La eternidad en un minuto.

Luz y sombra en un mundo extraordinario. (Parte II)

Aglaia Berlutti
11 min readMar 9, 2021

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(Puedes leer la parte I aquí)

El reverendo Charles Dodgson tenía dos obsesiones: la matemática y las niñas. Ambas se unieron a través de la literatura y después, de la fotografía. Para las últimas décadas de su vida, el hombre que se haría mundialmente famoso por imaginar Wonderland, también despertaría todo tipo de suspicacias por su “devoción” por las imágenes fotográficas de jovencísimas modelos en posiciones al menos, adultas. Pero para Lewis Carroll, la incomodidad que despertaban sus fotografías y su comportamiento, era del todo inexplicable e incluso ofensiva. “Jamás he hecho más que brindar amor a las niñas” insistió luego que un airado lector escribiera una queja a la editorial por los rumores que le seguían a todas partes. El reverendo, de una mente brillante y cuya pasión preponderante era el pensamiento lógico, no podía entender del todo el juicio inmediato que provocaba su conducta. “Nunca he hecho nada impropio” insistiría una y otra vez. De hecho, en las décadas finales, se hizo más devoto, enclaustrado en templos y dedicados a la relectura de textos píos. Pero lo cierto es que Lewis Carroll, ese alter ego inquieto, travieso y maquiavélico, era mucho más poderoso de lo que Dodgson podía sospechar.

Por supuesto, la época en que Dodgson nació, permite comprender la dolorosa ruptura de su personalidad, notoria y sorprendente cuando se comparan sus diarios con sus cartas y libros públicos. Si por un lado, el escritor se deshumaniza hasta convertir su vida en una serie de cifras y detalles concretos. Qué comió, bebió y cuantas veces rezó en un único día. Todas las ocasiones en que dirigió la palabra a tal cual persona y en cual ámbito lo hizo. Las descripciones interminables de Dodgson sobre su vida privada, eran por completo distintas a sus cartas, llenas de acertijos, juegos matemáticos y de memoria. “Eran tan divertidas como incomprensibles” contaría después su sobrino y biógrafo Stuart Dodgson Collingwood en el libro The Life and Letters of Lewis Carroll publicado en 1898. De hecho, es la correspondencia — abundante hasta niveles alarmantes — la que permite conocer mejor al hombre que audaz (y perverso) que más tarde, sería parte de la historia de la literatura.

El futuro escritor vivió en un hogar estricto. Era el hijo del Conservador Perpetuo de Daresbury, un singular movimiento protestante que intentaba restaurar el ritualismo romano en ceremonias religiosas. Pero también, estaba obsesionado con el pecado, un concepto que Dodgson aprendió muy pronto y por el que sufriría buena parte de su infancia. Prácticamente cualquier cosa que hacía en la pequeña casa de Dansbury, era considerada en esencia pecaminosa. Y eso incluía por supuesto, escribir. O al menos, de la forma en que lo hacía el jovencísimo Charles, que después contaría que a los ocho años, ya relataba historias extravagantes de animales que podían hablar y árboles que “soñaban con mundos imposibles”. Pero en el hogar de Dodgson no había tiempo para la imaginación y mucho menos, para las discretas aspiraciones del tercer hijo de una familia numerosa. En realidad, el primer varón del Conservador tenía el deber tácito de continuar la tradición familiar en la religión e incluso antes de decidirlo, ya Charles había sido escogido por su padre para ser el próximo diácono de la familia. “No fue mi decisión, pero jamás creí que fuera equivocada” contó décadas después.

Pero a pesar de lo estricto disciplinado del entorno familiar, la vida del pequeño Charles, no fue en absoluto infeliz, aunque sí, aplastada bajo el peso de la sospecha del pecado. Para evitar cualquier sensación, el futuro escritor dedicó toda su considerable imaginación y energía en divertir a su numerosos hermanos: nacerían ocho después de él y todos le admiraban por ser el “único capaz de contar historias brillantes”. A los diez, Charles contaba cuentos a sus hermanos para dormir que inventaba — “cada noche uno nuevo” — y a los doce, ya publicaba un “periódico” en tinta y papel que su hermano menor hurtaba de una una librería local, para la familia.

Pero su padre fue categórico. A pesar de las discretas aspiraciones de su hijo por la literatura, en realidad ya la decisión sobre su futuro estaba tomada mucho antes que pudiera objetarla. A los 18 años había tomado los votos menores y cuando llegó Christ Church en 1850, tenía 20 años y estaba por completo decidido a llevar la vida apacible que se esperaba de él. De hecho, nunca tuvo dudas que su lugar estaba en el colegio y en las aulas. Pero aunque su padre insistió en que era necesario “llevara a cabo carrera eclesiástica”, Charles se encontró mucho más a gusto en las matemáticas. Y de hecho, fue tan formidable su capacidad y habilidad para las ciencias exactas, que dos años más tarde de su llegada al campus, escribió a su padre para explicar que aunque “había obedecido el primer llamado de Dios, también había escuchado el del aula”. Su habilidad matemática era tan notoria que de inmediato sorprendió a buena parte de sus alumnos y del cuerpo académico. “La forma de resolver los problemas más complicados era mágica”.

Charles se refugió en la lógica y la matemática con tanta decisión, que terminó por olvidar cualquier otra aspiración académica que no fuera la de enseñar a pensar “con la nitidez de los números”. Para entonces, ya se había conformado con la idea que no llegaría jamás a “entrar en el mundo de la literatura, como de pequeño creí con la ingenuidad de la edad” y quizás, esa convicción súbita, marchitó de manera temprana su cualidad imaginativa, traviesa e incluso, feliz. “La melancolía es del todo aceptable, si no tienes otro remedio que abrazarla” contó a su hermano. Por entonces, ya llevaba sus escrupulosos diarios, en lo que no hay una sola mención a la tristeza del abandono de sus sueños más privados ni mucho menos, cualquier objeción a la orden paterna de dedicarse a la vida religiosa. Solo había cifras. Múltiples y detalladas menciones al número de sus comidas, clases, cuanta ropa tenía, el dinero que obtenía. Incluso las veces que llovía. Entonces, el decano de Christ Church murió y vino para sustituir un catedrático reconocido, autor de un famoso léxico griego. Henry George Liddell llegó en 1855 a la institución, en compañía de su esposa y sus tres hijas pequeñas. Una de ellas, Alice de apenas tres años. La musa que convertiría a Dodgson en un escritor reconocido a nivel mundial y también, destruiría por completo la exigua paz emocional que hasta entonces había disfrutado.

La musa, la amada, el pecado.

Henry George Liddell era un hombre moderno. Uno, que además, estaba convencido que Christ Church necesitaba ser reformada o al menos, debía sacudir buena parte de la rígida estructura que hasta entonces había tenido. De hecho, una de las intenciones de Liddell era transformar el colegio en una eficiente maquinaria educativa muy semejante a una Universidad alemana. Una idea que contradecía por completo lo que hasta entonces había sido Christ Church: una especie de espacio intermedio entre centro educativo y un lugar para el retiro plácido de clérigos con votos intermedios. Pero para Liddell el principal objetivo de una universidad era sin duda, enseñar y su objetivo era transformar a Christ Church en una institución funcional, a la altura de otros grandes centros educativos europeos. Eso, a pesar de la resistencia que encontró de inmediato y de su principal retractor, un Charles Dodgson de 25 años, enfurecido y que no estaba dispuesto a que se “destruyera la impecable trayectoria de esperanza, bondad y enseñanza” de la escuela.

Los enfrentamientos comenzaron pronto. Y de hecho, el primero ocurrió a las dos semanas después que Liddell se mudara al campus y decretara que de desde ese momento en adelante, el sistema de exámenes sería competitivo. Hasta entonces la evaluaciones era más apreciativas y educativas, lo que sin duda evitaba que cualquier alumno fuera aplazado por sus calificaciones. Por lo que para Dodgson, la posibilidad que esa teoría mucho más humana sobre la educación “cambiara para volverse un mero enfrentamiento”, le pareció “dolorosa e inexplicable”. Escribió cartas enfurecidas al nuevo decano, que fueron respondidas con amabilidad pero en tono inflexible. El sistema no cambiaría y de hecho, estaba invitado a dar algunas sugerencias “para hacerlo mucho más efectivo”. Por supuesto, Charles se tomó la negativa como un reto y en los siguientes meses, pasó buena parte de su tiempo libre discutiendo con la nueva cabeza visible del colegio en su despacho o dedicado a escribir carta tras carta, para quejarse o criticar cada una de sus decisiones. Desde las nuevas ventanas que tenían cerrojo — “¿Quién podría robar algo del claustro universitario” — hasta las dimensiones de una nueva campana en el refectorio, las discusiones aumentaron de tono y frecuencia hasta hacerse insostenibles. Entonces, Liddell tomó la iniciativa en limar asperezas e invitó al joven diácono a comer en casa “en compañía de mi familia”. Y lo que comenzó como una ocasión familiar, terminaría convertida en una historia larga y tortuosa, cada vez más incómoda, para al final volverse por completo incomprensible.

No hay demasiada información sobre cómo fue el primer encuentro entre Charles y Alice, aunque es de suponer que fue bajo el ambiente doméstico y la estricta vigilancia de sus padres. Luego de la muerte del escritor, una de sus sobrinas se encargó de revisar sus diarios y quemar todas las páginas que podrían haber ofendido “la sensibilidad de los queridos lectores de su tío”. Aun así, con las que sobreviven, se deduce que sin duda, había una atracción más que conveniente de un adulto de veinticinco años por Alice, que entonces tenía cuatro años. De hecho, en gran parte de las páginas el nombre de Alice aparece como el de una especie de símbolo de una nueva dimensión y comprensión de Charles sobre su propia vida. De hecho, de pronto la interminable sucesión de números, sucesos especificados en cifras y descripciones cuidadosas, se sustituyeron por una evidente evolución emocional. Y también, están las primeras menciones “a encontrarse consumido por el pecado”. Dodgson no era en absoluto ajeno al hecho que su amor por Alice — y siempre insistió en hablar de sus sentimientos hacia su musa como “devoción” — eran del todo incomprensibles. No obstante y aunque en público jamás admitió eran inapropiados, en la privacidad de sus diarios parecía atormentado por la posibilidad de tener sentimientos “reales” por una niña pequeña.

Pero eso no evitó que depusiera su agresividad contra Liddell (siguieron sosteniendo algunos enfrentamientos públicos) y que volviera a ser invitado a la casa del decano, a quien al parecer le simpatizaba Dodgson a pesar de su carácter intransigente. En sus diarios privados, el escritor se arrepentía con angustia de los “los pensamientos y el dolor que le ocasionaba sus torpezas” aunque se cuidaba de reconocer cuál era el motivo de semejante angustia. Pero lo que sí es obvio, es que Charles sabía que su predilección por la jovencísima hija del decano no era del todo “natural ni pía” y que de hecho, debía luchar contra “esa posibilidad en mis pensamientos” con todos los recursos a su disposición.

Pero en lugar de hacerlo, comenzó a escribir. Redobló el número de cartas a sus amigos en distintos lugares de Inglaterra, aceptó dos turnos de clases (lo que le convirtió en una figura nerviosa que debía lidiar con al menos seis alumnas repletas de alumnos) y por último, comenzó a escribir. Al principio fueron párrafos en prosa sobre un lugar extraño “y sin sentido”. Después un extraño y elaborado poema, en el que un joven tenía relaciones sexuales con una doncella muy joven, que termina por convertirse en una bruja decrépita, símbolo de todo “dolor y pecado”. Atormentado, dejó de comer, perdió peso e incluso, hubo preocupaciones por su salud en el campus, en el que era muy querido a pesar de su comportamiento hostil y severo. Pero en realidad, Dodgson sufría por la dolorosa ruptura en su interior. “Todo se viene abajo” escribió el 4 de Julio de 1857 “Mi mente, mi cuerpo”.

En medio de toda la profunda angustia existencial que sufría, comenzó a ser un habitual en casa de los Liddell, para quien las constantes visitas de Charles no eran del todo inusuales (el decano consideraba al reverendo un miembro esencial de la comunidad), pero si cada vez más inexplicables. En especial, cuando la esposa del decano notó la especial predilección del joven profesor por su hija Alice. Poco a poco, el amor desesperado y angustioso de Dodgson se tradujo en una relación peligrosamente cerca de lo “indecente y lo amoral” según se comenzó a rumorear en el campus. Para 1858, los sentimientos de Charles Dodgson eran más que evidentes y la indignación de la familia Liddell también. Pero Charles se negó — o sencillamente — no pudo alejarse de ella.

Para cuando Liddell le retiró invitaciones a cenas y a picnics familiares, Dodgson se las arregló para continuar frecuentando lugares en los que podía tropezarse con Alice, a quien vio crecer y continuó amando hasta los 11 años, cuando por último, al parecer no pudo soportar por más tiempo, el sentimiento que la niña despertaba en él. Para entonces, ya había escrito lo que se considera el primer borrador del libro que le haría famoso y de alguna forma, había logrado convencer a los padres de Alice para que le permitiera fotografiar a la niña. La imagen es hermosa, perturbadora y triste. Alice es de una belleza plácida, una niña eternizada en el recuerdo de Dodgson en toda su aire idílico e inalcanzable. El mismo hecho de la fotografía, aterrorizaría después a sus sobrinos y biógrafos. Según Morton Cohen en su libro Lewis Carroll: A Biography uno de sus amigos más cercanos le recomendó destruir la fotografía. “Te diriges al abismo” comentó el corresponsal, de quien no se revela la identidad pero que pudo ser Lord Salisbury, uno de sus amigos más cercanos. “Estás tan cerca, que quizás no puedas retroceder”.

No lo hizo. Aturdido, incapaz de resistirse y sin duda, cada vez más cercano de algún incidente que le hiciera realmente una amenaza para Alice, escribió una carta al decano en que más o menos, ponía en claro sus sentimientos por su hija. Lo hizo, llevado por “un desvarío sin mácula, más cercano que a la desesperación y al amor” diría su sobrino, que intentó soslayar el hecho que Dodgson había perseguido de manera tenaz a Alice por casi una década y que en realidad, estaba bastante consciente de lo anómalo de sus sentimientos y la forma en se hacían cada vez más incontenibles. La carta sería la ruptura definitiva con el hombre que había sido, con lo que denominaba su “elegante pasividad en el amor” y al final, su propia resistencia a un impulso que era incapaz de clasificar.

Por supuesto, el escándalo no se hizo esperar. Dodgson fue expulsado de la casa del Decano y las relaciones con la familia se rompieron de forma definitiva e irremediable. Se trató de un incidente de moderada repercusión, que incluso amenazó la posición de Charles en el campus y hubo acaloradas discusiones sobre qué podría haber escrito el diácono para despertar “semejante horror” en el Decano Liddell. También hubo una misiva humillante y dura de parte de la madre de la niña e incluso, una discusión pública con su padre y uno de sus tíos. Para entonces, los sentimientos de Dodgson por la jovencísima Alice se convirtieron en la comidilla del campus e incluso de sus amigos más cercanos. Una década después, Lord Salisbury relataría el incidente en unas escuetas líneas “Dicen que Dodgson se ha vuelto medio loco como consecuencia de haber sido rechazado por la verdadera Alice. Parece que es así.”

Dodgson enfermó, perdió peso, sufrió unas inexplicables fiebres emocionales, se recluyó en la casa paterna. Y siguió escribiendo. A diario, todos los días. En su diario, a sus amigos y también, construyendo un mundo por completo nuevo en el que Alice podía vivir para siempre y de alguna forma, le podría pertenecer. La Alice de Wonderland no es una proyección, tampoco es un ejercicio de melancolía. Es un personaje poderoso que parece encarnar una vitalidad enérgica y extraordinaria que supera con creces a cualquier otro personaje infantil — o adulto — de su época. De alguna u otra forma, Dodgson decidió crear un universo en que su memoria de Alice Liddell pudiera sobrevivir y persistir. Y lo hizo, además, con una creación formidable que sigue siendo incomparable en todo su poder de evocación y singular dulzura. Hay un fondo perverso en el hecho innegable que Alice’s Adventures in Wonderland y su continuación Alice Through the Looking Glass no eran exactamente un testimonio de amor. Eran la percepción de Lewis Carroll, ese otro yo extraño, siniestro y levemente inquietante de Dodgson de la imagen idílica que amaría cada día de su vida.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine