En las tinieblas del Hades

Un recorrido por diez años de terror (parte I)

Aglaia Berlutti
7 min readOct 24, 2022

Durante los últimos diez años, el cine de terror se hizo más complejo, duro y extravagante: de los tradicionales — y olvidables — slashers de la década de los ochenta y noventa, los primeros diez años del milenio evolucionaron hacia una búsqueda exhaustiva de la raíz del mal. Desde los horrores inconfesables de vampiros, zombis y monstruos inclasificables, la percepción sobre lo que nos aterroriza — o mejor dicho, lo que infunde el terror, como idea abstracta — se hizo más completa. Para principios de la década del’10, la percepción sobre lo siniestro evolucionó con lentitud hacia una concepción de lo humano monstruoso, de una mirada inquietante y la mayoría de las veces retorcidas de lo que puede provocar el miedo o lo que se esconde bajo la concepción de lo terrorífico.

¿Qué nos asusta? ¿Qué puede asustar a una generación — más de una — criada y educada frente a las pantallas del ordenador y el teléfono móvil, con acceso a todo tipo de información? ¿Qué puede provocar el miedo en una cultura cínica, convencida de su cualidad infalible y sobre todo, que conecta sus temores y esperanzas a ideas muy poco trascendentales? Tal vez, por ese motivo, los grandes monstruos de la década reflejan como espejos lo que aterroriza: como el Pennywise de Andrés Muschietti, que ataca, mata y devora con el cepo de los miedos inconfesables. O la criatura inexplicable e invisible de It Follows (2015) de David Robert Mitchell, que cambia de forma para ocultarse en lo corriente y convertirlo en lo temible. O incluso, esa insulsa versión sobre el miedo como un hilo que une y vincula que Truth or Dare (2018) de Jeff Wadlow elabora como un recorrido por lo que nos sujeta a lo terrorífico. Lo extraño, lo temible, ahora se esconde bajo el rostro de lo reconocible. No hay que tratar de encontrar al monstruo debajo de la cama o escondido entre los armarios. Es el rostro que nos sonríe en el espejo.

El director Jordan Peele lo comprendió con enorme claridad en su barroca, inquietante e incómoda Us (2019), en la que el mito del doble de cuerpo se transforma en algo más tenebroso y siniestro. Concebida como una mirada absurda al miedo en estado puro, la película termina por tocar de manera muy directa el tema de la identidad, el individuo desdoblado y la percepción sobre la existencia de lo que somos — quienes somos — a través de un recorrido por los miedos primarios, de mano de la violencia. Incluso la voz macabra, torturada y dolorida del personaje de Lupita Nyong’o como su propio doble, interpreta esa visión sobre lo que se esconde en la oscuridad, tan parecido y a la vez, tan diferente al mundo que concebimos como cotidiano. “Tenemos un cuerpo, piel, alma” murmura mientras la cámara capta un único ojo de mirada angustiada “y somos uno”.

El cine de terror de la última década se ha ocupado justo de esa dicotomía hasta llevarlo hacia algo más extravagante y duro de comprender. Porque al final, como descubre el personaje de Willem Dafoe en The Lighthouse (Robert Eggers — 2019), el miedo es un espejismo de la belleza rota en mil pedazos, convertida en algo más tenebroso y dúctil. Una y vez, el cine de género — convertido para la ocasión en una combinación de crítica social con algo más completo, como acaba de suceder con Black Christmas de Sophia Takal — puede ser un vehículo para comprender el mundo y la cultura con una claridad meridiana. Un reverso oscuro, doloroso y violento de la naturaleza que se oculta en la ternura de lo innombrable e invisible.

El monstruo al acecho, el nacimiento del horror.

En el 2017, Andrés Muschietti logró llevar a la pantalla grande a la novela fundacional de Stephen King It y lo hizo, bajo la premisa de crear una adaptación fidedigna. Pero hizo algo más que eso: otorgó ritmo y consistencia a la cualidad del monstruo moderno. Su Pennywise — a diferencia del interpretado por Tim Curry a principios de los noventa — es mucho más una presencia inevitable, un avatar del horror que un monstruo independiente a la idea de la maldad como parte del hombre. De hecho, el Derry imaginado por King (y que Muschietti lleva a la pantalla como una combinación artificial de colores chillones y de aspecto prefabricado), es tan maligna, peligrosa y tenebrosa como el pueblo que le habita. Un lugar lleno de matones sin redención, capaces de clavar cuchillos en el vientre de niños indefensos y golpear a hombres para arrojarlos en el río, al alcance de la criatura que medra en sus entrañas. Tanto en la novela como en el libro, el pueblo es una expresión formal del mal en estado puro, de cuya magma peligroso y convertida pura amenaza, bebe un parásito inexplicable con rostro de payaso.

Algo parecido sugiere la película The Tall Man del canadiense Pascal Laugier, que analiza la percepción sobre la maldad desde lo ambiguo. Un fantasma codicioso secuestra al hijo de una mujer, pero en realidad, el argumento no se prodiga demasiado en explicaciones y podría ser tanto un espectro inexplicable como ella misma, la que intenta hacer daño al niño que huye despavorido. Laugier juega con los mismos elementos que Muschietti y elabora un mapa de ruta a través de lo terrorífico que, necesariamente, debe asumirse desde la percepción de lo absurdo y lo maligno. ¿Qué se oculta en la oscuridad del peligro inminente? ¿Qué ocurre cuando el miedo se transforma en un hilo conductor de algo más misterioso, enajenado y doloroso? Mientras Muschietti dota a Pennywise de una personalidad propia — el monstruo aprende, devora, se hace cada vez más pertinaz — Laugier analiza las connotaciones de lo terrorífico desde lo inexplicable o mejor dicho, la incertidumbre de lo temible. ¿Es real lo que vemos? ¿Es comprensible lo que asumimos como parte de la trama de la película?

As Above, So Below (2014) de John Erick Dowdle, juega con una maraña de símbolos históricos y mitológicos para analizar el miedo — y en última instancia, lo temible — desde lo primitivo. Dowdle utiliza un truco sencillo de argumento — el usual recorrido de un objeto maligno — para reflexionar sobre la forma en que lo terrorífico no es más que una manera de profundizar con algo más extraño, originario y salvaje. La serie de horrores que el guion muestra para especular sobre el mal en estado puro, reconstruye no solamente el miedo como una mirada a la naturaleza humana, sino las metáforas que elabora para confrontar el absurdo y lo inexplicable.

No es una película sencilla de digerir: por momentos el argumento lucha contra lo inaudito a medida que la concepción sobre la oscuridad interior se hace más dura, elocuente y voraz. No hay nada sencillo en la convicción de la historia que el mal interior es interminable y carece de cualquier matiz, que habita en regiones inexploradas de la mente humana. De nuevo, el monstruo yace al fondo del rostro de alguien más, como un fragmento de una historia más vieja y retorcida.

La extrañísima ​​Overlord (2018) de Julius Avery, también asume la singular versión del horror como una faceta del hombre en busca de algo más duro y elocuente, relacionado de manera directa con los símbolos que puede comprender y que construyen, los singulares estadios del bien o el mal moral. La película se toma el atrevimiento de combinar y remezclar todo tipo de subgéneros — hay zombis, también espíritus y extrañísimas ideas sobre la percepción de la realidad — pero en realidad, la idea central es una sola: lo maligno que se sostiene sobre lo que yace bajo la oscuridad del pensamiento colectivo. ¿Es el hombre malvado por naturaleza? La película se plantea la incógnita desde cierta inocencia quebradiza y cuando al final responde sus preguntas y percepciones sobre la raíz de lo sobrenatural que se relaciona, a su vez, con un tipo de maldad primigenia.

La austríaca Hagazussa (2017) del director Lukas Feigelfeld va más allá y aunque también se cuestiona el origen de lo maligno, lo hace desde los límites de lo claustrofóbico, lo misterioso y lo obsceno, con una puesta en escena pausada, de una enorme belleza y también, con la extraña estética de un grabado religioso. En medio de semejante despliegue visual, Feigelfeld se permite la salvedad de cuestionar la condición humana como ser bondadoso esencial y profundiza en razones más profundas, para concebir el miedo como línea divisoria entre la realidad y la fantasía. Algo que el film turco Baskin, medita como una extraña mezcla de dolores y una abrumada búsqueda de la razón del miedo. ¿Qué es lo que tememos? ¿Cómo nacen los monstruos en los que creemos o a los que conferimos importancia? Con su decidido aire que la emparenta con la obra de Clive Barker, Lucio Fulci e incluso referencias directas al universo cósmico de H.P. Lovecraft, Evrenol medita con cuidado sobre la cuestión del mal interior y lo extrapola hacía algo mucho más monumental. Con su ritmo lento y su dureza argumental, Baskin reflexiona en líneas divergentes sobre la posibilidad del miedo de una forma más dura y elocuente. ¿Somos el monstruo que habita bajo el armario?

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine