En el bosque salvaje:

El hada siniestra y la búsqueda del deseo (Parte II)

Aglaia Berlutti
15 min readApr 27, 2021

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(Puedes leer la Parte I aquí)

Cuando en 1927, DH Lawrence comenzó a enviar su novela El Amante de Lady Chatterley al inevitable recorrido editorial, recibió una gran cantidad de cartas de rechazo. Tantas, que comenzó a coleccionarlas. Pero hubo una que después recordaría en especial. “Por su propio bien, no publique este libro” insistió un editor italiano, con genuina preocupación por la futura carrera del escritor. “Es probable sea acusado de pornógrafo” añadió. Al escritor el comentario le hizo reír y de hecho, el en apariencia, bien intencionado consejo sólo aumentó la decisión de Lawrence de publicar su historia. “Será un éxito o un escándalo. Cualquiera de las dos cosas, me agradará” escribió a un amigo cercano, divertido por las horrorizadas respuestas de editores y correctores que recibió a lo largo del año. Por último, fue publicada en Florencia, en la que la narración sobre una mujer adúltera que corre a los brazos de un guardabosques mientras su marido lisiado le espera en casa, fascinó aunque no asombró demasiado. “Después de todo, el Decamerón debió decir algunas cuantas cosas antes que yo” bromeó Lawrence. Pero en realidad, estaba aliviado.

A pesar de su aparente despreocupación y frivolidad, el escritor tenía especial aprecio al texto. Había trabajado en la historia por años, pero además, la consideraba la mejor de todas las que había escrito. No sólo se trataba de su directo desafío a la moral de la época, sino al hecho de crear una narración de vanguardia, sino que además, sostenía un diálogo por completo novedoso sobre el tiempo, la sexualidad femenina y masculina, la necesidad del amor y la búsqueda de la satisfacción. El amante de Lady Chatterley era más que una narración que usaba símbolos para profundizar en la idea persistente sobre la concepción de lo espiritual, lo carnal y lo emocional, sino que además, tomaba el riesgo calculado de asimilar la construcción de algo más poderoso. La necesidad del hombre y la mujer contemporánea de encontrar una forma de expresión física y erótica, más allá de cualquier restricción o tabú.

Pero Lawrence no imaginó que su obra sería más que una provocación, sino que también, se convertiría en todo un fenómeno sobre la percepción del sexo y el placer que se haría deslumbrante casi cincuenta años después de su publicación. Tampoco que desde el mismo día en que llegó a las librerías italianas, se debatiría no sólo la forma en que el escritor había mostrado el sexo, el amor y la naturaleza humana, sino que con el correr de las décadas, su libro se convertiría en material de un debate incluso más pertinente: la cualidad de lo carnal como una forma de libertad y subversión. Lawrence, que pasó buena parte de su vida en debate sobre la deshumanización de la industrialización, llegó con su novela a un núcleo sensible de la sociedad de los años veinte.

El sexo era un subterfugio para analizar y profundizar sobre el bien y el mal, las infinitas graduaciones de lo espiritual de una época descreída y al final, en un recorrido hacia una concepción sobre la mujer y el hombre que asombró por su crudeza. Hasta entonces, las mujeres literarias poderosas eran una rareza y a la vez, estaban destinadas al desastre o a la tragedia. La gran mayoría de los autores que habían tocado el tema, se negaban a glorificar la fortaleza con algo más que la abnegación y el sufrimiento. De modo que la Constance Chatterley de Lawrence avanzó en una dirección por completo desconocida y abrió espacios sobre la noción especulativa de la mujer más allá del símbolo.

Cuando en 1960, Penguin Books decidió publicar por primera vez la versión íntegra de la novela en Inglaterra, encontró al fenómeno de Lawrence intacto. Hasta entonces, el libro era una rareza al otro lado del canal de Suez. Una pequeña curiosidad incluída en libros “sediciosos y vulgares”, que solía ser parte de las requisas habituales que sufrían los viajeros al llegar a suelo británico. Para conseguir una copia, había que viajar a París, además de cuidar que al regresar, ningún encargado de aduana confiscara el volumen. Algo que solía ocurrir pero que era más un hecho fortuito que verdadero celo por parte de los funcionarios. Se trataban de preocupaciones distraídas, no demasiado azarosas.

En realidad, muy pocas personas en el Reino Unido habían leído la historia con sus partes más “perturbadoras” y que habían provocado la imprevisible reacción para el momento de su publicación. De modo que para cuando Sir Allen Lane, editor de Penguin Books, tomó la decisión de publicar el libro en edición rústica, nadie podía imaginar las repercusiones inmediatas y nacionales de una estrategia de ventas. Ni tampoco el hito que marcaría el juicio que se llevaría a cabo en contra de la posibilidad de censura. “A veces creo que el libro tiene vida propia, como si alguna magia feérica le hubiera poseído” escribió en una ocasión DH Lawrence a su amigo, el escritor John Middleton Murry. “Todo lo que ocurre a su alrededor es inconcebible”. La carta, enviada cuando apenas comenzaron a llegar las críticas que le acusaban de “pornografo y obsceno”, le sorprendieron lo suficiente como para publicar al año siguiente una colección de versos satíricos titulados Pensamientos y Ortigas. Los ataques continuaron y por último, llegó a escribir un tratado sobre Pornografía y obscenidad. “No entiendo en realidad, lo que más parece ofenderles: si el sexo, el amor o una mujer libre” dijo a Aldous Huxley en 1929.

La vuelta al mundo desde la subversión

Por supuesto, el escándalo no era en absoluto desconocido para David Herbert Richards Lawrence. Desde su juventud y en especial, cuando decidió comenzar a escribir — “un impulso tan erótico que resultaba impredecible — la polémica y el asombro le acompañó hasta convertirse en parte de su vida como escritor y una modesta figura pública. Para Lawrence, el debate y el enfrentamiento público, tenían un valor considerable. Tanto como para analizarlos como parte de algo mucho más amplio que el mero enfrentamiento de ideas. “La incomodidad es la base del arte. No debería haber una pieza de arte que no despierte un pensamiento que contrarreste a otro” escribió en 1916, asombrado por el hecho de las disputas alrededor y debido a obras estéticas. Para el escritor, la polémica era fundamental y no por algún afán de reconocimiento y fama — que lo había — sino por el hecho de analizar lo artístico, desde “el impulso vital”. Lawrence era un vitalista y también, un hombre obsesionado con la posibilidad del arte como vehículo de expresión persistente de lo intrincado de la naturaleza humana.

Sin duda, era un pensamiento maduro y asombroso para un hombre que creció a la sombra de cierta discreción y en especial, poco estímulo intelectual. Nacido el 11 de septiembre de 1885 en el pueblo minero de Eastwood, al norte de Nottingham, provenía de una familia numerosa, con una singular historia familiar — sus padres eran primos — y quienes no sentían el menor interés por ningún renglón artístico. De hecho, Lawrence siempre recordaría sus primeros años en su pueblo natal como “una agonía incierta, larga y laboriosa”. Desde muy pequeño, el futuro escritor tuvo que enfrentar el alcoholismo de su padre Arthur Lawrence, un capataz minero a cargo de una cuadrilla de obreros, que solía protagonizar borracheras multitudinarias en la casa familiar. Lawrence después confesaría que aprendió desde niño “los pequeños terrores del alcohol” y también que la “maldad de los hombres es de tenor bastante vulgar”. De hecho, insistiría que sus recuerdos más antiguos estaban llenos de gritos, palabras soeces y discusiones malsonantes. Lydia, su madre, era una mujer de carácter explosivo que solía tener frecuentes crisis de furia. “No recuerdo un día en que no sintiera miedo, repulsión o sólo desencanto” diría Lawrence años después.

Pero siendo aún muy joven, ya Lawrence tenía la sensibilidad suficiente para asumir el arte como una forma de expiación. De hecho, ya para los diez años leía todo lo que podía y de alguna forma, comprendió la tensión, el rencor y el enfrentamiento entre sus padres desde una óptica casi adulta. “Había dolor y rabia en todos los gritos, comprendí que el amor también puede ser algo semejante” diría después en una carta a uno de sus editores, que se mostró impresionado por la profundidad emocional de su novela Hijos y amantes, en la que de hecho describe su vida familiar. Para Lawrence, construir dramas a base de sus recuerdos, era además, una forma de comprender el dolor que jamás exteriorizó del todo y que de hecho, le llevaría a tener una complicada visión sobre su vida y sus logros. La novela, publicada en 1913, es un recorrido angustioso por la desesperación, la rabia pero también, una conmovedora mirada a la desazón y a las heridas incurables e invisibles. “Escribir retrata lo que hemos sido y te deja desnudo frente a esa imagen” diría en 1914, impresionado por las buenas críticas que recibió la narración.

La figura del extraño sin nombre

Delgadísimo, pelirrojo y deslenguado, Lawrence fue acosado por años en la escuela, pero eso no impidió que destacara como estudiante y que de hecho, logrará lo que parecía impensable para el hijo de una familia pobre de la Inglaterra rural. A los quince, logró no sólo escapar del hogar familiar, sino además, lograr una beca parcial que le permitió estudiar en la Nottingham High School, en las proximidades de la ciudad del mismo nombre. Para Lawrence fue la liberación absoluta. “Escribía a toda hora, lo hacía por placer, por necesidad, por aprender. Tenía la sensación que cada hoja perdida, era un paso de regreso a la mina” escribió sobre la época.

No obstante, el jovencísimo David Lawrence también era impaciente y para la época, su única obsesión era escribir. De hecho, era lo que hacía con más frecuencia, además de leer. Había una especie de necesidad inmediata y compulsiva de narrar, reconocería después, que le dejó claro que su futuro “era al menos de un profesor universitario”. Fue el primer atisbo a una vida distinta a la que hasta entonces había conocido. “Encerrado en mi habitación, mis padres gritándose uno al otro, el olor del alcohol. Todo quedó muy lejos, todo parecía irreal”.

Con todo, la experiencia en el aula de clase no fue del todo satisfactoria y para 1901, abandonó la recién descubierta profesión como maestro para intentar poner su mente en orden. La necesidad de escribir era cada vez más urgente y ya por entonces, comenzó a tomar apuntes “desordenados y sin norte” hacia una obra mayor que en realidad, se convertirían en el génesis de varios de sus libros. Para mantenerse, comenzó a trabajar en una fábrica de aparatos quirúrgicos en Haywood, en la que encontró que el trabajo manual era una forma de evasión “válida aunque nada satisfactoria”. Finalmente, sufrió una fuerte neumonía que le envió a un hospital cercano y después, a la granja Haggs, el hogar de la familia Chambers.

La familia solía recibir a jóvenes en condiciones parecidas a cambio de un pequeña renta. “Un pequeño paraíso con olor a puerco más que soportable” se burlaría años después. Pero a pesar del sarcasmo, lo cierto es que Lawrence encontró en la granja cuidados y también, la primera gran sorpresa de su apresurada vida adolescente: Jessica Chambers, la hija mayor del dueño de la propiedad y con una profunda inclinación a la literatura. “La primera mujer que me demostró la necesidad de la carne y la mente, a la vez”, diría años más tarde. Y aunque nunca llegó a comprobarse que Chambers fuera su amante, si fue evidente que fue la primera persona con quien compartió afinidad intelectual y espiritual. Fueron ella y su padre Edmund los que por iniciativa propia, obsequiaron a Lawrence con libros que jamás podría haber comprado. Los que además, le animaron a escribir y escucharon sus primeros relatos. Jessie, convertida en musa, amiga y “una deslumbrante fuente de asombro” comenzó a formar parte desde entonces de los textos del escritor. Tanto en su novela The White Peacock (1911) y The Trespasser (1912), y después como Miriam, en Hijos y amantes, la presencia de Jessie es evidente, poderosa y enaltecedora. Y por supuesto, el también el germen de la sincera, independiente y culta Constance Chatterley. “Todas las mujeres de las que he escrito, están vivas o lo estuvieron, para brindar su voz a las palabras” confesaría después, en varios de sus ya famosos libros de apuntes.

Recuperado de la neumonía y después de pasar los casi seis meses de convalecencia entre lecturas y escribiendo sin parar, Lawrence volvió a las aulas de clase. Entre el 1902 y por cuatro años más, fue un destacado y querido maestro en la British School de Eastwood. También, dedicó renovada energía al estudio y finalmente, logró que ningún otro miembro de su familia había logrado, al obtener una licenciatura en educación en la Universidad de Nottingham en 1908. “Había el peso de todas las pequeñas historias sin sentido, rotas y vulgares de mi familia, conjuradas en ese único diría” escribiría a Jessie con inusual romanticismo. Por supuesto, se trató de un evento de curiosa importancia en su vida personal. Tanto como para impulsarle a escribir casi a diario y lograr un primer borrador de The White Peacock, titulada por entonces Laetitia. También escribió cuentos y ensayos, sin atreverse a publicar, aterrorizado “por el peso de la realidad, tan cercana”. Eso, a pesar que a finales de 1907 ganó un concurso de relatos breves en el Nottingham Guardian. “Era escritor, aunque yo no lo sabía” diría después.

El baile a la trastienda

El padre de DH Lawrence no sabía leer y su madre había ejercido la docencia en el pueblo natal del escritor. La poca usual combinación, había provocado que el escritor se preguntara en más de una oportunidad cual era parte que prevalecía en él. “Si el deseo de grotesca satisfacción o la búsqueda intelectual”. Más tarde, sería notorio que esa gran pregunta existencial le ofuscaba lo suficiente como para que formara parte de varios de sus textos más conocidos. Una y otra vez, hay una percepción elocuente y directa sobre la dicotomía de la condición humana, pero en especial, de la búsqueda incesante de motivos para continuar con el ejercicio de la escritura.

En 1908, Lawrence recibió una oferta de trabajo de una escuela del distrito londinense de Croydon. Según relata el biógrafo Harry T. Moore en su libro Life and works of D.H. Lawrence publicado en 1963, la decisión de viajar fue dolorosa, en especial porque el jovencísimo escritor no estaba preparado para hacerlo y mucho menos, “ir al exilio por mano propia”. Con todo, Lawrence acabó por aceptar los consejos de la familia Chambers y viajó a la ciudad. Según Moore, se trató de una despedida dolorosa: “Antes de partir hacia Londres, Lawrence fue a despedirse de la familia Chambers, y luego Jessie caminó con su amigo [Lawrence] hasta la puerta exterior. Allí, miró hacia la granja y dijo en francés “la última vez”. Jessie comenzó a sollozar, la tomó en sus brazos y la besó. Permanecieron de pie, en silencio, en el crepúsculo de octubre cada vez más profundo. Jessie sintió que todo era inútil … “

Mucho menos dulce, fue la despedida de su familia. Su madre, le exigió permanecer en Nottingham. La suplicas rápidamente se transformaron en una pelea a gritos, que desató una discusión que destrozó emocionalmente a Lawrence. “Deseaba quedarme, pero esa discusión me empujó al tren como una enorme mano invisible”. Y a pesar del profundo amor que siempre insistiría profesó a su madre, también había mucho de una acritud malsana de la que el escritor necesitaba escapar. Días después, en Londres, escribiría hasta el cansancio en un borrador sin forma, que después del durísimo enfrentamiento con Lydia, tomó formas. La primera novela del escritor estaba a punto de nacer y su vida, como la había conocido, de terminar.

Y ambas cosas sucedieron casi de manera simultánea. Llevaba menos de dos años en Londres y había acabado con las correcciones de El pavo real blanco, cuando su madre murió víctima del cáncer. Corría el año 1910 y Lawrence todavía intentaba comprender qué deseaba sobre su vida, hacia dónde le conducía la aspiración a la trascendencia y el profundo pesar que con frecuencia debía enfrentar. Lawrence no era un hombre melancólico — “más bien me describiría como vitalista” — pero en realidad, había un impulso sincero por tratar de honrar la memoria de su madre. Tanto como para que su recuerdo fuera una parte esencial de su vida y en especial, de la forma en que concebía la escritura.

Pero a pesar de la angustia moral que le sacudía, Lawrence no paró de escribir. En 1911 conoció al editor Edward Garnett, que se convirtió en su amigo, mentor y el primer lector del libro Hijos y amantes. También fue el año en que su amiga Helen Corke, le permitió leer sus diarios, que incluían la descripción detallada de una dolorosa ruptura emocional y moral. Lawrence tomó algunos apuntes de inmediato comenzó a escribir el libro El Intruso, basado parcialmente en las palabras de Coke.

Pero en 1912, lo que sería la definitiva relación de su vida comenzaría de manera intespectiva. Frieda Weekley era la esposa de uno de los conocidos de Lawrence, Ernest Weekley y madre de tres niños pequeños. La atracción entre ambos fue tan inmediata, devastadora y extravagante, que terminó con la pareja huyendo a la casa de los padres de ella en Metz, convertida por entonces en una zona en reclamación con Francia. Fue una pasión inmediata, una que además, tuvo un peso definitivo en la vida de Lawrence, su obra y su manera de entender al mundo. Años después diría que conocer a Frieda, fue como encontrar el hogar. Nunca mencionó el evidente parecido de la mujer con su madre y jamás llegó a reconocerlo, aunque varios de sus conocidos no dejaron de indicarlo. “El amor puede ser toda la oscuridad del mundo” escribió en 1917, irritado e incapaz de comprender el extraño peso de Frieda sobre su vida.

En peregrinación salvaje

El amor de Frieda le cambió para siempre. Eso, a pesar que ya para entonces, había rumores sobre su sexualidad y que de hecho, prefería a los hombres jóvenes que “le recordaran a sí mismo en la juventud. Esto es: ignorantes, extraños y petulantes” se burló. No obstante, Frieda era mucho más que un experimento emocional y carnal. Se convirtió también en su obsesión y una necesidad persistente que le permitió comprenderse “y comprender el afán y la ambición” de una manera por completo nueva. Tanto, como para que una serie de hechos extravagantes se sucedieran unos a otros a partir de entonces. En 1915, publica El arco Iris, una novela las vicisitudes de tres generaciones de una familia, a la que describe con un detalle vívido y de asombrosa ternura. Pero la novela estaba llena de escenas sexuales, diálogos realistas y frases vulgares, por lo que de inmediato fue censurada y provocó que Lawrence y su esposa fueran acusados de “espías” y después sometidos a todo tipo de vigilancia y acoso policial. Al final, la situación se hizo insostenible. Durante los cinco años siguientes, el escritor y su esposa debieron ir de pueblo en pueblo, cada vez más empobrecidos y en el caso de Lawrence, también cada vez más débil.

Por último, Lawrence decidió que Inglaterra “era el lugar menos indicado para escuchar la verdad” y comenzó lo que llamó “su peregrinación salvaje”. Corría el año 1919 y con los pocos ahorros frutos de sus libros y gracias al dinero de la familia de Frieda, logró escapar del Reino Unido y comenzar un periplo que le llevó a través del mundo, desde Australia, Italia, Sri Lanka — entonces conocida como Ceilán — , Estados Unidos hasta México. Lawrence estaba cada vez más cansado, no dejaba de enfermar con gripes y largos cuadros de bronquitis pero jamás dejó de escribir. De la época — y la experiencia de huir sin expectativa alguna — , datan las novelas cortas La muñeca del Capitán, El zorro y La mariquita. También envió relatos cortos a distintas editoriales e incluso, se atrevió con un libro en que describe sus v viajes. El mar y Cerdeña narra su periplo hacia Taormina en enero de 1921 con una asombrosa capacidad para el detalle y un talento innato para captar el color local.

En septiembre de 1922, Los Lawrence decidieron radicarse en norteamérica y crear una comunidad de “escritores y lectores”. En Nuevo México, adquirieron una propiedad y por dos años, tuvieron una relativa paz, aunque Lawrence nunca dejó de sentirse incómodo “a punto de despertar y huir de nuevo”. Aun así, la escritura le consoló y publicó Studies in Classic American Literature, que recopilaba todos sus estudios críticos escritos a partir de 1917. También escribió los relatos de ficción El chico en el arbusto, La serpiente emplumada, St Mawr, La mujer cabalgante, La princesa y un grupo de relatos breves.

En 1925 se contagió de malaria y tuberculosis. Era su tercera visita a México, después de varios periplos a Taos y un fallido viaje a Inglaterra. Pero la enfermedad resultó de tal gravedad, que Frieda insistió en volver a Europa. Luego de un viaje tortuoso, interminable y doloroso — “creí morir, deseaba que ocurriera” — la pareja logró alcanzar las costas de Italia y radicarse en las proximidades de Florencia. En medio de la recuperación y mientras recobraba fuerzas, escribió La Virgen y el Gitano y terminó dos de los tres borradores de El amante de Lady Chatterley, que completó finalmente en 1928. De inmediato, la novela despertó furor entre los selectos círculos que tuvieron acceso a su primera versión y de nuevo, Lawrence fue acusado de “pornógrafo”. Para entonces estaba tan enfermo, que reaccionó con una inusitada hostilidad, llegando a escribir un tratado sobre obscenidad y pornografía. “Me desdigo en el arte de provocar” diría después a Frieda.

El 1 de marzo de 1930, apenas pudo levantarse de la cama y pasó el día contemplando el “cielo verde y color plata” a través de la ventana de Villa Robermond, en Vence, propiedad francesa a la que se había trasladado en medio de cada vez más duro cuadro médico. Esa noche, Frieda recordaría que pasaron las últimas horas del atardecer intercambiando chistes “que una dama no debería repetir” contaría después, conmovida por la extraña despedida que compartió con David Lawrence. Al día siguiente, comenzó a llover desde muy temprano. Una mujer desnuda corría por el campo y el cielo se abrió en una extraña gama de colores. Pero cuando Frieda intentó despertar a Lawrence para que pudiera asombrarse con semejante prodigio, comprobó que probablemente había muerto durante la noche.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine