La historia natural del vampiro:
Al encuentro de las historias secretas y melancólicas de la muerte (II)
(Puedes leer la Parte I aquí)
El Drácula interpretado por el actor Claes Bang en la miniserie del mismo nombre estrenada en enero 2020, no es una figura lóbrega, sufriente y martirizada por su pasado. En realidad, es una criatura plena de poder, llena de energía intelectual y sexual, pero sobre todo, es un personaje inclasificable. La enésima versión del vampiro más famoso de la literatura, llega a la televisión desde una perspectiva tan fresca como atractiva: Es un monstruo, pero también es un hombre brillante — y no, no hay que preocuparse que lo sea como el olvidable Edward Cullen — que tiene en mente un gran plan. Desde esta noción de la ambición, la narración a base de Flashbacks de Steven Moffat y Mark Gatiss es un nuevo rostro para el mal en estado puro, pero también, una búsqueda exhaustiva de la raíz de lo que consideramos monstruoso.
Por supuesto, también es una obra clásica gótica y como tal, abunda la sangre, la oscuridad y la elegancia misteriosa de los castillos y grandes habitaciones en penumbras, pero lo realmente original de este Drácula para la segunda década del Milenio, es sin duda su cualidad cínica, violenta, bestial y al borde de lo que podríamos suponer incluso desconcertante. El Drácula contemporáneo no sólo es amante de los juegos de palabra, del humor retorcido, sino que también es una bestia violenta, un hombre con una visión política a largo plazo y una criatura inmortal planeando el futuro. Todo bajo el empaque de un caballero impecable que siempre sonríe después de matar.
Sin duda, a una buena cantidad de fanáticos del género de vampiros y del cine gótico en general, le puede resultar por completo incómodo un Conde Drácula tan consciente de su atractivo, más interesado en vivir que en sufrir una larga existencia de penurias en la oscuridad y sobre todo, uno que tomó la decisión consciente de enfrentar el mundo de los hombres con sus propias armas. Pero es inevitable que el vampiro se transforme de generación en generación, que tenga un rostro nuevo para cada forma del mal cultural que representa y que sin duda, sea un símbolo mutable de lo que consideramos maligno. Hagamos un repaso de como Vlad Tepes III, Príncipe de Valaquia, se convirtió en una celebridad pop del nuevo milenio.
El rostro del misterio
Decía Paul Barber — investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como símbolo de la aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en estado puro, parece incluso trascender a esa idea: Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.
El vampiro ha sido el monstruo predilecto durante décadas en todo tipo de versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el anti héroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, el Vampiro parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basado no sólo en una idea sino también en cierta expresión de la carnalidad. No sólo el vampiro es el mal que ataca, seduce y domina, sino que también es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, simboliza las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida y también su aspiración a la trascendencia.
Muy probablemente, esas fueron las razones que convirtieron a la novela Drácula de Bram Stoker publicada en 1897 en un éxito inmediato. Eso, a pesar del revuelo que causó, de la desconfianza que suscitó entre la pudibunda sociedad londinense y el miedo que pareció encarnar en una sociedad frágil y reprimida. Porque Drácula con toda su aparente apariencia de novela gótica al uso, es en realidad una mirada extrañamente ambigua sobre los códigos morales y sociales de una Inglaterra profundamente abrumada por las convenciones sociales.
Se suele decir que cada siglo tiene un monstruo o mejor dicho, que cada monstruo refleja lo peor o mejor del siglo donde causó terror. Cualquiera sea el caso, la cualidad de cualquier criatura mítica para encarnar el mal — como esencia, como elemento cultural e incluso, como reflejo de una idea mucho más compleja — es parte de ese atractivo secular que construye un lenguaje muy concreto. Porque el mal — comprendido como una idea más dura y elemental de lo que supone una mera contradicción al bien — tiene incontables acepciones y lo que resulta más intrigante, cientos de implicaciones que lo hacen un concepto formidable. Es entonces cuando el monstruo, no sólo encarna esa original noción sobre lo que las ideas morales pueden ser, sino que le brindan un sentido por completo nuevo. Inquietante en su humanidad y sobre todo, desconcertante en su poder de evocación.
Tal vez por ese motivo, el vampiro ha sido el monstruo predilecto durante tantas décadas y sobre todo, en tantas versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el anti héroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, el Vampiro parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basado no sólo en una idea sino también en cierta expresión de la carnalidad. No sólo el vampiro es el mal que ataca, seduce y domina, sino que también es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Y es que el vampiro, con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, pareciera no sólo simbolizar las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida, sino también su aspiración a la trascendencia. Porque un vampiro no es solamente inmortal, sobreviviendo a la muerte como puede y de manera precaria, sino que en sus visiones y transformaciones más poderosas, es también una criatura luminosa, capaz de elaborar percepciones complejas sobre la metáfora que sostiene y expresa. Un vampiro no es sólo un no — muerto, sino también, la capacidad del hombre para enfrentarse a su temor a a la muerte, de aspirar a la eternidad como una intrincada combinación de ideas y más allá de eso, un planteamiento doloroso sobre nuestro infinito temor al misterio más allá de la muerte. Con toda su triste belleza, su poder para conjugar el deseo y la aspiración, el vampiro es la maldad radiante. Un tipo de malevolencia fatal del que ninguna época parece estar ajena y mucho menos, ignorar.
Eso, a pesar de que Drácula parece no ser lo suficientemente original para sorprender y que con el transcurrir del tiempo, su edulcorado estilo a jugado en contra del planteamiento original. No sólo por el hecho que aparentemente su estilo epistolar no logra crear un ambiente que fomente una historia tan compleja sino porque además, los personajes adolecen de profundidad y en ocasiones, son indistinguibles unos de otros. Empeñado en crear una visión moral sobre la maldad, en construir una idea humana sobre la inmortalidad, Stoker crea una pequeña sinfonía de voces y personajes tan semejantes entre sí que amenaza la idea esencial de la historia. Esa multiplicidad de visiones y expresiones sobre lo que el vampiro puede ser y como comprenderlo, como símbolo del horror y también de algo tan antiguo como elemental. El deseo y el terror que hipnotiza, que tienta y que finalmente, parece crear una percepción sobre el monstruo que humaniza, asume el lugar de una idea mucho más primitiva y que aún así, se mezcla con una percepción ideal y sustancial sobre lo que el miedo puede ser y también, sucintar.
No obstante, Drácula es mucho más que su estilo en esencia costumbrista y su mirada romántica sobre la batalla del bien y del mal. En el trasfondo, subyacen todo tipo de rumores, ideas y percepciones acerca de la mitología y leyenda del monstruo bebedor de sangre, creando un meta mensaje tan sutil que en ocasiones parece confundirse con el planteamiento inicial. Porque para Stoker nada es sencillo, mucho menos evidente. Y es esa incisiva visión sobre el deseo, el dolor, la perdida y la tentación, lo que hace de “Drácula” una nueva percepción sobre lo maligno. Una tan vasta y destructora que convirtió el vampiro — hasta entonces, una leyenda rural que sobrevivía a duras penas al racionalismo — en una reflexión profunda sobre las motivaciones culturales del hombre de su época. “Drácula” no sólo es un monstruo, sino también, un análisis sobre las cualidades del horror en una época aparente, disminuida por el dolor de la perdida de la inocencia y abrumada por los idolos rotos. Stoker crea un personaje que se enfrenta al naciente ateísmo, a la angustia incidental de la locura, que proclama la idea de lo sobrenatural en el Centro mismo de las nociones más elementales de lo que la sociedad percibe sobre sí misma. El vampiro de Stoker, que apenas aparece en la novela que lleva su nombre, es una especie de leyenda urbana primitiva que se enfrenta contra la incredulidad a través de la violencia. Drácula, como hombre y como vampiro, parece asumir la carga de las décadas y los terrores para sostener su visión sobre lo que somos y podemos ser. De lo que en secreto, quizás, deseamos alcanzar.
Como todo clásico literario, la novela — su escritura y el mundo en que nació — está rodeada de rumores. Se dice que la historia proviene de las conversaciones del autor con un erudito húngaro llamado Arminius Vámbéry, y que éste fue quién le habló de Vlad Drăculea, el Principe Valaco en quien se basa la historia. También se insiste en que Stoker utilizó sus conocimientos sobre ocultismo para crear una trama hipnótica, cargada de ideas subyacentes y símbolos esotéricos. Se debate sobre la evidente carga sexual de la novela — Drácula muerde, asesina y transforma a la delicada Lucy, que renace convertida en una criatura casi erótica — e incluso, sus connotaciones levemente críticas sobre la emigración, el colonialismo o el folclore. Aún así, la novela parece crear una idea intangible sobre lo que se insinúa y no llega a mostrarse, como si la figura del Vampiro — que aparece con tan poca frecuencia en la novela — fuera también el símbolo de lo que la historia oculta, disimula, formula desde la periferia.
Por supuesto, que Stoker no inventó la leyenda del vampiro, pero si supo construir una nueva percepción sobre su figura que aún ahora, continúa siendo poderosa y perturbadora. Más allá de eso, El Drácula de Bram Stoker, logra elaborar un manifiesto por completo nuevo sobre la maldad y la pérdida de la inocencia, en un siglo que aún no se recupera de la caída de sus máscaras favoritas y que además, era incapaz de asumir el sufrimiento de ese vacío existencial. Con su vampiro, Stoker no sólo construye una percepción desconcertante para un siglo de pocas sorpresas y además, una nueva propuesta sobre lo que el mal puede ser. Una dimensión exquisita, lúcida y tan cerca del antiguo pecado que convierte al vampiro el maligno por el mero hecho de ser, profundamente humano.