En la Oscuridad habita el horror:

Una mirada al espejo oscuro.

Aglaia Berlutti
21 min readNov 13, 2019

El año 2019 no ha sido especialmente productivo en taquilla, a pesar que algunos de los títulos más esperados como Avengers Endgame de los hermanos Russo y Joker de Todd Phillip, rompieron varios récords en boletería. No obstante, la recaudación general sigue siendo muy por debajo a otros años, con una excepción: el género del terror se ha revitalizado a una nueva dimensión que convirtió a las propuestas de varios directores del género en pequeños fenómenos de crítica y público, a pesar de no rebasar líneas especialmente significativas en su rendimiento como producto. En otras palabras, los estrenos del cine de terror fueron exitosos no sólo por resultar rentables— incluso It Chapter Two de Andrés Muschietti con su abultado presupuesto de 70 $ millones de dólares — sino además, por reformular los elementos habituales cinematográficos sobre lo terrorífico. De modo que el último año se la década se despide con todo tipo de propuestas que transformaron no sólo la forma como comprendemos el miedo en el cine, sino sus implicaciones como lenguaje.

Claro está, se trata de una apuesta de riesgo que combina varios factores a la vez: Ari Aster decidió crear una obra de terror al más puro estilo de un tipo de vanguardia visual extravagante, lo que convirtió a Midsommar en una mezcla de horror folk y algo mucho más complicado de analizar, con su combinación de referencias sobre paganismo, miedo y un tipo de panteísmo relacionado con el fervor primitivo. Por otro lado, Robert Eggers volvió a la fórmula de un paraje aterrador aislado con elementos sobrenaturales muy sutiles, lo que hizo de The Lighthouse, un recorrido por la percepción sobre la angustia existencial del desarraigo, la mitología nórdica y viejas leyendas marítimas. Por último, Jordan Peele elaboró para Us una mitología sobre dobles y condiciones sobre el bien y el mal escindido, que brindó un extrañísimo trasfondo intelectual a la película, a la vez que sostuvo una inquietante narración sobre la naturaleza humana que emparenta al film con la anterior obra del director, la exitosa Get Out. Para bien o para mal, el cine de terror actual tiene un altísimo contenido de reflexiones sobre la mente humana y la incertidumbre, que le lleva a recorrer caminos poco usuales dentro de la interpretación del miedo y de lo que podría producirlo.

El miedo en mitad del silencio.

A estas alturas, nadie duda que la película The Witch del director Robert Eggers es quizás una de las mejores películas de terror de la última década. No sólo se trata de una vuelta de tuerca al género sino además, una renovación del lenguaje fílmico sobre el miedo. No obstante, quizás el mayor logro de la película es abandonar los clichés fílmicos habituales sobre la bruja, la magia y la brujería para crear algo por completo distinto y poderoso. Fiel exponente del terror Folclórico, The Witch evita los terrenos habituales del cine de género y bebe en tradiciones judeo cristianas para sostenerse, creando una atmósfera creíble donde la naturaleza — esa agreste, tenebrosa y espesa visión del bosque atávico — se impone sobre la naturaleza.

No hay nada sencillo en una propuesta que se cimienta sobre visiones clásicas sobre el bien y el mal, el horror y la beatitud y sobre todo, esa visión clásica de la bruja como una figura ambigua y la mayoría de las veces aterradora. Con un pulso firme y un manejo de escena que sorprende por su sutileza y poder de evocación, Robert Eggers crea una propuesta que se nutre de todo tipo de símbolos y metáforas hasta construir una reflexión sobre lo que nos asusta — y por qué nos asusta — que sorprende por su solidez. El miedo se transforma entonces en un rasgo, una interpretación de la realidad. Una elaborada percepción sobre lo que nos rodea y su implicación sobre el dolor y la pérdida.

Pero la obra de Eggers no es la primera en meditar sobre la Bruja como elemento simbólico cultural y convertir la tradición que la rodea no sólo en una propuesta filosófica sino en un planteamiento más complejo y extravagante. Durante buena parte de la historia del cine la bruja, la magia y la brujería han sido motivos y elementos recurrentes para comprender no sólo el origen del bien y del mal — en una aproximación humana, elemental y dura — sino también como una expresión elemental sobre esa noción sobre lo desconocido que obsesiona al hombre y al creador. De manera que resulta interesante realizar un recorrido no sólo por la forma como el arquetipo de la bruja ha sido analizado a través del tiempo en la cinematografía mundial sino su repercusión inmediata sobre la figura de la mujer, la forma como comprendemos el bien y el mal y más allá de eso, ese concepto tan abstracto y en ocasiones ambiguo que con tanta inocencia llamamos misterio.

Para The Lighthouse, Eggers utiliza la misma fórmula que La Bruja y aísla a dos personajes en medio de una lucha violencia contra la naturaleza y los elementos. Además, agrega la presencia de fuerzas invisibles, que pueden o no ser reales y que a medida que los personajes pierden la razón — o son más conscientes de la posibilidad en la locura — se hacen más poderosas. Ambientada en 1890, recrea la condición del hombre contra el hombre, en medio de una percepción de lo inanimado como el enemigo a vencer.
Pero la película es mucho más que eso y Eggers demuestra que aprendió bien la lección de Melville al concebir a la naturaleza como un monstruo implacable y violento. La película elabora un cuidado discurso basado en el aislamiento que usa el islote rocoso en que habitan los personajes, como una forma de dejar claro desde las primeras escenas que lo temible habita más allá de lo visible. Es imposible ocultar cualquier cosa en medio de las grietas embarradas y los pequeños promontorios de piedra erosionados por el mar. Pero es quizás esa condición de transparencia absoluta y temible — lo aterrador no se oculta — lo que crea un clima de abrumador terror en la película.

¿Qué une a ambas películas? Sin duda, Eggers reformula el planteamiento del terror como una elocuente visión sobre la tensión del miedo como parte de la incertidumbre al borde de la cordura. Mientras que en The Witch, la percepción sobre lo sobrenatural se sostiene a través de una concepción inquietante sobre la posibilidad de su existencia, en The Lighthouse lo terrorífico convive con la noción de lo invisible. Los personajes luchan contra su propia mente, la concepción espiritual del miedo y algo mucho más perverso, que al final termina por convertir a ambos en enemigos, en un inevitable enfrentamiento casi primitivo. Si en The Witch, lo inexplicable termina por manifestarse como un eslabón de una dolorosa y violenta cadena de eventos, en The Lighthouse lo temible se transforma en el rostro de algo más elocuente, una percepción inquietante sobre la pérdida de la inocencia y la caída en los Infiernos de la razón. Juntas, tanto una como la otra funcionan como discursos idénticos, potencialmente complementarios y de un enorme valor como lenguaje sobre las implicaciones del miedo como discurso.

Luz y Oscuridad en paraje desconocido.

¿Que nos provoca miedo? ¿Se trata de un elemento tangible o simplemente una visión del bien y del mal llevado a un terreno sobrenatural? En una de las escenas de la película Hereditary del director Ari Aster, la magnífica casa de muñecas construida por el personaje de Toni Collette reluce en la oscuridad, resplandeciente de vida propia. Tal vez la tiene o tal vez no. O sólo se trata de un símbolo. Después de todo, el ojo narrador del argumento aprende junto a la familia el fenómeno que está ocurriendo en medio de un duelo agrio y doloroso que poco a poco se transforma en algo aterrador. De pronto, la diminuta escala de la vida hogareña de la familia, refleja no sólo sus sufrimientos sino también, un terror antiguo y posiblemente inexplicable. Una mirada al futuro inmediato en que la historia tomara un giro definitivo hacia la oscuridad.

El director ha dicho en más de una ocasión que la película no está pensada para ser comprendida de inmediato y mucho menos, para asimilarse como un conjunto sino como una serie de pequeñas estructuras, que juntas, crean un tipo de horror originario difícil de explicar a primera vista. Se trata de una forma de narrar que se sustenta sobre el misterio y una meditada comprensión sobre el misterio como elemento constitutivo del argumento. En una reciente entrevista, el director admitió que el guión y la dirección se combinan para elaborar una percepción sobre el mal tan poco clara que sea imposible de definir a primera vista.“En cierto modo quería hacer una película de conspiración sin exposición”, por lo que las líneas narrativas avanzan con cuidado, sin cruzarse unas a otras y sosteniéndose sobre las diversas explicaciones a fenómenos paranormales, convertidos en pequeñas y dolorosas visiones del tiempo y de los espacios en la que la familia debe lidiar con el horror. “Estamos con estas personas que no saben lo que está sucediendo, y estamos con ellos en su ignorancia”. Para Aster es de enorme importancia que esa ignorancia sustente el enigma y por ese motivo, elabora una serie de pequeños misterios que se entrecruzan entre sí para crear algo más complejo, complicado y duro de comprender a primera vista.

Hereditary crea una versión de la realidad y del terror que tiene una clara relación con los conflictos familiares, espirituales y emocionales que crean una atmósfera malsana y dolorosa desde las primeras escenas. Ari Aster plantea la idea sobre el origen del terror y lo hace con una sutileza asombrosa, con una elaborada percepción sobre lo esencial de lo que puede llegar a aterrorizarnos y sobre todo, concebir una idea sobre la identidad colectiva. ¿Que hace que algo nos resulte terroríficos? ¿Pensamientos y reflexiones que excavan y exploran lo más profundo de nuestro mente? ¿Las pesadillas que nuestra imaginación elabora y sustenta? ¿O se trata de algo más violento, elemental y duro, relacionado con una memoria hereditaria que nos vincula de manera sutil pero implacable a una fuente primigenia que define el horror? Sin duda, se trata de cuestionamientos válidos y Aster los extrapola hacia el confín de una idea casi perpendicular sobre el terror como expresión espiritual. Ese escalofrío inevitable que todos hemos experimentado alguna vez en mitad de la noche y que nos recuerda el desarraigo, la soledad y la tristeza del miedo como legado cultural. Es justo esa raíz compartida, unida en fragmentos a una historia más amplia, lo que hace que la película Hereditary tenga un poder de interpretación sobre el miedo tan poderoso y que sea de hecho, una metáfora no sólo sobre lo que tememos sino acerca de lo que creemos y construimos como una forma de terror elaborada desde la oscuridad de la memoria

La estructura de la película es desde cierto punto de vista convencional y está directamente enfocada a mostrar la pérdida, el desarraigo y la soledad como una forma espectral que habita en medio de una familia disfuncional. La madre de Annie (Toni Collette) ha fallecido de cáncer, luego de una larga y dolorosa agonía, que afectó en mayor o en menor grado a todos los miembros de la familia. La armonía doméstica queda levemente trastocada luego de la muerte de la anciana y es esa ruptura, el comienzo de una serie de pequeñas correlaciones sobre lo sobrenatural que se manifiestan al principio con sutileza pero se esparcen con la rapidez de una infección venenosa. Hay un elemento uniforme en la manera en que el miedo se manifiesta en Hereditary y es que a diferencia de otras películas del género, su argumento no intenta reflejar lo sobrenatural como un hecho aislado o supeditado al contexto. En realidad, se trata interacción entre la versión del miedo como una experiencia íntima que crea y sostiene la experiencia paranormal como una percepción helicoidal sobre lo que puede resultar aterrado. La película apela a la incertidumbre — al miedo convertido en caja de resonancia de la vulnerabilidad y la fragilidad espiritual — para convertir la historia en algo más complejo de lo que parece a primera vista.

Además, la película está muy consciente del uso de la imaginación del espectador para crear un nuevo paradigma sobre lo terrorífico: lo sensorial se manifiesta como un serie de reflejos espejos y construye una versión de la realidad onírica y paralela, donde nada es lo que parece. Por extraño que parezca, el director no parece especialmente interesado en el elemento sobrenatural sino en algo mucho más frágil, que se expresa en juegos de luces y de sonido que sugieren lo paranormal pero jamás lo muestra, lo que convierte a “Hereditary” en un eco de algo más terrorífico que se esconde bajo la dimensión más vulgar de lo cotidiano. En la película se apela directamente a la expresión de lo que no podemos explicar como elemento nuclear del horror y lo hace, con una perfecta colección de trozos de información que se estructuran como una gran percepción del bien y del mal transformados en el anuncio de algo más tenebroso.

Tal vez por todo lo anterior, la estructura de Hereditary parece no sólo sostener a Midsommar sino además, brindar un contexto a su extraña versión del bien y del mal. Con sus amplios parajes iluminados por el sol, lugareños vestidos de impoluto blanco y una naturaleza de colores casi chillones, se podría decir que Midsommar , es el reverso exacto de Hereditary. Pero la película es algo más: aunque el director retoma la noción del horror folk con especial profundidad, Midsommar es también una mirada sobre lo terrorífico por completo novedosa. Hay un aire de plenitud surreal que rara vez se asocia con películas de terror psicológico — y Midsommar lo es, de un modo y otro — pero también, de un progresivo estudio sobre la degradación de lo espiritual y lo en apariencia benévolo, de extraordinaria contundencia. Ari Aster, que en Hereditary reflexiona sobre la oscuridad interior y la condena invisible en las múltiples dimensiones del sufrimiento, crea un paralelo radiante en el que lo que provoca el miedo, es una violenta interpretación de la realidad.

Aster tiene un prodigioso talento para las atmósferas: en Hereditary, la noción del culto tenebroso se sustentó en largas escenas silenciosas, personajes que observan con atención tenebrosa a considerable distancia y también, primeros planos que mostraban el rostro de sus personajes contorsionados por el miedo. Para Midsommar, el escenario cambia: se trata de un cielo muy azul en el que un sol perpetuamente brillante lo ilumina todo. La noción sobre lo infinito — la mirada de lo omnipresente — brinda la sensación que todo en la película, se encuentra bajo la atención de una fuerza antigua imposible de distraer. La luz está en todas partes, como una presencia que no obedece a límites. El resplandor casi chocante que se filtra en todos los espacios en el film, tiene algo de invasión siniestra, como si la abundancia de colores, sonidos y estímulos, fuera el lento avance de un tipo de amenaza imposible de describir en términos sencillos. Y ese esa tensión que palpita en cada escena, lo que hace de Midsommar tan efectiva.

Con pulcras referencias en el terror folclórico inglés cinematográfico y literario, Aster recrea el terror desde lo desconocido y lo primitivo. De nuevo, apena al recurso del dolor, el sufrimiento íntimo y a la entereza de una mujer para construir un discurso poderoso sobre lo sobrenatural. En Midsommar, lo incierto es una colección de miradas sugerentes a lo enigmático: Aster usa el recurso de lo obvio para abrir espacios hacia reflexiones más profundas sobre el miedo. Lo logra a través de una serie de capas de significado que cuentan una historia cada vez más elaborada. Con sus dos horas y un poco más de duración, Midsommar es una reflexión sobre lo terrorífico que basa su elocuencia en lo visible pero también, en lo que metaforiza esa evidencia muy clara de algo monstruoso con formas reconocibles.

Midsommar tiene un vínculo directo con el clásico de horror folk The Wicker Man (1973) de Robin Hardy, con la comparte ritmo y aproximación al miedo ritual y a la concepción del culto como fenómeno monstruoso. Pero a diferencia de la película de Hardy — en la que los terrores se basan en la progresiva toma de conciencia del personaje principal de la amenaza del misterio — , en Midsommar lo tenebroso proviene de los personajes y sus dilemas existenciales, que alimentan lo desconocido incluso antes de saberlo. Dani (Florence Pugh) toma el testigo de la Annie de Toni Colette y desde la misma mezcla de dolor y duelo, construye un puente hacia lo desconocido que comienza incluso antes que los créditos iniciales de la película. Es la tragedia y no el miedo, lo que condiciona lo que vendrá después y de la misma manera que los cielos amplios y muy brillantes bajo los que habita el misterio, lo evidente sirve de diálogo entre las crisis existenciales de los personajes y lo monstruoso a lo que posteriormente se vincula. En Midsommar, el sufrimiento toma el lugar de un fetiche poderoso, inherente a la colección de horrores que esperan a los personajes, a la vez que medita sobre los espacios de notoria y retorcida perversidad que pueden pasar desapercibidos en mitad de una tragedia mayor.

Se trata de una apuesta arriesgada: Ari Aster jugó en Hereditary con el simbolismo diabólico, en el que sostuvo una cuidadosa mirada al absurdo. Desde las numerosas decapitaciones inexplicables que ocurrieron a lo largo del metraje hasta la noción que el miedo se encontraba estrechamente vinculado por la sangre, el director sostuvo lo temible desde una conjunción de pequeñas piezas desperdigadas a lo largo del guión, que sólo se ordenaban en el tramo final de la película. En Midsommar, el horror siempre está allí y es esa recurrencia, lo que permite a la película crear una atmósfera enrarecida que se mezcla en todo momento, con la raíz misteriosa de los ritos y cultos que sostienen la narración.

La película tiene un aire rural, atávico y atemporal, que le permite crear la incómoda sensación que lo que ocurre — y ocurrirá — , es sólo la repetición de algo mucho más complejo que transcurre a la periferia. Para cuando Dani llega junto a grupo de amigos a una aldea Suiza en apariencia idílica, Aster ha creado una cuidadosa cadena de miradas sobre lo terrorífico que hace al pueblo, el núcleo de algo mayor. En el tranquilo pueblo — aislado del mundo exterior y de cualquier influencia moderna — la vida transcurre de la misma manera que hace un siglo o dos. O quizás más. Aster crea un austero aire de repetición que se enlaza con la identidad de las casas sin elementos contemporáneos, los prados siempre verdes o los lugareños, vestidos de riguroso blanco, que no dejan de sonreír y cuya amabilidad resulta por momentos irritante. En este escenario frágil — la tensión que el argumento crea enlaza directamente con la percepción de lo oculto — los personajes recién llegados resaltan dolorosamente: Dani y su grupo son el ojo y el centro de una percepción sobre lo anómalo que los rodea hasta engullirlos con una silenciosa y temible voracidad.

Aster procura que sus personajes sean una colección de neurosis y dolores mundanos. Mientras la Dani de Pugh intenta superar el luto, su novio sostiene a regañadientes una relación sin otra inversión emocional que el deber y cierta solidaridad tardía. El resto de los personajes — que carecen de la meticulosa definición de la pareja central — acentúan esa percepción de lo corriente en contraposición con el aire místico de la aldea, cuyos habitantes les miran a prudencial distancia. La diferencia es clara y Aster procura que sea notoria, en un juego engañoso de pequeños desaciertos y desencuentros que dejan muy claro casi de inmediato, que los visitantes son recibidos a regañadientes a pesar de los gestos de bienvenida y la sostenida — y artificial — amabilidad de los locales.

Si la efectividad visual de Hereditary se basaba en la forma en cómo el director usó las maquetas, escenas a escala y casas de muñeca para simbolizar el control misterioso que lo sobrenatural tenía sobre los personajes, en Midsommar el recurso se repite pero con tomas cenitales que muestran al pueblo como una gran pieza de orfebrería. Aster contempla al valle y su vegetación muy verde desde una perspectiva distante y fría: alguien — algo — mira las vidas de los lugareños con frialdad o eso parece sugerir la colección de tomas que siguen a los personajes desde arriba. Hay planos secuencias de espejos, reflejos en el agua, cristales que dejan claro que hay una segunda realidad bajo la brillante que la luz delinea de un lado a otro. En Midsommar, Aster encuentra en la luz el mismo elemento disgregador que las sombras en Hereditary. Ambos elementos cumplen el mismo objetivo de separar, sugerir control y elaborar una versión de la realidad alternativa.

Al final, Midsommar llega a una resolución tensa que aun así, provoca un considerable alivio. ¿Se trata de un final feliz? En realidad, Aster deja muy en claro desde las primeras escenas de la película, que el desenlace aterrador será un juego audaz de símbolos que el espectador tendrá que analizar. Hay un aire depravado y temible en los últimos minutos del metraje y ese quizás, es el gran triunfo del director: cuando llegan los créditos finales, es imposible analizar por las buenas la historia que Aster acaba de contar. Un terror malsano que se entrecruza con algo más incómodo que lleva esfuerzos analizar por las buenas. El verdadero secreto de una película llena de enigmas.

Los terrores inconfesables y otros dolores:

Durante la última década, el cine de terror tomó un cariz entre lo filosófico y lo artístico, en una búsqueda de significado que incluye simbolismo diverso, una vuelta tuerca a la mitología y al terror folclórico, pero sobre todo, un cuestionamiento existencialista que ha brindado al género una desconocida profundidad. No sólo se trata hablar del miedo — o qué nos asusta — sino encontrar una dimensión por completo alternativa a la posibilidad de la mente humana como parte de un diálogo entre la oscuridad interior y la que nos rodea. De modo que entre payasos inquietantes, cementerios malditos, extrañas sectas paganas y toda una pléyade de propuestas relacionadas con nuestros más profundos terrores, el miedo como fuente de inspiración cinematográfica alcanzó una nueva visión sobre lo humano que sorprende por su efectividad.

Jordan Peele lo sabe. Get Out, la primera incursión en el cine de Terror de Peele tiene un trama sencilla o mejor dicho, aparenta serlo y quizás, ese es su mayor triunfo. Durante el primer tramo, la película parece rendir homenaje a cierto cine clásico que refleja en sus escenas impecables y la cámara que observa desde cierta distancia prudencial. No obstante, todo se transforma con enorme rapidez a partir del segundo tramo, en la que el escenario se transforma en una visión del horror basado en todo tipo de análisis sobre la naturaleza humana, la oscuridad interior pero sobre todo, la noción persistente de la violencia que se oculta bajo los rituales habituales y tradicionales. Con ciertas reminiscencias a La Lotería de Shirley Jackson (con su visión cínica y durísima sobre el horror de una aparente normalidad) Get Out logra balancear elementos en apariencia disímiles — terror, humor, crítica social — para crear una notoria reflexión sobre lo espeluznante que yace bajo la pátina de lo corriente. Peele no invade los espacios de sus personajes con símbolos comunes sobre el miedo ni tampoco recarga las escenas con mensajes concretos sobre lo terrorífico, sino que elabora un discurso basado en lo fantástico y lo sobrenatural basado en conflictos sociales. Y lo hace, bordeando la crítica y el juicio con un terror negrísimo que evade lugares sencillos. Nada en Get Out es lo que parece y mucho menos, lo que parece avanzar bajo la superficie de los rostros sonrientes y los lugares habituales de una normalidad ensayada que el director asume como un escenario quebradizo. El suspenso es la película apela los meta lenguajes y logra crear vínculos con el espectador para sustentar su propuesta desde cierto cinismo. Lo terrorífico evade lo simple y muestra no sólo el miedo como una forma de sustrato que se desliza debajo de lo cotidiano sino que además, lo redefine desde cierta percepción temible sobre lo que se oculta más allá.

Con Us Peele repite fórmula pero a la vez, añade poder a la tensión interna de una película que basa su efectiva en lo sobrenatural y también, en la forma en que logra que el público confronte su propia identidad con algo más inquietante y duro de digerir. Porque Us es un dilema indisoluble y también, una batalla singular contra la percepción. Y en medio de ambas cosas, existe un vinculo que crea y sostiene una mirada aterradora sobre el individuo. Porque Peele ya no elabora una hipótesis sobre el temor enraizado en nuestros prejuicios más asimilados, sino algo más peligroso. Se pregunta y casi con descarnada dureza, sobre los elementos que nos definen pero también, crea la percepción insular del bien y del mal como una forma de aniquilar al individuo. Al final Us mira a la mente humana como un gran espacio en la oscuridad, en la que nuestra noción acerca del absurdo parece directamente relacionada con una perversa violencia.

Para “Us”, Peele regresa a terreno conocido: Mientras que en Get Out, el director reflexionaba sobre el individuo y utilizaba el recurso de los cuentos clásicos eslavos sobre posesiones y monstruos capaces de dominar el cuerpo ajeno, en Us el símbolo del Doppelgänger o el doble maligno, toma una connotación que abarca toda la historia para convertir el conflicto, en un extraño nudo de emociones, contradicciones y un ensayo muy poderoso sobre el horror como parte de la psiquis individual. Us no toca temas sociales — no directamente o no al menos de la forma evidente en que lo hizo Get Out — sino que reinventa la mirada sobre la conducta y la esencia de la identidad para englobar lo terrorífico. ¿Quienes son los monstruos que habitan en nuestro interior? ¿De qué se alimentan? ¿Cual es el hilo conductor que vincula nuestros terrores con algo más violento, peligroso y devastador? La película de Peele no toma concesiones y del país dividido en un sesgo hipócrita que dibujó en Get Out, crea en Us una exploración existencialista incluso más aterradora. El monstruo está dentro de nosotros y es más cruel de lo que jamás nadie podría haberlo imaginado.

Por supuesto, no es una imagen nueva. El otro yo temible ha sido analizado en innumerables ocasiones tanto en la literatura como en el cine, sólo que para la ocasión Peele encontró la forma de mezclar el concepto del reflejo tenebroso con lo cotidiano. Ese subterfugio que se ha hecho tan habitual en el cine, de ocultar los terrores en los espacios conocidos, sublimado hasta límites perversos. Peele toma la fórmula del Doctor Jekyll y Hyde — el doble psíquico enfrentado en una dualidad casi cruel — y la transforma en una alegoría al mal y al bien construido a partir del núcleo familiar. Una novedad que transforma la película entera en una análisis involuntario de nuestra época. Mientras que Hereditary de Ari Aster meditaba con cuidado sobre las rupturas del dolor y el luto, Peele recorre el hilo contrario y mira lo tenebroso como el reflejo de un espejo convexo en el que cada miembro de una familia de cinco es la arista de una historia de terror por completo distinta. Juntos, crean un espacio alternativo en el que el horror se construye eslabón tras eslabón. Por separados, son facetas de una aproximación caleidoscópica al horror como expresión de la naturaleza humana.

El argumento tiene un sentido circular: el horror tiene un origen y Peele lo presenta como una correlación de pequeños hechos que en un principio, no parecen tener una verdadera conexión entre sí. “Us” comienza con un viaje temporal a 1986, en medio de un parque de diversiones corriente en California. Para la ocasión, Peele utiliza su rico ideario como director que sabe economizar recursos y utiliza la cámara subjetiva como una mirada hacia lo absurdo. Contemplamos el mundo a través de una niña que camina entre las atracciones y desde ese punto de vista diminuto — en donde el mundo parece muy grande y elaborado en pequeños cuadrículas simétricas. La niña va de un lado a otro, descubre pequeños espacios desconocidos del parque pero a la vez, parece desdoblarse. Por momentos, su imagen parece dividida en dos aspectos del yo y también, en la simple figura de una niña frágil y algo más tenebroso que se analiza en pequeñas piezas singulares. Una manzana roja parece dotar a la escena entera de un simbolismo inquietante: enorme y reconocible desde la perspectiva del personaje, parece englobar el misterio y sobre todo, su relación con el conocimiento. La trama avanza y la niña — y la manzana roja — flotan en medio de una serie de sucesos inexplicables que mezclados, parecieran ser el génesis de lo ocurrirá después. ¿Pero lo es?

Al miedo del doble inexplicable, Peele añade el del terror a la invasión del hogar que películas como “Los Extraños” (2008) de Bryan Bertino convirtieron en una especulación sobre el terror puertas adentro de lo doméstico. “Us” crea un extraño híbrido entre el slasher, el miedo como sustento a la escena, pero también una serie de ramificaciones que se yuxtaponen entre sí para elaborar algo más duro de asimilar. Peele sabe que el miedo a la propia mente es incluso más temible que el que provoca un enemigo real, por lo que la película evoluciona en pequeños estratos de información compartimentada que convierten cada escena en un cliffhanger por sí mismo. Peele como guionista tiene una asombrosa habilidad para los juegos de líneas que van de un lado a otro de la historia, en una constante y rápida simetría. Nada es al azar en el tablero de juegos de Peele, extraordinario y bien planteado. Su habilidad para el terror radica no sólo en los juegos referenciales sino también en la positiva construcción de un andamiaje que elabora algo más profundo. Quizás la verdadera raíz del miedo.

El cine de terror y sus pequeños sustratos de realidad:

¿Qué sostiene en la actualidad el género del terror? ¿Que permite que todavía siga siendo una reflexión profundamente asimilada sobre nuestra cultura y nuestra visión sobre la identidad y la incertidumbre hacia lo desconocido? Tal vez sean las mismas razones que sustentaron la propuesta por décadas pero en nuestra época, se enfrenta además a la noción del cinismo de una cultura descreída y cínica a la que le lleva esfuerzos asumir el peso del miedo como parte del paisaje de su mente. Y es entonces cuando el género — como propuesta reflejo y sobre todo discurso — elabora una noción más profunda sobre su meta y objetivo. Se convierte en ese espejo deformado a través del cual podemos analizar la percepción cultural sobre la oscuridad íntima, los monstruos con rostro humano y la penumbra real que se oculta bajo la radiante superficie de nuestra percepción sobre la realidad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine