Frida Kahlo: el último animal mitológico.
El rostro y el cuerpo como un paraje privado. O más allá de eso, un recorrido incómodo por todos los lugares del mundo. La frase, la escribió la autorretratista Francesca Woodman en uno de sus diarios romanos, quizás para resumir la abstracción de trabajar sobre la imagen como única frontera. Algo de esa percepción del yo como un todo — el universo entero — está en la obra de Frida Kahlo, que aunque jamás conoció a Woodman y ni tampoco, habría quizás admirado su trabajo, la unían docenas de cosas distintas. Para comenzar, la obsesión espectral por la identidad. La concepción del yo escindido. La búsqueda de lo individual a través de un furioso ejercicio de nostalgia.
De Frida Kahlo hay poco que decir que no sea público, notorio y muy banalizado. Fue una artista que dedicó su atención al cuerpo como objeto, que padeció sufrimiento y lo expió a través del arte, la esposa trofeo de un coloso simbólico, la mujer que le llevó casi tres décadas alcanzar el reconocimiento, todo después de su muerte. Lo que si está claro, es que Kahlo se enfrentó en vida y luego de fallecer, a la percepción de su rareza: no sólo era pintora, sino que se pintaba. Lo hacía en retablos pequeños — como una reacción a los descomunales murales de Diego Rivera, su esposo — , con un pulso meticuloso, enfermizo, sincero y que después llamarían surreal. Pero la pintora nunca puso nombre a lo que hacía. No eran autorretratos o ella no los consideraba así: eran retablos de un mundo interior formidable, destrozado por una vida de sufrimiento físico, sublimado por una serie de retratos que abarcaban un infinito dolor y también, una rabia profunda por vivir y prosperar. Frida no es una artista fácil de comprender, aunque lo parezca, aunque su obra haya sido trivializada en cientos de formas distintas, aunque sea icono de causas que no defendió, no aceptó ni militó. Frida en realidad ya era extraordinaria incluso antes de saberlo, pero el peso de su visibilidad es excesivo para la fragilidad de su memoria. De modo, que sólo queda la porción que sobrevivió a la debacle de la reinvención, del olvido colectivo y la transformación acelerada en una metáfora de pura angustia existencial y un rato tipo de belleza.
Por supuesto, es la artista más conocida de México. Lo es gracias a una serie de casualidades que poco o nada tienen que ver con la calidad de su trabajo. Gracias a Madonna, que decidió comprar y mostrar su existencia a la cultura de masas, gracias al feminismo pop, que medita a través de ella sobre lo femenino, el cuerpo empoderado, la belleza salvaje y fuera de canon. A la ley inexorable de las masas, que la encumbró en la extraña visibilidad de un icono. Pero más allá de eso, Frida Kahlo era una artista cultivada, con un trabajo artístico pulcro, preciso y poderoso. También una mujer que padecía un tipo de horror físico y emocional, difícil de comprender y al final, una víctima de docenas de situaciones incontrolables a su alrededor. Entre la ficción de todo lo que aparentemente se sabe sobre Frida Kahlo y la realidad — mucho menos emotiva, académica y llamativa — la figura de la pintura es una metáfora de la capacidad de nuestra época para sostener a sus propios dioses, para después dejarlos caer.
La primera culpable de una confusión semejante, es la propia Frida. No sólo se recreó en sus pinturas — una rarísima colección de obras que narran sus obras en formas elaboradas y desconcertantes — sino también, su vida privada, que escribió y reescribió hasta que la narración y una cierta mentira sutil, son inseparables. “Ella fue muy precisa en crearnos una imagen”, contó al periódico El País de España, Martha Zamora, cuyo libro “Frida: el pincel de la angustia” es un cuidado recorrido por la vida de la pintora como algo más que un mito pop quebradizo “Era una mujer muy inclinada hacia la estética y muy consciente de su personalidad y de cómo quería que la vieras” explicó, lo cual por supuesto, es una forma de entender la obra de Frida. Pura vanidad, reconstruida a la medida de una artista ambiciosa, de una mujer que sabía debía batallar contra el mito monumental del hombre que le acompaña. Diego Rivera era un dios formidable, un tótem político, México encarnado en un hombre gigantesco y respetado. A su lado, Frida era una figura sin muchas oportunidades de hacerse escuchar. Pero de alguna forma, lo logró. Incluso, en medio de la tormentosa relación con el pintor, la calidad de sus cuadros comenzó a ser parte de algo mucho más grande y elaborado. Un paisaje sobre su mente e identidad que aun en la actualidad, sorprende por su elocuencia y frescura.
“Frida era una narcisista de primera (…) Parte es el mito y parte es la realidad, algo que es muy difícil para los investigadores que estudiamos su vida porque hay que separar lo que ella te dice, lo que ella cuenta y lo que es la realidad. La columna por ejemplo, nunca se le rompió, pese al cuadro de La columna rota. Ella padecía escoliosis. Tampoco tuvo poliomielitis, aunque lo dijera en varias ocasiones”, explica Zamora, lo que explica de un modo u otro el motivo por el cual, Frida a formar parte de la cultura pop como una criatura creada a partes distintas de historias disímiles. Nadie parece saber qué hacer, con Frida Kahlo, que pinto autorretratos diminutos, que se obsesionó consigo misma, que fue autoindulgente, pendenciera e incómoda. Con Frida la comunista, bisexual, con el bozo labial muy visible. Pero el cuerpo de su obra — que es ella misma — es mucho más de todas sus singularidades, de su pelea con la historia — personal y la de México — , de su llegada a un Olimpo frágil en el que ahora parece haber perdido toda su personalidad. Hay algo extraño, en la forma como Frida Kahlo, rompió todos los espacios y lecciones, la experiencia conjunta de la pintura como acto reflexivo y también personalísimo. La artista era una memoria insular y perentoria, sobre la identidad y la reformulación del Narciso interior, algo que para la época en que nació, era impensable en una mujer que pintaba, mucho menos una latina. De modo que Frida tomó la decisión — quizás inconsciente, pero poderosa — de escribir su propia historia. De formar, crear y sostener su vida artística sobre algo más poderoso que su mirada dura desde el lienzo. Un concepto violento y nuevo sobre la mujer. Un androgino mágico que incluso en la actualidad resulta moderno.
En la soledad del caballete.
“Comencé a pintarme a mi misma porque era lo único que veía a diario” dijo una vez Frida. O al menos, eso insisten varios biógrafos. Pero la frase cambia, muta, se hace deliberadamente distinta, como si la pintora la hubiera pronunciado varias veces o en realidad, sólo fuera una concepción sobre su obra, basada esencialmente en autorretratos, naturalezas muertas e inclusos, chispazos de corrosivo humor. Cual sea la respuesta, es evidente que Frida tomó el riesgo de pintar un terreno nuevo, en medio de revoluciones artísticas que apuntaban a lo monumental y lo paradójico. Al contraste, Frida se observó así misma con tanta atención que convirtió su imagen en su monstruo favorito. Pequeña, de rasgos duros, cabello abundante, labios duros, su belleza estaba fuera de cualquier canon de la época que nació y aun lo está. Fue gracias a esa noción sobre su apariencia — su conciencia del poder estético basado en una combinación de rasgos estéticos definidos — lo que le permitió crear una aproximación al cuerpo femenino y la imagen de la mujer por completo nueva. Su cuerpo destrozado por un violento accidente de tránsito, dejó de ser un conjunto de dolores para crear una solitaria introspección cerca del narcisismo pero carente de verdadera vanidad estética. Porque Frida se pintaba con esmero para reflexionar sobre su vida, para modelar a través del lienzo y el óleo, una cualidad por completo nueva sobre una mujer asexuada y a la vez erótica. Una combinación improbable pero que para ella, resultó una forma de comprender los límites de la imagen y cómo recorrerlos.
Frida Kahlo se concebía desde el ego, pero también, desde la tragedia. Ninguna de sus pinturas la muestran atractiva, deseable o como objeto de la lujuria, sino rota, abierta a interpretación. Tampoco precisamente hermosa. Hay algo de hierático, de icono casi religioso, en sus proporciones incomprensibles. La cabeza perfilada, sin proporciones reales ni sombra. El rostro reconocible, pero disparejo, completado a marchas forzadas, construido en una rara forma geométrica dificil de entender. En cada uno de sus cuadro, los escenarios oníricos parecen transformar su rostro, brazos y piernas, en extrañas criaturas que se mezclan en la oscuridad. En su trabajo, abundan elementos que perturban por carecer de sentido inmediato, pero que unidas en una dirección filosófica casi espontánea — soy yo, existo, me miro, desaparezco — muestran una visión propia y perturbadora sobre la realidad. Fruta fresca y abierta, como símbolo de su deseo de vivir, la cara envuelta en lo que parece ser el hábito de una de las famosas monjas muertas de la cultura Mexicana, tan tenebrosas en su belleza extraña como para causar repulsión y fascinación. Frida escindida y rota en medio de una imagen que se extiende en cada pintura ya no sólo como un autorretrato, sino también, como una reflexión sobre el dolor y la angustia, basada en la memoria perdida.
Frida además, estaba obsesionada con los espacios rotos, destrozados, abandonados, que equipara con su cuerpo y a los cuales se funde. No sólo los las traza en un paisaje onírico en su obra, sino que los integra a su propia visión artística, como si se trataran de un reflejo insistente de su imagen interior. Las paredes agrietadas y rotas, los techos abombados por la humedad — o eso sugieren los trazos realistas, detallados — crean un paisaje de pesadilla que elabora una idea muy precisa sobre la percepción de su mente. Una y otra vez, la pintora construyó profundas alegorías a la angustia, usando su rostro para transformarse no sólo en una imagen repetida en cientos de formas, sino también, en interminables expresiones de una misma obsesión por la imagen deformada.
Tal vez por ese motivo, Frida Kahlo es una criatura mitológica inventada a partir de sus propias fotografías. Fugaz, poderosa, efímera, sus pinturas captan no sólo esa percepción sobre la fragilidad del propio reflejo — el reencuentro del yo, la reconstrucción de la identidad — sino también el trayecto elemental hacia la creación utópica de una constante existencial. Con una capacidad alegórica sorprendente, creó una nueva manera de construir lenguajes visuales basados en el análisis insistente del ego. Un reflejo de la pintura ya no sólo como un acto creativo formal y académico — que lo es — sino también, una reflexión sobre los símbolos personales y la apropiación de las metáforas universales en un lenguaje consistente. Frida, tan consciente de la capacidad del arte para la expresión como para construir ideas profundas, analizó la fotografía como una herencia intelectual, además de una visión conceptual concluyente.
El trabajo de Frida no sólo impacta en la actualidad sino también, a sus contemporáneos. Vivió fuera del tiempo, a través de pequeñas escenas en la que su cuerpo — destrozado, escindido y sufriente — es el motivo único, el mundo entero. Para la pintora, el ideal parecía encontrarse a mitad de camino entre la angustia visceral y algo más diminuto y sutil. Una idea consecuente que abarcaba no sólo la desnudez y la metáfora, sino la reconstrucción del yo en imágenes portentosas. Por eso, las pinturas de Frida parecen hacerse más potentes y vívidas a medida que se acerca a la muerte, que el dolor físico se hace insoportable, que su vida se desmorona a su alrededor.
Y no obstante, muy pronto Frida pareció trascender el mero plano de lo físico para encontrar algo más abstracto y tangencial en sus ideas. Pareció descubrir las inimaginables habitaciones vacías en su mente y en una decisión de enorme importancia en el hecho intimo de su obra, trató de mostrarlo, en un lenguaje tan profundamente arraigado en si misma que en ocasiones la imagen parece confundirse con su propio espíritu, fragmentos de ese encuentro frontal de la artista con su propia memoria. La imagen que muestra lo misterioso mutó entonces de la naturaleza reintepretada a su propio espacio inquietante: Muros y ventanas rotas, paredes resquebrajadas, enormes habitaciones silenciosas que parecen extenderse de lo real hacia un plano mucho más inquietante, hacia las siluetas que la figura de Frida se desdobla, se rompe, es sufrimiento puro. Porque hay algo siniestro en la búsqueda sistemática de la melancolía y la tristeza como elemento esencial en casi toda su propuesta. Una notoria necesidad de hablar en símbolos erráticos de una idea que se repite y a la vez no existe. El autorretrato como entelequia propia pero también como expresión reflejo.
El dolor, el miedo, la oscuridad.
Frida estaba obsesionada con la muerte y no lo disimulaba. A los quince años, una barra de metal le atravesó el cuerpo desde la vagina al esternón, en medio de un accidente automovilístico, en el que debió morir, pero no lo hizo. Frida sobrevivió pero había perdido la ingenuidad de creer en la inmortalidad, usual en todos los jóvenes. También el refugio del cuerpo e incluso, las conclusiones sobre su sexualidad. Luego dos años de tortuosa recuperación, la pintora logró levantarse de la cama. Pero ya no era ni joven, ni virgen — en eso hizo hincapié más de una vez, obsesionada de adulta con un tortuoso sentido de lo erótico — pero en concreto, también era una mujer renacida, que sabía podía morir y que por tanto, deseaba vivir a través de sus obras. Para cuando se recuperó, ya sabía que deseaba pintar — pintarse — y también, que la necesidad era algo que formaría parte de su vida antes o después.
Pero también estaba la muerte, como hecho real. La pintura de Unos cuantos piquetitos (1935), en la que Frida muestra la escena de un asesinato con brutal crudeza — manchas de sangre, el cuerpo retorcido de la víctima tendido, el agresor a un lado — le llevó meses de trabajo, que después confesó había disfrutado. Lo mismo podría decirse de todo el conocimiento médico que traslada a sus pinturas y que convierte en instrumentos de tortura. Corsets que la sostienen con rudeza, tan erguida que la incomodidad trasciende el plano del lienzo y el dolor se transmuta en un diálogo extraño y doloroso entre el espectador y lo que mira. “Hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados”, escribió Frida en una carta, “yo soy de las estrelladísimas”.
Frida llevó la obsesión a un extremo doloroso. Luego de perder varios embarazos, volver y salir del hospital e incontables ocasiones, su obra se llenó de heridas, fetos de aspecto calcificado, camas que flotan en mares oscuros y retorcidos aparatos ortopédicos. Al final, la maternidad para Frida también se volvió una interpelación, un dolor, una penumbra inexpugnable. Incluso, llegó al atrevimiento de combinar el autorretrato con su furia física contra y por su cuerpo: el cuadro Mi nacimiento (1932), muestra una cabeza de cejas tupidas — que no es otra que la propia Frida — naciendo a través de una vagina abierta y rodeada de un charco de sangre. En 1939, un critico norteamericano despreció toda su obra, horrorizado por “la imagen grotesca”, algo que se repitió más de una vez en su vida. “La obra parece más obstétrica que estética” escribió enfurecido y sin duda asqueado. Frida le envió por correo el boceto del retrato, aun más explícito que la obra terminada.
Frida fue una pintura poderosa, incluso en una época en que lo tenía prohibido. Pequeña, invisible junto a Diego Rivera — que alababa su obra con amor y condescendencia — la pintora llegó a niveles de crueldad y belleza en cada uno de sus cuadros que aun sorprenden. Una especie de violencia estética sobre la violencia silenciosa, que envuelve, supone y admite algo más profundo y tenebroso. Quizás, su principal legado para el futuro.