundanos. La decisión de Brontë de mezclar al “ángel” y al “monstruo” en personajes matizados y estratificados, fue un acto de sublevación sin precedentes que abrió una grieta en la literatura que permitió a otras tantas mujeres hacer lo mismo. Resuelto el problema del “monstruo” Brontë brindó a todas las escritoras que siguieron su ejemplo, a crear un tipo de personaje más ajustado a la mujer extraordinaria — basada en la apoteosis de los sentimientos — que al reflejo simple de lo femenino ideal que por siglos, fue el único acercamiento posible al tema.

El poder, la palabra, el tiempo que transcurre:

Por supuesto, la reinvención de Ellen que hace Eggers, está emparentada con la clásica figura de la mujer grotesca. Una evolución de la mujer loca o monstruosa, que lentamente adquiere un cariz por completo distinto a través de su deseo, poder, talento o la combinación de todas esas cosas. Eggers convierte a Ellen, en un faro en la oscuridad que termina por consumirse, entre el éxtasis y la búsqueda de la autosatisfacción. Eso, al enfrentarse al deseo y la consumación de la angustia terrenal.

El tema se ha planteado de diferentes formas en las últimas décadas. En la inquietante novela Ponti de Sharlene Teo, el horror toma corporeidad y se encarna en la juventud. O mejor dicho, en la inexperiencia y la voracidad de sus personajes. Pero no lo hace desde la concepción de lo monstruoso tradicional, sino que sostiene al contexto que le rodea como una bóveda angustiosa que aplasta y sofoca a Szu, la adolescente narradora de la historia. Para la autora, el tránsito de la niñez a la primera juventud, es una batalla sinuosa y temible, que se analiza sobre los dolores que se esconden en el cambio. “Cuando tenía once años, solía esperar que la pubertad me transformara, que algún día me despegaría de mi crisálida, florecería hermosa . ¡Sin suerte! En cambio, acné. Cabello repugnante. Sangre.” dice el personaje, que lucha con el universo femenino a su alrededor con pocas armas y la sensación que su propia naturaleza — la identidad sexual que se transforma — es una connotación sobre un tipo de oscuridad interior desconocida.

La novela está llena de monstruos femeninos: Amisa, la madre de Szu, es una criatura déspota, resentida y violenta de una belleza desconcertante. Una ex actriz de terror — la final girl tradicional reconvertida en un espectro — que además, considera a Szu poco menos que un estorbo. Su hija es el reflejo de la joven que Amisa fue hace ya casi dos décadas y la rivalidad entre ambas, se hace una percepción abrumadora sobre el miedo que sostiene algo más doloroso. Obsesionada con la fama y sobre todo, con un tipo de poder al que jamás pudo acceder, Amisa no sólo siente que su transformación en una mujer adulta — su belleza física mancillada por los rigores del parto y los años — y la forma que Szu se hace una beldad exquisita, radiante en formas que Amisa codicia y que al final, la transforman en un monstruo capaz de asesinar para encontrar cierto alivio a su necesidad de comprensión y validación.

La novela de Teo es un recorrido temible por la monstruosidad femenina, pero también, por la búsqueda de la identidad en medio de una lucha entre iguales. Monstruos generados y sostenidos por terrores inconfensables, por un tipo de odio difícil de traducir y que al final, se transforma en miedos y espacios tenebrosos que se unen en una sola percepción sobre el absurdo y la inquietud sobre la diferencia. Amisa está llena de ira — una agresiva, obscena y abusiva ira — y a Szu le nutre el deseo de superar a su madre, de vencerla en su propio terreno.

Todo a través de la energía maníaca y desesperada que le brinda la adolescencia: las noches de insomnio, el apetito voraz y la necesidad irrefrenable de sexo, como una caja de Pandora que descubre un tipo de oscuridad afanosa que Zsu traduce como un enfrentamiento frontal contra la madre que teme y el terror que le invade. Todo a la vez, que alimenta a la criatura que es, una bestia exquisita que Tao elabora a través de las complejidades de la adolescencia. No en vano, su madre le llama Sadako, como uno de los monstruos que habitaban su única película reconocida “Ponti” (y que da título al libro). Szu pierde la ternura de la infancia, el cuerpo le domina, el apetito le devora. Se está transformando en una mujer y a la vez en una criatura inclasificable. Para Tao, ambos extremos de la idea son la misma cosa.

La obra de Tao, es la más reciente adición a un tipo de figura femenina perversa que se hace cada vez más elaborada De la misma manera en que Brontë dotó a Bertha de una angustia voluptuosa y una comprensión de los espacios mentales y físicos como claustros misteriosos, la noción sobre la biología y lo temible hace del Body Horror una conexión poderosa con el hecho de lo físico como un valle de lo enigmático. Para Mary Shelley, su Frankenstein, fue una concepción de lo absurdo, lo caótico, pero, a la vez, de lo doloroso, de la concepción de lo corporal como evidencia del sufrimiento.

Claro está, para la escritora, su monstruo anónimo es una correlación violenta de una serie de ideas relacionadas con la transgresión de la santidad de lo biológico — lo que convirtió a la novela en un escándalo — sino que además, concretó los horrores de lo desconocido, en una mezcla de apetito por la vida, el conocimiento y al final, una avaricia oscura que culmina en tragedia. Del claustro, encierro y transformación de la mujer en poderosa — lo que a finales del siglo XIX, también se consideraba un rasgo monstruoso — a la criatura creada que subvierte el orden natural, Shelley logró brindar sentido a un subgénero que abarca desde la violación corporal, la mutilación y la posesión. Pero también, el hecho de las transformaciones y la comprensión del cuerpo como un tipo de terror malsano, inquietante y voraz.

La novela Grotesco de Natsuo Kirino, es un buen ejemplo de la forma en que la literatura puede subvertir el mundo y el tiempo como una concepción inquietante e ilimitada sobre el bien y el mal. En la trama, todos los personajes se mueven en el eje del odio, la envidia corporal y física, además de ir en la búsqueda de una violenta redención en sangre. Ambientada en la restrictiva y dura cultura japonesa, Kirino encuentra una forma de expresar ideas claustrofóbicas sobre lo femenino desde el crisol de una cultura agresiva que segrega de origen, además que agrega poder y un siniestro recorrido hacia el origen de las inquietudes sociales que rodea a los personajes. Al final, Grotesco es un recorrido por la mutación de una mujer en la gran némesis de todos sus horrores secretos, de la búsqueda de la identidad y el monstruo — invisible — que le habita.

Algo semejante ocurre con la novela The Power de Naomi Alderman. La historia comienza en el mundo adolescente, pero también acaba justo en la inocencia de los primeros escarceos sexuales y sensuales. De pronto, adolescentes de todas partes del mundo de entre catorce y quince años, descubren que sus cuerpos pueden emitir una carga eléctrica mortal no sólo capaz de mutilar sino además, de mutilar. Y esa arma biológica, tiene una inmediata relación con el despertar de una sexualidad casi primaveral. Pero en lugar de los temores y percepciones del deseo, Alderman construye una alegoría sobre el poder en estado puro: mujeres jóvenes a través del mundo comienzan a comprender que no sólo pueden lastimar, sino que no hay culpa ni responsabilidad añadida en ese deseo perpendicular de causar daño.

El poder se manifiesta con mayor fuerza y de pronto, es evidente que todas las mujeres del mundo son capaces de asesinar con un tipo arma imposible de detener, contener o distorsionar más allá de la voluntad. “Algo está pasando. La sangre está latiendo en sus oídos. Una sensación de hormigueo se extiende a lo largo de su espalda, sobre sus hombros, a lo largo de su clavícula. Está diciendo: puedes hacerlo. Está diciendo: eres fuerte” escribe Alderman y de evidente que para la escritora el meollo de la historia que cuenta no es el asombro o el temor por el poder recién adquirido — o descubierto — sino su furiosa capacidad para la acción, la ejecución, la venganza e incluso una rudimentaria forma de justifica. Alderman escribe sobre los subterfugios del poder, del miedo pero sobre todo, sobre la búsqueda incesante de significado del colectivo convertido en una masa peligrosa y amenazante.

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Aglaia Berlutti
Aglaia Berlutti

Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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