Crónicas de los hijos de Apollo:

El péndulo, el escarabajo de Oro y un triste cuervo invisible. (Parte II)

Aglaia Berlutti
12 min readApr 20, 2021

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(Puedes leer la parte I aquí)

El invierno de 1809 en que nació Edgar Allan Poe, fue el más crudo de la década. Así lo insistió su madre, la actriz Elizabeth “Eliza” Arnold Poe, unos días después del nacimiento de hijo más pequeño, el 9 de enero de un año que al parecer, sería especialmente duro. “El frío es transparente, hermoso y causa dolor” diría en una carta para su futuro hijo. Ya por entonces, Eliza se sabía “marcada” — o así insistiría — por la “desolación”. Repetiría la frase meses después, cuando David Poe, su esposo, la abandonó con tres niños en brazos. “Hay un desastre, una mirada sombría al futuro” escribiría a su madre. Le contaría también, que sufría de “algunos síntomas” sobre lo que parecía “un resfrío que no termina de sanar, como si simplemente la tristeza se hubiera alojado en mi cuerpo de forma perniciosa”. Eliza era talentosa para la escritura y aunque jamás llegó a publicar nada ni fue conocida por su escasos papeles en los teatros de la ciudad, Poe diría después que parte de su talento provenía del “enigma” de su madre. Una buena cantidad de biógrafos insistirían que sin duda, Poe sentía una predilección evidente por ficcionar la figura de la madre que apenas llegó a conocer. Sin embargo, para el escritor, la dama ausente, de extraordinaria belleza, talento y ternura, sería un motivo recurrente en toda su obra.

Eliza moriría de tuberculosis dos años después del nacimiento de su hijo más pequeño, una experiencia aterradora que Poe después describiría como “el silencio de una casa en ruinas”. El ayuntamiento se hizo cargo del cuidado de los tres hijos de la fallecida, pero en realidad, lo que ocurrió después, fue una especie de drama acelerado y casi grotesco, que terminó por convertirse en una herida abierta en la vida del autor. Al final, los huérfanos fueron separados y enviados a hogares distintos — “fue como caer al vacío cuando creías, que ya habías alcanzado el lugar más oscuro” . Edgar fue enviado a la casa de un rico comerciante llamado John Allan, cuya esposa Frances “Fanny” Allan, no podía tener hijos y estaba obsesionado con tenerlos. No obstante, nunca adoptaron a Edgar, que siempre sintió era parte de un hogar a medias, un invitado inexplicable con que los Allan solo compartían su apellido. A pesar de eso, Fanny tenía una persistente necesidad de actuar como una madre con el pequeño. Le vestía, le daba de comer, le peinaba, incluso cuando ya no necesitaba hacerlo. La experiencia resultaba agobiante para Edgar, que comentó a sufrir terrores nocturnos y ansiedad.

De hecho, el mismo escritor diría que sus primeros años de infancia fueron aterradores por la mera insistencia de Fanny de preocuparse por él. “Jamás podía dar un paso sin que estuviera a mi alrededor, mirándome con obsesiva atención” relataría años después. Aun así, se consideraba afortunado: los Allan eran dueños de la House of Ellis, una empresa próspera con inversiones en Tabaco y Té que convertía a la familia en una de las más adineradas de la ciudad. Pero en realidad, la familia nunca adoptó al niño. Como solía ser costumbre en la época, le brindaron alojo, amparo legal que incluía el apellido, pero Edgar jamás podría disponer de los bienes, herencia o cualquier beneficio real de una adopción. De modo que era una especie de “visitante afortunado”. Uno que comía tres platos de comida caliente al día, pero también, sufría los accesos de de ira del Patriarca o la frustración de su esposa. “Vivía una vida oscura”.

Con todo, Edgar comprendió que gozaba de una posición privilegiada. O al menos, la máxima que podría aspirar un niño huérfano, hijo de una actriz, un oficio mal visto por entonces en la muy puritana ciudad de Boston. Su hermana Rosalie Poe fue adoptada por una familia vecina a los Allan y su hermano William Henry Poe, fue acogido en el hogar de sus abuelos maternos. Para Edgar no había posibilidad de escape, por lo que asumió que su vida era esa: ser una especie de rehén de un padrastro despótico y una mujer que deseaba ser madre de forma caprichosa. La infancia del futuro escritor transcurrió entre tutores, una biblioteca silenciosa y el desamor familiar. “Pocas veces es posible recuperarse del desamor a tan temprana edad” escribiría después. De manera que decidió el apellido de la familia Allan e intentó sobrevivir lo mejor que pudo a los largos años silenciosos en la mansión familiar. “Cada casa es un espacio inquietante, temible y doloroso para los extraños que deben habitar en ella”.

En 1815, la familia se trasladó a Londres. Edgar se maravilló del cambio absoluto que provocó lo que al principio se trató de un prolongado viaje familiar, para estudiar el floreciente mercado británico del tabaco y el café. Allan se entusiasmó y decidió residir en la ciudad. “Otro mundo, brillante, diáfano y gris”, diría después Poe. El jovencísimo aspirante a escritor (ya por entonces escribía algunos poemas y pequeños relatos), fue enviado a varios internados y se encontró en un mundo nuevo. Uno en el que además, pudo descubrir la literatura en todo su esplendor. Si los tutores estadounidenses le habían parecido deslucidos e ignorantes, en Londres tuvo la oportunidad de no sólo leer los libros más recientes sino además, investigar y profundizar en la prosa y la poesía. También y lo admitiría después sin ambages, aprendió “el valor del dinero”. Ya por entonces, se insistía en su tacañería, en su insistencia en calcular gastos y ganancias, aunque disponía de apenas un puñado de peniques que Allan dejaba entre sus manos sin interesarse por nada más. Edgar vivía en la abundancia, asombrado por todas las posibilidades del dinero. Quizás por eso, más adelante admitiría que fue muy fácil creer que el mundo era “sólo así”. Colegios con amplios salones radiantes, paseos en carruajes en tardes cálidas, cenas en traje con criados de librea. El deslumbrante estilo de los Allan le sorprendería. “Comprendí que tenía suerte, aunque no tanta como creía”.

Para 1818, Allan seguía sin decidir si trasladar sus inversiones a Londres. Y tal vez por es motivo, el primer gran crack económico del siglo, derrumbó todas las defensas de buena parte de sus empresas. En 1819, aconteció lo impensable: un derrumbe financiero a gran escala que nadie pudo prever. Bancos quebraron, empresas se detuvieron, hubo huelgas y para noviembre de ese año, fue evidente que se trataba de un colapso imprevisible que llenó los mercados de incertidumbre. Los primeros afectados fueron los relacionados con comercios rápidos y de múltiples líneas de producción como el tabaco y Allen terminó sufriendo grandes pérdidas, que provocó que hasta el último de sus negocios se convirtiera en una sucesión de deudas impagables. En mitad de la situación, la familia volvió a Virginia, pero en 1820 era evidente que la circunstancia no hacía más que empeorar. Llamada la Primera Gran Depresión, provocó un colapso general que arrasó con medianas y grandes empresas. Por si eso no fuera suficiente, la situación se hizo aún peor, cuando Europa se alejó de los mercados estadounidenses en busca de salvaguardar patrimonio y desencadenó sin querer la transición del país de un estado de comercial colonial a una economía independiente, que debía recomenzar desde las cenizas. La familia Allan perdió buena parte de sus empresas y de la opulencia, pasaron a una burguesía discreta de la que jamás se recuperaron del todo.

Ya por entonces, Poe pensaba en la escritura como un oficio. Y de hecho, el que considera su primer poema proviene de esa época confusa, en que tuvo que abandonar la enorme mansión familiar a un piso modesto. “Anoche, con muchas preocupaciones y fatigas oprimidas, / cansado, me acosté en un sofá para descansar”. Tenía quince años, estaba aterrorizado por la idea de la pobreza. Tanto como para debajo del poema, incluir un pequeño párrafo en que explicaba la crisis que vivían y además, el costo de la deuda en general de los Allan. “La oscuridad ahora es distinta, cuando creí que la conocía” remató. La frase se repetiría varias veces en sus trabajos más adultos, complejos y dolorosos.

El amor, el dolor, la tragedia y finalmente, la página en blanco.

En 1823, Poe se enamoró de Jane Stannard, una mujer cuyo hijo era su compañero de estudios. Era apenas un adolescente. Fue una pasión solitaria, angustiada y desesperada. Mucho más cuando Jane murió al año siguiente y la muerte volvió a obsesionar a Poe, aturdido por el doble pesar de los recuerdos de su madre — “era como vivir una pesadilla en varias formas distintas” — y el del amor desesperado por una mujer que idealizó a extremos dolorosos. “Nunca más” escribió en sus diarios, escribió en páginas sueltas. Se obsesionó con la finitud y la fugacidad de la vida.

Mucho más, cuando incluso la única familia que conocía, se convirtió en una especie de enemigo silente y perverso. En 1825, Allan heredó una considerable fortuna de un tío y entonces, hizo lo inimaginable: decidió que Edgar no sería su heredero, aunque no tenía parientes cercanos y Fanny estaba cada vez más enferma. “No eres mi hijo” dijo Allan al futuro escritor y desde ese día, le trató desde la distancia de cierto desprecio marchito. Había una clara animadversión hacía el muchacho, aunque Edgar era un adolescente dócil, más interesado en los libros que en el mundo real. Pero en realidad, Allan solo actuaba como empresario: sabía que Edgar era casi un hombre y no deseaba disputarse su cuantiosa empresa — renacida con mayor poder desde las cenizas — con un hombre desconocido. Porque en realidad, admitiría Edgar después, después de la única y tensa conversación sobre la herencia, comprendió que no sólo jamás había sido un hijo para Allan, sino que ahora era una molestia legal que no sabía cómo afrontar. Llevaba su apellido, pero no podía disponer de sus bienes. La buena sociedad que acogía a Allan se llenó de rumores e incluso, hubo una pública discusión entre ambos que terminó con Poe expulsado de la casa natal. “Nunca sentí tanta libertad, tanta miserable tristeza”.

Para Allan, la solución al conflicto fue enviar a Poe a la Universidad de Virginia. Era un buen estudiante, pero en cuestión de meses, se volvió un adicto al juego y a la bebida. Para finales del primer año lectivo, tenía una deuda impagable de casi dos mil dolares, que Allan no quiso honrar y que puso a Poe en peligro de ser encarcelado o peor aun, asesinado por los deudores. Volvió a la casa familiar, sólo para ser arrojado a la calle. “Estoy en la mayor necesidad, no he probado la comida desde ayer por la mañana”, escribió Poe a su tutor, aterrorizado por la pobreza “No tengo dónde dormir por la noche, deambulo por las calles”. Allan quemó las cartas y ordenó que cualquiera que recibiera de su protegido, fuera arrojada a las llamas. “Perdí todo sentido de la dignidad, me encontré tan perdido que volví a ser el hijo de mi padre”.

En un intento de salvar la vida, Poe se alistó en el ejército y sirvió dos años. Ya por entonces escribía, tanto y con tanta vehemencia, que sus compañeros se aterrorizaron de lo que creían un tipo de demencia. Enviaba textos a editoriales, varias le respondieron con la posibilidad de publicación contra reembolso de pérdida, pero Allan se negó a desembolsar un solo dólar. Finalmente, sobrepasado y agobiado por la vida militar, por las humillaciones y un incipiente alcoholismo, decidió partir a Baltimore. Allí le recibió su abuela, una mujer inválida y fría, que vivía junto con su hija y su nieta. Para cuando Poe comenzó a vivir en la casa, su hermano estaba gravemente enfermo de tuberculosis y era alcohólico. Un borracho violento que destrozaba muebles a su paso, que gritaba enfurecido, que una noche cayó al suelo escupiendo sangre. “Un paisaje desolado” escribió Poe aterrorizado por el panorama familiar.

Poe estaba arruinado, tanto como para robar libros, botellas de bebida en bares, volverse una especie de criatura irascible y temible. Pero no dejaba de escribir. De hecho escribía tanto que en ocasiones, caía al suelo de puro agotamiento, desbordado por la bebida y el afán de narrar lo que sea que pasaba por su mente. “Escribir no me ha salvado de nada que no sea de la locura y aunque es poco, es de considerable interés” escribió a uno de sus viejos compañeros de clase. Dos días después, bebió hasta perder el sentido y fue llevado a rastras a casa de su abuela. Sufrió un síncope y yació sin sentido en plena calle, por horas. Los desconocidos se asombraron de la forma en que aferraba las hojas de papel que llevaba en los bolsillos. “La vida entera, entre palabras”.

La historia que llevaba entre las manos el día de esa borrachera que casi le lleva a la muerte era Metzengerstein, que se publicaría en 1832. Los cincuenta dolares que ganó por la publicación los perdió en apuestas y bebida. El editor del libro escribió más tarde “Lo encontré en Baltimore en un estado de inanición”. Pero a pesar de eso, Poe escribió Berenice que se publicaría tres años después. Después diría que sólo recordaría el apetito que sintió al escribirla, la necesidad de plasmar el voraz apetito que le sacudía. “Un hambre extraña, enorme y blanca” diría a un editor

Una vuelta de tuerca

En 1834, ocurrieron varias cosas en la vida de Edgar Allan Poe que tallaron, en la piedra viva de la idealización, su leyenda. John Allan murió y le sometió a la humillación final de dejarle sin un centavo, ni una sola mención a su nombre en ningún documento legal. Enloqueció de furia y desconcierto. Bebió con aun más frecuencia, escribió historias más espantosas y se empeñó en solo vivir de lo que escribía. También fue el año en que comenzó a tener “pesadillas insoportables, radiantes, todas dignas de ser escritas”. Se obsesionó de tal modo con el desaire de Allan, que llegó a ir a su tumba para destrozar la lápida y solo un solitario gendarme lo evitó. Con todo, tomó apuntes de lo que había experimentado en mitad de un cementerio a solas, lleno de ira. “La muerte blanca”.

Un año después y a fuerza de pura voluntad, fue contratado como editor d e la revista mensual Southern Literary Messenger, en Richmond. Finalmente, tenía el suficiente dinero para subsistir “al menos, la mayoría de las veces”. Ya por entonces, estaba obsesionado con la muerte y la vida. Tanto, como para decir que cuando contrajo matrimonio en 1836, con su prima Virginia Clemm de trece años, lo hacía por una necesidad “enfermiza de huir de la oscuridad”. Para entonces, Poe tenía veintisiete años, era cada vez más adicto al alcohol y escribía sin importar descuidar su trabajo de oficina. Como si eso no fuera suficiente, su matrimonio con una adolescente a la que le doblaba la edad desató habladurías y su fama de hombre siniestro, aumentó. Cada noche, recorría bares, se peleaba en público, perdió el control de su vida privada y pública. Era un espectro pálido, con la ropa sucia y enajenado a niveles que hizo correr rumores sobre sus salud mental. “Cierto escritor de Baltimore debería estar bajo cuidado médicos” insinuó un fanzine de cotilleos. Poe quemó varios ejemplares frente a la mirada horrorizada de Clem.

A principios de 1837, se mudó a Nueva York. Y The New Yorker, por entonces una revista semanal cuya cabeza visible era el temible Rufus Griswold, le contrató. Pero de nuevo, vivió tiempos convulsos. La ciudad se vino abajo durante el llamado segundo pánico de 1837, que provocó cierres masivos, manifestaciones callejeras y al final, una sacudida que dejó al país en escombros. Poe, que ya había vivido algo semejante casi una década atrás, ahorró lo que pudo de su paga del periódico y comenzó a escribir novelas góticas. Ligeia se publica en 1838 y al año siguiente, La caída de la Casa Usher. Poe, un alcohólico consumado, celebró ambos triunfos con borracheras descomunales y después, con maratones de escritura que le dejaban destrozaron por días y semanas enteros. Clem estaba aterrorizada pero aun así, jamás le abandonó. “La fidelidad encarnada en la belleza” escribió Poe.

En 1841, publicó Los asesinatos en la Rue Morgue, creando casi de manera accidental, el género de detectives. A su vez, seguía trabajando en correcciones privadas, como editor en revistas pequeñas y escribiendo hasta que un día, el dolor en la muñeca le hizo gritar. Clem la vendó como un pañuelo blanco y Poe diría después que tuvo una de las pocas premoniciones de su existencia. “Supe que Clem moriría antes que yo y que sería la señal, que yo debería morir también”.

La debacle y el dolor

En 1843 se publica El Escarabajo de Oro y de alguna manera, su primer gran éxito le llevó a la debacle total. Se encontró vagando por las calles, aturdido y desconcertado, escribiendo en hojas hasta caer exhausto. Nunca había sido más pobre y su vida, más caótica. Con todo, su fama aumentó y llegó a ser tan considerable que en 1845, publicó El Cuervo y se convirtió en una celebridad literaria. El éxito había llegado, pero también una serie de sucesivas desgracias. Su alcoholismo era cada vez más profundo, su esposa enfermó de tuberculosis y para 1846, volvió a temer por el abismo de la pobreza. “Bebí, sólo Dios sabe con qué frecuencia o cuánto”, admitió Poe en una carta a un editor que se preocupó al escuchar rumores sobre su caída en el desastre. Para principios de 1847, fue evidente que apenas podía sostener su necesidad de escribir, de beber y al furia enloquecida que le llevó a volverse un espectro tortuoso y pálido. La primera semana de ese año, sufrió una violenta crisis nerviosa. Unos días después, Virginia Eliza Clem murió 1847, de tuberculosis y entre dolores espantosos. Poe jamás se recuperó del sufrimiento. “La vida se volvió un infierno o reconocí que vivía en él” escribiría la misma noche en que sus parientes le obligaron a soltar el cadáver de Virginia.

Dos años después y dos días antes de su muerte, escribió a su suegra. “Virginia a venido a verme. Creo que es hora que la cinta blanca rodeé mi muñeca”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine