En la oscuridad: El país de los espejos.

El apagón nacional en Venezuela puertas adentro.

Aglaia Berlutti
7 min readMar 14, 2019

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(Lee aquí la cuarta parte de esta crónica)

Una de mis amigas, insiste que el apagón nos hizo “fuertes”. Lo dice en un tono casi candoroso mientras conversamos en un grupo en el salón de su casa. Han transcurrido seis días desde que comenzó el apagón y Caracas — al menos buena parte de ella — recuperó el servicio público. “¿Tu creías podías aguantar tanto?” dice y sonríe cuando lo hace. “¿Qué no te volverías loca por el miedo? ¿Qué superarías todo esto sin terminar amarrada ?” se ríe ahora. “A mi lo que me demostró todo esto es cuánto podemos soportar”.

El resto del grupo levanta los vasos de cartón con un poco de vino añejo y celebra el improvisado discurso. Yo no lo hago. Me quedo muy quieta, las manos rígidas y trato de pasar desapercibida en medio del jolgorio general. Al final, me levanto y me siento junto al enorme ventanal del apartamento, para mirar a Caracas, iluminada por fin. Una ilusión falsa, claro. El 70% del país continúa sin tener servicio eléctrico, la mitad de la ciudad también, además de las tragedias invisibles en distintos lugares: el saqueo del parque comercial de Maracaibo, la muerte de miles de reses por sed y hambre, la destrucción de las empresas básicas debido al descalabro de motores y mecanismos de mantenimiento. En resumen: el país alcanzó a un nuevo nivel de miseria y tragedia. Aislado, al borde siempre del desastre, convertido en una estructura tan frágil que es bastante probable que esta engañosa tranquilidad sólo sea el preludio de una nueva caída. ¿Exagerado? ¿dramático? ¿Existen tales términos en Venezuela? Me mojo los labios con el vino pasado y después, arrojó el resto entre las plantas mustias de la pequeña terraza de mi amiga. Tengo miedo, claro. Nunca dejo de tenerlo, pero ahora también una profunda sensación de desánimo y tristeza que no sé muy bien como manejar.

— No te veo feliz.

J. es mi amigo de toda la vida. Cuando hablo de toda la vida, es un asunto literal: era mi vecino en la vieja casa de mi abuela en el Cafetal y es parte de mi historia de una manera intrincada que me sorprende por su sutileza. Así que no me sorprende en absoluto, descubra mi estado de ánimo con una facilidad precisa. Suspiro. Arrugo el vaso de cartón, me lo guardo en el bolsillo.

— No lo estoy.
— Ya tenemos electricidad — dice. Enarca la ceja con intención.
— Sí claro. Inestable, parpadeante. Con unos tirones de voltaje que probablemente achicharren los pocos electrodomésticos que aún conservamos — le digo — tenemos electricidad.
— Liberaron a Luis Carlos.

Sé que las frases llevan su carga de intención. El periodista Luis Carlos Díaz está “libre” o al menos, todo lo libre que puede estarse en un país en el que la justicia está secuestrada por una cúpula y violenta, dispuesta a cualquier tropelía para conservarlo. Cuando se cuenta así, con una frase hecha y casi rimbombante, el asunto parece hilarante. Una línea de radionovela, diría mi abuela, tan descreída y cínica. Pero sí, es lo que ocurre. En Venezuela ser libre es simplemente tener algunos privilegios de movimiento, evitar la cárcel, mantenerse en bajo perfil. Ahora Luis Carlos, el hombre “Glocal”, como el mismo se llama, el que enseñó a casi toda mi generación a usar VPN, proteger la identidad de la represión y usar los recursos tecnológicos para informar, debe mantenerse en esa “libertad” que no es tal cosa. Luego de ser secuestrado, humillado e imputado por crímenes sin ningún asidero, debe además, acatar medidas que restringen esta precaria sensación de movimiento continuo que es Venezuela. Una en la que no se le permite hablar sobre lo que ocurrió. Una que debe aceptar que los funcionarios que le detuvieron saquearon sus ahorros y pertenencias. Una “libertad” a media marcha que le convierte en otro rehén. Un tipo de libertad que produce escalofríos antes que alivio.

— Estamos muy jodidos — digo — tanto, que hay un sustrato de la desgracia que nadie toca.
— ¿El sótano del fondo?

Aquí me debería reír. A los venezolanos se nos conoce por nuestro “buen humor”. Bueno, la verdad yo no tengo buen humor ni soy especialmente humorística. Jamás lo he sido. De hecho, soy un poco literal y de manera literal me tomo la frase, que alguien popularizó en Twitter. En Venezuela jamás se llega al fondo: siempre hay una estratificación del miedo, de lo doloroso y peligroso. Una compuerta hasta lugares temibles e inesperados. Ya no se trata sólo de la crisis económica, la hiperinflación, la escasez despiadada de medicamentos. Ahora también, debe temerse a la posible caída del sistema eléctrico, al desastre que conlleva, al saqueo — la sempiterna amenaza — , todo amparado bajo la percepción inaudita que el desplome de los servicios no es una prioridad en la línea de gobierno. En un país condenado a la ideología, lo realmente importante es la culpa — a quién se le adjudica — antes que cualquier otra cosa.

— Mira, el problema muy grave es que perdí la noción de todo lo mal que se puede estar y todo lo que puede utilizar el chavismo la desgracia para aferrarse al poder — respondo — es sólo eso. No existe otra intención que destrozar todo lo que se pueda, no dejar nada en pie.
— Después de mí, el diluvio.
— Tiene su lógica retorcida — repongo — para los chavistas, el mundo comenzó a existir con Chávez. ¿Qué tiene de extraño que crean que acepten por las buenas que el país dejará de existir con el chavismo?

Venezuela te hace sentir que atraviesas una situación de emergencia perpetua, sin pausa ni mucho menos resolución. O al menos, que estás al borde de un desastre implícito que no llega a suceder. La sensación termina convirtiéndose en una expectativa dolorosa: temer al futuro se convierte en una disyuntiva inquietante, en una rara versión de la realidad en la que el país refleja tus personales temores como un extraño espejo convexo. Es una idea extraña, sin duda y a la distancia puede parecer melodramática. Pero en realidad se trata de una secuencia sobre riesgos, temores, ausencias y sueños devastador por una realidad de peso insoportable. En Venezuela, sobrevivir es una necesidad desesperada. Un hecho de valor al que nunca te acostumbras demasiado, a pesar de intentarlo.

— Vamos al foso — dice mi amigo — y lo que hay debajo.
— No hay nada allí, porque simplemente, la caída es infinita.

Otra frase cursi, me digo. Últimamente el cinismo me carcome. Pero mientras miro la ciudad doce piso más abajo, con su aspecto de normalidad distorsionada — la luz puede tener ese efecto, pienso, dotar de belleza a lo que no lo tiene — me pregunto que nos espera después. Que hay más allá de la grieta subterránea y venenosa que se abrió en medio de una situación insostenible. No lo sé, por supuesto. Ya no me sorprende la incertidumbre, claro está.

Hace un rato, di una vuelta a pie por la calle en la que vivo. Un recorrido corto y frugal que me llevó a la plaza que corona la avenida. Los árboles fueron cortados por alguna ordenanza municipal desconocida y en conjunto, el pequeño rectángulo de concreto tiene un aspecto devastado y sucio. Bien, en todos los países del mundo se cortan árboles en favor de lo urbano, me digo envolviéndome en el amplio suéter de franela que llevo puesto. No es una tragedia, ¿por qué tiene que parecer una? Porque lo es, me respondo de pie frente a la estatua ecuestre de un prócer caído en desgracia ante los ojos de la Revolución Chavista. La basura se acumula a los lados y una floración gris, se eleva por el bloque de mármol roto que la sostiene. La plaza, era el lugar al que iba a jugar de niña, el que fotografié cientos de veces al crecer, en busca de registrar mi entorno. ¿Ahora que es? Me aterroriza un poco el aire desolado, la hierba reseca, los troncos cortados en raso plano, con la savia vertida como sangre transparente. ¿Este es el mismo lugar que llegué a querer tanto?

Durante los días más duros del apagón nacional, un grupo de vecinos quemaron hojas secas y basura como modo de protesta. Fue en la noche más oscura de todas, en la que todas las plantas eléctricas habían perdido potencia y la oscuridad era púrpura y verde. La plaza ahora tiene un aspecto arrasado, una pieza de una rompecabezas de una desgracia a fragmentos. Lo miro todo con el corazón latiendo muy rápido, preguntándome como el mundo que conociste puede erosionarse tan pronto, de manera tan definitiva. Un mundo muerto, me digo con las manos abiertas, los dedos rígidos. Una tragedia de la que sólo imaginas, la que creas en tu imaginación en los momentos en que los pensamientos catastróficos te corroen de a poco. ¿Esta es Caracas? ¿El lugar en que crecí? Ah, y te lo preguntas, me digo mientras echo a caminar cuidando los pasos, evitando caer en las grietas del concreto, entre los montones de basura quemada y putrefacta. Te lo preguntas, con semejante inocencia.

Una cuadra y media más allá me detengo frente a una mole de concreto y granito cerrada con rejas y tablas. Hace unos años, fue uno de los centros comerciales que fue el centro neurálgico de la vida comercial de la zona cerró hace poco. Me refiero al Centro comercial entero, una idea que asombra cuando la analizas. Las ciento cincuenta tiendas, incluyendo los pequeños quioscos: todos cerrados y clausurados. Los pasillos solitarios, las vitrinas rotas. Cuando asomo la cabeza por uno de los barrotes de seguridad, veo una rata que corre hacia una esquina oscura. La repugnancia me sube a la garganta, me hace sentir nauseas de puro nerviosismo que me apresuro a contener. Me alejo, tomo una bocanada de aire. No quiero pensar en todas las ocasiones en que estuve allí, en esa normalidad afanosa y simple de ir de tienda en tienda. Comprar en la vieja farmacia, saludar al dependiente de la librería antiquísima, que había pertenecido a tres generaciones de libreros. Todo eso desapareció, todo…es sólo este silencio con olor a basura. Esta tragedia mínima que a nadie le importa.

A veces quisiera llorar por todas las cosas que he perdido, por este país a fragmentos que no puedo unir, que no recuerdo. Pero llorar es muy sencillo, es muy blanco, muy limpio. Este dolor es una magulladura fresca en algún lugar de mi espíritu. Una cicatriz abierta que dudo sane alguna vez.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine