La eternidad en un minuto.
Luz y sombra en un mundo extraordinario. (Parte III)
(Puedes leer la parte II aquí)
Se suele insistir que la frustración amorosa de Charles Dodgson le convirtió en escritor. Pero también, fue la puerta abierta para que su singular e inquietante alter ego Lewis Carroll le arrebatara su lugar en el mundo. Carroll jamás se recuperó del todo de la pérdida de Alice Liddell y mucho menos, del sufrimiento incomprensible de amar la imagen idílica de una mujer que era más un ideal, que una criatura de carne y hueso. Y fue esa experiencia traumática lo que le empujó a una parte oscura de sí, que hasta entonces le había resultado impensable y dolorosa, abrumadora. Poco a poco y a la luz de sus diarios, Charles Dodgson fue desapareciendo en la sombra de Lewis Carroll, una personalidad pública poderosa y con un apetito profano imposible de controlar. Si el amor por Alice había sido la inspiración para lo que décadas después seguiría calificando “el relato más preciado que imaginó en su vida”, su recuerdo le convirtieron en una figura inquietante que aún en la actualidad despierta controversia.
La historia de Alice’s Adventures in Wonderland comenzó como un cuento que Charles había contado a las niñas Liddell, en una excursión en la que las acompañó el 4 de Julio de 1862. Por entonces, ya había algunos rumores sobre su obsesión por la compañía de las hijas del decano, por lo que se hizo acompañar por el reverendo Robinson Duckworth, para llevar a Lorina, de trece años, Alice, de diez, y Edith, de ocho a pasear por el río Támesis. La mayor de las hermanas Liddell se aburrió, la más pequeña “lloró todo el rato”, pero Alice parecía asombrada por la cualidad de Charles para “imaginar una historia sin apenas esfuerzo” contaría la misma Alice años después. Tanto le asombró la historia, que suplicó a Dodgson la escribiera para “que fuera solo suya”. Asombrado por el entusiasmo de su musa, el reverendo pasó la noche escribiendo un primer borrador de la historia, en la que además agregó todo tipo de elementos absurdos y extravagantes que el mismo Dodgson después insistiría “jamás entendió del todo de dónde habían surgido”. Maravillado por el interés de la niña por su relato, se lo obsequio por navidad como un volumen manuscrito que llevaba por título Alice’s Adventures Under Ground. El relato es esencialmente el mismo que después se publicaría, aunque varias de las aventuras del personaje tenían también una clara relación con Through the Looking-Glass and what Alice Found There, la secuela inmediata del primer libro.
Para cuando Alice’s Adventures in Wonderland se publicó en 1865, ya la relación entre los Liddell y Dodgson se había roto por completo. También Charles había abandonado la idea de acceder al sacerdocio (lo que puso en riesgo su lugar como profesor) y alimentaba una nueva obsesión, que le valió una fama siniestra y singular. De pronto, el escritor, convertido en una celebridad instantánea y además, reconocido y apreciado en los círculos literarios ingleses, comenzó a dedicarse casi en exclusiva en la fotografía. Y no sólo como un pasatiempo, sino como una forma de obsesión que cien años sigue considerándose perversa e incluso repulsiva.
Con veinticuatro años, Dodgson había descubierto la fotografía casi por casualidad, pero fue a los treinta cuando empezó a dedicarse a ella como investigador y después como pionero. Y aunque una cierta cantidad de sus obras son retratos y paisajes inofensivos, otra parte está dedicada casi por completo a saciar lo que sin duda, son las secuelas de su amor malogrado por Alice Liddell. A medida que el libro se hacía más famoso — lo que provocó un segundo y más grave enfrentamiento entre los padres de Alice y Dodgson — el escritor comenzó a fotografiar niñas semidesnudas. Casi como un espectro, Charles, que pidió ser llamado tanto en el mundo editorial como en el académico Lewis Carroll, comenzó a frecuentar burdeles y teatros, con la intención de convencer a las prostitutas y actrices de fotografiar a sus hijas. El recurso no podía ser más burdo y llamativo, lo que provocó que la obsesión de Carroll fuera incluso más evidente. Entre tanto, el decano Liddell luchaba por expulsarlo del campus, las ventas de su novela aumentaban como la espuma y Charles se convertía en un extraño para sus amigos y alumnos. De la figura pulcra y delicada, hosca y severa, se volvió extrovertida e imprudente. En más de una ocasión se habló — aunque no pudo probarse — que consumía sustancias “peligrosas” en los burdeles que frecuentaba y más de un crítico inglés insistió que Wonderland, en toda su belleza radiante e inquietante, era en realidad un extraño espacio en el que Carroll podía volcar “su mente perturbada”.
Pero las críticas al libro fueron muy pocas. Alice’s Adventures in Wonderland se volvió un éxito de crítica y convirtió al misterioso Lewis Carroll en una celebridad anónima que nadie conocía, pero era admirado incluso en el difícil círculo editorial inglés, en el que se alabó su aire de ruptura y la capacidad del autor para crear “un reino mágico por completo nuevo, sin comparación con cualquier otro publicado hasta entonces”. Animado por su popularidad, el mismo Carroll reveló a su familia que era el autor del exitoso libro, lo que sólo provocó que casi de inmediato, alguna voz indiscreta revelara su secreto en la Universidad. Para cuando se publicó Through the Looking-Glass and what Alice Found There en 1871, la fama de Carroll había trascendido fronteras y el libro era todo un éxito en Francia y también, en Italia, gracias a la traducción del primer volumen. Con su nombre, publicó The Hunting of the Snark en 1876. Por último, en 1889 llegó a las librerías Silvia y Bruno, la obra que cerraría su gran actividad creativa de casi una década.
Desde su publicación, la duología que tiene como protagonista a la extrañísima Alice fue considerada “Un glorioso tesoro artístico” y se convirtió en un éxito tan monumental que Carroll pudo dedicarse por completo a escribir (algo que había deseado desde la infancia) y también a fotografiar, esa pasión singular que provocaba una distraída curiosidad en sus familiares y amigos. Con casi cuarenta años, Carroll era un hombre extraño, solitario y también, obsesionado con un pasado que llegó a romantizar y a convertir en una patética excusa para su particular suplicio adulto. Insistía en que “heridas del pasado” le habían dejado sin la necesidad de amar y que “sólo podía dedicar su vida a escribir”. Para entonces, Lewis Carroll era una de las figuras más curiosas del panorama social y cultural inglés. Su enfrentamiento con Liddell — y la causa que lo había provocado — trascendió a las murmuraciones del campus. Varios periódicos le persiguieron para hacer preguntas sobre la musa que había inspirado a la Alice literaria. Pero Carroll negó que Alice Liddell tuviera “relación alguna” con su libro y de hecho, llegó a negar que la posibilidad que estuviera basado en “alguien real”, algo que la propia Alice se encargó de negar una vez que se hizo adulta y su papel en la extraña historia detrás de uno de los libros británicos más queridos se hizo dolorosamente visible.
Pero para Carroll esa etapa había muerto. O mejor dicho, el hombre que había amado a la jovencísima Alice, había desaparecido en una criatura inquietante y extraña que de hecho, despertó habladurías y suspicacias a medida que sus hábitos nocturnos — y sólo nocturnos — se hicieron más obvios. Su personalidad escindida se hizo más evidente, como si Charles y Lewis no pudieran sobrevivir en el mismo espacio. Si durante el día Charles era todavía un hombre afable que se esforzaba por acudir a lecturas, que seguía asesorando a estudiantes de forma privada y ocupándose de escribir, de noche salía a fotografiar. Y lo hacía en una especie de afán inesperado que todavía en la actualidad resulta por angustiosa e inexplicable.
Ya para entonces, Carroll traía una reputación a cuestas: corrían habladurías sobre su afición por fotografiar — ese arte recién nacido que nadie entendía muy bien — a niñas pequeñas. Se trataba de extenso trabajo fotográfico basado en esencia en desnudos de niñas muy pequeñas. Y no sólo, como querubines o dechado de inocencia, sino en poses y posturas que desconcertaban e inquietaban por su ambigüedad. Durante años, Carroll aseguró que se trataba de obras de artes, de ensoñaciones del mundo del arte por completo nuevas. Pero poco antes de morir, convertido ya en ídolo de niños alrededor del mundo y quizá muy consciente de la trascendencia de su trabajo, pidió que la abultada colección de fotos que él mismo llamó atrevidas — en cartas cortísimas y remilgadas escritas a sus futuros albaceas — fuera destruída.
En contra su deseo, alguno de sus peligrosos caprichos sobrevivieron a la orden y aún hoy, se conservan. En la maravillosa biografía de Michael Bakewell Lewis Caroll, A Biography se reproduce una de las imágenes: Una Evelyn Hatch de nueve años — hija de una prostituta Londinense — posa con aires seductores, tendida sobre un sofá polvoriento con las piernas levemente encogidas y un brazo sobre la cabeza. En la imagen, la niña mira hacia la cámara, entre sorprendida y asustada y es quizás ese gesto, lo que resume el escandaloso trabajo de Carroll que siempre se mantendría en secreto y cuya mera existencia aterrorizaba al escritor. Resulta escalofriante no sólo el hecho que Carroll fotografiara a la niña casi en la misma postura en las que más tarde posarían las modelos de revistas para adultos sino que aquel diácono, reconocido por su estricta moral y durísima severidad, fuera su autor. Mucho más asombroso resulta el hecho que también fuera el creador del libro infantil más famoso de su época, donde una núbil Alicia corre por un mundo desconocido y en ocasiones cruel, para escapar del delirio. Una mezcla de ideas que a la distancia del tiempo, produce cierta desazón.
Carroll convirtió sus fotografías en una forma de expiación, en una búsqueda dolorosa y desesperada de una parte de su pasado por completo irrecuperable. A medida que el tiempo transcurrió y el deseo se transformó en una profunda frustración, Carroll también dejó de fotografiar. Para los últimos años de su vida, era un espectro en la casa familiar, aturdido por un reconocimiento que todavía no asimilaba del todo pero que aun así, consideraba “por completo merecido”. Para el escritor, su pasado era una sombra alargada bajo la cual había muerto el joven Charles Dodgson. “En ocasiones, Lewis es tan fuerte que apenas puedo controlarle” diría a Lord Salisbury, en una de las últimas cartas que compartieron. “Como si la luz y la sombra en mí fueran habitantes de mundos distintos”.
Alicia, viva.
Resulta extraño que siendo Lewis Carroll tan reconocido a nivel mundial, su musa e inspiración, Alice Liddell , no lo sea tanto. Tal vez se deba al frecuente olvido del mundo y la época que rodean a un escritor, como si el genio y el talento fueran capaces de fluir de manera espontánea, sin alicientes ni tampoco estímulos que lo forjen. O de algo más oscuro: porque la Alice de Carroll, la niña amada que encarnó el ideal de la niña literaria, fue algo más que una mirada a la nostalgia, una joya extraordinaria en la mente del escritor. Susurrado a media voz, entre el escándalo y el asombro, la Alice real fue lo más parecido a un objeto del deseo que Lewis Carroll — diácono de Oxford, oscuro profesor de matemáticas, emocionalmente árido — tuvo alguno vez.
Carroll siempre padeció una dolorosa dicotomía que no sólo le destruyó emocionalmente sino que también, le convirtió en un misterio para sí mismo e incluso, para quienes le conocieron. Por ese motivo, cuando Lewis Carroll publicó la que sería su obra inmortal, sorprendió a todos quienes le conocían. No sólo porque era el hombres menos parecido a sus personajes imaginable sino porque además, Carrol, más allá de su excéntrico mundo literario, era un hombre inquietante. En realidad, Dodgson era su mejor personaje, el más extraño de todos. Y sin duda el más complejo de cualquiera que pudo imaginar jamás.
Como obra, Alice’s Adventures in Wonderland y Alice Through the Looking Glass, resume todo lo inquietante, lo fundamental y lo original del pensamiento de Carroll, quien más allá de la página escrita se encontraba reprimido y aplastado por la férrea moral victoriana hasta la extenuación. Pero en su obra, Carroll se libera y crea algo tan novedoso que tomó a sus lectores por sorpresa. Hasta entonces, el surrealismo era un anuncio más o menos concreto sobre la ruptura con la realidad, emparentado levemente con la fantasía infantil y algo mucho más caótico. Y no obstante, Carroll crea una expresión propia, una idea que desbordó los límites de lo que solía considerarse la connotación de lo absurdo para elaborar algo más contundente.
Alice alivia no sólo sus secretos tormentos como enamorado en secreto y de manera platónica de una niña, sino que lo eleva al panteón de un acto creativo expiatorio. Alice es Alice en tanto Carroll logra enfrentarse a sí mismo, abrir puertas cerradas en su mente y contar por medio de la fantasía lo que jamás se atrevió a viva voz. Sorprende leer la obra de Carroll como docente y matemático y encontrar un terreno estéril de cálculos sin el menor atisbo de belleza o vivacidad. Sobre todo, cuando se analiza sus mundos surrealistas y su extraordinaria capacidad para crear nuevas fronteras de la palabra y la forma. Una y otra vez, Carroll — el real, el profundo — existe gracias a Alicia, como Alicia quizá existió gracias a las obsesiones turbias de su autor y su necesidad de comunicarlas de alguna manera concreta.
Y es que quizás, el real habitante del país de las maravillas, fue este hombre duro y congelado por la angustia existencial, restringido a sus temores y terrores y sobre todo, aplastado por el prejuicio. Más allá de las aulas de clase, de la moralidad victoriana, de sus propias obsesiones, Carroll vivió gracias a Alicia — la literatura, su puerta abierta hacia el mundo de la belleza — y sobre todo, logró construir una historia dentro de una historia, una esperanza dentro de una idea que quizás es lo más perdurable en la obra del escritor.