La ciudad y la oscuridad: Cuarenta y ocho horas de miedo.
El apagón nacional en Venezuela puertas adentro.
(Lee aquí la primera parte de esta crónica)
Uno aprende a entender la oscuridad. O eso es el primer pensamiento que tengo, cuando de nuevo, la ciudad se queda en penumbras. En esta ocasión, no hay una sola fuente de luz visible: han transcurrido casi cincuenta horas desde que comenzó el apagón nacional en Venezuela y las plantas eléctricas, comienzan a colapsar. De modo que la oscuridad es mucho más profunda que hace dos días, impenetrables. Tiene algo de salvaje. Me hace recordar el paisaje nocturno de montañas y caseríos, los que visitaba de niña en excursiones familiares. Una oscuridad púrpura y tan pesada que me lleva esfuerzos respirar sólo al mirarla.
La planta eléctrica de mis vecinos sufrió un desperfecto desconocido. El último foco de luz a mi alrededor se apaga en chispazo. El sonido metálico del motor desaparece y llega el silencio. La ciudad bajo una bóveda impenetrable, pienso. Imagino el mundo de las cosas normales, en el que la gente vive una vida entera sin conocer esta oscuridad, este horror, este espacio roto en medio de un cataclismo que no puede nombrarse con una sola palabra.
Camino de un lado a otro. Mi prima intenta encontrar una emisora de radio en una pequeño aparato a pilas que compramos durante el día. Dos dolares, dijo el hombre de la tienda, como si tal cosa. Y los pagué, sin pensar en lo irregular de lo que ocurre, en el hecho que el último vestigio de normalidad, se desvaneció por completo. Papel moneda, eso no es nada, me digo. Pero es algo, incluso en un país con hiperinflación como el nuestro. De modo que llevo la pequeña radio, un par de bolsas con hielo, pan y café. Todo en el mismo abasto destartalado que he visitado tantas veces durante mi vida. El dueño me mira, entre desafiante y avergonzado, cuando miro las monedas (dolares también) que me devuelve como cambio. “No se puede cobrar en bolívares, eso ya no vale nada, esto es otra Venezuela”. No respondo. ¿Qué puedo decirle? Salgo fuera del local. Un grupo enfurecido reclama, exige, alguien insulta a gritos a nadie en particular. “Maduro, el coño e’ tu madre” grita una mujer. Las manos apretadas, el rostro enrojecido. Camino con rapidez hacia mi automóvil. Hay algo caliente y violento en el aire. No sé si lo imagino o es parte del ánimo colectivo, pero el miedo se está convirtiendo en rabia con tanta rapidez que el cambio es notorio, latente, peligroso.
— Esto va a estallar — dice mi prima, que me espera al volante, cuando cierro la portezuela — esto va a estallar y pronto.
Enciende el motor. La multitud sigue creciendo tan rápido que cuando maniobramos para abandonar la pequeña zona de estacionamiento, el grupo de veinte clientes que protestan — por los precios, el cobro en dolares, la escasez — ya llega al medio centenar. Alguien arroja una piedra. Hay gritos. Una mujer corre con un niño pequeño en brazos. Avanzamos por la calle y dejamos atrás al aglomeración. Me vuelvo a mirar, con la boca apretada de miedo. Dos hombres gritan y se pelean en medio de un corro de curiosos. Uno de los viejos dueños del abasto cierra la reja exterior. “¡Esto lo tiene que pagar alguien!” grita una mujer con los puños sobre la cabeza. Apenas son las doce del mediodía, un poco más, del tercer día del apagón nacional en Venezuela.
— Va a estallar y será feo — repite mi prima.
Sigo mirando por el espejo retrovisor. La multitud se hace más pequeña a la vez, que crece. Un fenómeno visual que parece describir la realidad mejor que cualquier otra cosa.
En el edificio en que vivo, dos mujeres han sufrido problemas cardíacos. Una es una anciana que pudo ser internada en una clínica privada la noche del viernes y la otra, una mujer de mediana edad que se negó a recibir atención médica hasta que el dolor la paralizó. Ahora se encuentra en el estacionamiento junto a su hijo mayor, temblando de miedo. El hombre corre hacia la ventanilla de mi automóvil cuando atravesamos la reja de seguridad.
— Muchachas ¿nos pueden dar el empujón a la Clínica L.? — dice.
La mujer está sentada al borde una de las jardinera, el rostro pálido y sudoroso. El cuerpo doblado de dolor. Los ojos velados y opacos. El hombre, que sólo conozco de vista por tropezar un par de veces en el ascensor una mañana cualquiera, tiembla de miedo. Me apresuro a abrir la portezuela trasera.
— Vente — le digo.
— No tengo como pagarles esto — murmura. La quijada tensa, los hombros rígidos. El miedo, el miedo real.
— Estamos en lo mismo todos, vamos.
Corre junto a su madre y la trae casi en brazos. La mujer tiene los labios púrpuras y la piel tirante alrededor de la boca. Respira con un sonido ronco y duro. El hijo le pasa el brazo por los hombros. “Ya vamos bien” murmura. Ella recuesta la cabeza en su hombro. “Me duele”. “Ya vamos bien” repite el hombre. El miedo, otra vez.
En la Clínica L. apenas podemos parar en la zona de estacionamiento. Hay un caos de automóviles y motocicletas. Una ambulancia con las puertas abiertas cierra el paso. Un vigilante corre hacia donde nos encontramos sacudiendo los brazos. “No estamos aceptando a nadie” dice cuando se acerca a la ventanilla. Tiene el rostro sudoroso y cansado. Los ojos muy abiertos. “No tenemos ya como ponerlos”.
— Es un infarto — le digo aunque desde luego, no sé si lo es — necesitamos ayuda.
— Coño mija, pero los médicos están desbordados.
La mujer tose, se queja en voz baja. El hijo dice algo en voz alta, pero la voz se le corta. El miedo. El miedo, pienso otra vez. El miedo. Cerca de la ambulancia puertas abiertas, un grupo de tres mujeres lloran abrazadas. Al otro lado de la calle, una mujer lleva a un niño dormido sobre el hombro, el celular contra la mejilla, está llorando. Mi prima sacude la cabeza.
— Coño ¿de verdad nadie puede atenderla? ¡Es grave!
— Mija ¡No nos queda ni camillas! ¡Los médicos no se dan abasto!
Pero no nos hace salir de la zona. Nos quedamos en silencio y luego, corre rampa abajo hacia la puerta de emergencias. “Es una señora que está grave” grita sacudiendo los brazos “No se la pueden llevar a otra parte”. Hay gritos, alguien le respondo “¡Que no podemos coño!” y finalmente, sale un médico joven con cara demacrada y la bata arrugada, los calzados en unos llamativos crocs de plástico naranja. No sé por qué veo el color y en medio del gris de la calle, del sonido de los llantos, de la respiración de la mujer a mi espalda. La oscuridad está en todas partes, pienso al azar.
— Metanla, pero a lo mejor hay que derivarla — dice el médico — no tenemos apenas nada, pero se puede estabilizar.
El hijo abre la puerta de un golpe brusco y sale con su madre en brazos hacia la rampa de concreto. No nos mira, no se despide. El médico corre a su lado, moviendo los brazos. El vigilante lo mira todo, cierra la puerta del automóvil, se inclina por la ventanilla.
— Vayanse a la casa, mijas. Esto va a estallar.
Mi prima aprieta las manos en la rueda de caucho del volante. El miedo. El miedo otra vez.
Cae la noche otra vez. La luz desaparece y con ella la ciudad. Diez pisos más abajo, la calle en la que crecí, se convierte en un terreno peligroso y salvaje. Escucho el sonido de ráfaga de balas, una ráfaga con olor a humo me cruza la cara. Pero en la oscuridad no hay detalles e historias. Uno aprende a conocerla, me digo otra vez. El miedo que hay en ella, como un visitante tardío. Sólo sombras. Es el tercer día del apagón nacional en Venezuela, en marzo del 2019. Nadie sabe qué ocurrirá a continuación. Lo único constante es el miedo.