Hijas de Afrodita.

La hija de la mariposa muerta. (Parte II)

Aglaia Berlutti
7 min readFeb 9, 2021

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(Puedes leer la parte I aquí)

Pequeñas casualidades asombrosas.

Agatha Christie jamás se planteó la idea de ser escritora y fue la primera en reconocerlo. No tenía la educación, ni el conocimiento del “mundo de los libros”. Tampoco sabía de qué deseaba escribir, aunque ya a los diecisiete lo hacia con frecuencia. Escribía de amor, de dolor, de miedo, de pequeñas angustias adolescentes. “Nada realmente asombroso” diría después, en otro de sus intentos por restar importancia a su temprano amor por la escritura. La verdad es que en mejores condiciones y quizás en un momento económico más propicio, la joven Agatha con toda probabilidad habría llegado a aspirar a un lugar en algún campus universitario o quizás, un tutor literario privado. Pero era pobre, vivía de la amabilidad de los parientes de su madre y el futuro tenía una disposición para ella: contraer matrimonio.

Por extraño que parezca, la Inglaterra de principios del siglo XX era muy parecida a cualquier buen libro de Jane Austen. Con veinte años cumplidos, Agatha sabía que era necesario encontrar un marido y por las razones prácticas que impulsaron a las mujeres inglesas a la misma decisión por años. Una posición social, evitar el escarnio público y simplemente, tener un luga en el mundo. Christie, que tenía talento, gracia, que había pasado buena parte de su vida imaginando una forma de vivir diferente a la de su madre, acabó por desear justo una vida como la suya. “Solo deseaba el amor” recuerda Agatha de la joven que estaba cada vez más urgida de un hogar propio, del amor, de todo lo necesario para llevar la vida doméstica que se esperaba a una mujer de su posición. Agatha no era pobre, pero tampoco tenía recursos propios. Era educada pero en realidad, se trataba de un aprendizaje autodidacta más o menos superficial. “Estaba a la mitad de todo” cuenta “y no me satisfacía en realidad nada”.

Finalmente, a los veinticuatro años y luego de romper un par de corazones (y que le rompieran el suyo), Agatha conoció al atractivo Archie Christie, miembro del Royal Flying Corps. El romance fue corto e intenso — “lo amé nada más verlo” — y la propuesta de matrimonio llegó pronto. La pareja parecía perfecta el uno para el otro y de hecho, en más de una ocasión Christie insistió en la sensación franca que la vida entre ambos “era un deseo cumplido”. O al menos, lo fue al principio, durante los primeros meses de amor. Pero aun siendo recién casados, Archie fue enviado a Francia. La Primera Gran Guerra había estallado y fue la primera ocasión, en que Agatha sintió que la vida como la conocía se venía abajo. “Verle partir sin saber si regresaría fue de una crueldad angustiosa”.

Agatha comenzó a trabajar en el dispensario de un hospital improvisado en Torquay. Organizaba el anaquel de los medicamentos y entonces, hizo algo que la sorprendería después: comenzó a tomar notas sobre los fármacos y sus propiedades, en especial los que los encargados le indicaron que eran los más peligrosos. Apunto efectos, cuanto daño podrían causar. Hacia preguntas morbosas sobre la muerte que los medicamentos podrían provocar de ser usados de una forma incorrecta. “Nadie, ni yo misma, podría entender mi interés” escribiría después. Pero con cuidado escrupuloso, llegó a recopilar los nombres de más de doscientos medicamentos y venenos. La futura escritora no tenía idea que preparaba el terreno para varias de sus historias, para las más exquisitas versiones sobre asesinatos y crímenes. Por el momento era un pasatiempo, lo mismo que los apuntes que tomaba sobre las descripciones sobre sucesos crueles y violentos que leía en el periódico. Para cuando la guerra acabó, tenía seis cuadernos con todo tipo de apuntes, especificaciones e incluso, algunas descripciones físicas de personajes. “Sólo eran amigos imaginarios” explica en su autobiografía. Pero es evidente que ya por entonces, Christie comenzaba a pensar en al menos, algunas de las escenas que le harían famosa.

El cuchillo, la pluma, la liberación.

Archie regresó como un piloto reconocido y también como un hombre distinto. Uno que Agatha resintió desde el primer día en que le recibió de nuevo en la casa familiar. “No era el mismo joven que sonreía, tampoco el hombre que me enviaba cartas. No sé quien era”, escribiría la escritora. La pareja comenzó a vivir en Londres y el matrimonio, en suspenso durante los largos años del conflicto bélico, siguió su tránsito hacia la simplicidad de lo cotidiano. Agatha se embarazó y se convirtió en madre. Rosalind se hizo el centro de todos sus deseos, de todo su asombro, de todo lo que aspiraba. O al menos eso fue lo que insistió una y otra vez.

