Hijos de Apollo.
La danza de todos los miedos. (Parte I)
John Keats solía sufrir desmayos frecuentes. Le ocurría cuando recordaba a su amada Fanny Brawne, al escribir e incluso declamar. Pero en especial, luego de pasar noches enteras, en lo que el poeta llamaba “un éxtasis de dolor”. Para Keats, escribir era un tipo de expiación. Una tan poderosa, seminal y total, que podía afectar a su cuerpo en formas misteriosas, que se ocupó de describir a sus más cercanos. “Tengo la sensación que la poesía es mi cuerpo” dijo, asombrado por lo que las palabras en papel podían provocar en él. No obstante, no creía que su obra mereciera algo más que “lecturas, la sensación opulenta de sentir que las palabras brotan con fuerza de mi mente”.
Para el poeta, lo que escribía, era una relación singular pero inexplicable con un lugar oscuro de su interior. De modo que ya moribundo y con apenas veinticinco años, decidió escribir a Fanny lo que se consideraría sus últimas palabras públicas. “Si muero, no dejo ningún trabajo inmortal detrás de mí, nada que haga que mis amigos se sientan orgullosos de mi memoria, pero he amado el principio de la belleza en todas las cosas, y si hubiera tenido tiempo, me habría hecho recordar”. Ya entonces, Keats estaba tan enfermo que apenas podía comer. Pasaba noches en vela entre toses y esputo de sangre, convencido de la inutilidad de su existencia, el amor, la mera aspiración a la trascendencia. “No queda nada de mí. No hay nada que recordar o que legar. Solo moriré e iré a la oscuridad”.
De tales funestas predicciones, sólo una se cumplió. Dos días después de escribir a Fanny, Keats moría, víctima de la tisis. Era el primer día de la primavera en Roma (o así escribieron sus allegados) y había un sol radiante y cálido, luego de un largo invierno en especial crudo. Keats sabía que moriría y había intentado “poner sus asuntos en orden”, sin lograr otra cosa que ordenar unos cuantos de sus papeles personales, escribir cartas a Fanny y también, componer. Había escrito incluso hasta la extenuación, contra el consejo de su amigo, el pintor inglés Joseph Severn y del escritor, Percy Bysshe Shelley. Pero Keats, que sabía moriría, que con toda probabilidad había imaginado su muerte por años, no cejó en el empeño de dejar al menos, unas cuantas hojas que pudieran “dar testimonio de su vida”. Al poeta le obsesionaba la posibilidad del anonimato, de haber vivido sin otro motivo u objetivo que morir. “Como si mi nombre estuviera escrito en agua” se quejó entre lágrimas, una semana antes de morir a Severn. “Nada quedará de mí e incluso en el recuerdo, moriré”.
Por último, pareció simplemente dejar de luchar. Dejó de comer y unas horas antes de morir, perdió la consciencia para no recuperarla de nuevo. La enfermedad no sólo le devoró sino que terminó por cumplir sus temores más privados. Al morir estaba tan delgado que cuando sus amigos levantaron el cuerpo de la cama se asombraron que tuviera “la envergadura de un niño”. El antiguo farmaceuta, el hombre de incomparable sensibilidad que había asombrado a sus contemporáneos, sucumbió a una larga agonía que minó incluso su cordura. Entre los papeles que se encontró en la habitación en que pasó la mayor parte de los últimos tres meses de su vida, se encontró poemas, fragmentos de versos e incluso, una línea de tiempo de su vida. Keats había dedicado sus últimas energías a tratar de comprender — con un notable pesimismo — la forma en que su vida se había derrumbado hasta transformarse en una especie de espacio hostil.
“Tengo la dolorosa convicción que el viento de la muerte llegará a mi vida, antes que pueda decir todo lo que imagino” escribió. Había también dibujos de sus familiares, docenas de bocetos con el rostro de Fanny y por supuesto, poesía. Reflexiones sobre el “don del espíritu” que le hacía escribir a toda hora y que le había llevado a desobedecer a su familia e incluso, a la presión de la memoria de su padre y madre, para llegar a la escritura. Keats escribía desde la desesperación, desde la convicción de las delicias del “goce de construir un tipo de belleza única”. También, lo hacía con una tenacidad asombrosa, la completa convicción que necesitaba dejar tras de sí una herencia “valiosa” o al menos “que fuera agradable al recuerdo”. Severn después contaría a Fanny que la lucha por sobrevivir de Keats había sido incomparable. “Una fuerza imparable le animó a escribir”, llevado quizás, por la conciencia de la tragedia. Por la convicción utópica de existir incluso al morir. “Temió hasta el último día que no recordaran su nombre” contó el buen amigo a la mujer que había amado al poeta por años. “Y al final, ese temor le venció” concluyó.
El primer día de primavera en Roma, el cadáver de Keats fue cubierto por una sábana blanca, tal y como lo había imaginado. El escritorio ordenado, la ventana que daba a la espléndida Plaza España, cerrada y cubierta con una cortina oscura. “La muerte a llegado” escribió Severn a Shelley “y se ha llevado todo de él”. El más profundo terror del poeta, en apariencia, se había hecho realidad. “Pero quedan sus poemas” dijo a Fanny, semanas después. “Queda lo mejor de él, lo más vivo” insistió. Severn respondió a vuelta de correo “Los he comenzado a recopilar” explicó. “Es su espíritu hecho palabra”.
Un recorrido por el recuerdo.
Según el libro, John Keats: A Poet and His Manuscripts de Stephen Hebron, a Keats le agradaba escribir en hojas enormes, que a menudo llenaba de tachones y todo tipo de enmiendas. Su talento era asombroso, pero también, su notoria inseguridad. Hebron relata que el poeta dedicaba buena parte de su tiempo a enmendar errores en sus poemas y a “perfeccionarlos”, a pesar de la opinión general de sus amigos y conocidos que su obra era sensible y digna de ser publicada, casi desde la primera palabra. Pero Keats, aterrorizado por la posibilidad del error, jamás atendió a los halagos y pasó buena parte de su etapa de mayor producción literaria, esforzándose en crear versos “de los cuales pudiera decir estaba orgulloso”.
En realidad, no sólo nunca lo estuvo sino que a medida que transcurrió el tiempo (y en especial, luego de enfermar), Keats tuvo la sensación que el tiempo corría en su contra. La inspiración llegó y le encontró consumido, agotado y destrozado por una enfermedad que sabía era mortal por necesidad. Pero también por la agonía de su pesimista visión sobre su obra. Para Keats, escribir era doloroso y también, la única manera de alcanzar la plenitud. De modo que pasó buena parte de su vida, batallando como mejor pudo para encontrar alivio al miedo que le petrificaba de jamás ser todo lo bueno que aspiraba y a la vez, escribir. Escribir hasta la extenuación, hasta quedarse sin fuerzas, hasta simplemente perderse en medio de la cualidad de la poesía “para liberarle de todo dolor.
Pero Keats también encontraba refugio en las enormes páginas, como si de un espacio privado se tratase. Luego de su muerte. Severn encontró todo tipo de manuscritos, pero también apuntes, dibujos, líneas inconexas. “Un diario a la deriva” explicó a Fanny. En realidad y según deduce Hebron en su cuidadosa investigación, era más una especie de cronología desordenada sobre su enfermedad, el miedo que le provocaba y también, la necesidad de escribir que le consumía. Las hojas contenían con un detalle cuidadoso y a menudo, emocional, cada uno de los temores y esperanzas de un Keats que yacía en la cama, apenas consciente de la forma en que la enfermedad avanzaba con rapidez o el hecho, que el clima de Italia no había mejorado sus padecimientos.
El libro, que reproduce por secciones la ingente cantidad de material, muestra trozos de narraciones — “Roma brilla en la oscuridad como un diamante imposible” — y también, un recorrido cuidadoso por los estados de ánimo del poeta. Había alabanzas al cielo azul de la ciudad, seguidos de agrios comentarios sobre su “hostilidad”. Atormentado por la incapacidad para moverse, dedicó tiempo a dibujar con cuidado el paisaje que apenas podía atisbar a través de la ventana, a dibujar el rostro de su amada Fanny en bocetos de notable talento y por último, la forma en que la luz desaparecía en forma gradual de su pequeña habitación. “Tengo la sensación que mi vida desaparece poco a poco” escribió en una hoja en la que dibujó como pudo, las cúpulas de Roma “perdido, en medio de todos los dolores. Tan lejos de toda redención”.
Ya para entonces, Keats estaba convencido que su obra necesitaba “mucho más trabajo del que, con mis escasas fuerzas, puedo dedicarle”. Pero aun así, era evidente su exaltada necesidad por la poesía. Lo creía desde años antes: en la hoja que contiene un primer borrador de “Oda a un Ruiseñor” los primeros versos se abren hacía algo más amplio que una estructura de poesía. Además del poema, Keats escribió anotaciones precisas sobre métrica y simbología, dibujos de alas y al final, lo que parece el boceto de un ruiseñor. De hecho, tal pareciera que para el poeta, el verso era algo más que una precisión verbal.
Era también un mundo que se extendía en todas direcciones. Las puertas abiertas hacia algo más amplio y colosal que le era imposible describir con un único medio. De modo que dedicó una buena cantidad de tiempo y esfuerzo, a crear pequeños mundos creativos que estaba convencido, carecían de valor. No obstante a la distancia, su despliegue de de energía e imaginación parecían completar la obra del verso. Llevarlo a una dimensión por completo nueva. “A menudo me distraigo, pero creo que es obra de todas las voces que escucho en mi mente” explicó a su amada Fanny en una carta “necesito que todo sea como lo percibo en lo invisible”.
De modo que para Keats, escribir era algo más que un esfuerzo literario. También era una búsqueda concienzuda de significado, a pesar de su inclinación por el fatalismo. Desde niño insistió en que moriría joven — “quizás no rebase en edad a mis padres al morir” escribió — pero aún así, también tenía un definitivo interés por cultivar su visión del mundo. Esa contradicción parece sostener un recorrido extraño y doloroso a través de cientos de matices que para el escritor, carecen de sentido inmediato pero a medida que avanza en su obra, se hacen más poderosos. Y es también, esa disparidad entre el hombre que suponía era Keats y el que se mostraba en toda su vivacidad en su trabajo, la que parece todavía confundir a buena parte de los investigadores que profundizan — o intentan hacerlo — acerca de su trabajo y figura. “Siempre recorro un camino insospechado, de un lado a otro, en mi espíritu, en lo que escribo, en lo que aspiro a crear” insistió a Servent, unos días después de su llegada a Roma.
Ya por entonces, era evidente que la tuberculosis le llevaría a la muerte, pero para el poeta, la palabra era algo más real que miedo. “Puedo morir, sin duda, pero haré todo lo que pueda para huir del vacío”. Y quizás por eso, comenzó a escribir. Una producción poética postrera, desigualdad, sin la cuidadosa precisión que hasta entonces había mostrado y sin duda, sin la cualidad poderosa, que deseaba alcanzar. Pero poesía al fin y al cabo. “La cualidad de la poesía es salvar lo que cae en la oscuridad” escribió a Fanny, a quien envió cartas a diario mientras las fuerzas se lo permitieron. “De modo que escribo, porque espero que las sombras jamás me puedan alcanzar del todo”.
El mito, la vida, la palabra.
Keats estaba convencido (y lo estuvo, desde los inicios de su corta carrera literaria de apenas cinco años), que la palabra estaba “creada con la cualidad de describir todo, a un nivel desconocido y en especial, desde lo novedoso”. Para un escritor que no creía (ni lo haría en ningún momento de su vida) que su obra era original, el esfuerzo resultaba agotador. Incluso desde sus primeros intentos en escribir, la idea sobre lo “nuevo” le desconcertaba. O al menos, le provocaba la suficiente inquietud como para hacerle temer que toda su producción poética estaba destinada a ser una derrota moral, un tema que para Keats era de considerable interés. Todavía no había alcanzado la veintena, cuando ya el escritor se preocupaba por las trascendencia y la posibilidad de no conseguirla. “Sueño con mi nombre escrito sobre el agua” confesó a Fanny. Una imagen que le atormentó por años y terminó por convertirse en su epitafio.
En la actualidad, la vida de Keats parece resumirse en una rara colección de asombro pero en especial, en una visión sobre el miedo y la belleza que resulta desconcertante por la multitud de matices que engloba. Hay versiones que insisten en que se sintió atormentado por su admiración por William Shakespeare, a quien consideraba “el más poderoso de todos los escritores, puesto que fue capaz de crear vida dentro de la vida”. Y aunque es notoria su inclinación por la obra del Bardo, también es evidente que su predilección por la obra del dramaturgo no es sólo la de un hombre que busca inspiración, como en ocasiones se ha insistido.
También es la de un investigador consciente del valor de lo referencial. De hecho, buena parte de la obra de Keats se ha considerado simbólica quizás por la manera en que su decidido análisis de Shakespeare le permitió entender el uso de las metáforas, de las dimensiones de la palabra como una aseveración más profunda. “Soy lo que creo, en la misma medida que lo que intento expresar, sin lograrlo todas las veces” comentó a Percy Shelley, en una de las primeras cartas que intercambiaron antes de partir a Roma.
Claro está, para Keats, la capacidad de Shakespeare para crear material siempre novedoso de una insólita belleza, era desconcertante. No obstante y a pesar de la insistencia de alguno de sus biógrafos acerca de la necesidad de Keats por entender la obra del dramaturgo “a profundidad, con todo su poder” como una forma de buscar sustento a la propia, es obvio que el poeta estaba interesado también en otro tipo de expresión literaria. La ansiedad de elaborar una mirada sobre lo que le rodeaba que le permitió depurar noción sobre la voz poética, hasta alcanzar una extraña potencia.
Keats era un poeta que usaba la metáfora con delicadeza pero también, de una curiosa fortaleza. La misma que permitió al escritor enfrentarse a la idea de su propia naturaleza melancólica e incluso, de su durísima historia familiar. “Escribo, no por escapar del miedo, sino para entenderme mejor con él” afirmó a Fanny. Para entonces, ya se atrevía a llamarse a sí mismo poeta. Corría el año 1819 y se encontraba a dos años de su muerte. Ya comenzaba a sentir debilidad, el constante agotamiento que le terminaría por postrar en cama. Pero también, estaba convencido que escribir hacía retroceder la penumbra. “En la hoja encuentro solaz y fuera de ella, todo es silencio” explicó a Fanny antes de sufrir una crisis de fiebres tan graves que despertó la preocupación de su círculo más cercano, nueve meses antes de su último viaje a Roma.