La ciudad y la oscuridad:
El desastre va por dentro.
En medio de la incertidumbre, todos quieren buscar explicaciones. Lo pienso mientras uno de mis vecinos me lee en voz alta un largo artículo que alguien le envió a través de la mensajería instantánea. Como otras tantas cosas en el país, la información está reducida a migajas. Tan pocas y escasas, que se te atesoran con cuidado, incluso si son falsas. Que casi siempre lo son.
— Usted sabe que ellos dijeron que para la próxima vez habría luz, pero no internet o teléfonos — me explica — y lo están cumpliendo. Ahora estamos aislados. No quieren que nos reunamos.
“Ellos”. El clan del gobierno que gobierna Venezuela con puño de hierro. El mismo que esparce propaganda ridícula y rumores desmoralizantes. En esta ocasión, la falta de internet tiene relación con algún plan de control mental a plazos, una especie de elaborada concepción sobre el dominio del ciudadano a base de ausencias. Podría creerlo, de no vivir a escasas cuadras de un comando militar y conocer de primera mano el desorden y el caos. La forma como los funcionarios militares — y de cualquier otra índole de este país — tratan de remontar la cuesta. Si hay protestas, atraviesan uno de los viejos vehículos a mitad de la calle. Armatostes con la pintura pelada y lleno de abolladuras. Si hay fuegos de basura quemada, aparecen grupos para tratar de sofocarlo con envases de plástico a medio llenar. No sé cómo será en otras dependencias, pero al menos en la intendencia directa, dudo de tales planes magistrales, de la asombrosa y elaborada versión del mundo que imaginan los ciudadanos sometidos a este silencio que sólo se rompe de vez en cuando y con dificultad, gracias a ráfagas de datos de celular y algún que otro servicio análogo.
— Creo que sólo permiten que el descuido y la desidia haga de las suyas — respondo — la inteligencia de propaganda es otra cosa. Pero a nivel de las calles.
Mi vecino me mira con desconfianza y chasquea la lengua. Otra descreída, supongo pensará. Levanta el teléfono y me muestra esa prueba de verdad infalible llamada grupo de Whatsapp. “Pero mire” dice enfurecido “mire usted”. Tomo el teléfono con cuidado para leer. Mensajes de voces angustiadas, alguien que suplica por información sobre medicinas. Y el artículo, largo y pormenorizado, sobre los planes del chavismo para mantener el control. “Ahora los apagones mantendrán abajo el servicio de internet” dice una de los renglones de la lista “Cada vez que haya un apagón, no habrá como comunicarse”.
— ¿Lo ve? — dice cuando le entrego el teléfono — aislados y sordos. ¡Quién sabe que estarán haciendo!
No respondo. Perdí el impulso para ese tipo de discusiones. La verdad, es que también me empieza a invadir una cierta paranoia pesarosa. ¿Y si es cierto? Después de todo la electricidad regresó hace un par de horas, pero aún no hay internet, me digo sentada frente a la pantalla de la computadora. Me ofende el pequeño símbolo amarillo, el triángulo de emergencia. Me hace sentir profundamente enfurecida, frustrada. Ese símbolo me separa del mundo civilizado. De los libros, las películas, la música. La información. Mientras esté allí, estaré aislada, me digo. Me llevo los dedos a la boca, me mordisqueo las uñas. Hago clic sobre el símbolo. Conectividad nula, me cuenta el pequeño cuadro de diálogo. Como la oscuridad de la ciudad por la noche. Las televisiones apagadas. Los ojos se me llenan de lágrimas sin querer. Y el miedo se condesa en un llanto nervioso, enfurecido. Mantente furiosa, me recuerdo. Cansada y triste, nada tiene sentido.
Pero cuando miro de nuevo el pequeño triángulo amarillo, lloro sin rebozo. Y pienso que quizás, la paranoia del control absoluto no es del todo imaginario. Que… ¿qué? Ah…mierda. Me cubro las manos con las palmas abiertas. Este miedo. Este bendito miedo. Esta sensación de haber perdido por completo el control de mi vida.
***
No tengo apetito, aunque sé debo comer. Lo más peligroso sería enfermar en una situación como esta. Pero no tengo apetito. Mi prima me dedica una mirada entre exasperada y preocupada. Ella ha cocinado para ambas hoy y supongo se toma el rechazo al plato humeante de pescado y arroz con mal humor.
— Agla, debes comer. El estómago vacío sólo te hará sentir peor.
— Pero es que realmente, no tengo hambre.
— Llévate algo a la boca, eso es todo.
Antes de ser mi compañera de casa, mi prima y yo apenas nos veíamos en las fiestas familiares y nos llevábamos muy mal. Me lleva casi cinco años y al crecer, siempre fui el pequeño lastre que debía cuidar. Me pregunto si ahora piensa lo mismo. Ha sido ella quien evitó que olvidara tomar mis medicinas para controlar el pánico durante la semana, quien me recuerda comer, quién me obliga a tomar tazones de té con sabor a miel para relajar la tensión. De pronto, de ser dos amigas, luego primas que se llevan con cierta amabilidad — convivencia de por medio -, ahora soy su hija. ¿Qué nos hacen las crisis? Sacan lo peor de cada uno de nosotros, eso lo sé. Asumen el lugar y el impacto de viejos dolores, de terrores sin nombre. ¿Qué ha hecho la crisis conmigo? Me ha convertido en esta observadora pálida y ávida. Siempre tomo notas, llevo cuadernos a todas partes, capto con mi vieja grabadora de batería, los sonidos de la ciudad medio rota. De modo qué…¿qué? Me digo cansada. ¿También la crisis te cercena el deseo de cierta independencia mental? Tomo el cubierto y comienzo a comer. El pescado tiene un sabor suculento, el arroz también.
— Dicen que esto va para largo — comenta mi prima, enciende un cigarrillo — mejor mantenerse sano.
“Dicen” pienso con un sobresalto. Dicen. Otra vez ese genérico imposible de contrastar con nada. “Dicen”, “Ellos” “alguien comenta”. Como si la enfermedad del miedo fuera el silencio convertido en paranoia. Sin duda de eso se trata todo, me digo mientras intento terminar el plato de comida, beber el jugo de naranjas que sabe a luz. Este miedo sin nombre, esta frustración herida y latente. Otro nuevo tipo de oscuridad.
El servicio eléctrico va y viene y comienzas a pensar (o al menos, yo lo hago), que se trata de algún retorcido método para erosionar todo vestigio de normalidad y sustituirlo por otra cosa. ¿Qué “otra cosa”? No tengo la menor idea de a dónde me conduce el pensamiento. El agotamiento comienza a ser un peso que llevas a todas partes, que te deja sin iniciativa y mucho menos, vestigio alguno de iniciativa. Es una idea inquietante esa, la que un hecho mecánico tenga semejante poder sobre tu cuerpo y tu mente, pero es imposible evitarlo. Lo es en la medida que perder en control de tu trabajo, cómo puedes comunicarte, te diviertes, incluso cosas tan insignificantes como tus hábitos de limpieza e higiene. Una hecatombe que viene desde el interior de tu vida, que se expende como una onda abrasiva que destroza cada cosa que se encuentra en pie. ¿Es en exceso dramático describir a un apagón como algo semejante? Escribo la frase y miro por mi ventana. Las manos me tiemblan de furia y agotamiento, me lleva esfuerzos mantenerme despierta. Apenas he podido dormir y comer, mi cuerpo es un cordón rígido de nervios anudados unos a otros. Pero me hago la pregunta, con seriedad. Quizás necesito creer que hacerla es una forma de conservar cierto control en todo lo que ocurre a mi alrededor.
La calle frente al edificio en que vivo se encuentra vacía, repleta de restos de basura quemada y otra intacta, acumulada en los bordes de la calle. Anoche hubo una Los pocos transeúntes que recorren la esquina más arriba, parecen atontados, como sobrevivientes de un vendaval colosal e invisible. Incluso la ciudad parece haber cambiado de color, de sentido, de forma. El paisaje entero tiene una tonalidad grisácea, entre una serie de pequeños manchones de verde y azul que le da un aspecto irreal, como una postal muy antigua. No sé qué ocurre (sigo sin servicio de internet y el acceso a datos de telefonía móvil es limitado) pero supongo que esta mansedumbre aprendida, aturdida, a la que sobrevivimos tiene una relación directa con la devastación profunda de alguna parte de la vida cotidiana para lo que no tengo nombres. Estamos rotos, pienso. La catástrofe es real, pero también privada. La destrucción de las pequeñas cosas privadas, también.