Fragmentos de ninguna parte
Un anecdotario desordenado
Enero
Día 1
Los fuegos artificiales — infaltables, a pesar de la crisis — dejaron un rastro de olor a pólvora en la calle. Tan penetrante, que mientras tomo el primer café del año, no puedo evitar estornudar, los ojos enrojecidos y la garganta reseca. La celebración de fin de año fue ruidosa, una especie de gran sacudida de sonido y color en la ciudad. Imagino que es una vieja forma de tener esperanza. La de recordar que estamos vivos con gritos, palmadas y risas. El año que acaba de terminar fue duro, una ausencia gigantesca. El nuevo, al menos es una promesa.
Día 5
Llueve. En Caracas solo lo hace de dos formas. Una sacudida radiante y plata o un temporal bíblico. En este caso fue lo segundo. Los árboles se sacudían como si fueran a echar a andar. Un débil hilo de luz del sol iluminó la calle durante toda la tarde. Una especie de sobreviviente espectral a la oscuridad de la tormenta. Cuando finalmente dejó de llover, la penumbra húmeda convirtió a la ciudad en una colección de sombras.
Día 6
En el libro que leo, un personaje insiste que el mundo se abrirá el dos “para devorar a los incautos, que ya lo hace a diario. Habrá que protegerlos”. Un pensamiento curioso, que alguien se preocupe por la salud y el bienestar de los que no cuidan sus pasos, los que no son precavidos. El mundo suele ser cruel con la torpeza.O al menos, lo es Venezuela, en la que cualquier descuido puede costar dolor, preocupación y agobio. Los inocentes, los que tropezamos con las paredes, los que tememos a las pequeñas cosas, tenemos un mapa de tragedias diminutos en este país descarnado.
Día 9
Me quedé dormida en algún punto de la tarde, algo que casi nunca ocurre. Tan profundo que al despertar, me sobresaltó el momento de silencio en mi mente. Me senté en la cama, me tomé la temperatura y el oxígeno. Nada de qué preocuparse. Pero el cansancio es total, añejo. Algo está roto en mi cuerpo y no sé como curarlo. El Covid me dejó secuelas de todo tipo, pero en especial, la de no reconocer mi cuerpo. Sus ciclos recién descubiertos, la debilidad que moldea cada cosa que hago. ¿No decía Mann que la enfermedad esculpe tu vida con mano tenebrosa? Es una idea triste, pero hermosa. ¿Me habrá ocurrido como el querido y frágil Hans Castorp? “Ahora, la enfermedad es mi país”.
Dia 10
Fui al cine por primera vez en meses. La sensación de liberación fue total. A pesar de los rostros embozados en máscaras, las butacas separadas y el miedo, que vibra en la punta de los dedos. Me asustó subir un par de peldaños de una escalera y quedarme sin aire. El corazón latía tan rápido que la piel del rostro se me enrojeció y calentó. De nuevo, no tengo idea de qué ocurre con mi cuerpo. Me aterroriza ese espacio sin nombre, con lugares retorcidos y sus propias sombras.
Día 22
La parchita tiene un sabor único. O mejor dicho, tiene una cualidad brillante, como beber luz. Lo mismo pienso a veces de la naranja, aunque con la parchita, hay un regusto casi mágico. Una vitalidad que deslumbra, tan aguda que deja una impresión sensorial inocente.
Día 25
Una de mis vecinas murió debido al Covid. Tenía casi sesenta y pasaba buena parte del tiempo, en el jardín de las áreas comunes del edificio en que vivo. Le gustaba ocuparse de las plantas y el único árbol de mango que todavía sobrevive. Le gustaba reír. Una vez me dijo que pensaba “recoger sus pasos” en ese jardín luego de morir. Me pregunto si lo hará.
Febrero
Día 3
Mi psiquiatra es una mujer sonriente, bromista y amable. Me escucha con calidez, pero en ocasiones, también puede ser dura. Se lo agradezco. Hoy me escuchó estallar en furia contra el país. Ese gran espacio sin nombre que contiene mis temores, los años perdidos, el futuro incierto. “Eres un lugar, un mundo, un planeta. Venezuela te afecta, claro. Pero lo que te pertenece es más fuerte” dijo. No supe qué responder.
Dia 7
Primer apagón del año. Uno cree que puede acostumbrarse — al menos, tolerar — la fragilidad del país. Pero en realidad, es una mentira que repites para no derrumbarte. Me quedé sentada por horas, en ese silencio desagradable que sigue a la falta de electricidad. Intenté leer, dibujar, escribir. Pero sólo logré llorar. También es una forma de arte.
Día 10
Está mañana mientras desayunaba, una de mis muelas se partió en dos. El dolor fue un fogonazo y grité antes de entender qué había sucedido. Escupí el trozo de pan que masticaba y me provocó náuseas la imagen de la pieza rota. Un trozo de mi cuerpo, calcificado y extraño. Dolor. Dolor. Dolor. Pienso en Pocaterra y me pregunto si el cuento se quedó corto.
Día 12
En el consultorio del odontólogo, un hombre mayor me mira de frente. No llevo maquillaje, me recogí el cabello en un rodete y me envolví en un suéter de lana. Tengo la cara hinchada, la barbilla sensible. Pero al parecer, este desconocido quiere mirar mis pequeños desastres. Le sostengo el gesto y al final, suspira. No sé que conversación hubo entre ambos, pero fue dolorosa.
Día 17
Me gusta ir al Mercado de Quinta Crespo, aunque mi tía lo considera un “exabrupto al buen gusto”. Lo es, para su refinado olfato: un terreno que cubre casi tres esquinas repleto de puestos de venta de verduras, carnes y pescado. Desordenado, con el piso pegajoso por todo lo que se pisa, derrama y se acumula luego de jornadas de trabajo. Pero a mí me agrada. Me hace sentir profundamente aliviada los sonidos, olores y sabores. La vida es caótica o así me la imagino con frecuencia. Las plantas brotan de la tierra, de las rocas que se abren en dos, de las ventanas que se rompen por la humedad. De los árboles que rompen el concreto con sus enormes raíces. La vida es caótica. La vida para serlo, tiene que destruir y crear. Quizás, al mismo tiempo.
Día 19
Caminé seis cuadras enteras y me quedé sin respiración. Tengo miedo. ¿Y si jamás mejoro del todo? Perdí doce kilos, cabello a puñados. No tolero un buen número de alimentos. El Covid es un enemigo tenaz, que no deja de hacer daño incluso meses después de haberlo vencido. Intento no pensar en las secuelas, en todos los síntomas que quizás, conservaré de por vida. De modo que, camino. Camino sin cesar, sin pensar, sin temer. O eso espero, al menos.
Día 20
Talan los árboles en mi calle. Mis vecinos se unieron en una especie de manifestación espontánea y uno de ellos, se abrazó a un tronco. Lo escuché gritar, mientras un empleado municipal lo miraba asombrado. Una imagen cinematográfica, pienso, mientras me quedo de pie, aturdida. Una de esas imágenes que los guionistas incluyen y denominan “color local”.
Día 27
Caracas tiene sus heridas, este día es una. Hay recuerdos como espectros en una ciudad que todavía se mira en sus dolores.
Marzo
Día 3
Mi papá era un hombre singular, desagradable pero con un inmenso carisma. Mi mamá lo describe así. Hoy recordamos su vida, porque su muerte llegó como una llamada telefónica muy breve. Bebimos un sorbo de Limoncello, el licor que mis tías envían de Italia cada año. No a su salud, sino a su memoria. Un tránsito pequeño pero definitivo. Papá, ya vive en mis recuerdos. ¿Vivir? ¿qué clase de vida es esa?
Día 8
Escribí por seis horas sin notar el paso del tiempo. Y ahora tengo un agradable dolor de muñecas, espalda y cuello. Ahora que apunto a mano estas líneas, noto los dedos entumecidos. El hormigueo de las palabras. ¿Es muy romántico pensar en algo así? Cursi sin duda lo es. Escribir es un hecho biológico, un vínculo con ese deseo primitivo de expresión. El cuerpo lo sabe. O eso me parece.
Día 10
En casa cocinan paella y gazpacho. A veces, me gusta pensar que mi familia es un punto de equilibrio entre varias culturas. La tatarabuela belga que llegó en barco y contó hasta el último día de su vida lo asombrada que le dejó el puerto de La Guaira. Las tías italianas, que se niegan a hablar en español. Mis primos, nacidos uno en París y otro en México. Pero yo soy caraqueña. No tengo mucho de ninguno de los lados europeos de la familia. Quizás, el corazón errante.
Día 17
Fui al cementerio del Este para conversar con abuela. Es curioso, que ahora su recuerdo sea una fotografía y la placa de metal con su fecha de nacimiento y la frase “Creo en las tormentas”, grabada. La escogí en medio del caos familiar que provocó su muerte. Un verso de un poema de Yeats. Mi tío me llamó pretenciosa. Mi abuela me habría entendido.
Día 18
Wanda Maximoff, un personaje de la editorial Marvel, expresa su dolor con un potencial para la destrucción monstruoso. Perdió a su familia, por un tiempo, su propia mente. Y en medio de todo, su formidable capacidad para la devastación aumentó hasta reescribir la realidad. Escribo acerca de ella y pienso en que en realidad, todos nos ocurre de la misma forma. Las heridas emocionales nos convierten en criaturas trágicas. ¿O en villanos? Me quedo en blanco por el pensamiento.
Día 19
En el libro “La Vida Invisible de Addie LaRue” de V. E. Schwab, el personaje debe enfrentarse a la eternidad. Pero peor aún, al olvido. De hecho, el gran truco en la ¿bendición? de su vida eterna es que nadie la recuerde. ¿Eres, si nadie sabe que estás ahí? Somos una ristra de recuerdos. Hay algo de Thoreau en ese razonamiento. La ambivalencia de la tierra hostil y esos grandes pensamientos elevados. Pienso en Addie, triste, abandonada, sin nombre ni edad. Un lugar inclemente.
Día 25
Mi primo J. me llevó a comer a un restaurante pequeño de La Candelaria. Todos son españoles — la mayoría de Sevilla — y pasé buena parte del almuerzo, maravillada por el acento y la alegría del grupo de comensales. Me recordó los domingos en casa, antes que Venezuela nos pasara a todos.
Abril
Día 9
En mi club de lectura leemos “Estación once” de Emily St John Mandel. La pandemia está ahí, en la historia dulce y amarga de un apocalipsis elegante. ¿Qué habría ocurrido de ser así? me pregunto. Todavía llevo la mascarilla, evito los lugares muy concurridos si puedo hacerlo, me lavo las manos un montón de veces al día. ¿Qué habría ocurrido si el virus hubiese sido mortal? para muchos lo fue, pienso con un sobresalto. Un apocalipsis diminuto, privado, puertas adentro.
Día 12
Tuve una entrevista de trabajo y al final, no sé si causé mala o buena impresión. Al editor le gustaron mis textos, pero cuando conversamos por Zoom, me miró con desconfianza. ¿Por qué quiere escribir de ficción literaria? me preguntó. Porque la amo, respondí. Supongo que pensó en mis artículos sobre películas y series de moda. Al final, me dijo que “la juventud” no tiene compón. No sé qué quiso decir. No me gustó la idea de no entenderlo.
Día 23
Cuido al perro de mi vecino por un fin de semana. Un Beagle llamado “Panita”. Tiene diez meses, una energía asombrosa y lo bastante desobediente para ponerme nerviosa. Le caen bien mis gatas. Es decir, no las persigue ni intenta hacerles daño, sino que les ladra, animado y feliz. Pero mis pequeñas hijas felinas, le miran con inquietud. Los mantengo separados. Panita las mira desde la puerta, los ojos abiertos. Como si no supiera qué son exactamente. O por qué, no se parecen a él.
Día 28
Subí dos tramos de escalones y no perdí el aliento. Un país nuevo ¿no?