François Truffaut, el dolor y la belleza.
Se dice que todo director de cine, es también parte de su obra. Una idea que puede parecer un tanto abstracta — en ocasiones, absurda — pero que parece resumir esa necesidad de todo autor de expresar a través de su obra, toda una serie de ideas, expresiones y percepciones de la realidad. Por supuesto que, en el cine, la labor parece masificarse, elaborarse con una serie de variaciones de forma y fondo necesarias, pero aún así, la necesidad es la misma: contar al mundo o mejor dicho, la manera como el director — ese artífice de pequeños circunstancias visuales — lo comprende. Quizás una de las razones por las que el cine, como vehículo creador, sea también, un reflejo eminente — y necesario — del origen de las ideas que lo construyen. Y más allá, un lenguaje construido a partir de elementos personales y profundamente anecdóticos.
Francois Truffaut siempre pareció muy consciente de ese cualidad del cine como expresión del yo. Tal vez por ese motivo, sus mejores películas no sólo le tengan como director, sino como director e incluso guionista. Y es que para Truffaut, obsesivo hasta el delirio con la estética que narra y construye ideas, el cine debió representar esa necesidad — siempre insatisfecha — de todo creador, de elaborar ideas complejas a través de metáforas y una profunda simbologia. Porque el Truffaut director, pareció comprender mucho mejor la idea del poder histriónico a través del Truffaut actor y fue esa dupla, esa expresión formal de quienes somos y lo que somos — y como nos expresamos — lo que brindó una impronta significativa y trascendente a su obra. Una doble reflexión sobre la naturaleza del arte por el arte y por supuesto, de la imagen como vehículo narrativo.
No obstante, no fueron tantas las ocasiones en que Truffaut construyó esa fina línea de comprensión entre quien crea y quien otorga rostro y piel a la creación. Además de los cameos y otras pàrticipaciones limitadas dentro de sus films, Truffaut no se prodigó demasiado en esa búsqueda de mimetizar tanto la dirección como la actuación en único híbrido desconcertante. Aún así, las ocasiones en que lo hizo, brilló: desde la delicadeza y buen hacer en “El pequeño salvaje” (L’enfant sauvage, 1969), esa estructurado análisis cultural de “La noche americana” (La nuit américaine, 1973) hasta la inquietante paradoja de “La habitación verde” (La chambre verte, 1978), Truffaut convirtió sus participaciones en sus propios largometrajes en alegatos silenciosos, en una elegante declaración de intenciones que siempre resultó con la firmeza de un golpe de efecto. Sin duda, algo esencial debió impulsar a un hombre de naturaleza tan tímida como reservada como Truffaut a reconstruirse así mismo frente a la cámara y la evidencia de su obra cinematográfica — siempre hermosa, siempre impactante — no deja lugar a dudas al respecto.
En “El pequeño salvaje”, Truffaut brindó al espectador una visión conmovedora sobre su fe en el poder del conocimiento y la educación. Con una lenta y cuidada puesta en escena, mostró su absoluta certeza en la necesidad de comprender la individualidad como una forma de expresión y más allá, como una idea que se eleva por encima de esa universalidad anónima que la cultura suele imponer sin mayor trámite. En “La Noche Americana” creó lo que se llamó su propio credo cinematográfico. ¿Y como podría ser de otra forma? Precisa y directa, pero sobre todo, un ejercicio de estilo donde el director brindó forma y sentido a su manera de construir el lenguaje visual, sentó las bases de lo que sería después su impronta más reconocible. No obstante sería en “La Habitación Verde” — desprovista de sus habituales homenajes cinéfilos y sobre todo, una obra depurada de su vena más experimental — donde Truffaut — como director, actor y guionista — supo elaborar algo totalmente nuevo sobre las bases de su cine más personal, ese que necesariamente desborda el método del estilo y crea algo más duro, profundo. Hiératico, tímido, distante, pero aún así perfectamente comprensible y sobre todo, abierto a esa inevitable interpretación del espectador, Truffaut se presenta no sólo como el personaje a partir del cual se construye la historia, sino que además, la sostiene con una precariedad que podría llegar a resultar una amenaza a la coherencia del conjunto, en manos menos expertas. Pero por supuesto, Truffaut no sólo remota la cuesta sino que muestra un discurso tan sustancioso que hace innecesario mayores aclaraciones: Esta no es una película sencilla pero que tampoco una que paladea la complejidad sin mayor atributo. El director, con una visión de si mismo tan precisa como la de su arte, crea un mensaje que abarca un todo sistemático, que se presenta sin mayor disimulo. Y es que Truffaut, es además de creador, también es parte de su visión e interpretación de ese mundo irreal pero completamente comprensible, que plasta en el fotograma.
Y es que Truffaut no es ajeno al delicado equilibrio entre lo que se mira, se cuenta y se percibe en una obra cinematográfica. Por ese motivo, no sólo construye una ficción tan realista que produce incomodidad, sino que además, la dota de esas ligeras grietas — mezquinas, volubles, inevitables — del espíritu humano. Por ese motivo, su personaje no solo parece reconstruirse así mismo cada vez, sino expresar, a esa manera contenida de los que paladean la pasión en silencio, tantas emociones como contradicciones. Desde el dolor de la perdida, hasta la angustia de la muerte, Truffaut encuentra un discurso firme para demostrar las infinitas variaciones de belleza en el alma humana. Lo hace además, sin recurrir al discurso simple del sermón moral o lo que podría ser mucho más decepcionante aún, de la manipulación. Truffaut, en cambio, hilvana con todo cuidado una historia que refleja no sólo el sentimiento que se reconoce, sino la otra visión, esa interpretación durísima de la individualidad que se prodiga más allá de quienes somos y de como nos miramos. El misterio del otro. Un paralelismo que Truffaut parece llevar a todos los niveles y que insiste en recrear incluso en lineas sutiles de comparación: su personaje — un redactor de necrológicas en un pequeño periódico de provincias — parece reflejar su labor como director: esa gradual visión del oficio de la muerte que muestra la manipulación de lo inevitable para consolar a los vivos. El cine convertido en una liturgia, en un ritual conmemorativo, en una memoria colectiva que intenta detener el lento avance de la muerte — la perdida, la angustia — y crear a partir de ella algo hermoso, sustancial. Quizás eterno.