El infinito silencio del paso del tiempo: La vejez y otros temas incómodos.
Durante las últimas semanas, he dormido muy poco, debido a una serie de pesadillas extravagantes, que ahora mismo no recuerdo del todo. Supongo que la mezcla entre la tensa situación del país, mis terrores privados sobre lo que puede ocurrir a continuación e incluso, el temor a un nuevo apagón, pesa lo suyo. Pero el cansancio físico de una noche en vigilia, me pesa mucho más de lo que nunca lo hizo, años atrás. Vejez, supongo. No te estás haciendo más joven, querida.
Es un pensamiento cursi y cliché pero empiezas a tenerlo con frecuencia después de rebasar — y con holgura — la barrera de los treinta. Lo piensas cuando te cepillas el cabello y encuentras canas color plata y de una rara textura, sujetas a las cerdas del cepillo. Cuando miras fotografías de hace cinco o seis años y reconoces la diferencia. El tono de piel, la expresión del rostro, el cuerpo, un poco menos ¿que? ¿Joven? ¿erguido? No lo sé, pero existe, me digo con un suspiro. Me contemplo al espejo mientras me cepillo los dientes. La misma mujer de cada día. Pero ya no soy la mujer de esas fotografías y cual sea la diferencia, me sobresaltan un poco. Me recuerdan que el tiempo transcurre aunque no lo note, aunque no lo sepa, aunque la mayoría de las veces, no me importe.
Hace unos días que pienso con mucha frecuencia sobre el tema. Soy autorretratista y el asunto del tiempo (y su connotación estética) no me resulta ajeno. Pero además, se trata de la inequívoca sensación que atravieso esa específica etapa de la vida de cualquier adulto joven en la que el paso del tiempo es mucho más notorio y conduce hacia una nueva etapa de lo que consideras cotidiano. También, debo admitir, me obsesiona desde que mi amigo M. me pregunté cuándo comenzaría a pensar en usar algún tratamiento estético para “detener el paso del tiempo” Debo admitir que su pregunta me tomó por sorpresa. Lo escuché, con los ojos muy abiertos y muy cerca estuve de escupir el sorbo de café que acababa de tomar. Pero de alguna manera logré recuperar la compostura y sonreír, intentando no parecer ofendida. No demasiado.
- ¿Botox? — repetí — ¿me estás diciendo que necesito Botox?
- Chica, pero no te lo tomes tan a pecho — respondió — solo te comento que ya no eres una niña y es hora de comenzar a pensar como verse joven para siempre.
Para quién se lo está preguntando, sí, M. es cirujano estético. De hecho, es el médico de la mayoría de las amigas de mi madre y supongo autor de esa expresión un tanto inquietante que todas exhiben con orgullo: algo en medio de la sorpresa y una sonrisa eterna que no favorece a casi ninguna. Pero ya sabemos, en la búsqueda de la belleza todo se vale, y sobre todo en Venezuela, donde la estética es una obsesión nacional. A pesar de la crisis, el crítico dilema social y político que atraviesa el país, la belleza continúa siendo un tema de discusión que se toma con toda seriedad. Este es un país vanidoso, me recuerdo mientras paladeo un sorbo de café con cierta amargura. La belleza no es un atributo, sino más bien una obligación-
Pero sigamos con la anécdota M. intentó explicarme porque a mis treinta y no te importa años, ya tenía que comenzar a preocuparme por cualquier linea de expresión que pudiera recordarme mi edad, mi historia o simplemente, que sí, estoy envejeciendo. Un pensamiento difícil por supuesto, pero no especialmente traumático. Intenté explicárselo de esa manera, hacerle entender que la vejez — o sus primeros síntomas en todo caso — no me produce gran ansiedad, como no sea constatar que estoy viviendo, que el tiempo está construyendo una nueva versión de mi misma y que mi mundo interior, quizás, comienza a hacerse visible en mi piel. Pero M. consideró toda esa explicación “poesía” e insistió en su punto.
- La medicina y la técnica te permiten conservar la belleza todo lo que puedes, ¿Por qué no aceptarlo? ¿Por qué no continuar siendo hermosa a pesar de los años que pueda cumplir? Eso no tiene nada de malo.
- ¿Y si no quiero?
- ¿Por qué no querrías?
- ¿Y si me parece un poco antinatural?
- Eso es una postura pasada de moda. Simplemente es tecnología para mejorar la vida.
- Lo entiendo, y me parece estupendo si alguien quiere aprovecharla, pero ¿Qué ocurre si no quiero?
Silencio incomodo entre ambos. Y es que al parecer, para M. la idea que una mujer no quiera utilizar los enormes recursos de la medicina actual para verse hermosa — o al menos, no ahora mismo — es cuando menos, imposible de comprender. La discusión continuó un buen rato y sobre todo otros temas, pero lo principal que quedó claro es que en Venezuela, la vejez o mejor dicho, envejecer con dignidad, no es una opción.
Nunca he estado muy consciente o pensado con seriedad como afrontaré el tema de la vejez. Tal vez cometo el error de considerar que esta juventud pasajera será mi presente por mucho tiempo o simplemente, que las mujeres con las que crecí, jamás prestaron demasiada atención al tema. Mi abuela era una mujer muy bella, con unas preciosas arrugas que siempre consideró trofeos de experiencia. Nunca dejó a un lado su natural coquetería — se tiñó el cabello de un hermoso color rojo toda su vida y jamás dejó de hacerlo hasta que murió — pero para ella, la vejez no era una vergüenza que ocultar, sino un mensaje que mostrar. Porque para Celia, la vejez era una forma de sonreír una manera de comprender el mundo, una forma de crear una nueva interpretación de si misma. De manera que crecí con la idea que las arrugas y las canas no eran algo terrible, sino tal vez, el inevitable reflejo de como has vivido. O mejor aún, tu mejor espejo para paladear tu historia.
Por otro lado, soy venezolana y eso quiere decir que la belleza me importa. O debería importarme en todo caso. Porque en Venezuela ser bella es ser importante y más aún, es significativo. Es un tipo de poder. Tal vez en todos los países del mundo sea así, no lo dudo, pero culturalmente, para el venezolano la belleza tiene su peso, su lenguaje y se entiende de una manera particular. Claro está, vivir en una cultura donde las niñas de quince años se preocupan por el tamaño de sus senos — y como aumentarlo artificialmente — y las mujeres de veinte ya tienen una guerra declarada contra las líneas de expresión, te da un criterio muy específico sobre el tema. O te dejas llevar — y sufres — o lo aceptas y sufres también. Oponerse es otra de las opciones, claro y es la que yo escogí. Quizás no de manera muy consciente y muy probablemente por simple malcriadez, pero siempre he logrado comprender la belleza como una manera de crear y no como una idea limitante por si misma. Porque la belleza existe en la medida que la perfección y la imperfección crean su propio equilibrio, la belleza es real en la medida que es parte de algo tan enorme y conmovedor como lo natural y más allá de eso, la belleza es una opinión. A veces se nos olvida eso: la belleza solo existe en quién la mira, quien la aprecia y que le otorga el calificativo de bella. Parecerá un cliché, de hecho creo que lo es, pero la belleza es la apreciación más subjetiva de todas, es la manera más sencilla de expresar tu idea del mundo, tu lenguaje interior y un poco más allá, tu manera de construir un concepto sobre el mundo que sea válido en tu manera de concebir lo esencial del ser humano: la individualidad.
Me siento frente al espejo y me acaricio con la yema de los dedos la diminuta y fina de expresión que aparece y desaparece de mi frente cada vez que me rio. Según M., una aplicación de botox la eliminaría para siempre. De nuevo, tendría la piel lisa de los veinte, volvería a hacer la adolescente que nunca pensó que esa linea existiría. Pero de pronto, comienzo a pensar en todas las carcajadas que crearon esa arruga: la risa desordenada y a todo pulmón de los chistes, la risa sonrojada del amor, la risa entre lágrimas de los momentos difíciles. La risa, sí, que me ha hecho ver el mundo de otra manera, la carcajada que me ha sacudido el pecho y el alma de dolor. Que bella arruga, pienso y la acaricio de nuevo. Que bonita linea en el libro de mi vida. Y que hermosa se ve allí, contando una historia que solo yo entiendo, una escena que quizá recordaré para siempre gracias a ella.
Así que no, nada de botox, me digo riendo, otra vez, a todo pulmón, con mi risa nasal y desordenada. No hay nada más hermoso que reconocerte en el espejo, que encontrarte en esa nueva mujer que emergen de tu piel de cada día. Y quiero reconocerla muchos años, quiero mirarla crecer, quiero reir y llorar junto a ella. Esa mujer que soy yo, que es la niña que fui, la adolescente en que me convertí y la anciana que seré. La belleza de la experiencia, la ternura de una vida bien vivida.
Hace un par de días, alguien compartió en mi front page de Facebook un artículo que insistía en que el “olor de los ancianos” se produce en el cuerpo a partir de los treinta años, debido a una serie de cambios hormonales que provocan el aroma. ¿El Olor de los ancianos? repetí en voz alta, supuestamente escandalizada. Oh Agla, no seas hipócrita, sabes cual es. Por supuesto que lo reconozco, pienso con nerviosismo. Y lo odias. Ese olor de tierra seca, piel apergaminada, levemente agrio y amargo que parece ser inevitable a cierta edad. Sentada en la tina de baño, me permito el gesto nervioso de olisquear mis manos, mis axilas, mis brazos. Debo tener un aspecto muy extraño para un hipotético espectador, pienso mientras lo hago. Desnuda y pasando la nariz por la piel con una angustiada atención. No percibo otra cosa que mi perfume y ¿qué? ¿Sudor? muy leve y muy sutil, soy obsesiva con los aromas corporales, de forma que es un breve hálito con regusto comercial. Algo floral. Nada de anciano allí, me digo con el corazón latiendo muy rápido. Todavía no.
Me hundo en la Tina y me quedo sumergida un par de minutos. Me gusta abrir los ojos bajo el agua y contemplar el techo blanco y alto del baño, movedizo y casi a punto de desaparecer en medio del movimiento ondulante del agua. Cuando me incorporo, estoy temblando de pies a cabeza. El agua no estaba tan caliente como creía y ahora, ya ni siquiera podría pasar por tibia. Pero aún así, me quedo sentada en silencio, escuchando el vaivén fluido del agua que pasa por mi piel. O creyendo que lo escucho en todo caso. Esta piel que todavía reconozco, es mía. Pero ¿Hasta cuando podré hacerlo?
Me maquillo con cuidado, me trenzo el cabello que según mis amigas más cercanas, ya es demasiado largo. Roza casi la cintura así que deben tener razón. Pero mi cabello es mi refugio, mi manta de seguridad, de una forma que ninguna de ellas comprende. Una forma de protegerme, de ocultarme cuando el mundo me agrede con demasiada fuerza. Ellas no lo necesitan, pienso cepillando el cabello con mano firme — lo tengo rizado, abundante y muy grueso — , no entienden este refugio de historias que crece pulgada a pulgada a medida que avanza el tiempo.
De nuevo el tiempo, será el tema recurrente hoy, según parece. Me calzo en mis viejos converse, jeans y camiseta. Una adulta que todavía viste como una adolescente. No necesito hacerlo de otra forma. Y no se me tan mal. Pálida, los ojos muy grandes, podría tener cualquier edad, cualquier…tiempo. Suspiro, me cambio la camiseta por una blusa blanca de manga corta. Discreta, delicada, muy femenina. Un poco más adulta. Tiempo. Me digo mirándome de nuevo en el espejo antes de salir a la calle. El tiempo existe cuando percibimos sus pequeños e invisibles estragos, como parte de nuestra existencia.
Crecí en una familia de mujeres arrugadas, que se arrugan y disfrutan sus arrugas. También, crecí rodeada de muchas canosas: Mujeres que llevan el cabello sin teñir, que muestran el cabello blanco como una banda de honor a la edad y a la experiencia. De manera que nunca me obsesioné con los cambios físicos que supone la vejez. Por supuesto, aún soy muy joven como para que el tema me preocupe realmente, pero no representa tampoco una idea que me inquiete: En mi mente, la vejez es un proceso que se lleva con cierta elegancia y buen humor. Tampoco, me produce tanta inquietud como a otras tantas mujeres de mi generación y las que me llevan unos cuantos años por delante. ¿Y quién les puede culpar? Vivimos en una sociedad donde nadie envejece — o al menos, esa es la idea en la que se insiste — y que muestra una eterna juventud ideal que creo no llega a comprenderse muy bien pero que se acepta como necesaria. Hablo de la eterna adolescencia que se vende y se promociona en todas partes: la piel tersa y fresca, el cuerpo flexible y fuerte. Somos una sociedad consumista y el primer bien que compramos es la imagen deseada: esa que se muestra como imprescindible y quizás como parte de una idea cultural inevitable.
Pero como decía, yo crecí sin tenerle miedo a las arrugas y eso hace una diferencia. Una muy pequeña, debo admitir, porque a pesar de mi educación, soy hija de una cultura que venera un tipo de belleza que muy pocos poseen. Y es un prejuicio que crea una forma muy definida de mirarse y analizarse así mismo, de interpretar tu cuerpo, tu imagen y tu edad a través de toda una serie de mensajes sociales y estéticos que pocas veces puedes manejar de manera correcta.
Mi profesor de lógica, descreído y cínico, insistía que la sociedad es perpetuamente joven y necia. Recuerdo en una ocasión en que sostuvo un debate dialéctico con una alumna que insistía que el estereotipo de belleza puede definir una sociedad y que por supuesto, la cirugía estética es otra manera de construir un concepto sobre el tema.
- La cirugía estética sólo es una herramienta, como lo es el tatuaje y el abalorio personal en algunas tribus primitivas. No tiene nada de reprobable: Todos deseamos ser hermosos, y los símbolos de belleza son inevitables — explicó la alumna. El profesor A. la escuchó con una media sonrisa socarrona en los labios.
- Por supuesto que no tiene nada de reprobable: la libertad personal es una idea que apoyo — dijo por último — pero la definición del ser humano a través de la belleza, solo indica que hay estratos de esa definición. Que hay algunos pocos afortunados que son hermosos y admirados, y otros tantos que no lo son.
- La estratificación cultural es inevitable — adujo la muchacha. Me sobresaltó su comentario, pero aún más, que pensé en todas las veces que me había producido verdadera angustia no parecerme a las mujeres de las portadas de revista o a las actrices de moda. Una sensación de desamparo, de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarme al margen de lo realmente aceptable. ¿Qué tanto puede pesar una idea semejante en la sociedad? ¿Que tanto se puede parecer a un prejuicio?
- Puede serlo, pero la insistencia en crear cánones aceptables, es una deformación de la idea de cultura — respondió el profesor. Un silencio tenso y preocupado llenó el salón y supe que la diatriba estaba preocupando a más de uno de los presentes. Y es que es inevitable pensar en los limites de los aceptable, de lo que te empuja de manera sutil hacia un “deber ser” insustancial y desconocido. Soy como ente individual pero a la vez, solo reflejo lo que la sociedad espera de mi, la cultura que me dibuja y me indica la estética que debe ser parte de mi percepción personal. ¿Que tan válido es eso? — la belleza es una idea que conjuga toda una serie de pareceres y conclusiones sobre lo aceptable, lo exitoso, lo deseable, lo que se aspira. Y sí, es natural que exista un ideal cultural. Pero cuando la cultura empuja a los individuos a calzar en esa visión, algo comienza a deformarse por el peso de la imposición, por la necesidad de “ser” a la manera que la sociedad te define.
El profesor se acercó al Pizarrón. Con un gesto firme, dibujó un circulo y en su interior dibujó la palabra “belleza”. Luego, escribió fuera “fealdad”. El circulo original me pareció muy pequeño y poco representativo en relación al resto del mapa vacío de la pizarra, árido y abstracto. Como la idea que intentaba representar.
- Toda sociedad tiene su propia definición de lo bello y eso es un hecho — explicó — pero la búsqueda e imposición de esa belleza deforma la misma idea de su existencia. La obsesión por la estética, es solo una manera de afirmar la existencia de verdades absolutas, de limitar el aspecto natural del hombre a lineas de prejuicio en el que casi nadie encaja. O no puede encajar, de cualquier manera. No hay una manera real que la belleza pueda definirse, pero al contrario, lo que no lo es siempre parece ser muy evidente.
Pensé en ese alarmante concepto durante semanas. Recuerdo que por entonces, hace seis o siete años atrás, hacía furor los labios gruesos: casi todas mis amigas e incluso una que otra pariente, decidieron recibir una inyección de colágeno para obtener una boca sensual. O al menos, esa fue su intención. La gran mayoría tuvo resultados dispares y además, lamentó haberse sometido a un procedimiento médico que les provocó verdadera incomodidad por meses enteros. ¿Lo más extraño? muchas se realizaron el procedimiento de nuevo cuando los resultados del primero dejaron de ser visibles. Había una necesidad real de obtener esa cualidad de belleza evidente, esa característica culturalmente deseable, que superaba el simple sentido común. Más de una vez, miré los labios gruesos y antinaturales de alguna modelo o incluso una conocida, cuestionándome que tanto puedes desear crear una imagen de ti misma que coincida con el idea popular. Y la respuesta siempre me produjo escalofríos: la belleza se desea y se obtiene a cualquier medio.
Nadie quiere envejecer. Y eso es una idea histórica, mucho más antigua y persistente que cualquier otra. Nadie quiere admitir que perdió la frescura y fuerza de la juventud, que inevitablemente su cuerpo muestra de manera visible el paso del tiempo. Somos una sociedad adolescente, una cultura niña que se interpreta así misma en símbolos de estatus y poder, que se analiza constantemente en cánones y percepciones irreales pero que se aceptan como válidos. ¿La inevitable consecuencia? Esa sensación de fugaz reverencia a la juventud y su belleza. Una especie de ansiedad espiritual por perder lo que apenas se comprende. Somos parte de un presente continúo que solo refleja ciertas ideas sobre nosotros mismos, que es incapaz de abarcar la complejidad de la mente humana. Y quizás de esa simplificación nace el prejuicio y el ideal.
Lo más sorprendente ha sido descubrir, a medida que transcurre el tiempo, que la belleza, la juventud y la delgadez, son conceptos que parecen distorsionarse para crear algo tan confuso como turbio. No hablamos ya de un tema de género, mucho menos de una idea concisa que pueda considerarse “dañina” por si misma. En realidad, la linea que divide todos los planteamientos sobre la estética es tan difusa como inquietante: No existe una definición sobre lo “bueno” o lo “malo”. Y eso hace que esa búsqueda de la belleza sea parte de una idea que nos supera, no solo al interpretarla sino al intentar comprenderla. Un mundo que se mira así mismo a través de los prejuicios e incluso, su propia manera de definir su identidad.
Me miro al espejo. Sonrío. Que tensa me veo. Bueno, ya tienes treinta y tantos años, pienso. ¿A quién veo en el reflejo? El rostro redondeado, los ojos grandes y expresivos, la boca un poco tensa. ¿Me reconozco? Quizás sí, pienso con nerviosismo. Es extraño pensar en tu edad, en el tiempo que transcurre en tu vida. Y mucho más inquietante aún es comprender tu vida a través de un número. Uno que simbolice lo que has vivido, la cuenta atrás hacia la vejez, la experiencia y eso que llaman plenitud. O al menos lo pienso así. Hay quién, mucho menos optimista, habla que cada año que se cumple te acerca a lo inevitable, a la manera de ver el mundo, a la forma de recorrer tu historia con los ojos entrecerrados.
Cuando era muy jovencita, treinta años me parecía una edad lejana, inalcanzable. Nunca fui precisamente inocente, pero sí lo bastante ingenua para mirar el futuro como una gran expectativa. Recuerdo que cuando tenía unos catorce, me imaginé como sería en la tercera década de mi vida. Era una imagen vívida, de una mujer extraña y fuerte, una que no le tenía miedo — no tanto — a la oscuridad, que sabía cosas que yo aún no comprendía, que sostenía la cámara vivir y el lápiz para soñar. Me la imaginé muchas veces, esa mujer que sería yo, esa figura que nunca tendría miedo y que muchas veces podría vencer el dolor.
Sonrío. Mi madre, que me acompaña a tomar un café mientras pienso en todas estas cosas, me dedica una mirada levemente confusa.
- ¿Qué pasa? — pregunta.
Me encojo de hombros. Miro sus manos, tan parecidas a las mías y pienso en ambas. En ella que es mi reflejo en muchas cosas y en mí, que me construyo aún. Suspiro, sin saber como expresar la idea, como construir ese pensamiento abstracto que me atormenta.
- ¿Te pasó que supiste el momento exacto en que dejaste de ser joven? — le pregunto — ¿Cuando te comenzó a preocupar el paso del tiempo?
Intento ser sutil en el planteamiento, darle un toque ligero a mis palabras. Pero tienen su poder, su contundencia. Mi mamá suspira y pienso que no me responderá. Que quizás me dirá alguna de sus frases favoritas: “se es joven mientras se puede y se quiere”, pero en cambio parece pensarse lo que dije. La contemplo: es muy bella aún, en sus sesenta y pocos años. El cabello rubio le cae sobre los hombros bien peinado y abundante, el rostro tiene un brillo delicado y frágil. Pero si, no es una mujer joven. Es un adulto por completo. ¿Como se asimila esa idea? ¿Como es comprender de pronto que dejaste toda la frescura de la juventud, de aprender por primera vez, de la ingenuidad de la inocencia? ¿Me esta pasando eso a mi? Me pregunto con un sobresalto. ¿Me está ocurriendo justo ahora? ¿Por eso padezco esa leve melancolía a todas horas? Me muerdo los labios preocupada, desconcertada.
- Creo que nunca sabes algo semejante hasta que es inevitable que lo ignorarlo — comenta por fin — supongo que eso fue lo que me ocurrió.
Lo dice todo con voz muy suave, casi quebradiza. Parece cansada, pero luego descubro que solamente está…triste. Sí, mi madre está triste. Sonríe y me contempla con sus bellos ojos verdes. Tan jóvenes, ahora que lo noto.
— No creo que nadie admita que es un adulto, un viejo — prosigue — La sensación de dolor de comenzar a asumir la mortalidad no es sencilla. Es un pequeño trago amargo que tomas a sorbos muy pequeñitos todos los días. Luego ocurre algo y…solo sabes…
Aprieta los labios. Instintivamente, sé en qué está pensando. Hace cuatro años sufrió un infarto: no fue muy grave, pero si todo lo contundente que puede ser para alguien como mi madre descubrir su vulnerabilidad. La recuerdo en la cama de la clínica, temblorosa y pálida, agotadisima. Sentada a su lado, no sé que decir. Me aprieto los dedos, siento una profunda angustia. Ella tampoco dice nada, hasta que vuelve la cabeza en la almohada para llorar. El recuerdo me hace daño y parpadeo para no llorar, que ella no note mi tristeza.
- La juventud es una idea que no entiendes hasta que la pierdes — murmura.
No me lo dice a mi. Los dedos apretando con casi excesiva fuerza la taza de café, los ojos entrecerrados. No me mira. ¿Que ve con los ojos de mi mente? ¿El futuro? ¿La incertidumbre? Quiero extender la mano y apretar la suya, quiero abrazarla y consolarla. Pero no lo hago. Continuamos sentadas juntas, una frente a la otra, meditando sobre la vida, la muerte y todo lo que ocurre entre ambos extremos.
Venezuela es un país joven, pienso caminando por una calle concurrida. O lo era, antes del fenómeno de la migración. El caso es que a pesar de la crisis, hay mucha más gente joven que vieja, una balanza utópica que no se desequilibra con tanta facilidad. Un grupo de colegiales pasan corriendo a mi lado, riendo y haciendo escándalo. Según algunos estudios, somos un país adolescente: el 60% de la población tiene menos de veinticinco años y la cifra parece aumentar año con año. De manera que treinta y tres años, juveniles, bien llevados, es una pequeña forma de vejez en este país niño e impredecible. ¿Es natural sentirse de esta manera? Seguramente sí, pero me desconcierta esta sensación de leve angustia, como si mi edad fuera una idea más que un símbolo de como miro el mundo. ¿Quien soy ahora mismo? ¿En quien me convertiré?
Me encuentro en una de mis librerías favoritas de la ciudad: un lugar pequeño, discreto, repletos de libros apiñados en enormes estanterías de madera. La visito desde su fundación, harán diez años atrás, incluso un poco más. Ha sobrevivido a la crisis, a la destrucción selectiva del músculo intelectual del país. Parece inmune a la desesperanza. La primera vez que la visité, tenía apenas veintidós años. El mundo me parecía enorme, interminable. La sensación de posibilidades abiertas. El librero, un sujeto maravilloso con una enorme barba rubia y acento español me recibió en esa ocasión.
- ¿Qué busca? — me preguntó.
- Solo quiero quedarme un rato.
Me quedé un buen rato ese día. Y el día siguiente. Y tantas tardes después, que tengo la impresión que muchos de los momentos más entrañables de mi vida, han ocurrido entre los preciosos anaqueles con olor a pino, rodeada de extrañas ediciones de libros singulares. Me gusta ojearlos siempre, aunque no compre ninguno. Detenerme en medio del silencio y leer un párrafo de un favorito inolvidable. O una obra recién descubierta. El día de mi cumpleaños, el obsequio que me hice, a esa mujer en que me convertí, a esa extraña que miro al espejo, fue una tarde entre estanterías y un nuevo libro que atesorar.
El librero, que sigue llevando barba hirsuta y sigue siendo tan antipático como siempre, se sienta a mi lado en el banquito del fondo. Suspira, con su respiración afanosa de fumador y ríe entre dientes.
- ¿Que pasa hoy que tienes esa cara de loca?
- Siempre la tengo.
Reímos juntos. Me extiende una bella edición recién llegada de una recopilación de Alejandra Pizarnik. La tomo entre las manos y paso las páginas, distraída.
- Estoy un poco cansada. No he dormido bien.
- Como cualquiera en este país.
No respondo. Me observa con sus ojos glaucos y penetrantes. Se levanta de la silla, busca entre las estanterías. Abre y cierra gaveteros. Cuando regresa, lleva dos tazas de café en la mano. Lo pruebo con cautela. Como lo suponía, el sabor es rancio y duro. Pero me gusta, a pesar del inmediato parpadeo del dolor que siento en el estómago. Maldita gastritis, otro recordatorio de la juventud que se desvanece entre ideas y pensamientos.
- Cuando era niño, quería ser capitán del ejército — me explica — de verdad que lo deseaba. Me pasaba los días pensando en eso. Leía todo lo que podía sobre el ejército. Era muy miope y también asmático. Pero yo seguía insistiendo. Una y otra vez. Hasta que un día, el oficial que me recibía en el escritorio, me miró y me dijo una sola frase. ¿Sabes cual puede haber sido?
Tomé un sorbo de café. Pensé en varios juegos de palabras ingeniosos. Decidí no responder. El librero bebió de su taza un par de largos sorbos humeantes.
- Esa misma que estás pensando: “eres demasiado mayor” — dijo — eso me dijo. Se me cayó el mundo encima. Era demasiado mayor para mi sueño. Me encontré solo, roto. Creí que nada valía la pena. Sentí que la juventud había terminado.
Lo miré, con las mejillas coloreadas de angustia. Vaya, no fue una buena idea venir por aquí luego de semanas de pensar en mi mortalidad, me digo aturdida. ¿Cuántos sueños he perdido? ¿Cuantos deseos incumplidos llevo a cuestas? Me revuelvo incómoda en la silla. Me apresuro a terminar el café. Quiero irme de aquel pequeño mundo de libros, volver al mundo real que se mueve muy rápido. Mirar a mi alrededor y pensar sobre el tiempo que avanza muy rápidamente, sobre la vida que carece en ocasiones de significado. Recuerdo una linea del libro “la Soledad de los números primos” de Paolo Giordano: “el mundo está hecho de números y de tristezas mal comprendidas” y siento que esa frase tiene su sabor y su propio peso, su sentido y su manera de llenar mis pensamientos, aunque intente evitarlo. Entonces el Librero deja la taza a un lado y hace una cosa muy rara: sonríe como un niño. Una sonrisa que muestra todos los dientes, los hoyuelos de las mejillas, que le enrojece el rostro y le destaca las arrugas. El gesto me sorprende, me deja sin palabras. Espero, queriendo saber que significa.
- Entonces decidí abrir una librería. La primera, antes que esta: en España. Era pequeñita y desordenada, ¡pero como la quería! — me explica. La voz tiene un lustre distinto, algo extraordinario entre la emoción y al simple inocencia — me encantó llenar las paredes de libros usados porque no tenía dinero para comprar nuevos. Y vender. Poner en los brazos de un niño un cuento nuevo que comenzaría a leer y recordaría después. Imaginar cada día un mundo de libros. Construir mi mundo lentamente, entre los estantes enormes y bastos. ¡Me despertó a la vida! y pensé que había perdido mucho tiempo soñando con otra cosa, mirando en otra dirección. Y me gustó que el sueño se tomara el tiempo para llegar, para sonreír y para construirse. Vida nueva.
Nos miramos uno al otro. Mire a este viejo gruñón, delicioso y de pronto le vi tan joven como seguramente lo fue. El cabello castaño claro, los ojos vivaces. Y que juventud tan bella esa, la de las esperanzas, la de las cosas buenas por nacer, la de las ideas que se hacen realidad. Cuando me incliné y lo besé en la mejilla, se quedó avergonzado y sonrojado.
- Renacer en palabras — comenté.
- Eres una cursi.
- Por supuesto.
Soltó una carcajada afectuosas. Me quitó la taza de café de las manos y volvió detrás del mostrador. Su mundo. Los libros alzándose a nuestro alrededor, uniéndolos, siendo una visión del futuro. Y pensé en todas las cosas que deseo hacer, en cada pensamiento que me queda por elaborar, en tantas imagenes que quiero atesorar. Y tuve una sensación de asombro, como quien descubre un tesoro, como quien sueña cada día cien veces, con los ojos abiertos y las manos extendidas hacia la incertidumbre. Una manera de crear.
- Así que, se es tan joven como los son tus sueños — me dice. Sonríe. Apoya sus manazas en el escritorio — solo se envejece cuando el tiempo deja de tener significado. O cuando lo tiene pero solo te recuerda quien no eres. Piensa en quien serás.
Que pensamiento precioso ese, me digo, mientras camino por esta Caracas arisca, vestida de azul y calor radiante, con el libro de la Pizarnik apretado contra el pecho — claro que lo compré ¿podría no hacerlo? — y pienso en todas las cosas que aún quiero alcanzar, en esa avidez de las cosas que busco, que intento obtener con esfuerzo e imaginación. A pesar de la crisis, del miedo, del país que navega en contra. Y me pregunto que pasará después, cada año una nueva visión, cada año una nueva esperanza. Y sonrío, esta vez sin miedo, taza de café en la mano, sentada en algún lugar escondido de la ciudad, mirando la tarde caer. Pienso en todo lo que aspiro, lo que aún necesito y lo que quiero recorrer. Una visión de mi misma más allá del tiempo. Una necesidad de soñar.