Para la escritora, era de especial importancia la imagen frágil del matrimonio ideal, de la misma forma que en la infancia, la de la familia feliz que no tenía. Pero en realidad, Agatha estaba muy lejos de sentirse satisfecha, amada o incluso apreciada. Archie pasaba buena parte del tiempo en la ciudad o en el club de Golf. Trabajaba en una oficina y la trataba con respecto, pero en realidad, se convirtió en una sombra del padre de Agatha, un espectro del pasado que volvía para mostrarse en toda su extraña dureza. “No había gentilezas. No había palabras amables. No había amor”.

Entonces, Agatha comenzó a escribir. Primero un par de páginas al día, luego casi veinte. Después, centenares que después corregía mientras Rosalind reclamaba atención en la casa vacía. La misma escritora admite que se recuerda escribiendo sin parar, sin detenerse para nada más que para asegurarse la niña estaba bien. Escribía tanto, que llegó a dislocarse un dedo y después, hacerse daño en la espalda, pero no dejó de escribir. Mientras tanto, Archie se volvía un hombre insoportable, helado, inquietante y duro. “Odio cuando la gente está enferma o infeliz; me estropea todo” le gritó en una oportunidad, cuando Rosalind enfermó y Agatha le pidió ayuda. La escritora supo que todo había terminado. “Fue como una liberación” diría en sus memorias. “Que ocurriera finalmente, lo que había temido”. Pero ocurrió algo más. Agatha se atrevió a mostrar sus libros a un editor.

En realidad, Agatha ya se había atrevido a mostrar sus cuentos y primeros esbozos de algo semejante a una novela siendo una adolescente, durante un viaje al Cairo en compañía de su madre. No obstante, recibió críticas diversas y algunas “directamente crueles”, por lo que se guardó el secreto de la escritura durante todo el tiempo que puedo. Incluso, aunque ya había escrito un cuento de alrededor 6000 palabras llamado The House of Beauty, — que intentaba describir “la locura y los sueños” — en realidad, Agatha sentía que escribía por pura necesidad de catarsis. De hecho, ocultó sus intentos adolescentes a su esposo y a cualquiera de sus amigos, aunque conservó los relatos lo mejor que pudo y siempre que pudo.

Finalmente en 1920 y seguramente, asombrada por las obras de Arthur Conan Doyle de las que era aficionada, escribió la que ella misma — y la crítica — considera su primera novela. El misterioso caso de Styles, ya incluía al detective Hércules Poirot con su contexto más conocido. Agatha le describía como un ex oficial de la policía belga, refugiado en Gran Bretaña y ya mencionaba sus “magníficos bigotes”. La novela era una ingeniosa caja de sorpresas, con una construcción precisa y una extraña vitalidad que cautivo de inmediato a los lectores.

Sin embargo, Agatha estuvo a punto de no publicar su primer gran intento editorial. Seis casas distintas rechazaron el manuscrito y aunque Agatha insiste que jamás “se desalentó”, llegó a escribir en la correspondencia privada que compartía con uno de sus hermanos, que estaba “agotada, triste e incluso ofendida”. Por último, en el séptimo intentó, el sello The Bodley Head analizó el manuscrito y decidió publicarlo con una condición: que Christie modificara el gran final. La reescritura le tomó otro seis meses pero al final, el libro estuvo listo para llega a las librerías.

La novela despertó la curiosidad de Londres y se vendieron 2000 copias en dos semanas, todo un buen síntoma para una escritora desconocida. Además, recibió buenas críticas. Según The Times Literary Supplement “el único defecto que tiene esta historia es que es casi demasiado ingeniosa. Se dice que es el primer libro de la autora y una historia de detectives en la que el lector no sería capaz de descubrir al criminal. Es incluso mejor que eso”. Por extraño que parezca, la única publicidad que recibió la novela fue los comentarios entre varios grupos de lectura de Dama de alta alcurnia, las mismas que Christie describía con cierta crueldad en sus historias. Poco a poco, el libro se convirtió en motivo de diversión y se llegaron a hacer apuestas para “descubrir al culpable”. Al año, Christie ya era conocida y apreciada por buena parte del mundo lector londinense, aunque despreciada por la crítica literaria. “Me preocupaba pero no tanto como temí” dijo en su autobiografía.

La segunda novela llegó en 1922. El misterioso señor Brown, publicada también por The Bodley Head y que presentó dos nuevos detectives, Tommy y Tuppence Beresford. En esta ocasión, se trató de un éxito inmediato, por lo que la segunda aventura de Hercules Poirot Asesinato en el campo de golf, llegó al año siguiente. De hecho, fue durante la promoción del libro en la Exhibición del Imperio Británico — un viaje que abarcó Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Hawai — cuando se tomó la fotografía de Agatha junto a la tabla de Surf. ¿Llegó a arrojarse al mar? “Me guardo mis secretos” contó en su autobiografía.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine