La eternidad en un minuto.

Luz y sombra en un mundo extraordinario. (Parte I)

Aglaia Berlutti
13 min readMar 8, 2021

Lewis Carroll era tímido, estricto y sin duda, severo. Un profesor de lógica y matemática obsesionado con la perfección. Sus clases eran temidas y admiradas. Tanto, que uno de sus alumnos llegó a contar que se ganó un castigo por reír en clase. “¿Usted cree que hay algo gracioso entre los números?” le dijo y después le expulsó el resto del año de la clase. El alumno suplicó hasta que finalmente, Carroll le permitió volver con una única condición “jamás volver a escuchar su risa”. También se hablaba de su mal carácter, puritanismo y por supuesto, su frialdad. “Jamás se le ha visto sonreír, como si le fuera físicamente imposible hacerlo”, contó otro de los profesores del claustro de Oxford, una década después que abandonara las aulas y se volviera famosa por escribir uno de los libros para niños más queridos de la historia. “Jamás creí que pudiera hacer nada semejante” añadiría después, el indiscreto colega.

Por supuesto, que para quienes frecuentaban al reverendo Charles Dodgson de Christ Church (Oxford), la mera idea que pudiera escribir un libro infantil debió resultar impensable. Mucho menos uno tan ingenioso, desconcertante y brillante como Alice’s Adventures in Wonderland. Sin duda, el matemático era conocido por su mente curiosa y brillante inteligencia, pero no por su imaginación. Mucho menos, por tener alguna inclinación hacia la diversión y la travesura. De hecho, todos sus contemporáneos insisten que “parecía el perfecto inglés victoriano como clérigo y matemático conocido”, lo que incluía una dura y extraña conducta con respecto a quienes le rodeaban. Solía criticar, juzgar, discutir sobre incluso los detalles más absurdos de su vida cotidiana. E incluso exigía a todos a su alrededor “un tipo de pulcritud y rectitud” que considerada del todo “imprescindible” para cualquiera que le frecuentara.

De hecho, el reverendo Dodgson era considerado una figura trágica y angustiada, un espectro que paseaba por los pasillos de Oxford y provocaba sobresaltos entre sus compañeros. “No era agradable de trato y muy poco de físico” escribió un periodista luego de la publicación de Alice’s Adventures in Wonderland. Y de hecho, la reputación del reverendo era la de un “hombre imposible”. Uno que además, dedicaba la mayor parte de su energía y tiempo a las ciencias exactas. Nadie recordaba haberle visto escribir o interesarse por algo distinto a sus ingeniosos textos matemáticos. Era tímido hasta el dolor, solitario, tímido y tartamudo. La comunidad del campus universitario temía figura alta y delgada, de hombros caídos y rostro triste, en especial por los ocasionales escándalos que provocaba su actitud hostil.

Hasta que un libro para niños le sacó del anonimato. Y lo hizo además, para mostrar que el Reverendo Dogson era una combinación de luz y oscuridad tan inquietante, como para que aun en la actualidad se siga debatiendo sobre el valor de su obra. No sólo se trataba de la cualidad salvaje y brillante de una historia que empujó a la literatura infantil a una nueva dimensión. También reveló el espacio en penumbras de su comportamiento privado, en especial los rumores sobre su perversa atracción por niñas. “Siempre niñas” diría a su editor, cuando le preguntó por las ilustraciones de su primera obra, convertida en un éxito. “Le pediría que jamás use la figura de un niño o un muchacho en nada relacionado con mi trabajo. Solo niñas. Un niño podría afear lo que podría ser una bella obra de dibujo”.

A la distancia, resulta perturbador la insistencia en el particular, luego que su trabajo fotográfico — prolífico y secreto — saliera a la luz y mostrara, que su predilección por las niñas pequeñas era algo más que estética. Las imágenes, que por años han empañado la imagen de Carroll y convertido en controversial un legado en apariencia inofensivo, mostraba una mirada muy cercana a la lujuria sobre el cuerpo de hijas de prostitutas y actrices, en escenarios elaborados y puestas en escenas por completo adultas. Nunca las captó por completo desnudas, pero las posturas y miradas de sus jovencísimas modelos — algunas no rebasaban los diez años — eran por completo adultas. Como hijas de mujeres marginadas por una sociedad de profunda rigidez moral, eran víctimas de una estructura que las convertía en figuras tentadoras para todo tipo de situaciones grotescas. Resulta doloroso que el Reverendo Dodgson, convertido en celebridad gracias a un libro basado en la figura de una niña asombrosa, también tuviera un rostro casi monstruoso en un tipo de predilección que en la actualidad le conduciría a la condena pública o sin medias tintas, a la cárcel.

Pero transcurrían las últimas décadas del siglo XIX y buena parte de la noción sobre la mujer sexualizada se relacionaba con su moral. De modo que las niñas que creían en la calle, prostíbulos o teatros, estaban fuera del ojo público. Fue a ellas las que Dodgson fotografió, fascinado por la novedad de un invento revolucionario y sin duda, por la posibilidad de complacer un apetito inclasificable de forma clandestina y en apariencia, inofensiva. No obstante, en la actualidad la sospecha que el magnífico Lewis Carroll pudo ser — o fue — un abusador de menores, hace que su obra sea analizada en varias perspectivas distintas. Por un lado, la visión del hombre animado por una misteriosa energía que le hizo escribir una historia brillante en su capacidad para brindar forma y sentido al absurdo. Por otra, el recorrido angustioso hacia lo que se escondía detrás de su escritura amena y con frecuencia, por completo subversiva.

Dodgson, convertido de súbito en escritor de fantasía y creador de un universo de límites inabarcables, era también un hombre castrado en el ámbito emocional. Uno que se enrojecía por la mera mención del amor — lo consideraba cualquier comentario sobre el matrimonio impúdico — y que llevaba un diario en el que jamás anotó nada de carácter personal. Se trata de una dicotomía tan confusa y singular, que la mayoría de la reflexión sobre la obra de Carroll, atraviesa las interrogantes sobre su conducta, su salud mental e incluso, lo que se oculta detrás de una obra es esencialmente simbólica.

Pero, más allá de los inevitables cuestionamientos sobre su conducta sexual o lo que escondía su necesidad por expresar compulsiones que de otra forma, habrían pasado desapercibidas, la obra de Dodgson está basada en el hecho subversivo de la confrontación. A pesar de lo inocente que puedan parecer la duología protagonizada por Alicia, el hecho que hay mucho de protesta metafórica que además, se combina con la percepción del absurdo como elemento de ruptura. Carroll, que estaba sometido desde la niñez a la rigidez de una educación asfixiante y castradora, encontró en el País de las Maravillas una forma de protestar contra el orden. Lo cual, sin duda, resulta del todo desconcertante por el mero hecho que la mayor parte de la vida del Reverendo se relacionaba directamente con un equilibrio lógico. Uno tan detallado que llegó a reglar cada parte y espacio de su vida adulta. Pero fue el mundo de Alice (y toda la capacidad de Dodgson para reescribir la literatura infantil a fondo), lo que permitió al escritor convertir un relato en apariencia adorable en algo más poderoso. Tanto como para implosionar desde su mismo centro, la idea sobre la infancia.

El Dodgson de las aulas de clase, el aterrado por un impulso erótico inexplicable para su moral puritana, sometido a un tipo de control férreo de cada idea y pensamiento, relató un reino nuevo en el que ninguna ley matemática o lógica se aplicaba. Un país de asombro en que los animales podían hablar, el poder era un atributo de juegos de ingenio y trampas mentales y que al final, el mal era lo que se sujetaba a la razón. Alice, que cayó por un agujero blanco hacia una dimensión de puro y radiante caos, era de alguna forma el mismo Dodgson, liberado por completo de cualquier atadura y sentido del orden. Un hombre poderoso en un mundo creado a la medida de todo lo que le debilitaba y le consumía más allá de las páginas del libro.

Un agujero de conejo.

En el libro Lewis Carroll: A Biography de Morton Cohen, se relata una curiosa anécdota, en la que Dodgson, ya convertido en Lewis Carroll y un personaje famoso en Londres, decidió comenzar a fotografiar. Hasta entonces, la fotografía había sido considerada una curiosidad menor y sin la menor trascendencia sin mayor impacto en el mundo del arte en general. Pero Dodgson, que estaba obsesionado con las ciencias exactas pero sobre todo, con las posibilidades experimentales que podían brindar, de inmediato sintió interés por el hecho de la imagen instantánea. Le llevó casi un año hacerse de todos los implementos necesarios para fotografiar y gastó buenas parte de sus ahorros para hacerlo. Pero finalmente, logró construir una especie de estudio fotográfico en el que aprendió a través del método autodidacta sobre los diferentes procesos de captación de la imagen. Por la época, las múltiples fórmulas utilizadas, eran secretos de estudio o incluso, una celosa herencia entre ayudante y aprendiz. Dodgson recorrió Londres, intercambio cartas e incluso, llegó a utilizar su influencia respetado profesor, para lograr buena cantidad de información.

Le llevó casi seis meses lograr la primera imagen. De hecho, Cohen cuenta que el esfuerzo exasperó su carácter irascible y requirió “su considerable energía”. Dedicaba días y noches enteras para analizar todos los consejos, indicaciones, instrucciones. En uno de sus puntillosos diarios, llegó a quejarse que le resultaba “imposible tener paz o tranquilidad, mientras no pudiera lograr la primera imagen”. Y siguió en su propósito, al mismo tiempo que en Londres se volvía una singular personalidad pública, se enfrentaba al rechazo de varios de sus conocidos más cercanos y perdía, poco a poco el dominio de su en apariencia, severo carácter. Más tarde diría que la noche en que decidió “solo abandonarlo todo”, finalmente logró su primera fotografía. Un autorretrato en el que se veía su figura borrosa, los ojos entrecerrados, el cabello rojizo convertido en un rastro cobrizo sobre la placa.

“Sólo me ha recordado mi fealdad” contó a uno de sus múltiples corresponsales postales “pero he vencido otra vez, al sentido del absurdo. O lo retome, en todo caso. Nunca puedo decir exactamente qué es lo que hago”. Después confesaría que tomar esa primera imagen (iluminada por velas, un perfil petrificado de su rostro), le hizo creer que la ciencia podía crear “un puente entre varias de las cosas que agobian a mi mente”. Para Dodgson, que tenía una paciencia y terquedad muy propia de su época, los errores y descubrimientos espontáneos de la fotografía eran fuente de asombro perpetuo. Quizás por ese motivo, se convirtió en una de sus fuentes de placer y también, cómo condicionó a la imagen — un experimento privado — los “pecados” que le abrumaban, como escribió más de una vez en sus diarios.

En realidad, cada impulso creativo de Dodgson estaba relacionado con los extraños laberintos de su mente. Su neurosis y posibles problemas psiquiátricos, forman parte del mito — siniestro y en ocasiones doloroso — que rodea su obra. Pero también la integran de una manera u otra. La extraña y caótica escisión en su personalidad y en especial, en la forma de comprender su vida.

En esencia Charles Dodgson era un hombre victoriano que de hecho, se enorgullecía de serlo. Estaba lleno de una profunda curiosidad intelectual, un amor académico que rebasaba al que profesaba a las personas a su alrededor y en especial, estaba decidido a “narrar” lo “insólito”, aunque para el matemático, ere extremo era más una anomalía que una fuente de placer. También y como otros tantos de contemporáneos, Dodgson dedicaba buena parte de su tiempo a escribir cartas y a detallar su vida cotidiana a través de ellas. Gracias a su interminable correspondencia y su cuidadoso diario, en la actualidad tenemos una visión más clara sobre un hombre extraño que desafía cualquier explicación inmediata.

Por supuesto, escribir cartas fue el primer atisbo del talento literario que después desplegaría en sus cartas. Recibía y compartía correspondencia con filósofos, otros profesores universitarios, artistas y cuando se hizo conocido, con editores, escritores de renombre e incluso figuras políticas. Llevaba un detallado registro de todo lo que enviaba o que llegaba a su buzón. “Tengo la compulsión de contar todo” explicó después, cuando contabilizó que durante los primeros cuarenta años de su vida había recibido al menos cien mil cartas. Estaba también la extensión de sus cartas: no eran solo notas cortas, invitaciones o pequeños comentarios reducidos a párrafos. Se trataba de largas y puntillosas descripciones sobre su vida, que incluían en ocasiones dibujos e incluso, cuando comenzó a ser mucho más hábil, alguna que otra imagen fotográfica fugitiva.

Había una enorme dulzura traviesa en la forma en que el futuro escritor dedicaba buena parte de su vida a contar lo que acontecia a su alrededor, casi siempre a través y por medio de los números. “Hace veintiséis días que di la última clase del año, a cincuenta alumnos que seguramente, pensaban en algo más entretenido mientras describía para ellos el mundo de los números” contó al poeta Alfred Tennyson. Por su lado, explicó a Christina Rossetti porque consideraba de considerable importancia, comprender que la escritura podía ser un pasillo “hacia una forma de iluminación desconocida”. Todavía no había escrito Alice Through the Looking Glass (mucho más cargada de símbolos que la primera historia sobre Wonderland), pero era notorio que para el escritor, el mundo de lo invisible ya era parte constante de sus pensamientos. De la época de transición entre ambos libros, proceden sus cartas más vitales.

Todas están impregnadas de un entusiasmo que es imposible imaginar de un hombre al que solía describirse como “frío y en el mejor de los casos”, como insiste un cronista indiscreto. Su correspondencia rebosa de un gusto exquisito por las palabras, pasajes memorables como en el que explica a Lord Salisbury (cuando ya era Primer Ministro) sobre lo que podría o no ocurrir con la levantística Irlanda. “Debe usted pensar en la región como en sus agrestes campos, la belleza iluminada de sus amaneceres. Una tierra semejante, llena de historias fantásticas y mitológicas, no se rendirá con facilidad ni tampoco podrá ser comprendida de inmediato”.

Por supuesto y a pesar de su carácter irascible, Dodgson también era considerado un hombre asombroso que había cimentado una reputación de una capacidad intelectual desconcertante. A los veinte años, había obtenido lo que hoy podría considerarse una lugar como profesor titular en Christ Church, que por entonces era considerado uno de los lugares más refinados de Inglaterra. El futuro escritor no eran en especial agraciado (o eso insistía), pero tenía un raro atractivo que despertó algunos comentarios sobre su “aspecto femenino”. El rostro delgado, alto y esbelto, también sorprendía por su rapidez mental y una habilidad para las ciencias innata. Cohen cuenta en su libro que su primera gran prueba fue resolver un ejercicio matemático intrincado que uno de sus estudiantes copió de un viejo libro calculo y al que borró, de forma deliberada, una cifra.

Era su segundo día en clase y el día anterior había tenido con batallar con jóvenes casi de su edad por lograr su atención. Ahora la clase entera, le observaba burlona. Pero en lugar de amilanarse, Dodgson comenzó a resolver paso a paso la ecuación, a la que llevó a buen término, incluso si el número faltante, que sustituyó por una variable y despejó. “Todo antes que el reloj contara quince minutos” detalló uno de sus estudiantes. “Solo miró su reloj y dijo “creo que es un poco tarde” y después, nos miró a todos, sin duda satisfecho” explicó. Más tarde Dodgson contaría la anécdota a Rossetti y agregaría que todo había sido un truco de ingenio. “Conocía la resolución del problema pero creo que caer en la trampa fue un poco como caer en el agujero de un conejo” contó. Más tarde, insistiría que al escribir la frase tuvo una imagen muy clara sobre una liebre que llevaba reloj y un sombrero, cayendo hacia la oscuridad. El primer indicio de la futura Wonderland.

Y mientras su fama de excéntrico, puritano y desagradable se extendía por la Universidad, también lo hacía el de hombre brillante. Además, se encontraba en el centro del mundo intelectual de su época. De hecho, durante la época en que Dodgson tomó los hábitos menores, ya el colegio era tan conocido como para tener su propio periódico y ser parte de las habladurías en clubes y reuniones de alta alcurnia de Londres. “Era imposible Dodgson pasara desapercibido. Con su estampa extraña y su comportamiento inexplicable” contaría su sobrino. De hecho, por los comentarios de sus parientes y todos quienes le rodeaban, tal parecía que las rarezas del reverendo y futuro escritor, eran lo suficientemente extrañas como para divertir — en ocasiones inquietar — a sus alumnos y al resto de sus compañeros del campus.

De hecho, es gracias a Stuart Dodgson Collingwood que en la actualidad, puede analizarse las docenas de aristas en la vida del escritor. Desde su pasión por la fotografía, su amor desesperado por Alice Liddell (futura musa a la que conoció cuando la niña tenía apenas 4 años) e incluso su romance (del que no existe el menor indicio) por la actriz Ellen Terry, la vida de Lewis Carroll toma una nueva magnitud desde la perspectiva de su época, pero también de su profunda complejidad. De hecho, el escritor llegó a ser tan famoso — criticado y señalado — como para todo con respecto a su figura se discutiera públicamente. De hecho, su atracción — “amor” insistió en más de una ocasión, para restar todo ingrediente sexual a la frase — por las niñas, estaba bien documentado y fue origen de docenas de artículos en varios periódicos sensacionalistas.

También, se hizo famosa la anécdota en la que se comparó su predilección por “sus jovencísimas hadas” (como les llamaba) con la atracción de ciertos nobles de salón por perros y otros animales domésticos, lo que provocó discusiones y otras especulaciones sobre su conducta “privada”. También recibió cartas de lectores que consideraban su comportamiento “impropio de un adulto y mucho menos de un escritor”, a lo que Dodgson respondió que no había “la más mínima intención de hacer algo indebido” con ninguna niña. Pero para entonces, ya las murmuraciones sobre su comportamiento eran parte de las habladurías acerca de su “inexplicable” estilo de vida.

Charles Dodgson jamás contrajo matrimonio ni tampoco tuvo hijos. No tuvo relaciones con mujer alguna (aunque sí frecuento a varias artistas y actrices) por lo que su “apego” a las niñas, comenzó a ser incómodo para quienes le rodeaban. De hecho, la publicación de Alice’s Adventures in Wonderland, la fama que trajo a cuestas y después, su obsesión por las niñas, le hicieron un personaje incomprensible para parte de sus biógrafos. “Caer por los agujeros de conejo en mitad de la verguenza, parece ser mi nueva forma de pasar el tiempo” escribió a uno de sus amigos, alicaído y ofuscado después que un artículo resumiera su conducta como “obscena”. Nunca respondió al artículo (quizás el único que no llegó a confrontar), pero incluso años después, recordaría el profundo dolor que le causó. “Fue como perder una inocencia que jamás volvería a recuperar”. Su sobrino escribiría décadas después, que hasta entonces, Dodgson no era en realidad consciente de lo perturbadora que podía ser su conducta, en especial su soltería y desesperada maravilla por imaginario de la niña eterna que plasmó en su obra más conocida.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine