Historias de fantasmas.
Los muertos que regresan tienen una historia que contar (parte II)
(Puedes leer la primera parte aquí)
A finales del año 1842, John D. Fox decidió que había tenido suficiente de su pequeña casa en la ciudad de Nueva York, por lo que compró una más grande, amplia y ventilada en Hydesville, también en el estado pero a la suficiente distancia del ruido de carretas, vendedores ambulantes y todo ese bullicioso mundo moderno que crecía muy pronto para la paciencia de Fox. Fue una decisión dura — no era un hombre acaudalado — pero al final, la mejor que pudo tomar. O al menos, eso pensó muchas veces durante los ajetreados días de navidad antes de por fin, sentirse a cómodo en el nuevo hogar.
Habían historias extrañas sobre la casa: Según alguien le había dicho, el inquilino anterior había decidido poner en venta la propiedad, luego de escuchar durante meses, ruidos por completo inexplicables. Pero John D. Fox era un hombre de mundo que no creía en semejantes cosas: para él, la curiosa historia de los murmullos que brotaban de las esquinas y las puertas que se abrían sin que nadie las tocara, eran sólo eso: anécdotas para hacer más misteriosa la vieja casona de ocho habitaciones y una buhardilla con ventanal hacia el cercano campo. Los ruidos “extraños” podían tener cualquier explicación, comentó a sus nuevos vecinos la primera noche que les invitó a cenar y a fumar en el recién estrenado salón comedor. Hasta entonces (y ya casi era año nuevo) nadie había escuchado la menor cosa. “Seguramente, son exageraciones dignas de algún cuento de hadas” escribió en el pequeño cuaderno de apuntes que compraba en la biblioteca.
El Invierno llegó y pasó. Reparó la ventana del fondo del estudio, que aparecía cada mañana abierta y que provocó un pequeño desastre de aguanieve sobre los libros recién ordenados. También se ocupó de la ratas del desván, que correteaban de un lado a otro en medio de la noche. Y por último, en los días más crudos de enero, se aseguró que cada puerta cerrara y abriera como era debido. Su hija Kate se había quejado en más de una oportunidad, que la de su habitación se habría de madrugada y también lo había hecho Margaret. Pero John, que conocía los viejos trucos de las casa desconocidas, se aseguró que ambas pudieran dormir en paz.
O eso creyó. En primavera de 1843, ambas chicas explicaron a su padre que “se comunicaban con espíritus”. Se lo dijeron de pie, frente a la puerta del estudio. El sonido de la ventana que golpeaba sin que nadie la tocara, sobresaltó a John, pero aún más, la expresión extraña y dura en el rostro de sus hijas. ¿Espíritus? preguntó. Margaret suspiró y se acercó al escritorio de su padre.
— Responden a mis preguntas — explicó — con golpes en las paredes.
— ¿Quienes lo hacen? — preguntó John, perplejo.
— ¡Los espíritus! ¡Te lo hemos dicho! — se impacientó Kate.
John por supuesto, no supo qué responder. De hecho, le llevaría unos meses más comprender que sus hijas (incluyendo Leah, que no estuvo en el estudio la noche de la gran confesión de sus hermanas), estaban a punto de convertirse en improbables celebridades. Todo ocurrió muy rápido: La familia Fox se convirtió en símbolo de una revolución espiritual desconocida y confusa, que se extendió por el estado, el país y después incluso a Europa. Después de todo, las hermanas Fox habían logrado desentrañar el misterio más antiguo de la humanidad: la posibilidad de comunicarse con los muertos. De alguna manera, las chicas pálidas, sonrientes y nerviosas que John había educado, se convirtieron en sacerdotisas capaces de comunicarse con el mundo de lo invisible. Un talento en apariencia sencillo que sin embargo, se convirtió en una gran celebración al miedo colectivo a la muerte y la esperanza fallida de comprender qué ocurría después.
Las hermanas Fox lo dejaban claro de inmediato: su sistema para abrir las puertas de lo desconocido era tan simple que incluso un niño podría entenderlo. Sentadas en la mesa de comedor de la familia, entraban en comunicación con el mundo en las sombras, con una sencillez desconcertante. Una pregunta en voz alta, un golpe para decir que sí, dos para el no. Al principio, John no les creyó. ¿Quién le podría culpar? Se negó a escuchar las historias sobre puertas que se abrían y se cerraban de manera misteriosa, de las ventanas abiertas que nada ni nadie podía cerrar. Del murmullo en el tercer piso, del correteo de pies invisibles en las escaleras vacías. ¿Qué relación podía tener todas esas cosas con su vida tranquila? ¿Con sus modales de hombre amable pero tosco?
Kate le condujo al salón y le hizo sentar en la mesa. Con doce años recién cumplido, era lista y resuelta. Margaret, un poco mayor pero también más retraída, miraba todo desde el arco del comedor. John tomó asiento, tomó las manos de su hija menor. La niña sonrío.
— Haz una pregunta — dijo.
— ¿A quién?
— Hazla, en voz alta y clara.
Años después, John D. Fox no recordaría con claridad qué preguntó esa noche ni qué respuesta había recibido. Tampoco lo había ocurrido luego de escuchar la ordenada serie de golpes. Sólo sabría que fueron reales — o había creído lo eran — y que el miedo dio paso a la maravilla. Todo transcurrió con una rapidez frenética. Para cuando se permitió recordar esa primera gran escena de otras cientos que ocurrirían después, los detalles importaban muy poco: sus tres hijas habían ayudado a inspirar una religión nueva. El espiritismo se había convertido en la creencia de los ricos y pudientes de Nueva York, en la obsesión de científicos y escritores, una revolución tan grande que engulló a sus creadoras como víctimas propiciatorias de un poder incontrolable. De las modestas sesiones en el salón de la casa, el método de respuesta y golpe se extendió por el mundo, se hizo parte de debates, tertulias y nuevas certidumbres. De pronto, el mundo de los muertos y los vivos se unía a través de las Fox, las hermanas que habían logrado traspasar el umbral hacia la gran pregunta histórica sobre la vida y la muerte.
Incluso, cuando Kate, Margareth y Leah admitieron que nada había sido cierto — hemos sido nosotras, lloró Kate, a su padre — a nadie le importó demasiado. El movimiento espiritualista tenía músculo propio y cuando perdió a sus principales promotoras, siguió siendo motivo de curiosidad: el método de las hermanas era parte de algo más extraño, retorcido y fascinante de lo que sólo había sido el pasatiempo malogrado de un trío de hermanas campesinas. Una vez para sí, dos para no: los golpes en las paredes eran el lenguaje del principio del siglo XX, la nueva percepción sobre los secretos de lo invisible, convertidos en un código comprensible.
Y fue el auge del espiritismo, lo que brindó un nuevo impulso a las viejas y casi olvidadas historia de fantasmas. Una popularidad tan exacerbada que se convirtió en un género literario por derecho propio. Hasta entonces, los fantasmas eran representaciones dramáticas o moralejas en historias orales, reconvertidas en procesos simbólicos literarios. Pero una vez que lo sobrenatural se hizo más cercano — accesible — para buena parte del público, las historias de fantasmas se convirtieron en un nueva forma de comprender el fenómeno.
Lo anterior por supuesto, es una deliberada recreación ficticia del nacimiento del Espiritismo, pero a la vez, es un resumen sobre el trayecto cardinal y sin duda extraño de un ejercicio tramposo e imaginativo en una creencia a toda regla. El espiritismo además, abrió las puertas a todo un renovado interés sobre lo oculto, luego que el positivismo diera al traste con la curiosidad acerca de lo sobrenatural o que el escepticismo diera un giro a la antigua convicción sobre la incertidumbre, como frontera de todo conocimiento. De pronto, la ciencia era capaz de explicar con habilidad los fenómenos que hasta entonces habían aterrorizado y cautivado la imaginación, por lo que la posibilidad del miedo quedó relegada a la mera ignorancia. La literatura sobre fantasmas, aparecidos y monstruos, creó un eslabón conciso entre la percepción del bien y del mal moral con la nueva curiosidad científica. Un lugar en que los antiguos temores podían tomar un nuevo cariz.
El regreso a los silencios:
Mucho antes que el espiritismo convirtiera la incredulidad colectiva en un nuevo tipo de asombro, el género del terror se reinventó para un tipo de lectores completamente nuevo, lo que allanó el camino para que lo que vendría después. La primera gran obra considerada de la llamada “literatura fantasmal” fue “El Castillo de Otranto” que reveló la prosa ingeniosa, macabra y refinada de Horace Walpole. Corría 1764 y el mundo literario manejaba el miedo desde lo moral, por lo que la obra de Walpole — cargada de simbolismo esotérico y crueldad — sorprendió a los lectores ingleses: se trataba de un recorrido aterrador por las penumbras de lo que se suponía debía atemorizar. Walpole se atrevió a saltar todo tipo de reglas tácitas sobre el terror y sentó las bases para lo que sería un tipo de narraciones, que tomaron la noción de lo terrorífico como algo más cercano a lo psicológico y retorcido.
Por extraño que parezca, todas las obras que siguieron a “El Castillo de Otranto” tenían la misma percepción ambigua sobre los fantasmas que después desencadenaría el espiritismo. Incluso Anne Radcliffe, la indudable reina de los relatos góticos en su etapa más temprana, utilizaba el recurso desde la óptica del engaño y el melodrama subversivo, una percepción que con el tiempo pareció enlazar con esa versión de la realidad interpretativa a la que el espiritismo brindó un nuevo lugar.
Los cuentos de fantasmas (a menudo sin autor y publicados en facsímiles de mano en mano) se volvieron tan populares, que en 1811 y 1815 se publicó la primera antología de relatos fantasmagóricos. Con sus cinco voluminosos tomos, Johann August Apel y Friedrich recopilaron en “Fantasmas de Gespensterbuch” las narraciones más siniestras y hábiles de cuantas pudieron encontrar en periódicos, publicaciones privadas y revistas de género de la época. El resultado fue una hábil selección que abrió las puertas no sólo a un nuevo tipo de literatura sino también, que demostró que los antiguos relatos orales sobre fantasmas se habían transformado en un robusto género por derecho propio. Incluso la propia Mary Shelley llegaría a admitir que buena parte de sus ideas, provenían de aquella colección variopinta y extravagante, en la que lo gótico se mezclaba con relatos de corte naturista y un tipo de terror por completo novedoso, en lo inquietante formaba parte de la psiquis del hombre.
En 1828, “The Tapestried Chamber” de Sir Walter Scott se convirtió en el primer relato fantasmagórico publicado por una editorial de cierto renombre, rompiendo así el viejo prejuicio sobre los relatos terroríficos y su connotación casi doméstica. Scott dotó a su relato de una inusual atmósfera y a sus fantasmas de un enorme simbolismo, por lo que rompió con la percepción de Radcliffe y Walpole de la pequeña trampa narrativa que usaba el recurso sobrenatural como mera excusa para giros argumentales sorpresivos. Con Scott las historias de fantasmas encontraron una solidez apreciable, que las emparentó con la percepción de lo siniestro de las antiguas historias orales europeas.
En América, la llegada de los relatos sobre fantasmas y sucesos sobrenaturales fue más lenta que en Europa y de hecho, se trató de un reflejo de lo que ocurría al otro lado del mar. El primer cuento sobre fantasmas en Norteamérica fue escrito por Nathaniel Hawthorne, que tomó los mejores elementos de las historias terroríficas y los convirtió en un interesante vehículo para la crítica política. Su cuento “El Campeón Gris” se convirtió en todo un símbolo de los primeros años del país como República y una ingeniosa manera de analizar el patriotismo. Pero sería Edgar Allan Poe quien brindaría a las historia de terror en el Nuevo Continente una personalidad propia: la deslumbrante “Ligeia” no sólo analizó lo fantasmagórico desde su estricta naturaleza romántica y sobrenatural, sino que asimiló las corrientes Europeas hasta crear algo nuevo a la medida de un mundillo literario joven como el estadounidense.
Aún así, los relatos de fantasmas continuaron siendo rarezas en medio del género de terror, por lo que que su existencia tenía relación con todo tipo de colecciones y recopilaciones menores sin verdadera importancia editorial. Pero una vez que el espiritismo cautivó la imaginación de Norteamérica y convirtió al hecho de los fantasmas en algo más que una muestra de superstición, las narraciones con temas sobrenaturales tomaron un segundo y definitivo aire que les convirtió en un género clásico dentro de la literatura. Para 1870, el espiritismo tenía millones de seguidores de un lado a otro del Atlántico: el reflejo del furor por los temas esotéricos se reflejó de inmediato en la literatura. Desde tratados filosóficos con cierto aire místico como los de Emanuel Swedenborg, las narraciones de supuestos testimonios de médiums y contactados recopilados por Catherine Crowe en su clásico de 1848 “The Night-side of Nature” transformaron la eventualidad del relato terrorífico en algo más que una curiosidad librera.
No obstante, no todo ocurría en debates tertulianos literarios: los eventos sangrientos la Guerra Civil norteamericana golpearon a la sociedad de entonces con una visión sobre la muerte escalofriante y cercana. La violencia dejó una multitud de dolientes que encontraron en el espiritismo y después en las historias de fantasmas, un solaz para el peso del duelo. De hecho, se considera que el surgimiento del espiritismo en el siglo XIX fue la combinación de un gran luto colectivo y una actitud reaccionaría hacia el positivismo helado y directo que contradecía cualquier posibilidad de vida después de la muerte. Con su sencillez folclórica y accesible, el Espiritismo se convirtió en el consuelo que los púlpitos e Iglesias no podían brindar y que la ciencia negaba de origen.
De modo que para los pudientes victorianos de ambos lados del océano, la posibilidad de atravesar el velo de la muerte a través de un método sencillo, era mucho más apetecible que los descubrimientos científicos que negaban semejante posibilidad. También lo eran los relatos que reflejaban el nuevo ánimo mundial con respecto a la incredulidad: “Mrs. Zant and Ghost” de Wilkie Collins, “Since I Died” de Elizabeth Stuart Phelps o “The Shell of Sense” de Olivia Howard Dunbar fueron ejemplos muy evidentes que la necesidad de contar historias que incluyeran la posibilidad de lo sobrenatural propició un cambio en la literatura consistente e irremediable. De pronto, el terror era mucho más accesible — y comprensible — que los densos volúmenes sobre filosofía que intentaban demostrar que el pensamiento mágico carecía de valor, cuando buena parte de los lectores consideraban justo lo contrario. De ese choque exponencial de criterios y percepciones sobre la realidad, nacieron extraordinarias joyas como “The Last of Squire Ennismore” de Charlotte Riddell y №1 Branch Line: The Signal-Man de Charles Dickens.
En 1904, la primera colección de historias de fantasmas se publicó en una norteamérica convencida de la posibilidad de comunicación entre el mundo de lo vivos y los muertos: “Historias de fantasmas de un anticuario” de M.R James se convirtió en una de los libros más leídos, criticados e influyentes de su época, además de reflejar el hecho de la transformación de los sencillos relatos de horror en algo mucho más complejo y elaborado. De las apariciones casi frágiles y románticas de las décadas pasadas, los fantasmas se transformaron en criaturas siniestras y aterradoras, a las que James dotó de una perversa inteligencia. James, que aseguraba “haber sido testigos de misteriosas apariciones” no sólo aterrorizó a sus lectores sino que abrió las puertas hacia la noción del miedo como algo más que un conjunto de situaciones en las que lo sobrenatural buscaban sentido a través de la emoción.
“Me gusta que la gente tema dormir después de leer mis historias” confesó James en una de las pocas entrevistas que concedió durante su vida. Y la frase parecía resumir no sólo el nuevo aire de la literatura de terror sino la manera en que la literatura de terror influiría en el futuro, no sólo en el ámbito de los relatos y novelas, sino en toda la percepción occidental sobre lo misterioso y lo terrorífico.
Al final, se trata de un cuestionamiento que todo amante del terror se ha planteado antes o después. ¿Por qué leemos historias de fantasmas? ¿Por qué las contamos? ¿Qué nos provoca el terror? ¿La esperanza que somos algo más que un cuerpo destinado a morir? Cualquiera sea el motivo o la razón, las historias de fantasmas llegaron al siglo XX para cautivar a la psiquis colectiva y aún, siguen haciéndolo. Una vieja experiencia primitiva convertida en algo más que desazón.